Aficionado a la literatura y el cine de género negro desde su infancia, Frank Miller llevaba historias policiacas en su portafolio de muestras cuando llegó a Nueva York para encontrar trabajo en la industria del comic-book a mediados de los setenta. Pero por aquel entonces, con unas normas de censura todavía estrictas, nadie publicaba cómics policiacos, así que el joven artista no tuvo más remedio que amoldarse al género de superhéroes para conseguir encargos en DC y Marvel. Sin embargo, su pasión por las historias de mafiosos, bajos fondos y asesinos no disminuyó y, de hecho, fue la inclusión de esos elementos y atmósfera en el universo de Daredevil cuando se encargó de la autoría total del personaje, lo que le llevó a él y a la colección a la fama. De su trayectoria en esa serie ya he hablado en otro artículo, así que a él me remito.
El prestigio que acumuló Miller en el curso de tan solo siete años gracias a obras tan excelsas como Born Again, El regreso del Caballero Oscuro o Batman: Año Uno, llamó la atención de Hollywood, que lo reclamó como guionista. Miller describiría su experiencia de dos años en la Meca del Cine a finales de los ochenta como un auténtico purgatorio, así que tras regresar al mundo del cómic, y aprovechando tanto su poco habitual posición de privilegio para un artista de tebeos como los nuevos aires de libertad que soplaban en las editoriales más pequeñas, se propuso crear el tipo de cómic que durante tanto tiempo le había estado vedado, sin cesiones ni compromisos con modas, gustos mayoritarios ni directrices de editores.
Y así, tras haber publicado para Dark Horse dos miniseries de ciencia ficción de las cuales se ocupó sólo del guión (Give Me Liberty y Hard Boiled), su siguiente proyecto para ese mismo sello acabó siendo su trabajo más importante de la década, uno en el que además de escribir la historia la dibujaría, algo que no hacía desde hacía cinco años. Así, las primeras páginas de Sin City aparecieron en un número especial, “Dark Horse Presents Fifth Anniversary Special” (abril de 1991), para luego continuar serializado entre los números 51 al 61 (mayo de 1991-junio de 1992) de la antología Dark Horse Presents.
En las seis primeras páginas, Miller esboza claramente el tipo de personaje que ha elegido como protagonista, ideal para la historia violenta que quiere contar. Marv es un matón profesional, con el físico de un coloso, pero que depende de medicación para mantener a raya sus delirios y sus arranques de brutalidad. Su cara, cruzada por cicatrices y marcas de viejas peleas, asusta a todo el mundo y le impide mantener relaciones normales con mujeres… Es, en definitiva, un perdedor, alguien más astuto que inteligente y del que se aprovechan los que tiran de los hilos en los estratos más altos de la ciudad.
Ya fuera por su experiencia vital o por su baja autoestima, Marv apenas puede creer que una diosa rubia como Goldie accediera a irse a la cama con él. Pero su felicidad dura poco. Tras la noche de sexo y alcohol, Marv se despierta para encontrarla muerta a su lado. Está claro que ha sido asesinada, pero el responsable fue rápido, silencioso y no dejó ningún rastro de su presencia en la habitación. Para colmo, cuando escucha aproximarse las sirenas policiales, Marv se da cuenta de que le han tendido una trampa. Alguien quería muerta a la chica y lo han colocado a él de chivo expiatorio. Ahora bien, Marv, que ya tiene antecedentes y está en libertad condicional, no está dispuesto a esperar a las autoridades para intentar convencerles de su inocencia.
Aunque no conocía demasiado bien a Goldie, Marv apreciaba la dulzura que ella le había dispensado y decide averiguar quién la ha matado y vengarla. Tras escapar de la emboscada policial y sobrevivir a duras penas a una serie de enfrentamientos cada vez más violentos, Marv va avanzando en sus pesquisas para dar con el responsable, ayudado por una misteriosa mujer que resulta tener un extraordinario parecido con Goldie.
Tirando del hilo y atando cabos, descubre que quien está detrás de la conspiración es un cardenal eclesiástico, Roark, perteneciente a una importante familia local, que se sirve de Kevin, un asesino en serie psicópata y caníbal, para lavar sus trapos sucios. Marv hace su propia y sangrienta limpieza, pero no puede evitar que la policía lo atrape y, en un final amargo e impactante, lo ejecuten en la silla eléctrica.
Lo que Miller más apreciaba del género negro era la ocasión de hacer algo diferente a lo que se podía ver normalmente en el medio: “Fue la oportunidad de hacer historias con gente con motivaciones que se escapaban a la norma de los comic-books. Esto es, gente que haría cosas por sexo, por ejemplo, por alguna perversión, en vez de algún científico loco que quiere conquistar el mundo; y utilizar al típico héroe duro, solitario y alienado”. Y, efectivamente, recuperó la atmósfera espesa, nocturna, corrupta y violenta que ya había explorado en sus diferentes historias para Daredevil y Batman, y la amplificó introduciendo todo el sexo, la violencia y la turbiedad que el talante conservador de Marvel y DC jamás hubiera podido consentir.
De hecho, Miller parece regodearse en estos aspectos hasta extremos que pueden resultar desagradables para no pocos lectores. Hay palizas, torturas, ejecuciones, atropellos, mutilaciones y asesinatos, por no hablar de los estremecedores hábitos culinarios del psicópata Kevin o la forma que Marv encuentra para lidiar con él.
Este enfoque violento y grotesco puede asumirse como coherente con la historia que se narra, pero menor justificación tiene la forma en que Miller presenta a las mujeres. Sumando esta primera entrega y las miniseries, novelas gráficas y antologías con la misma ambientación que le seguirían durante el resto de la década, sólo puede hallarse un personaje femenino con el que simpatizar y que no sea una prostituta sino una víctima.
Como sacadas de las lúbricas fantasías de un adolescente, Miller presenta invariablemente a las mujeres como profesionales del sexo, bailarinas de striptease, lesbianas, manipuladoras, asesinas o víctimas, siempre atractivas y con un cuerpo de escándalo, sin permitirles desempeñar otros roles. No se trata ya de una exigencia de un guion en concreto, sino una pauta que dice poco bueno del autor en este aspecto.
El protagonista, Marv, es el típico héroe “milleriano”, esculpido a base de mazazos libertarios y que apunta ya claramente a la deriva ideológica que experimentaría su autor a no mucho tardar. Marv es un tipo de clase baja, individualista, de voluntad indomable, asesino brutal pero con un código moral propio al cual se aferra, y que busca e imparte justicia por su cuenta enfrentándose a unas autoridades corruptas.
No tiene inconvenientes en descuartizar vivo a su enemigo o estrangularlo lentamente mirándolo a los ojos, pero al mismo tiempo es incapaz de pegar a las damas y quiere mucho a su mamá; un criminal violento que, sin embargo, sabe hacer lo correcto.
Su ansia de venganza le llevará a una transformación interior: de víctima pasiva de las circunstancias adoptará un papel activo que le llevará a sacrificarlo todo, incluso su vida, con tal de hacer justicia… o cobrarse venganza, porque Miller parece equiparar ambos conceptos. De borracho pendenciero y despojo humano renace como héroe responsable impulsado por el amor (o lo que él interpreta como tal). Y a diferencia de las convenciones del género negro, Marv no es Sam Spade por mucho que ambos compartan un tosco carisma y un código de honor personal. Porque Marv no es un detective: cuando necesita respuestas, las consigue a base de apalear al desgraciado que se le ponga por delante.
Reencontramos en Sin City la característica narración de Miller en primera persona, una modalidad utilizada en otras de sus obras magnas y que, a su vez, había tomado prestado de la literatura clásica de género negro; también las descripciones y diálogos tan afilados como una navaja, sin remilgos a la hora de pisar lo políticamente incorrecto y utilizar palabras o expresiones que los más remilgados pueden encontrar ofensivos. De hecho, los textos del cómic, ya sean los monólogos interiores de Marv o los diálogos, son tan artificiosamente melodramáticos, tan ansiosos por emular los clichés de la literatura policiaca barata, que se asoman peligrosamente al abismo de la autoparodia: “Cuando descubra quien lo hizo”, promete a la fallecida Goldie, “no morirá ni rápida ni tranquilamente como tú. No. Morirá lenta y sangrientamente, como me gusta a mí. Miraré al hijo de puta a la cara y me reiré mientras suplica a Dios. Y me reiré más fuerte todavía cuando gimotee como un niño. Y cuando sus ojos se cierren, el infierno le parecerá el cielo comparado con lo que le habré hecho. Te quiero, Goldie”.
En Sin City, por supuesto, Miller vuelve a demostrar que es un maestro de la narración gráfica a la hora de secuenciar la acción, elegir el plano y el ángulo idóneos para cada viñeta e insuflar un dinamismo imparable a la trama. Pero en esta ocasión, el autor volvió a sacudir la industria del comic-book americano adoptando un poco corriente estilo gráfico que, literalmente, inventó sobre la marcha una nueva forma de narrar historias.
Sin City es un mundo de luz y sombra absolutos, plasmado a base de blancos y negros totalmente contrastados, sin escala de grises ni matices, aunque sí meticulosamente perfilados. Las viñetas son grandes y dominadas mayormente por el negro. Pero este no es simplemente un cómic al uso, al que le falta el color, sino uno que saca el máximo partido al blanco y negro, dándoles entidad, peso y densidad propios y diferenciados. Obviamente, Miller realiza un dibujo a lápiz completo de cada viñeta para luego entintar sólo lo exclusivamente necesario para dejar sólo las formas y el movimiento imprescindibles. En otras ocasiones, “rasca” una capa de tinta negra para extraer el blanco subyacente, creando un efecto muy llamativo, por ejemplo, en las líneas y grietas que marcan el torturado rostro de Marv, o la lluvia que cae sobre él mientras reflexiona su siguiente paso. Más que en ninguna de las entregas posteriores de la colección, Sin City: El duro adiós está repleta de imágenes espectaculares que quedan marcadas en la memoria.
También es cierto que el dibujo experimenta una clara evolución desde su comienzo hasta su conclusión, pasando de unas figuras algo más estilizadas de lo habitual en Miller, y dibujadas con atención al detalle, a la simplificación casi abstracta de formas puras y planas. Su trabajo a la hora de utilizar los volúmenes y la luz (con composiciones atrevidas o invirtiendo las imágenes para convertirlas en “negativos”) es tan sofisticado y magistral que uno olvida que Miller, siendo un gran narrador, nunca ha sido en realidad un buen dibujante de figuras o fondos.
Era una opción esta, la del blanco y negro, no solo absolutamente coherente con el género elegido, sino una técnica que le permitió acentuar la intensidad emocional de las experiencias por las que pasaba el protagonista y rebajar el tono realista para deslizarlo hacia el expresionismo con toques de surrealismo y retratar así de forma más cruda la sordidez y violencia que imperan en Sin City. Por si fuera poco, el blanco y negro ha permitido a esta obra sobrevivir mucho mejor al paso del tiempo que otras cuyo coloreado denota irremediablemente su edad. A ello ayuda también la práctica ausencia de referencias gráficas a la tecnología o la moda de un periodo temporal concreto, lo que situaría la acción en un momento indefinido entre los sesenta y noventa del siglo pasado.
En general, Sin City, siendo una obra de lectura absorbente que impacta por su espectacular dibujo y sus violentas escenas y engancha por su fluida narración, contundentes diálogos y casi indestructible antihéroe, no llega al nivel de obra maestra del cómic de género negro por carecer de la requerida profundidad en la historia. A diferencia de lo que Miller había ofrecido en obras anteriores como Daredevil, Ronin, El regreso del Caballero Oscuro, Batman: Año Uno o incluso Give Me Liberty, en Sin City no hay reflexiones sobre los defectos de nuestra sociedad, personajes con matices o un argumento complejo con múltiples intervinientes. Es, más bien, un encadenamiento de clichés montados sobre la clásica premisa del inocente perseguido por un crimen que no cometió y extraídos tanto del imaginario de Miller como de la iconografía superheroica y, sobre todo, el género negro en sus vertientes pulp y hardboiled (como el Mike Hammer, de Mickey Spillane), e inflados hasta casi la sátira. No hay sutileza alguna en este desfile de tipos duros, mujeres exuberantes y violencia a raudales. Como le sucede a tantos autores –sobre todo los que han tenido que desarrollar su carrera bajo el continuo escrutinio de la censura, oficial u oficiosa– Miller confunde la madurez y/o sofisticación de una historia con la inclusión de violencia, desnudez, pasajes truculentos y lenguaje subido de tono. Un ejercicio que, sin ser malo y sí muy disfrutable con la actitud adecuada, también tiende a agotarse pronto, que es precisamente lo que sucedería en entregas posteriores.
En 1992, Sin City fue recopilada en un álbum que ganó un Premio Eisner en su categoría, además de los dos que se llevó Frank Miller al mejor dibujante y mejor guionista. El creador seguiría profundizando y ampliando el peculiar universo de Sin City en diferentes entregas a lo largo de la década: Mataría por ella (A Dame to Kill For, noviembre de 1993-mayo de 1994), La novia iba de rojo (The Babe Wore Red and Other Stories, noviembre de 1994), La gran masacre (The Big Fat Kill, noviembre de 1994-marzo de 1995), Noche de paz (Silent Night, noviembre de 1995), Ese cobarde bastardo (That Yellow Bastard February, julio de 1996), Perdida, sola y letal (Lost, Lonely, & Lethal, diciembre de 1996). Sexo y violencia (Sex & Violence, marzo de 1997), Valores familiares (Family Values, octubre de 1997), la recopilación Alcohol, chicas y balas (Booze, Broads, & Bullets, 1998) e Ida y vuelta al infierno (Hell and Back, julio de 1999-abril de 2000). Estas nuevas miniseries tendrían argumentos quizá más elaborados, pero menos viscerales, con personajes menos primarios y carismáticos que Marv y un dibujo menos esmerado.
Con la excepción de Mataría por ella y La gran masacre, las historias de Sin City pueden leerse en cualquier orden, ya que se desarrollan en diferentes momentos de la historia reciente de la ciudad. Lo que conecta a todas ellas es la propia urbe, Basin City, y, sobre todo, un bar en el que tienen lugar varios dramas simultáneamente de los que se derivarán ulteriores tramas (una estructura que luego sería adoptada por Quentin Tarantino en su Pulp Fiction, 1994). Esta primera entrega, en mi opinión la mejor de toda la colección, fue originalmente titulada simplemente como Sin City, pero conforme más y más miniseries se añadían al canon, aumentando su galería de personajes y dando formas más definidas a su particular universo, sus reediciones pasaron a añadir la coda El duro adiós, dejando Sin City como denominación genérica de todas las historias que transcurren en esa ciudad.
En su momento, Sin City fue un ejercicio de rebeldía, de libertad creativa, de innovación en una industria entumecida por la rutina y el miedo a la polémica; y un giro a la carrera de Miller que le reafirmó como autor viable al margen de la sombra de las dos grandes editoriales americanas.
Con Sin City Miller dio un puñetazo sobre la mesa e hizo toda una declaración de intenciones: se atrevió a llevar a su terreno un género que no tenía predicamento entre el público lector mayoritario norteamericano; cayó en el anatema comercial ofreciendo una historia con un protagonista incómodo que, además, moría al final, imposibilitando por tanto su reciclaje en posibles continuaciones; utilizó el blanco y negro, normalmente reservado para obras independientes y alternativas que no podían permitirse el color; le hizo burla a la censura que tanto le había amargado la existencia en Marvel y DC; y, en fin, se retó a sí mismo, saliendo airoso del trance, a conjugar de forma muy personal y única unos parámetros estéticos, narrativos y temáticos que por entonces nadie había explotado. En fin, un salto al vacío artístico y comercial que abrió nuevos senderos en el cómic norteamericano.
Treinta años después de su publicación original, Sin City: El duro adiós luce tan magnífica como el primer día, lo cual ya dice mucho respecto a su calidad. Los cómics de Miller, en sus guiones, prosa y dibujo, son en no poca medida un gusto adquirido, pero aquí lo encontramos todavía en la cima de su carrera. Una carrera que, con la posible excepción de 300 (1998), quedaría después marcada por un imparable declive.
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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.