King Kong (1933) es uno de los clásicos inmortales del cine fantástico. Fue creado por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsak, dos directores especializados en rodar documentales en regiones remotas del planeta y en circunstancias muy difíciles; y el mago de los efectos especiales Willis O’Brien, pionero en la técnica del stop motion. La película no sólo fue un éxito arrollador en la América de la Gran Depresión, tan necesitada de evasión y maravilla, sino que dio origen prácticamente en solitario a todo un ilustre subgénero, el de monstruos gigantes, que ha dado obras tan famosas como El monstruo de los tiempos remotos (1953), las distintas versiones de Godzilla y Parque Jurásico (1993), entre otras muchas.
Por supuesto, tal éxito hizo que las secuelas y derivaciones no tardaran en llegar. En aquel mismo año se estrenó también la mediocre pero moderadamente divertida El hijo de Kong (1933), reciclando parte del equipo y reparto de su predecesora. En los años sesenta, los estudios japoneses Toho se hicieron con los derechos para utilizar a Kong y lo enfrentaron a su propia criatura en King Kong contra Godzilla (1962) y luego contra un doble robótico de sí mismo en King Kong se escapa (1967). Después llegó el productor Dino de Laurentiis con su fallido (aunque económicamente rentable) remake de 1976, protagonizado por Jeff Bridges y Jessica Lange, y para el que se sustituyó la animación stop motion por un hombre con un traje de simio y se introdujo un incómodo subtexto sexual en la relación entre la chica y el monstruo. La secuela de ésta, King Kong 2 (1986), fue una de las películas más absurdas jamás hechas.
Bastantes años después, entra en escena Peter Jackson. Sobre su obra y figura no voy a extenderme demasiado, pero a comienzos del nuevo siglo y gracias al inmenso éxito comercial y artístico de su trilogía de El Señor de los Anillos (2001-2003), se había convertido en uno de los profesionales más poderosos y mejor pagados de Hollywood. En un periodo relativamente corto desde finales de los ochenta, había pasado de ser un director de películas gore de serie B a llamar la atención de la crítica generalista gracias a un drama/thriller basado en una historia real, Criaturas celestiales (1994). Después de ésta y mientras se hallaba realizando Atrápame esos fantasmas (1996), Jackson anunció que su siguiente proyecto sería un remake de King Kong. Según comentó y como le había ocurrido a tantos niños de varias generaciones antes que a él, vio el film en su infancia y le impactó profundamente. Ya a los doce años y con una cámara doméstica, trató de recrear la película a su manera. Ese sueño le acompañó desde entonces y estimaba que había llegado el momento de abordarlo.
Para ello contaba con el apoyo de un estudio importante, Universal, que tenía tras de sí una larga tradición en el cine fantástico y quería aprovechar lo que parecía un momento particularmente propicio: en 1998 se estrenaron los remakes de gran presupuesto de Godzilla y Mi gran amigo Joe y se disponía de herramientas digitales –creadas para Parque Jurásico años antes– con las que dotar de vida a criaturas imposibles. Llegó a escribirse un guion que incluía sustanciales diferencias en algunos de los personajes principales. Pero por diversas razones –entre ellas el fracaso de Atrápame esos fantasmas y el pobre resultado en taquilla de las películas de monstruos mencionadas–, el gran gorila quedó aparcado y Jackson se sumergió en El Señor de los Anillos.
Con la perspectiva que da el tiempo, fue una suerte que Peter Jackson no pudiera hacer su película de Kong en 1998 y hubiera de esperar siete años más para retomar su proyecto, otra vez de la mano de Universal. Cuando se lo planteó seriamente en primera instancia, Jackson no era más que un realizador desconocido con solo un film de primera división, Criaturas celestiales, cuyo éxito había sido más de crítica que de taquilla. Tras El Señor de los Anillos, sin embargo, su situación era radicalmente distinta. No sólo le envolvía el aura del triunfo absoluto tanto en términos de crítica como de público, sino que él y sus compañías de diseño y efectos visuales, Weta Workshop y Weta Digital, habían aprendido durante la ardua producción de la trilogía a dominar todos los aspectos técnicos relacionados con la creación de mundos y criaturas de fantasía.
En 1998, Jackson no hubiera tenido a su alcance ni el dinero ni los conocimientos técnicos –ni siquiera la tecnología– necesarios para hacer la película que él quería. Pero ahora contaba no sólo con la confianza de los estudios de Hollywood y los mejores medios disponibles diseñados por su propia compañía sino con una fortuna personal que le permitió financiar parte de la producción: nada menos que 22 millones de dólares, casi el presupuesto de una película de menor enjundia (sobre una factura total que estuvo alrededor de los 200 millones). Todo esto le otorgó una libertad extraordinaria para dar forma a su propia visión y hacer el film que deseaba sin interferencias de ningún tipo por parte de Universal. Jackson obtuvo control absoluto sobre el guion, el montaje, el equipo de producción y técnico (en el que repetirán muchos de los profesionales que participaron en El Señor de los Anillos) y el reparto.
En la Nueva York de los peores momentos de la Gran Depresión, el director de cine Carl Denham (Jack Black) se entera de que sus productores tienen la intención de paralizar su último y ambicionado proyecto, así que huye con las cintas de película que ya ha rodado. Pero le falta una protagonista y la encuentra en una joven actriz en horas bajas, Ann Darrow (Naomi Watts), a la que convence para unirse al rodaje. El equipo sube a bordo del carguero Venture y ponen rumbo a Singapur antes de que los productores puedan detenerlos.
Pero en realidad, la meta de Denham está en un lugar muy distinto. Tiene en su poder un mapa que muestra cómo llegar a una isla que no figura en las cartas marinas. Al llegar a su destino, la tripulación debe hacer frente a unos nativos hostiles que consiguen abordar el barco y secuestrar a Ann. Al tratar de rescatarla, contemplan cómo la tribu ofrece a la muchacha como sacrificio a un colosal simio al que llaman Kong, que se la lleva consigo.
Denham y una partida de sus hombres se internan en la jungla de la isla, encontrándose con dinosaurios y diversa vida prehistórica que ha conseguido sobrevivir al paso del tiempo. Mientras tanto, Kong desarrolla un cierto afecto por Ann y nace una relación de respeto entre ambos. Tras diversos percances, el guionista de la película, Jack Driscoll (Adrien Brody) parte en solitario para rescatar a Ann mientras Denham concibe un plan para capturar a Kong. Finalmente, consiguen anestesiarlo y transportarlo en el carguero hasta Nueva York para exhibirlo como rareza. Pero una vez en la gran ciudad, Kong se libera y siembra el caos tratando de encontrar a Ann.
King Kong de Peter Jackson es sin duda un trabajo hijo de su amor por la película clásica y el mito de esa criatura. Se zambulló en la producción con una dedicación intachable, utilizando la referencia de los antiguos armazones de las maquetas de stop motion para modelar las criaturas; recuperando la escena –perdida en la versión clásica– del ataque de las arañas; e incluso preparó un cameo de Fay Wray (que no se materializó debido a la muerte de la actriz en agosto de 2004); y, en general, aplicando una extraordinaria meticulosidad en el diseño y filmación de todos los detalles de la cinta. Técnica y visualmente, este King Kong y su mundo de maravillas prehistóricas es el mejor que jamás haya podido verse en pantalla.
Jackson y sus habituales coguionistas, Philippa Boyens y Fran Walsh, recuperaron con el máximo respeto todos los elementos de la película original y los ampliaron, rellenaron y expandieron para construir una aventura de escala épica. Se incluyen todos los personajes del film de los años treinta, incluso los secundarios, añadiendo otros nuevos y dándoles a todos su propia historia y una personalidad más elaborada.
La consecuencia, claro, es que King Kong termina siendo una película excesiva e innecesariamente larga. La versión original tenía 104 minutos de metraje; la de Jackson se dispara al doble, casi 187 minutos, más de tres horas. Sin embargo, la historia que se cuenta es la misma. No hay ninguna adición relevante al mito de Kong. Pasa una hora hasta que la expedición llega a la Isla Calavera y 72 minutos (casi la duración completa de muchas películas) hasta que aparece en pantalla el gran gorila. Y eso es pedirle demasiado a la paciencia del público, especialmente si tenemos en cuenta que han acudido a ver la película por la acción y la espectacularidad más que por el trabajo de caracterización, la recreación –extraordinaria– de la Nueva York de los años treinta o la historia romántica de Ann Darrow y Jack Driscoll, todo lo cual constituye básicamente el metraje extra del inicio.
Jackson, recién salido de la larguísima trilogía épica de El Señor de los Anillos, no comprendió lo que sí entendieron Merian C. Cooper y Ernest B.Schoedsak en 1933, a saber, que King Kong es una historia de monstruos cuya principal virtud es su sencillez. A diferencia de la gran epopeya de la Tierra Media, aquí la trama es muy simple y no se requieren personajes bien perfilados ni abundantes escenas para contarnos qué piensan o sienten, para lograr su objetivo: asombrar y sobrecoger al espectador con imágenes maravillosas de lugares y seres imposibles.
Prueba de que ese esfuerzo por caracterizar a los personajes es innecesario lo encontramos en el caso de ese tripulante veterano del Venture que cuida de un joven grumete y trata de convencerle para que consiga una educación y lleve una vida mejor que la de marino. La historia retoma este asunto varias veces así que podría pensarse que la subtrama tendrá algún tipo de desenlace en algún momento. Pero no. El joven desaparece de la película una vez la expedición abandona la isla y no vuelve siquiera a mencionársele aun cuando su mentor diera la vida por salvarlo. Entonces, ¿para qué incluirlo en la historia y engordar el metraje con sus escenas?
Dicho esto, hay que admitir que una vez que el Venture llega a Isla Calavera, la película adquiere un ritmo intenso que atrapa al público, empezando por la escalofriante escena en la que el barco sortea los diabólicos arrecifes en mitad de una tormenta; le sigue el encuentro con los nativos y el emocionante asalto al barco por parte de éstos utilizando pértigas. Es un momento verdaderamente espectacular al que siguen muchos otros dentro y fuera de la isla, como el combate entre Kong y los dinosaurios con Ann zarandeada de un lado a otro; la huida de ella y Jack de la guarida de Kong mientras éste se enfrenta a unos grandes murciélagos; la recreación de la famosa escena eliminada de la original en la que los hombres terminan atrapados en el fondo de un cañón y son atacados por enormes arañas e insectos a cada cual más repugnante; la captura de Kong; la huida del simio por las calles de Nueva York, abriéndose paso a manotazos entre el tráfico y cogiendo a todas las rubias que ve tomándolas por Ann; y, naturalmente, los biplanos disparando contra él en lo alto del Empire State Building.
Ahora bien, personalmente encuentro que algunas de esas escenas, aunque técnicamente sean sobresalientes y transmitan toda la energía y emoción posibles, tienen un serio problema más allá de la ocasional cámara temblorosa: se alargan tanto, resultan tan grotescas o grandilocuentes, que caen en la inverosimilitud, la desmesura o incluso el surrealismo. La secuencia que se lleva la palma en este sentido es la de la estampida de dinosaurios por un estrecho desfiladero primero y el borde de un precipicio después mientras los frágiles humanos tratan por todos los medios de no morir aplastados por los animales más grandes o devorados por los velociraptores que se unen a la fiesta. O esa pelea a tres bandas entre dos tiranosaurios y Kong por hacerse con Ann y que acaba con los tres «animalitos» suspendidos de unas lianas prodigio de la naturaleza, capaces de aguantar semejante peso.
Pero es que, además, esos efectos especiales no vienen apoyados por la necesaria lógica en los eventos que se muestran. Por ejemplo, una vez que los aventureros noquean al simio, quieren llevárselo a Nueva York. Pero, ¿cómo van a hacerlo si lo único que tienen como enlace con el Venture son unos frágiles botes de remos? ¿Y cómo van a izar a bordo a Kong? Y ya puestos, ¿cómo va a conseguir el baqueteado buque, al que ya tuvieron que aliviar de todo el peso no imprescindible, ser capaz de navegar cargando con el gorila? ¿Y cómo y de qué lo van a alimentar durante las semanas que durará el viaje? ¿Qué plan tienen para mantenerlo sedado todo ese tiempo, si ya les costó abatirlo en primer lugar? O ese tiranosaurio que deja la presa de varias toneladas que está devorando gustosamente para perseguir obsesivamente a la escuálida Ann como si fuera un manjar delicioso por el que mereciera la pena morir (cosa que, efectivamente, hace). O esos nativos tan agresivos que, en un momento dado, desaparecen completamente de la película, como si se hubieran volatilizado. O la imposible puntería de Driscoll en el cañón de los insectos, etc, etc.
En cualquier caso, el mejor efecto especial de la película (además de la propia Isla Calavera, atmosférica y fascinante) es el propio Kong. Permaneciendo fiel a la línea realista que había establecido para El Señor de los Anillos, Jackson impone un diseño que abandona la antropomorfización de otras versiones y lo presenta como un gorila grande con los rasgos, cuerpo y movimientos de un miembro de su especie. Esta elección puede gustar más o menos, pero ya aparezca en pie golpeándose el pecho, jugueteando relajadamente con Ann, pelear salvajemente con otras bestias, huir confuso por las calles de Nueva York o caer abatido por las ametralladoras de los aviones, Kong resulta ser una creación notable (en la que intervino directamente Andy Serkis, cuya interpretación física fue luego tomada de base por los animadores) capaz de despertar simpatía en el espectador y dominar la escena siempre que sale en pantalla.
Y es en este punto donde Jackson demuestra lo buen cineasta que es. Porque mientras muchos de sus contemporáneos –como George Lucas, Michael Bay o Stephen Sommers– se limitan a utilizar las últimas técnicas digitales para mostrar planos elaboradísimos con multitud de naves espaciales enzarzadas en complejas maniobras o crear explosiones cada vez más gordas, Jackson tiene además el talento de servirse de aquéllas para fabricar momentos de gran poesía, intimidad y emoción.
Esta versión de Kong, menos salvaje y cruel que la de los años treinta, que le aleja de su faceta bestial para retratarlo como un ser sensible, moderadamente inteligente y empático, tenía como probable objetivo subrayar, sin dejar lugar a dudas, que el monstruo no era él sino los hombres que le rodeaban. Una interpretación del mito de Kong que no convenció a mucha gente, lo cual no hace mejor ni peor a la película; es, simplemente, la reinvención que el director hace de la criatura y con la que se puede estar o no de acuerdo.
La difunta Fay Wray será la actriz que siempre estará más asociada al mito de King Kong, pero Naomi Watts se esfuerza por estar a su altura aun cuando la mayor parte de su papel sólo le exija gritar, caerse y correr a trompicones por la selva. Jackson y su director de fotografía, Andrew Lesnie, la enfocan de una manera que parece irradiar una vulnerabilidad beatífica y es en los planos mayormente mudos en los que Watts recrea mejor la inocencia y vulnerabilidad de su antecesora.
Jackson, sin embargo, le da un enfoque nuevo a la relación que establece Ann con Kong. Mientras que la película original planteaba un equivalente explícito de La Bella y la Bestia, con la chica continuamente aterrorizada por su captor; y en la de los setenta había un turbio subtexto erótico; en el remake de Jackson se aproxima más a ese esquema clásico de la comedia en el que se emparejan dos individuos opuestos que van desarrollando camaradería, afecto y respeto mutuos al verse obligados a compartir una serie de intensas experiencias. Kong sería la mitad arrogante de la pareja que poco a poco queda cautivado por la insignificante humana. Algunas de las escenas más líricas de la película son las protagonizadas por ambos, como aquella en la que para salvar su vida Ann divierte a Kong con su número de vodevil; la del estanque helado en Central Park; y los últimos momentos en el Empire State, saludando juntos el último amanecer antes de que la muerte los separe.
Esta relación afectuosa tan insólita tiene un obvio potencial para el absurdo que muchos humoristas han explotado hasta la saciedad y la grosería imaginando el tipo de consumación física que se derivaría de la misma. Es mérito de Jackson y sus guionistas la reinvención del lazo que une a la chica y el monstruo sin caer en el ridículo (al menos desde mi punto de vista, claro, que soy consciente no es compartido por muchos aficionados). Por el contrario, su relación resulta emotiva y razonablemente creíble. Ann aprende a ver en el simio un ser más inteligente y sensible de lo que podría esperarse, y toma conciencia de su soledad, melancolía y sensibilidad hacia la belleza. Kong, por su parte, valora que ella no le tenga tanto miedo como los nativos, que se esfuerce por divertirlo –aunque lo haga por salvar su vida– y estima su compañía y el respeto que, finalmente, Ann desarrolla por él.
Uno de los puntos débiles de Peter Jackson es que parece más interesado en el aspecto técnico y artístico de sus películas que en el elemento humano. Los personajes de carne y hueso de King Kong, especialmente los secundarios, son poco más que caricaturas. Esto queda hasta cierto punto compensado por su habilidad para elegir actores muy sólidos que completan con su talento las limitaciones de sus papeles sobre el guion. Así, el trabajo de todos los actores con peso menor en la historia –sobre todo Thomas Kretschmann, Jamie Bell y Evan Parke– es más que correcto.
En cuanto a Jack Black, tras comenzar en el cine con pequeños papeles había ido ganando presencia como actor cómico en películas como Jesus’s Son (1999), Alta fidelidad (2000) y, especialmente, Escuela de rock (2003). Su personaje, Carl Denham, tiene un sesgo cómico y excesivo del que carecía el actor Robert Armstrong en el King Kong original. El histrionismo de Black, más comedido de lo habitual en él pero tampoco ausente del todo, no resulta inapropiado para su composición de un individuo algo ambiguo, un canalla simpático, un charlatán del mundo del espectáculo capaz de convencer a quien se le ponga por delante y que antepone sus ambiciones artísticas a cualquier otra consideración, vidas ajenas incluidas.
La elección de Adrien Brody para encarnar a Jack Driscoll es bastante más incomprensible, especialmente si consideramos que según Jackson siempre fue la única alternativa que contempló. Brody no es el primer actor que viene a la mente como candidato a interpretar un galán romántico. Además, los guionistas hacen de él un dramaturgo eternamente frustrado obligado a trabajar para una industria del cine que desprecia. El producto de mezclar el aspecto físico de Brody y este enfoque del guion es un Driscoll debilucho, tristón y escasamente carismático cuya relación sentimental con Ann Darrow en ningún momento resulta justificada ni verosímil y cuya osadía y habilidades físicas en Isla Calavera son de todo punto implausibles e incoherentes con el personaje tal y como se nos ha presentado.
No puedo evitar la sensación de que hay algo personal en la reinterpretación que hizo Jackson de los personajes en esta su versión de King Kong. Estos son ahora un escritor incomprendido forzado a escribir basura y un director que se crece cuando asume enormes riesgos para crear algo a priori imposible y en lo que nadie salvo él confía. No es difícil identificar a Denham con Peter Jackson, el cineasta iconoclasta que dio la espalda a Hollywood y se marchó con su grandioso proyecto al fin del mundo (léase Nueva Zelanda). En el campo opuesto, los personajes más inaguantables de la historia son caricaturas y estereotipos del lado más oscuro de Hollywood, como los vulgares y empresarialmente miopes ejecutivos de la industria del cine, o el vanidoso y egocéntrico actor protagonista de cintas de acción. Es posible que, en mayor medida de lo que pensara Jackson, King Kong reflejara tanto sus sueños de infancia como sus ambiciones y frustraciones de madurez.
A la postre, King Kong resultó una relativa decepción, sobre todo por no haber sido el éxito que se esperaba. No recaudó lo previsto y las críticas y el público quedaron divididos. Quizá no sea justo valorar la película comparándola con el trabajo inmediatamente anterior de Jackson en El Señor de los Anillos. Al fin y al cabo, la primera es una historia muy sencilla de chica y monstruo, y la segunda una compleja saga épica que figura entre lo más granado de la literatura del siglo XX. Pero sí parece claro que es un film que tiene tantos aciertos como problemas y según los gustos y expectativas del espectador, le dará más o menos valor a unos u otros.
¿Es King Kong una mala película? En absoluto y, de hecho, ha envejecido mejor de lo esperable, sobresaliendo por encima de muchas otras películas de acción y aventuras. Ahora bien, ¿es totalmente satisfactoria? Tampoco. Quizá su problema sea la autoindulgencia, el exceso, la incapacidad de Jackson de contener sus mejores ideas y su indudable sentido de lo maravilloso dentro de unos límites y metraje razonables; o el desequilibrio entre la acción y la emoción y los pasajes más sentimentales y de caracterización. Lo que sí es seguro es que no está destinada a marcar un hito en la Historia del Cine, como si hizo su cada vez más lejana antecesora, ni dejará una huella imborrable en el público que la fue a ver a las salas de cine en 2005
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.