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«Lone Sloane» (1966-2020), de Philippe Druillet

No lo tuvo fácil el pequeño Philippe Druillet durante la infancia, pero quizá fueron sus dificultades lo que, al menos en parte, moldearon su espíritu creativo. Sus padres fueron acérrimos fascistas que le pusieron su nombre en homenaje al Secretario de Estado de Propaganda del colaboracionista régimen de Vichy, Philippe Henriot, asesinado el mismo día de 1944 en que el nuevo miembro de la genealogía Druillet venía al mundo. El padre había participado en la Guerra Civil Española en el bando franquista y tanto él como su madre estaban involucrados en las milicias fascistas francesas. Cuando la marea de la guerra cambió, huyeron a Alemania con el aún bebé Philippe, y terminaron por exiliarse en Figueras, España, huyendo de la acusación por colaboracionismo, lo que no les libró de ser condenados a muerte in absentia.

Philippe no descubrió el siniestro pasado de sus progenitores hasta mucho después. Tras la muerte de su padre, regresó a París en 1952, donde su madre encontró trabajo de portera en un inmueble. Ya por entonces, llevando una vida muy pobre en la que conoce el hambre y el frío, llena de dibujos cuaderno tras cuaderno y se alimenta ávidamente de cine, hasta que en la adolescencia descubre la ciencia ficción y la literatura de H.P. Lovecraft.

Tras terminar sus estudios, se hace fotógrafo y conoce al pintor e ilustrador Jean Boullet. Este peculiar personaje era un libertario, anticlerical y enemigo del orden establecido, que estaba obsesionado por lo extraño y lo prohibido. Apasionado por la magia, la demonología y la mitología popular, abrió una librería especializada en estos temas donde también vendía cómics. Además de enseñarle a Druillet las bases del dibujo y la pintura, Boullet probablemente también influyó, tanto gráfica como conceptualmente, en su gusto y sensibilidad creativa.

Tras cumplir el servicio militar en el Servicio Cinematográfico del Ejército, decide dedicarse al dibujo de comics. Era un fiel comprador de Pilote, la revista de referencia en la época, pero sentía que había una carencia a la hora de atender el gusto de lectores más adultos. Así que decide apostar en esa dirección y le muestra su trabajo al editor Eric Losfeld, que había publicado obras icónicas del nuevo cómic francés de los sesenta, como Barbarella o Pravda. Y así, en 1966, con 22 años, ve publicado su primer libro: El misterio de los abismos (Le Mystère des abîmes). Se trataba de una historia de ciencia ficción protagonizada por el que iba a ser su más famoso personaje, Lone Sloane (fue reeditado en 1977 como Lone Sloane 66 por Humanoides Asociados y complementado con otras dos historias).

Aunque era un trabajo todavía algo burdo –y por el que no recibió prácticamente ningún derecho de autor–, sí llamó lo suficiente la atención como para que en Ediciones OPTA, especializada en novelas de misterio y ciencia ficción, le encargasen regularmente portadas e ilustraciones. Fue también en esta época que conoció a la que iba a ser su esposa, Nicole, cuya muerte años más tarde le inspiraría a hacer un cómic tan devastador y nihilista como La noche (La Nuit, 1976).

Mientras tanto, su experiencia con el cómic adulto no había sido todo lo satisfactoria que había esperado. Losfeld estaba haciendo una labor interesante desde el punto de vista de la selección del material, pero sus álbumes eran caros y se imprimían pocas copias, lo que les hacía difíciles de conseguir. Druillet pensaba que el cómic adulto no tenía por que sér caro o minoritario y que necesitaba una plataforma popular que le diera mayor visibilidad. Y así, decide dirigirse a Pilote.

En 1969, muestra algunas de sus páginas a Jean Giraud «Moebius», ya por entonces uno de los artistas clave, no sólo de Pilote, sino de todo el cómic europeo, y éste convence al editor de esa publicación, René Goscinny, para que, a pesar de no entender ni el arte y ni las historias de ese joven recién llegado, le deje ocho páginas. Y es ahí donde Druillet retoma y reformula a Lone Sloane en un estilo exuberante, con el que innova en el medio utilizando colores muy saturados y composiciones de página inusuales.

Druillet irrumpió en el mundo del cómic como una apisonadora, apabullando a editores, lectores y colegas con un estilo visual nuevo y atrevido, que no tenía precedentes en el medio y que se apoyaba en conceptos de escala cósmica, visiones titánicas de seres y arquitecturas que doblegaban las leyes de la física y una línea barroca y detallista, que daba forma a imágenes desasosegantes dispuestas sin consideración alguna hacia las reglas canónicas de narración.

Su afición a dibujar estructuras colosales que mezclaban influencias del Art Nouveau, los templos hindúes y las catedrales góticas, le hicieron merecedor del sobrenombre de “arquitecto espacial”, y el propio George Lucas lo mencionó como influencia en su trabajo.

En 1972, los seis primeros relatos de su viajero espacial publicados en Pilote fueron recopilados en el álbum Los 6 viajes de Lone Sloane (Les 6 Voyages de Lone Sloane), por muchos calificado como la obra cumbre de Druillet. Está compuesto por “El Trono del Dios Negro”, “Las Islas del Viento Salvaje”, “Rose”, “Torquedara Varenkor”, “O Sidarta” y “La Tierra”.

La primera historia, “El Trono del Dios Negro”, establece el tono para el resto de los relatos. La página de apertura nos presenta a Sloane, un viajero solitario de aspecto enfermizo, sentado en la barroca cabina de control de su nave exploradora y con su mano reposando sobre una palanca (sí, en los años setenta las naves espaciales de la ciencia ficción aún se manejaban con palancas). Tras esta primera imagen, todavía en la primera plancha, Druillet dibuja la nave en un plano general, un vehículo que más parece una catedral cósmica. Pero como no separa los dibujos en viñetas autónomas para sugerir el paso del tiempo o el cambio de escena, la sensación es la de estar contemplando simultáneamente el exterior y el interior de la nave.

Acompañando a esta imaginería excesiva el autor incluye un globo de texto en el que, mediante una prosa muy florida, se comprime una considerable cantidad de información, un estilo propio de una revista pulp de los años treinta: “En el año 804 de la Nueva Era, tras el Gran Espanto, los humanos decidieron extender su poder por todo el universo: el río infinito de las estrellas debía de ostentar el blasón del imperio de la Humanidad, y esto por siempre jamás. Así pues, las grandes caravanas de hierro se lanzaron al asalto del cielo. Pasó el tiempo, pocos volvieron, el universo guardaba sus secretos. Un terrestre, rebelde entre los suyos, boga en solitario por los confines del gran océano cósmico”.

Una nébula arremolinada de intenso color escarlata guía al ojo del lector por estas imágenes hasta el borde inferior de la página, donde en tan solo tres viñetas se cuece el desastre que se consuma al inicio de la segunda plancha, cuando la nave explota en una mezcla de verdes, rojos y amarillos. En la octava viñeta aparece de ninguna parte un recargado trono de piedra y en la novena ya vemos a Sloane sentado en él, surcando el cosmos. El texto nos informa de que se trata de una entidad cósmica conocida como “Aquel Que Busca”, un “sombrío mensajero de aquellos que no son hombres. Ese objeto maldito ha viajado durante siglos en busca de su presa. Ha recorrido universos y distancias que ni la imaginación puede concebir. Su objetivo es llevar a sus amos “El Ser Viviente”.

El trono desafía las leyes de la física y la biología porque Sloane sobrevive a un viaje de duración indefinida sin casco, oxígeno… ni siquiera un cinturón de seguridad. Tampoco se hace ningún esfuerzo en caracterizarlo, darle un pasado, una personalidad, una motivación… A Druillet no le importaba porque lo único que va a determinar la futura existencia de ese personaje es el Destino.

El resto de la historia está narrada a base de viñetas alargadas o giradas noventa grados, viñetas diminutas o páginas-viñeta en las que aparecen maquinarias imposibles, una monumental ciudad extraterrestre, un dios de tres caras, un calabozo cósmico y una intensa secuencia psicodélica en la que Sloane se sume en un delirio y adquiere cientos de cuerpos, algunos de ellos cabeza abajo (y todos ellos dibujados individualmente. En aquella época no había Photoshop que facilitara la vida a los artistas). El héroe consigue pronunciar una palabra cósmica de gran poder a través de sus miles de vocas, destruyendo a sus captores (que querían introducir en esa dimensión a un lovecraftiano Dios Negro, sembrador del caos) y regresando a continuación al espacio sentado de nuevo en su trono negro. Ocho páginas de terror espacial le bastaron a Druillet para atrapar al lector por el cuello y sumergirlo en su particular universo. Hasta las siguientes ocho páginas, claro.

Este tipo de narrativa comprimida sería adoptada luego, por ejemplo, por la escuela de autores que surgieron de la revista inglesa 2000 AD diez años más tarde. Pero Lone Sloane es algo más que un mero experimento narrativo: es la construcción de un delirante cosmos desbordante de visiones psicodélicas que desafían las bases de la realidad. En sus páginas encontramos máquinas imposibles, arquitectura fantástica, destrucción a escala planetaria… todo engarzado en tramas absurdas y giros forzados por deus ex machina.

Además de por su arte y sus enloquecidos conceptos, las historias son también destacables por la forma tan iconoclasta en que aborda el subgénero de la space opera, tradicionalmente poblado por héroes políticamente correctos que corrían aventuras bastante sencillas. Druillet, por el contrario, empapa las peripecias de Sloane de un tono pesimista y opresivo que mezcla los delirios psicodélicos con el terror existencial en una mezcla que sigue siendo única en el cómic.

En sus páginas nos vamos a encontrar tronos negros mágicos que viajan por el espacio, antiguos templos alienígenas, fortalezas tan colosales que sus cimientos se apoyan en varios planetas, dragones que surcan el vacío interespacial, órganos que se transforman en naves, inteligencias artificiales que se convierten en mujeres y declaran su amor por el héroe…  Como he dicho, no es que nada de todo esto tenga demasiado sentido y los acontecimientos van sucediéndose sin mucha coherencia. Pero eso no importa. Porque Lone Sloane es una obra tan ambiciosa, exagerada y grandiosa que medio siglo después de su publicación sigue estando vigente.

Suceden tantas cosas y tan rápidamente en este cómic que las ideas y la imaginería no pueden constreñirse en una viñeta tradicional, así que Druillet desafía la narrativa convencional lanzándole al lector páginas-viñeta, viñetas rotas o de formas irregulares, planchas sin margen… Es una composición al servicio de la desorientación del lector, rompiendo las reglas y formas canónicas para hacer tambalear sus sentidos. Y sin embargo y al mismo tiempo, Druillet plasma las imágenes con una claridad impresionante. La precisión y la meticulosidad de sus dibujos aporta a su psicodélico universo una solidez inesperada.

Los 6 viajes de Lone Sloane es un álbum excesivo y maniaco, comparable sólo con un puñado de productos culturales de la misma época. En el ámbito de los comics es difícil hacer comparaciones tan único es el planteamiento de Druillet. Se han querido ver paralelismos con las historias cósmicas que Stan Lee y Jack Kirby estaban por entonces creando para Los Cuatro Fantásticos y Thor, con seres de inmenso poder como Silver Surfer o Galactus; o incluso con los mundos y efectos místicos que Steve Ditko imaginaba para Doctor Extraño. Sin embargo, me parece que Druillet juega en una liga diferente que podría relacionarlo con obras tan extrañas y locas como los discos del grupo francés de rock progresivo Magma, álbumes conceptuales de alcance épico sobre una civilización extraterrestre que eran cantados en una lengua inventada; o con la película La Montaña Sagrada, de Alejandro Jodorowsky, un revoltijo de imágenes y simbolismos sin consideración alguna por conceptos tan burgueses como la trama o los personajes.

Por otra parte, y a pesar de que la escala cósmica de Lone Sloane y algunos de sus momentos psicodélicos puedan recordar los de ciertas aventuras del Doctor Extraño o Los Cuatro Fantásticos, existe una diferencia fundamental entre estas obras. La aproximación de Stan Lee a sus creaciones era humanista y optimista. Las fuerzas oscuras del universo podían contenerse gracias al irreductible espíritu humano, cuyas mejores virtudes estaban representadas por los superhéroes. Por el contrario, Druillet ofrece solo angustia, destrucción o locura en un cosmos que supera la comprensión y contra cuyas criaturas poco o nada puede hacer el hombre.

Algunas influencias claras en el estilo visual de Lone Sloane son el arte gráfico psicodélico de los sesenta y la meticulosidad y detallismo de los grabados de Gustavo Doré.  He mencionado a Kirby, un artista que intensificaba el dramatismo a base de distorsionar las figuras y las expresiones faciales. Druillet había conocido la obra de Kirby a comienzos de los sesenta y le había fascinado la energía de sus dibujos. Pero mientras que el americano mantenía las proporciones y escalas de la anatomía cuando dibujaba, digamos, a Galactus en comparación con Los Cuatro Fantásticos, Druillet no tiene reparos en saltarse deliberadamente todas las normas con el fin de aumentar la epicidad hasta niveles nunca vistos.

El mejor ejemplo de esto lo constituye la apertura de la sexta historia, “Torquedara Varenkor”, una doble página-viñeta en la que el autor le pide al lector que acepte la absurda escala de una imposible estructura arquitectónica. Se trata de una inacabable muralla edificada sobre un puente cuyos pilares, inmensos colosos de piedra, son más grandes que los planetas en los que se apoyan. Sobre esto, Druillet dibuja el tipo de torreones, ventanas, arcos y escalinatas que asociaríamos con un castillo de fantasía, si bien unidos de tal forma que parece una paradoja de Escher. Ahora bien, estos elementos arquitectónicos parecen tener una dimensión adecuada para ser habitados por humanoides –eso sí, de tamaño divino porque cada bloque de piedra sería tan grande como un continente–. Al obligar al lector a ver dos escalas diferentes en un mismo dibujo, el autor lo sumerge en un universo que tiene mucho de irreal y que va más allá de cualquier posible suspensión de la incredulidad exigida por una obra de ciencia ficción. Lo imposible, lo absurdo, forma parte inherente de Lone Sloane.

Ya he mencionado a Lovecraft anteriormente y el espíritu de sus narraciones está también presente en el catálogo de influencias de Druillet, aunque aquí se manifiesta con un giro psicodélico. Ahí tenemos criaturas de incalculable edad, poder y malevolencia adoradas por sectas degeneradas en “El Trono del Dios Negro”; la puerta a una dimensión que vuelve locos y aniquila a los hombres en “Las Islas del Viento Salvaje”; los demonios que asedian la nave en “O Sidarta”; o la Tierra robada por los antiguos dioses y custodiada por tres colosales gigantes de bronce del tamaño de estrellas. Es el de Lone Sloane un universo hostil al que no importan las necesidades y preocupaciones de los hombres, insignificantes ante la infinitud de la eternidad. Gráficamente, Druillet toma el tema lovecraftiano de la locura y lo lleva un peldaño más alto añadiendo alucinaciones psicoactivas en la forma de arte pseudohindú fusionado con los excesos barrocos y las florituras modernistas en imágenes que desbordan el límite de página o que utilizan las formas geométricas de las viñetas como parte de la narración.

Puede que los préstamos compositivos y estilísticos del Art Nouveau (tómese como ejemplo la rotulación del título de la historia “Torquedara Varenkor”) estén hoy muy integrados en el cómic pero cuando se publicaron estas páginas, a comienzos de los setenta, supusieron una bocanada de aire fresco en el medio (aunque en otros ámbitos ya habían sido utilizados, como en las cubiertas de discos de rock psicodélico).

También la rotulación de las onomatopeyas está diseñada y colocada para ser parte integral de la ilustración. En sus mejores escenas, a diferencia de la dependencia de Kirby de una rígida composición de página para marcar la progresión de la historia, Druillet prescinde continuamente de los límites entre dibujos para enfatizar la sensación de extrañeza e inmensidad del universo desde la perspectiva meramente humana.

En 1972, se serializa en las páginas de Pilote la primera aventura larga de esta nueva etapa de Lone Sloane bajo el título de Delirius (con edición en álbum al año siguiente) y con guión de Jacques Lobe. Éste había empezado en el medio como dibujante humorístico antes de concentrarse en los guiones y trabajó para revistas como Pilote o Spirou colaborando con diferentes dibujantes. A mediados de los sesenta empezó a labrarse una carrera en el mercado del cómic adulto junto a Georges Pichard, siendo su obra más conocida Blanche Epiphanie (1968), cuya carga erótica fue objeto de cierta controversia.

Lone Sloane viaja con su tripulación a bordo del O Sidarta, perseguidos por las huestes del tirano Shaan, Imperator de Todas las Galaxias; mercenarios que buscan la recompensa que aquél ofrece por su muerte; y un nuevo jugador, un grupo religioso conocido como Redención Roja. Sloane contacta con ellos y recibe una oferta para ayudarles a robar una enorme suma de dinero del Imperator producto de la recaudación de impuestos del planeta Delirius, un mundo dedicado a suministrar a sus visitantes todos los placeres imaginables y prohibidos.

La Redención Roja busca la caída en desgracia del gobernador de Delirius y piensa que la desaparición de ese dinero, custodiado en la inexpugnable fortaleza de Kadenborg, ayudará a tal objetivo. Sloane accede no por codicia sino porque le gusta la idea de robarle a quien ha puesto precio a su cabeza. Sin embargo y una vez en el planeta, la misión se complica y tras ser traicionado y manipulado, decide hacer las cosas a su manera. El resultado, después de una serie de giros y sorpresas, será una revuelta sangrienta de enormes proporciones y tras la cual Delirius ya nunca volverá a ser el mismo.

Aunque esta entrega es una historia más extensa, coherente y lineal que las que componían Los 6 viajes de Lone Sloane, seguimos encontrando pocas concesiones a la narrativa tradicional. Volvemos a disfrutar de atrevidas composiciones de página o montajes complejos de viñetas ricas en detalles y que se asemejan a rompecabezas. Si hoy siguen sorprendiendo por su feroz iconoclastia, imaginemos el impacto que tuvieron en su época, máxime teniendo en cuenta que, como he dicho, se serializó en las páginas de Pilote, una cabecera en general bastante conservadora en cuanto al material que seleccionaba.

No obstante, en esta ocasión el peculiar estilo de Druillet genera algunos problemas desde el punto de vista narrativo. En las historias cortas del primer álbum, el fin último era epatar al lector con un bombardeo de conceptos e imágenes que no pretendían tanto desarrollar una trama como crear una atmósfera y transmitir una sensación. Pero ahora lo que tenemos es un thriller de acción que requiere de otros recursos que Druillet se resiste a utilizar.

En el cómic, la transición de viñeta a viñeta es sumamente importante. En ese intervalo subjetivo que al ojo sólo le cuesta unas centésimas de segundo cubrir, narrativamente pueden pasar segundos, minutos, horas, quizás años. Es el lector quien debe “llenar” el hueco. Con el tipo de narrativa que plantea Druillet, el ritmo se resiente y dificulta la fluidez de una lectura que, por la trama que plantea, debería ser más sencilla, especialmente en lo que se refiere a los diálogos. Las retorcidas composiciones obligan al lector a pensar cuál es el orden de lectura antes de saltar a la siguiente viñeta y la obsesión por el detalle y el abigarramiento de muchas escenas deshumaniza la aventura.

Tampoco ayuda lo mal que dibuja Druillet la figura humana. Con todo lo espectaculares que son sus planos generales y sus diseños de edificios o maquinarias extrañas, sus rostros y figuras –ya sea en acción o reposo– son decepcionantes. Durante la mayor parte de la peripecia, Sloane prácticamente no cambia un ápice su expresión de furia sorda –o determinación, depende de la interpretación de cada cual–. Esto, sumado al inexistente trabajo de caracterización por parte de Lob, hace del protagonista un personaje de cartón piedra con el que resulta imposible identificarse.

Así que la razón que debe movernos a leer Delirius es su dibujo, preciso y rico como pocos a la hora de crear imágenes y mundos insólitos. En este caso, lo fascinante del álbum es el recorrido que nos propone por un mundo decadente que se mueve alimentado por el dinero, la violencia y el vicio y en el que la tecnología se mezcla con el misticismo. La originalidad y sentido de lo maravilloso no cesan desde la misma entrada al planeta a través de una red de satélites construidos con metales preciosos y decorados con joyas y estatuas, el espacio puerto, el palacio de Escher, el Templo de la Redención Roja, el pesadillesco bosque que rodea la fortaleza de Kandenborg o sus mazmorras…La única pega que podría ponérsele al arte (aparte del pobre trabajo de anatomía y expresividad) es el color, carente de matices o tonalidades que permitan separar planos y que a menudo oculta el preciso trabajo de entintado que hay debajo.

Hasta 1975, buena parte del trabajo de Druillet apareció bajo el sello de Dargaud, pero sintiéndose decepcionado por las limitaciones que el editor le imponía y bebiendo de los nuevos tiempos de libertad y experimentación que corrían por el cómic francés, Druillet se asoció con Pierre Dionnet, Bernard Farkas y Jean Giraud «Moebius» para fundar la editorial Los Humanoides Asociados, cuyo primer lanzamiento fue la revista Métal Hurlant, destinada a convertirse no sólo en un título histórico del cómic sino también de la ciencia ficción. Su influencia en el género durante los 70 y 80 del pasado siglo fue inmensa, llegando más allá del cómic y hasta el cine en proyectos como la fallida adaptación de Dune encabezada por Jodorowsky (por cierto, Druillet, a diferencia de muchos de sus colegas, no estaba en absoluto impresionado por las excentricidades del psicomago chileno, y declinó participar en la producción de esa película), o los Alien (1979) y Blade Runner (1982), de Ridley Scott.

Pues bien, fue en Métal Hurlant donde Druillet desarrolló algunas de sus obras más imaginativas y personales, como Nosferatu, la ya mencionada La noche o la continuación de las aventuras de Lone Sloane con el cuarto álbum de la serie, Gail (serializado entre 1975 y 1976 y con edición en álbum en 1978).

Gail es un planeta que una vez fue un paraíso pero que ha sido transformado en un infierno bélico habitado por mercenarios y máquinas de guerra bajo los auspicios de un loco iluminado, Iriam Merennen, cuyo poder está creciendo y amenaza con eclipsar incluso al del Imperator Shaan. La fuente de sus huestes está en Santa María de los Ángeles, una colonia penal a la que el imperio envía a criminales, traficantes y consumidores de droga, contrabandistas, ladrones, violadores y opositores varios. Esa horrible prisión es también un mercado de esclavos donde los convictos son transformados en asesinos, guardaespaldas y soldados de élite de la Legión Negra de Shaan.

Y allí es donde encontramos a Lone Sloane, llegado allí en circunstancias poco claras

y posiblemente lobotomizado. Aun así, se niega a ser un peón de fuerzas ajenas y mantiene cierto fuego interior, en parte gracias a unos desconocidos benefactores místicos que actúan por su propio interés. No tardará Sloane en instigar una revuelta en la que los guardianes de la prisión se alzarán contra Shaan y socavarán su opresiva tiranía.

Para entender este álbum gráfica y conceptualmente hay que tener en cuenta que Druillet lo empezó en 1974, en plena euforia por el inminente lanzamiento de los Humanoides Asociados en el que, como he dicho, tomó parte. Pero su terminación data de principios de 1978. Y enmedio está La noche, una historieta brutal y nihilista que elaboró sumido en una negra depresión por la muerte de su esposa Nicole tras una larga agonía. Así, Lone Sloane, que había comenzado como una serie épica, violenta y hasta cierto punto onírica, se transforma en Gail en una tragedia desasosegante que refleja el estado anímico del propio autor. Así, el héroe es un hombre condenado que lo ha perdido todo: su nave, sus amigos, su libertad…incluso su lucidez. La revuelta que encabeza impulsado por su propia rabia y el recuerdo de su amor perdido que le permite recuperar sus característicos ojos rojos y sus poderes son en el fondo los del propio autor. Gail supone la transición de Sloane de aventurero espacial “ordinario” a superhéroe atormentado de capacidades cuasi místicas.

La trama es muy básica, menor aún que en Delirius, y predecible. Druillet prefiere cautivar al lector con imágenes potentes que, tras una apertura razonablemente equilibrada con los textos, degenera en un irregular e incoherente bombardeo gráfico en el que se detectan páginas entintadas con apresuramiento y descuido y coloreadas a base de manchones, un efecto que tenía sentido en La noche pero no aquí. Todos estos defectos probablemente derivan de su situación anímica y el largo hiato producido durante su realización, así que quizá lo mejor sea considerar Gail como una especie de trabajo inconcluso que fue terminado a desgana y publicado a pesar de no estar a la altura de las anteriores entregas.

En 1858, el novelista Gustave Flaubert escribió lo que algunos consideran la primera obra moderna de fantasía heroica en lengua francesa: Salambó. Se trata de una novela exótica que transcurre en la antigua Cartago, la ciudad-estado norteafricana que desafió al dominio romano durante las Guerras Púnicas en el siglo III a.C y basada libremente en un incidente mencionado por el historiador romano Polibio. Flaubert creó allí al personaje de Salambó, la sacerdotisa hija del general cartaginés Amílcar Barca, y narró su trágica historia de amor con Matho, el líder de los rebeldes mercenarios que asediaron la ciudad justo después de la Primera Guerra Púnica. Aunque no hay un elemento sobrenatural, Salambó fue una clara precursora del tipo de fantasías heroicas que décadas más tarde imaginaría Robert E. Howard y Matho puede verse como una especie de proto–Conan.

Pues bien, las tres siguientes entregas de la serie de Lone Sloane forman una trilogía en la que esa historia es trasladada al marco de la space opera sustituyendo a Matho por el héroe de Druillet: Salambó (1980), Salambó: Cartago (1982) y Salambó: Matho (1986). En esta ocasión, nos encontramos a Sloane actuando como mercenario sin más causa ni patria que el oro, vendiendo despiadadamente sus servicios al mejor postor. Sin embargo, la excitación de otros tiempos ha dejado paso al aburrimiento y a bordo de su nave, “La Garra Plateada”, busca un encargo que satisfaga su ansia de violencia y su orgullo. Y entonces, da con su meta: un imperio en cuyo centro brilla la ciudad de Cartago.

Sin embargo, sus hombres no desean seguirle. Le consideran un lunático y le acusan de llevarlos hacia la aniquilación. Escuchando sólo la voz de su deseo y persiguiendo obsesivamente la imagen de un rostro, Sloane elimina toda resistencia y continúa su búsqueda en solitario. Al llegar a Cartago, se encuentra que reina el desorden porque los mercenarios que habían luchado de parte de la ciudad contra Roma se levantan ahora contra sus empleadores al no recibir la paga prometida. Y en el ojo del huracán, se halla Salambó, la hija de Amílcar.

Originalmente publicada en las páginas de Métal Hurlant (la primera entrega) y Pilote (las dos últimas), “Salambó” es un excelente cómic que mezcla fantasía y ciencia ficción. La apuesta de Druillet fue arriesgada pero el resultado es indudablemente satisfactorio. La combinación de los textos de Flaubert –adaptados, claro, a las necesidades del medio– con los sobrecogedores dibujos de Druillet conforman una obra que es tanto ilustración como cómic. Además de las ya conocidas composiciones radicales y barroco dibujo, Druillet, siempre atreviéndose a probar nuevos elementos, incluye fotografías –de una modelo que encarna a Salambó– e imágenes generadas por ordenador, aunque estos efectos, a mi gusto, casan mal con las técnicas tradicionales que les rodean. Con todo y aun encontrándonos aquí con una nueva versión del personaje, su espíritu sigue estando presente en una historia, además, más sólida que las anteriores

Tengo que decir que no he tenido acceso a los siguientes álbumes: Caos (2000), Delirius 2 (2012, con guion de Jacques Lob y Benjamin Legrand) y Babel (2020, éste ya realizado por otros autores, Xavier Cazaux-Zago y Dimitri Avramoglou), por lo que prefiero detener esta reseña aquí.

No obstante, la lectura de los álbumes comentados son más que suficiente para entender que Lone Sloane es una space opera como ninguna otra antes o después, una obra visionaria que todo amante del cómic o del arte relacionado con la ciencia ficción debería conocer. Aun cuando no sea plato de gusto para todo el mundo, al menos el primero de la serie, Los 6 viajes de Lone Sloane, casi es lectura obligatoria. Eso sí, hay que intentar conseguir una edición en formato lo más grande posible para que las impactantes páginas de Druillet no pierdan toda su vitalidad.

Leer Lone Sloane puede ser una experiencia abrumadora, especialmente para aquellos lectores habituados a disfrutar de sus cómics en cómodas rejillas de viñetas más o menos regulares, ya que tendrán que reajustar su mente ante el desafío que propone Druillet. Pero merece la pena hacer el esfuerzo, porque es un trabajo único, excesivo, imaginativo, desafiante, intenso e iconoclasta, y de un barroquismo que no se había visto antes en la historieta y no se ha vuelto a ver.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".