¿Tiene algún sentido la épica en el mundo de hoy? Que uno la rechaze ‒como viene siendo habitual en estos tiempos‒ no quiere decir que haya dejado de existir.
Alguna vez había que explicarlo: el género épico ‒ese que suena a valentía, a prodigios y a cabalgadas interminables‒ no es un invento de Hollywood, ni un ideal ultramontano, sino un modo de explicar la aventura humana con letras mayúsculas. Idealizándola, sin excluir su parte trágica.
Aunque solo nos fijemos en las miserias del mundo, y nos abandonemos a un realismo pesimista, eso no borrará los viejos arquetipos. La épica forma parte esencial de nuestra cultura, y esto no hay modo de cambiarlo. Por desgracia, parece que nos han robado el criterio, o aun peor, la perspectiva histórica. Y eso nos lleva a creer que la cultura nació antes de ayer, con los prejuicios y los gustos de ahora mismo.
Olvidar el legado de los siglos que nos precedieron, qué duda cabe, es algo con lo que sueñan algunos iconoclastas. Pero me temo que su empeño fracasará. En nuestro imaginario, hay y seguirá habiendo epopeyas. Nos acompañan desde la noche de los tiempos. Y aunque nos empeñemos en olvidarlo, hoy persiste esa misma devoción por los héroes y las heroínas que fue común en la antigüedad.
Para comprobarlo, no hace falta pensar en poemas sobrecogedores como el Mahabharata, el Ramayana, la Ilíada o la Odisea. Sin duda, el lector de El Señor de los Anillos o el espectador de La Guerra de las Galaxias sienten emociones parecidas a ese antepasado nuestro que se conmovía, hace siglos, con las Argonáuticas de Apolonio de Rodas o la Farsalia de Lucano. ¿O acaso ‒puestos a establecer paralelismos‒ hay tantas diferencias entre una película como The Warriors (1979) y la Anábasis de Jenofonte?
Como veremos, esa estirpe que conduce a la épica moderna se ramifica en un árbol genealógico que alberga creaciones prodigiosas, como el Cantar de los Taira japonés, el Popol Vuh, el Beowulf o el Kalevala.
Pero, ¿de qué hablamos realmente al mencionar estos poemas épicos? Y yendo a lo esencial, ¿qué es una epopeya?
En palabras de Ana María Platas Tasende, que tomo de su excelente Diccionario de términos literarios (Espasa, 2007), la epopeya es un «género épico en verso, de transmisión oral, que engloba algunas de las más antiguas manifestaciones literarias en las que los pueblos reconocían sus orígenes, su idiosincrasia y sus ideales. Narraban, en un lenguaje elevado y con algunas fórmulas fijas (Ulises, «rico en ardides» Aquiles, «el de pies alados», Héctor, «el de casco resplandeciente») hechos protagonizados por héroes. En Grecia cantaban sus versos los rapsodas, antecesores de los juglares medievales. Para facilitar la incorporación de quienes no escuchaban desde el principio se repetían a veces varios versos. De ese carácter oral de la epopeya ‒y más tarde del cantar de gesta y de los romances‒ dan cuenta también ciertas fórmulas de interpelación a los oyentes, encaminadas a mantener su interés. El Poema de Gilgamesh (del que ya había una versión en tiempos de Hammurabi, siglo XVIII a. C., y del que, en Nínive, se conserva un texto del siglo VII a. C., escrito en doce tabletas) relata las hazañas del rey sumerio que le da título. El Mahabharata (atribuido a Vyasa) y el Ramayana (atribuido a Valmiki) son las más antiguas epopeyas de la India; La Ilíada y la Odisea, griegas (¿de Homero, siglo VIII a. C.?), relatan las peripecias de Aquiles y de Ulises u Odiseo, héroes relacionados con la guerra de Troya, que había tenido lugar en el siglo XI a. C. La gran epopeya latina es la Eneida (29-19 a. C.), de Virgilio«.
Explica Platas Tasende que estos poemas comenzaban con un breve resumen del asunto del cual trataban, «seguido de una invocación a los dioses o a las musas, a quienes se pedía inspiración y acierto. La narración generalmente comenzaba ya en un punto avanzado del relato, es decir, in medias res (Ilíada, Odisea, Eneida). Como eran muy extensos, se dividían en partes llamadas cantos (o cantares en las gestas españolas)».
Por medio de hexámetros, las epopeyas inmortalizaron a los antiguos héroes en la memoria de los hombres. De forma natural, la epopeya es el origen de los cantares de gesta del Medievo, desde el Beowulf a la Chanson de Roland, pasando por el Cantar de los Nibelungos y nuestro Cantar del Mío Cid.
En todo caso, la cuestión viene de antiguo, y de hecho, los principales rasgos de la epopeya quedan fijados en la primera de la que se tiene recuerdo. Dice Mircea Eliade que la citada Epopeya de Gilgamesh «es ciertamente la más famosa y la más popular de las creaciones babilónicas. Su héroe, Gilgamesh, rey de Uruk, era célebre ya en la época arcaica; se ha encontrado la versión sumeria de numerosos episodios de su vida legendaria. Pero, a pesar de sus antecedentes, la Epopeya de Gilgamesh es obra del genio semítico. Fue precisamente el acádico el idioma en que se compuso, a partir de diversos episodios aislados, una de las más conmovedoras historias sobre la búsqueda de la inmortalidad o, más exactamente, del fracaso final de una empresa que parecía tener todas las probabilidades de alcanzar el éxito. Esta saga, que se inicia con el relato de los excesos eróticos de un héroe que a la vez es un tirano, revela en última instancia la impotencia de las virtudes puramente «heroicas» para trascender radicalmente la condición humana. Sin embargo, Gilgamesh era de naturaleza divina en sus dos tercios, hijo de la diosa Ninsun y de un mortal. El texto empieza por exaltar su omnisciencia y las grandiosas construcciones que había emprendido. Pero inmediatamente después se nos muestra la figura de un déspota que viola a las mujeres y las muchachas, que extenúa a los hombres con durísimos trabajos. (…) Se ha visto en la Epopeya de Gilgamesh una ilustración dramática de la condición humana, definida por la inexorabilidad de la muerte. Sin embargo, esta primera obra maestra de la literatura universal nos da también a entender que algunos seres podrían obtener la inmortalidad sin la ayuda de los dioses, pero a condición de salir victoriosos de una serie de pruebas iniciáticas. Vista en esta perspectiva, la historia de Gilgamesh vendría a ser más bien el relato de una iniciación frustrada» (Historia de las creencias y de las ideas religiosas, Ediciones Cristiandad, 1978).
Jorge Luis Borges se sintió fascinado por la epopeya de Gilgamesh. En el prólogo que le dedicó en su Biblioteca personal, escribe: «Tal vez no sólo cronológicamente es la primera de las epopeyas del mundo. Fue redactada o compilada hace cuatro mil años. En la famosa biblioteca de Asurbanipal doce tablas de arcilla contenían el texto. La cifra no es casual; corresponde al orden astrológico de la obra. Dos son los héroes del poema: el rey Gilgamesh y Enkidu, un hombre primitivo y sencillo, que vaga entre las gacelas de la pradera. Ha sido creado por la diosa Aruru para destruir a Gilgamesh, pero los dos se hacen amigos y emprenden aventuras que prefiguran los doce trabajos de Hércules. También se prefiguran en la epopeya el descenso a la Casa de Hades en la Odisea, el descenso de Eneas y la Sibila y la casi de ayer Comedia dantesca. (…) Diríase que todo ya está en este libro babilónico. Sus páginas inspiran el horror de lo que es muy antiguo y nos obligan a sentir el incalculable peso del Tiempo».
Luis Alberto de Cuenca subraya la importancia de Homero en este ámbito: «El autor más antiguo de la literatura griega –escribe– es también el más grande: Homero. En sus dos epopeyas en hexámetros, la IIíada y la Odisea, compuestas hacia el siglo IX u VIII antes de Cristo, Homero nos introduce en un mundo muy especial reservado a los héroes, un mundo en donde los sentimientos básicos del hombre ‒el amor, la amistad, el odio, el coraje, la venganza, el honor, el dolor, la envidia, la fidelidad, la traición, etc.‒ se dirían recién creados, y ello por la frescura y la grandeza con que aparecen en cada personaje» (El héroe y sus máscaras, Mondadori, 1991).
El poema épico nos conduce, de forma inexorable, a uno de los territorios más exuberantes de la literatura griega: la tragedia. «El ámbito de la tragedia –escribe Carlos García Gual– es el de la acción con consecuencias dolorosas y destructivas. La actuación de los héroes conlleva ‒diríase que fatídicamente‒ sufrimientos y muertes de los seres queridos en un escenario de intensa truculencia. Ahí, en un mundo feroz e implacable, debe el héroe actuar irremediablemente. El protagonista del drama debe enfrentar su destino en la acción. Hay, pues, una urgente necesidad de actuar (…) y esa actuación comporta una terrible experiencia, un páthos, que es «sufrimiento, pasión, agonía». Tal es el destino de los héroes (…) A una gran gloria corresponde ‒en los héroes trágicos‒ un destino cruento. Esa es la lección de la tragedia, que retoma los mitos ya cantados por la épica para subrayar ante el público ateniense la grandeza espléndida de los héroes no en el auge de sus aventuras guerreras, sino en el trance de su mayor desventura. Los héroes, excesivos, acaban generalmente mal (…) Los dioses griegos están por encima de los héroes, pero no les fuerzan a tomar una determinada actitud. A lo más les sugieren que tal o cual decisión les es más grata» (Figuras helénicas y géneros literarios, Mondadori, 1991).
Todo ello se deja sentir en un legado literario que abarca la novela de caballerías, y por consiguiente, nuestra más reciente tradición épica, incluido el western y la ciencia-ficción. En todo caso, conviene hilar fino, porque una epopeya propiamente dicha es distinta de ese maravilloso artefacto que es la novela.
«En el plano de la teoría literaria –escribe García Gual– la distancia entre la epopeya y la novela parece muy grande. Por un lado, está la solemne sencillez arcaica de las canciones de gesta; por otro, la ficción fantástica y sentimental. Reflejos de distintos conceptos del mundo y de la función de la literatura: en la épica el canto exaltado e ingenuo de los héroes gloriosos de antaño; en la novela la expresión titubeante de un nuevo mundo de sentimientos e intuiciones. De una parte, cierta rigidez arcaizante, seria y venerable; de la otra, la inquietud, más moderna, de la búsqueda y la aventura. (…) Pero en la realidad esas distinciones teóricas se reflejan con menor nitidez. Y en el caso de las novelas de caballerías la cercanía a la épica impregna todo el ambiente novelesco. Desde luego no falta quien se refiera a las novelas corteses calificándolas de épicas; así que una expresión como la de «épica artúrica », paralela a la «épica carolingia», no es infrecuente (Aunque sea, a nuestro parecer, inapropiada.)» (Primeras novelas europeas, Ediciones Istmo, 1974).
¿En qué medida se deconstruyó la épica con la llegada del realismo? Blas Matamoro nos da la pista de esa complicada continuidad entre la epopeya y la novela moderna: «En una de las incontables páginas de sus diarios, Thomas Mann sostiene que el arte de la novela es, en el siglo XX, un arte de evocación. No está solo en el juicio, pues glosa las opiniones de Harry Levin y T.S. Eliot. La cosa viene de atrás: Flaubert y Henry James inhumaron la novela, en tanto el propio Mann (con La montaña mágica y Doktor Faustus) y Joyce (con Ulises, libro exento de carácter épico, según Eliot) escriben las novelas cuyo destino es acabar con todas las novelas. No es casual que Joyce se valga de Ulises, porque la parábola de la novela occidental empieza y, si se quiere, está contenida, en la Odisea. Los novelistas han recontado innúmeras veces la historia del astuto rey de Itaca, que deja su país para poner a prueba sus facultades, desplegar su identidad y hacerse reconocer tras ser tenido por muerto. A esta epopeya individual añadirá Cervantes la nota cómica y la señalará como integrante esencial de lo épico (la observación es, de nuevo, de Thomas Mann)».
A estas alturas, donde realmente subsiste la épica es en los géneros populares. En la esencia liberadora de las novelas de aventuras. En los tebeos y el cine de héroes y villanos. En las ficciones donde palpitan el riesgo y las promesas imposibles. «Grandes escritores ‒nos dice Fernando Savater‒, de los que han revolucionado la trayectoria literaria de la humanidad, han carecido del poder de evocar este aroma de pólvora y caballo sudoroso, mientras que modestos escritores secundarios posee consumadamente tan raro don: cabe preguntarse si, puesto que lo poseen, pueden seguir siendo llamados con justicia secundarios.».
Menospreciar esto último equivale a desdeñar siglos de historia cultural. ¿Nos podemos permitir ese lujo? Yo creo que no.
Imagen superior: Antonio Bernal (portada de la revista Trueno Color, «¡A sangre y fuego!», 1969)
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