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«El Incal» (1980-1989), de Alejandro Jodorowsky y Moebius

El final de la década de los setenta y el comienzo de los ochenta fue una época propicia para la ciencia ficción en las pantallas, grandes y pequeñas. Star Wars había renovado el interés por el género en su vertiente espacial y los aficionados pudieron disfrutar de películas como Star Trek (1979), Alien (1979), El abismo negro (1979), Flash Gordon (1980), Saturno 3 (1980) o Los Siete Magníficos del Espacio (1980). Hasta James Bond tuvo su aventura espacial en Moonraker (1979). En la televisión podían verse series como Los Siete de Blake (1978), Battlestar Galáctica (1978) o Buck Rogers en el siglo XXV (1979). Por su parte, el cómic nunca había renegado del espacio y, de hecho, existían revistas como la francesa Métal Hurlant, centradas casi exclusivamente en la ciencia ficción. En España, cabeceras como 1984 o CIMOC destinaban también buena parte de su espacio al género.

En este universo de las viñetas aparece en 1980, El Incal, que, por su ambición y calidad gráfica, fue una obra que sobresalió del resto, fascinando a unos, confundiendo a otros pero no dejando indiferente a nadie. Un cómic cuya lectura hay que abordar sin esperar entender la mayoría de lo que ahí se cuenta.

Para comprender –o al menos intentarlo– el Incal, primero hay que conocer un poco a su guionista, el chileno de ascendencia ucraniana Alejandro Jodorowsky. Empezó a hacerse un nombre en las décadas de los cincuenta y sesenta como mimo, dramaturgo y cineasta surrealista en México y Francia, hasta llamar la atención de los círculos contraculturales con su western lisérgico El Topo (1970), y más tarde , con La Montaña Sagrada (1973). Pero su sueño era dirigir una versión cinematográfica de la novela Dune, el clásico de la ciencia ficción escrita por Frank Herbert en 1965 y que él mismo admitió no haber leído –lo cual ya nos da una medida del personaje–. La producción de esta película fue un auténtico despropósito artístico y financiero que se ha narrado profusamente en diversos foros, y que quizá aborde aquí algún día. Al final y como era de esperar, el proyecto colapsó y dejó a Jodorowsky exhausto y deshecho emocionalmente.

Pero no fue todo en vano. Entre los muchos artistas con los que había contactado estaba Jean GiraudMoebius”. Tras años desarrollando y perfeccionando su estilo realista y denso para la serie Blueberry, publicada por Dargaud, Giraud fundó junto a otros artistas la editorial Los Humanoides Asociados (Les Humanoïdes associés) en 1974, cuyo buque insignia fue la mencionada revista Métal Hurlant. En sus páginas, con un nuevo estilo gráfico y narrativo aún más depurado y utilizando el seudónimo Moebius, Giraud publicó series tan vanguardistas como Arzach o El Garaje Hermético a mediados de los setenta.

Fue en ese momento donde aceptó colaborar con Jodorowsky en Dune (ya había ilustrado años atrás el cartel de la película El Topo). A pesar del fracaso de la empresa, ambos habían congeniado bien y decidieron mantener su colaboración para realizar su propia space opera. Así nació El Incal.

El Incal consta de seis álbumes publicados por Humanoides Asociados: El Incal Negro (L’Incal Noir, mayo de 1981), El Incal Luz (L’Incal Lumière, enero de 1982), Lo que está abajo (Ce qui est en bas, septiembre de 1983), Lo que está arriba (Ce qui est en haut, junio de 1985), La Quintaesencia I: La galaxia que sueña (La cinquième essence I – Galaxie qui Songe, enero de 1988), La Quintaesencia II: Planeta Difool (La cinquième essence II – La planète Difool, junio de 1989). En noviembre de 1989, apareció el estudio Los misterios del Incal (Les Mystères de l’Incal), de Jean Annestay, que incluía un relato inédito de ocho páginas, conectado con la trama de otra saga posterior, La Casta de los Metabarones (1992-2003), de Jodorowsky y Juan Giménez.

Esos álbumes fueron la base de lo que se ha venido en llamar el Jodoverso, compuesto por docenas de álbumes aparecidos años posteriores, y que desarrollan diferentes aspectos de esa narración, a mitad de camino entre la ciencia ficción y la fantasía metafísica. Pero, desde luego, los mejores y más influyentes de todos esos cómics son los fundadores, a cargo de Jodorowsky y Moebius.

El Incal es una obra tan densa, polifacética e incoherente, que resulta complicada de resumir y categorizar. Un periódico la describió acertadamente como “un baile al borde de lo relevante y lo intrascendente”. Tiene un poco de sueño, de canción, de poema, de comedia, de odisea y de viaje al mundo espiritual y mental de los autores. Hay momentos, personajes e ideas tan extraños y absurdos como asombrosos e inolvidables: un sol que devora huevos negros; un niño que se transforma en una astronave; medusas gigantes, el encuentro íntimo del protagonista con una masa de gelatina; o la aparición de la divinidad máxima, el propio Dios. El Incal es, conceptual y visualmente, un asalto a los sentidos y preconcepciones del lector.

La historia arranca como una serie negra futurista que homenajea a los estereotipos más clásicos del género. Nada más comenzar, encontramos al héroe protagonista, John Difool, en una situación apurada al ser arrojado al vacío en el peligroso barrio subterráneo de Suicide Avenue. A través de un flashback narrado en primera persona, vamos averiguando cómo se metió en ese lío. No es, de primeras, un individuo que caiga simpático. Detective de clase “R”, es un cobarde que sólo piensa en emborracharse y tener sexo con prostitutas, y que es contratado por una mujer fatal para una misión aparentemente fácil que, por supuesto, se complica. Entonces se topa fortuitamente con el Incal Blanco, un misterioso objeto que le cambia la vida y le abre la mente a un nuevo universo en el que debe desempeñar un papel fundamental. Es, también, el punto donde la historia abandona definitivamente el género negro para transformarse en una space opera lisérgica.

El Incal Blanco es un objeto místico de grandes poderes tras el cual van diferentes bandos. Lo que parecía una trifulca propia de los bajos fondos crece a una escala galáctica, involucrando a los poderes políticos, religiosos y científicos en sus diferentes encarnaciones y facciones.

Obligado por las circunstancias y perseguido por quienes ansían hacerse con el Incal, Difool comienza un viaje de destino y propósito inciertos acompañado por un pintoresco grupo de aliados y enemigos, empezando por su ave mascota, Deepo (lo más cercano a un amigo que tiene y que sirve de alivio cómico puntual); Kill Cabeza de Perro; el Metabarón, el más importante asesino y cazador de recompensas de la galaxia; los Bergs, una especie alienígena similar a los pájaros; el lunático Príncipe Clon…

El viaje que acometen los personajes comienza en los niveles superiores del mundo en el que habitan, un complejo caos urbano, sucio, superpoblado y corrupto que bebe del género negro y anticipa el ciberpunk. Aventura tras aventura, el variopinto grupo va descendiendo al núcleo del planeta, donde van recogiendo a nuevos compañeros, como Animah, la Reina de las Psicorratas. Es entonces cuando, debido a un ataque de mutantes, Kill y el Metabarón, en principio adversarios de Difool, olvidan sus rencillas y se ponen de su parte para protegerse mutuamente contra enemigos mucho más poderosos.

Todos esos peligros palidecen en comparación con el Huevo Sombra, una maldad que puede consumir todo el universo y al que sólo puede oponerse el Incal. Por otra parte, el Incal Blanco tiene un opuesto, el Incal Negro, y cuando ambos se fusionan, crean una entidad omnipotente que guía a los héroes a través de diversos mundos, el Tiempo y el Espacio en una aventura tan épica como surrealista, que no se parece a nada antes visto.

El psicomago Jodorowsky arroja al caldero de esta historia todas sus obsesiones, desde el tarot (los siete personajes principales son trasposiciones de las cartas de esa baraja) a la metafísica, de Freud al esoterismo, de la sátira a la meditación trascendental, los mitos y las religiones, el sexo y la búsqueda de la sanación espiritual… creando una mezcla para la que pocos lectores están preparados. Como le sucede a Difool, aquéllos se ven empujados sin aviso ni preparación a un universo ridículamente enorme e incoherente en el que se suceden las intrigas de la Emperoratriz, golpes de estado, revueltas planetarias, conspiraciones de los Tecnosacerdotes para convertir todos los soles de la galaxia en fuentes de oscuridad, alienígenas invasores de otra galaxia que tratan de cumplir una profecía de doce millones de años de antigüedad, el Necrorrobot que alberga la mente psicótica del Presidente, el niño estelar Soluna… La cascada de ideas alucinógenas no se detiene en ningún momento, y ni Difool ni el lector tienen oportunidad de descansar y poner algo de orden en todas ellas.

Dado el ritmo al que transcurre todo y la profusión de ideas salidas de la nada, a Jodorowsky no le queda tiempo –o simplemente no es capaz– para caracterizar adecuadamente a los personajes.

El protagonista es el antihéroe John Difool, ni el más inteligente ni el más carismático del grupo central. La mayor parte de las veces trata de escabullirse de los peligros que se le van presentando en lugar de afrontarlos con gallardía. En este sentido, Difool es una suerte de burla al propio género de la space opera. El Incal es una fantasía invertida al estilo de Flash Gordon, con un protagonista que no puede ser más antitético a ese héroe prototípico: feo, egoísta, física y mentalmente mediocre, indeciso y que si salva al universo es más por accidente que por su voluntad.

El Incal cae muy a menudo en lo ridículo. Desconozco si el guionista o el dibujante se tomaban esto muy en serio o si –como todo parece indicar– la creación de cada entrega obedecía a una continua improvisación, pero en cualquier caso ni el uno ni el otro llegan a encontrar un equilibrio entre lo trascendente y lo irreverente, lo racional y lo surrealista, lo heroico y la farsa, el comentario sociopolítico y los viajes onírico-metafísicos al interior del alma, entre la ciencia ficción, la fantasía, el metalenguaje… o la sátira, como cuando los personajes tienen que enfrentarse en la “Estrella de la Guerra” (“War Star”), un enorme complejo militar en el que se esconden sus enemigos. La propia premisa (una comitiva de aliados de diferentes procedencias en posesión de un objeto de poder con el que puede combatirse una Oscuridad que amenaza con engullirlo todo) sigue las bien conocidas líneas de El Señor de los Anillos.

La acción va saltando de un entorno a otro, presentando continuamente nuevas criaturas y poniendo a Difool en un aprieto tras otro, pero sin que aparezca claramente explicado hacia dónde se dirige la historia.

El Incal es un triunfo de la autoindulgencia, en el que la “estrategia” de Jodorowsky parece haber consistido en escribir sobre la marcha el material más extraño y abstruso que pudiera imaginar, aburrirse de él, reformularlo, aburrirse de nuevo y repetir el ciclo. Tampoco le da al lector un respiro entre uno y otro plano temático ni hay una exposición clara de lo que ocurre ni por qué. Ya desde las primeras páginas Jodorowsky abandona cualquier pretensión de aclarar nada de lo que allí se cuenta, pasando de una historia negra de detectives con trasfondo futurista y MacGuffin (el Incal) a una space opera excesiva en sus escenarios, personajes y consecuencias y con una carga simbólica indescifrable.

Es más, conforme avanza la trama y la historia se aproxima a su conclusión en su sexto álbum, las situaciones e ideas más estrambóticas, hiperbólicas y absurdas se apoderan de la narración ante un lector que, si ha aguantado hasta este punto, lo ha hecho abandonando cualquier pretensión de lógica y continuidad y asumiendo –resignado o encantado, eso depende– los interminables deus ex machina, a cada cual más ilógico, que mueven la historia.

En mi opinión, y habiendo leído más obras de Jodorowsky, no es que éste sea alguien tan inteligente y culto que pocas personas puedan entender lo que cuenta y cómo lo cuenta, sino que debió preguntarse: ¿Para qué invertir tiempo y esfuerzo en trabajar los elementos básicos de la narración cuando el gran Moebius va a disimular todos los enormes agujeros con su increíble dibujo?

Y es que, aunque parte de lo que hace único al Incal –para bien y para mal– es la barroca y abstrusa historia de Jodorowsky, el resultado hubiera sido muy diferente de no haber contado con Moebius para imaginar sus extraños mundos y seres.

Ningún artista de su generación –o, ya puestos, de cualquier otra– podría haber dado forma gráfica a las rocambolescas ideas del chileno como Moebius lo hizo. Es más, cada uno inspiró al otro y le hizo imaginar nuevos conceptos que acabaron integrados en la historia, difuminando la barrera entre guionista e ilustrador. Jodorowsky explicó que cuando él y Moebius iban a producir una nueva entrega, se reunían y se sumergían “en la mente subconsciente del otro”, sea lo que sea lo que ello signifique. El guionista, entonces, recurría a sus artes de mimo para interpretar escenas mientras Moebius tomaba apuntes a toda velocidad.

Su estilo es una especie de línea clara que aúna, sublima y mejora las tradiciones europea y americana. Su talento para imaginar mundos es quizá lo primero que impacta al lector, desde la congestionada ciudad distópica y protociberpunk que abre la saga a los entornos de aventura planetaria al mejor estilo Edgar Rice Burroughs que van punteando la trama. Cuando la historia se traslada al espacio, encontramos civilizaciones subactuáticas, extraños monumentos en mitad de un desierto, selvas de cristal, naves y estaciones espaciales de imposibles diseños geométricos… Los abundantes y variopintos personajes que pueblan estos álbumes son igualmente imaginativos: androides y alienígenas grotescos, animales antropomorfizados, insectos gigantes y humanos deformados.

La fealdad física es una constante en la serie y el trabajo de Moebius en general: la fachada poco atractiva de algunos personajes (normalmente los varones) no es sino un reflejo de su perversa y retorcida naturaleza; mientras que la belleza de otros (habitualmente mujeres) apunta a la virtud que adorna su interior.

En los dos últimos álbumes de la serie, dibujados a finales de los ochenta, ya se percibe cierto agotamiento en una línea menos trabajada y unos fondos con menor grado de detalle. Para entonces, Moebius se había trasladado a los Estados Unidos y cambiado las ordenadas planchas del cómic europeo por las composiciones dinámicas y algo caóticas que –como él mismo admitió– muchos artistas utilizan para disfrazar sus defectos. El aburrimiento es patente en demasiadas viñetas y páginas, quizá debido a que ya nada de lo que le propusiera Jodorowsky constituía un auténtico desafío para él. Con todo, el nivel global de la serie es excepcional, e incluso en ese tramo final, un grado más tosco que los anteriores y con un sesgo hacia lo excesivo, Moebius sigue siendo superior a la mayoría de dibujantes en activo.

En resumen, Moebius canalizó el caos surgido de la mente de su colega y lo transformó en algo visualmente hermoso. La imaginación, elegancia y detallismo que vierte el artista en el diseño de criaturas de todo pelaje y condición, personajes, entornos naturales y urbanos, es sencillamente magistral, transmitiendo en grado máximo el sentido de lo maravilloso, la épica, el misterio y la belleza.

Es difícil leer El Incal y no darse cuenta de su enorme influencia en la iconografía posterior que ha utilizado la ciencia ficción tanto en el cómic como en el cine. Los primeros capítulos sirvieron de inspiración a Ridley Scott para su retrato de una sociedad urbana del futuro, sucia y congestionada, en Blade Runner (en este sentido, el propio Moebius había creado un precedente en un trabajo previo, The Long Tomorrow, escrito por Dan O’Bannon y publicado por Métal Hurlant en 1976). No obstante, el cineasta eliminó el subtexto satírico presente en el cómic y se quedó con los aspectos más deprimentes del mismo.

Moebius participó asimismo como diseñador en El quinto elemento (1997), de su compatriota Luc Besson, quien ignoró la visión pesimista de la especie humana a favor del romanticismo y la aventura. Jodorowsky demandó a Besson (sin que la demanda prosperase) por copiar algunas de sus ideas en el citado film. Más que lugares comunes como el de la lucha de la luz contra la oscuridad, de donde más bebe esa película (vehículos, vestuarios, diseño de personajes) es del estilo de Moebius, uno de los artistas de cómic más influyentes de la historia del medio.

El eco de su trabajo en El Incal puede hallarse de una u otra forma en otros creadores de renombre como Hayao Miyazaki (El castillo en el cielo), Katsuhiro Otomo (Akira), las Wachowski (Matrix), George Lucas (la representación de Coruscant en El ataque de los clones), Brian K.Vaughan (Saga), Brandon Graham (Prophet’s Saga)…

El Incal es uno de esos cómics que cualquier aficionado debe leer… lo cual no quiere decir que haya de gustarle. Es un tebeo muy particular, cuyo surrealismo despista y empalaga, y cuyo desarrollo es, cuanto menos, desordenado y hasta incomprensible. Aunque no garantice su disfrute, una de las claves para abordar su lectura es la perseverancia y la lentitud. Hay que absorber cada plancha, dejarse llevar por el dibujo de Moebius y seducir por la extrañeza de sus ideas, más que tratar de encontrar una coherencia o comprensión total de la historia. Hay quien ha calificado a esta obra, y no sin cierta razón, no como un cómic sino como una experiencia de lectura, una montaña rusa psicodélica.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".