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«Ernie Pike» (1957), de Héctor Germán Oesterheld y Hugo Pratt

El periodismo de guerra es una de las especialidades más antiguas, peligrosas y reputadas de la profesión. Desde Heródoto y Tucídides, siempre ha habido cronistas de los conflictos humanos, ya fueran literarios o pictóricos. No obstante, fue con el auge de los periódicos y las revistas, ya en el siglo XVIII, cuando surgió la profesión del reportero de guerra (Uno de los primeros fue Henry Crabb Robinson, que cubrió las campañas napoleónicas en España y Alemania para el Times londinense).

Los testimonios de estos profesionales han sido y siguen siendo fundamentales para entender no tanto el origen y desarrollo de las guerras –eso es labor de historiadores– como su faceta humana, las pequeñas historias que revelan las tragedias vividas por combatientes y civiles, el sufrimiento físico y espiritual de los involucrados en el conflicto, las gestas de heroísmo anónimo en situaciones extremas y los comportamientos crueles y miserables que aparecen en esas mismas circunstancias.

Los cómics bélicos americanos tendieron durante la Segunda Guerra Mundial al patrioterismo más simplón. Los editores de comic-books, dispuestos a contribuir al esfuerzo de guerra, presentaron historietas protagonizadas por héroes militares que debían inspirar a los soldados en el frente y levantar la moral. Ahí surgieron el Capitán América y tantos otros superhéroes que marcharon a combatir con los nazis, pero también soldados “corrientes” como el aviador Blackhawk, los Boy Commandos o Águila Fantasma.

Los cómics de la prensa siguieron un camino similar. Milton Caniff, por ejemplo, llevó a su tira Terry y los Piratas de la aventura exótica a la guerra y otros personajes inmensamente populares de la época, como Joe Palooka, Snuffy Smith o Barney Google, vistieron el uniforme militar.

Otras series, cuya temática o marco temporal les impedía cruzar sus caminos con la guerra, también tomaron parte en el conflicto de una forma más o menos alegórica, como Flash Gordon, el Príncipe Valiente o Tarzán.

Tras la Segunda Guerra Mundial, los cómics de guerra mantuvieron su popularidad –a diferencia de los superhéroes, que se hundieron dramáticamente– y casi todas las editoriales de peso publicaban antologías de historietas de ese género. Pero de entre todos esos títulos y en marcado contraste con el tono épico e higienizado de la inmensa mayoría, destacaron dos colecciones editadas por la gran EC Cómics a comienzos de la década de los cincuenta: Frontline Combat y Two-Fisted Tales. Su editor y guionista, Harvey Kurtzman, mostró en ellos los horrores de la guerra, cualquier guerra en cualquier época, con todo detalle y sin remilgos. Fue un enfoque humanista y poco complaciente con el estamento castrense pero próximo a las penurias vividas por el soldado corriente.

Era una manera de contar lo que ocurría en el frente que seguía y ampliaba la línea fijada en sus artículos por Ernie Pyle, uno de los corresponsales más leídos de la Segunda Guerra Mundial. En los años treinta había viajado por todo Estados Unidos dando testimonio de la vida de la gente ordinaria en la América rural. Cuando estalló la guerra y se trasladó a los frentes europeo y del Pacífico (donde murió en la batalla de Okinawa, en 1945), adoptó el mismo estilo llano y directo, centrado en el hombre corriente.

El argentino Hector Germán Oesterheld, uno de los grandes guionistas de la historia del cómic, tuvo acceso a los artículos de Pyle y en 1957, habiendo transcurrido sólo quince años desde el final de la Segunda guerra Mundial, decidió crear un cómic bélico inspirado en su forma de narrar historias, a mitad de camino entre el crudo didactismo del documental y el calor del humanismo, entre la diversión escapista y el ánimo moralizador; pero siempre sin tomar más partido que el de la ética y la honestidad.

Así, en la revista Hora Cero, empiezan a aparecer estas narraciones tan alejadas del canon bélico en la historieta, dibujadas por un joven dibujante italiano, Hugo Pratt, que en 1949 se había trasladado a Argentina junto a otros colegas huyendo del páramo tebeístico de la Italia de posguerra. Era sólo cuestión de tiempo que entrara en contacto con el omnipresente Oesterheld, que le pasó sus primeros tebeos de importancia: Sargento Kirk (1953) y Ticonderoga (1957). Las historias de Ernie Pike –cuyo nombre era una clara variación del de Pyle– vinieron a continuación, siendo publicadas inicialmente por la cabecera mensual Hora Cero, de Editorial Frontera, desde su primer número.

Pyle es un individuo delgado (sus rasgos eran los del propio Oesterheld), contenido y melancólico que recorre todos los escenarios bélicos de la Segunda Guerra Mundial, a veces acompañado de su fotógrafo, Tony Zardini (con un aspecto inspirado en el de Robert Capa). Más que el protagonista de la acción, él ejerce únicamente de testigo y transmisor de historias de extensión muy variable narradas en pasado, como recuerdos evocados semanas o años después o artículos periodísticos que versan sobre individuos de todos los bandos: alemanes, japoneses, ingleses, americanos, franceses, africanos… A veces se narran hazañas bélicas, sí, pero lo que encontramos sobre todo son los dramas cotidianos de una vida dominada por el miedo a la muerte, la inseguridad, el agotamiento, la melancolía, el odio difuso hacia un enemigo invisible y la desesperanza, con ocasionales toques de humor, que también de ello hay en los campos de batalla, aunque pueda parecer extraño.

Oesterheld se rebela contra los discursos grandilocuentes que tras su hipócrita loa a la gloria, la épica y el valor esconden tragedias y episodios poco edificantes. En la guerra, más que la fría eficacia invocada por estrategas y tácticos, lo que campa a sus anchas es el caos, las equivocaciones, los malentendidos, lo absurdo, la estupidez y la suerte, mala o buena.

Las de Ernie Pike son historias sin concesiones ni vencedores claros. De hecho, no se puede decir que haya aquí más villanos que la propia Guerra, que empuja a gente corriente, con poco más que un arma y una pizca de adiestramiento, a un horrible juego de supervivencia donde aflora lo mejor y lo peor de cada cual.

Son episodios duros y amargos, donde no se aparta la mirada de los horrores de la guerra, pero que al mismo tiempo tratan de subrayar el deseo y la capacidad del ser humano para mantener su dignidad, no con el objetivo de ganar una medalla sino por la más pura integridad personal. Así, tenemos el ejemplo del soldado que prefiere engañar a sus captores para que lo asesinen antes que sufrir tortura; o el marino alemán que da su vida por salvar las de unos civiles del bando contrario; el tanquista que no puede soportar la idea de que su amigo piense que lo ha traicionado; o el alemán que prefiere que lo fusilen antes que romper su palabra de no revelar la localización de un enemigo al que le debe la vida… Sí, los soldados realizan actos heroicos, sangran y se sacrifican. Pero no lo hacen por sus países, sino por sus amigos, por sus camaradas, por su propio sentido de la solidaridad y la humanidad.

Tengo que decir que nunca he sido un gran admirador de Hugo Pratt, al menos en su faceta de dibujante, y esta obra, realizada al principio de su carrera, no ha contribuido a cambiar mi apreciación de su arte. En ella encuentro tantos elementos destacables como olvidables. Muy influido aquí todavía por la técnica de claroscuro de Milton Caniff (incluso la forma de dibujar los rostros está inspirada en el dibujante americano, cuyas tiras Pratt calcaba una y otra vez en su juventud ), Pratt nos impacta con escenas de gran dramatismo y violencia, especialmente si tenemos en cuenta que se trata de un cómic de los años cincuenta. Hay momentos casi abstractos con cuerpos desmembrados por explosiones de granadas y campos sembrados de cadáveres. El aspecto documental está asimismo muy cuidado en lo que se refiere al dibujo de aviones, barcos, vehículos, armamento o uniformes, todo ello tomado de algún archivo fotográfico al que Pratt pudo echar mano.

Sin embargo, también encontramos a menudo una narrativa bastante plana, teniendo en cuenta el dinamismo y la tensión de unas historias dominadas por la violencia y la muerte. Como siempre en sus páginas, hay superabundancia de bustos parlantes sobre fondos vacíos, abuso de las siluetas y poca atención por los detalles, lo cual tanto puede responder a su juventud y relativa inexperiencia como a su propio estilo personal o, más probablemente, a la simple pereza. Al fin y al cabo, Pratt se preciaba de ser un dibujante muy rápido, capaz de realizar dos páginas en un día sin necesidad de planificación o abocetado previos… y eso se nota en el resultado final. Así, llama la atención, por ejemplo, que en “Convoy a Malta”, una narración de extensión considerable sobre la misión marítima de aprovisionamiento a la pequeña isla mediterránea que impidió que cayera en manos alemanas, todas las escenas sean exteriores, esto es, cabezas hablando, tomas lejanas de navíos que el autor podía copiar de fotografías, y planos generales del mar, donde tampoco hay mucho que dibujar salvo olas y cielos vacíos. En cambio, a los personajes no se les ve nunca en el interior de los barcos, lo que le hubiera obligado a un trabajo más meticuloso de ambientación. Es por ello por lo que encuentro que los motivos para recomendar esta obra sean sus guiones, pero no su dibujo.

Los dos autores acabaron distanciándose primero y enemistándose después. Pratt, que siempre había tenido una fuerte personalidad, no se sentía a gusto limitándose a ilustrar guiones ajenos y quería intervenir más activamente en la elaboración de las historias. Ambos colaboraron en treinta y cuatro episodios de Ernie Pike, y tras una estancia de un año en Inglaterra, Pratt acabó abandonando la serie y regresando a su Italia natal en 1962. Allí, se apropiaría del personaje y lo publicaría –haría lo mismo con Sargento Kirk– firmando guiones y dibujos, un atropello que Oesterheld amenazó con desbaratar viajando a Europa para recuperar el control de su parte de los personajes. Pero antes de que eso ocurriera, fue secuestrado y presuntamente asesinado por la dictadura argentina en 1978.

No fue Pratt el único dibujante que intervino en Ernie Pike. Paralelamente a su labor (el personaje apareció en más revistas de la editorial y él no podía asumir tal carga de trabajo) y con posterioridad a su marcha de Argentina desfilaron por la serie nombres como Francisco Solano López, Bertolini, José Muñoz, Alberto Breccia, Jorge Moliterni o Walter Fahrer. En 1970, la revista Top de la editorial Cielosur ofreció algunos relatos nuevos que tenían lugar durante la guerra de Vietnam y estaban realizados por Néstor Olivera y Rubén Sosa.

Personaje clave en el género de cómic bélico en su vertiente más realista y humanista, Ernie Pike es también una pieza clave en la historia del tebeo argentino.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".

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