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Sangre y estacas. El vampiro en la literatura romántica

“La fuerza del vampiro reside en que nadie, o casi nadie, cree en su existencia”; decía Abraham Van Helsing en Drácula (1931), de Tod Browning. Sugerente, sin duda, y no obstante, si examinamos el folklore y la mitología, sobre todo en el ámbito europeo, comprobaremos en qué medida eran erróneas aquellas palabras del viejo profesor holandés.

La figura del vampiro ha estado presente en las creencias de multitud de pueblos y culturas. Sus distintas encarnaciones abarcan desde el vrykolakas griego hasta el mulo de los gitanos. Sin embargo, hasta finales del siglo XVII y principios del XVIII, estos hechos apenas tuvieron difusión. Y es que fue precisamente entonces, en pleno romanticismo, cuando desataron enconadas polémicas sobre su veracidad.

El lector debe situarse en la Europa oriental de hace más de trescientos años para entender en que circunstancias es engendrado el vampiro literario. Veamos: en 1693, la publicación parisina Le Mercure Galant se hace eco de unos extraños fenómenos que se están produciendo en Polonia y Rusia. Unos seres allí denominados upirtz atacan a los lugareños y al ganado, con el fin de alimentarse de su sangre.

Lo más sorprendente es que dichos seres son, supuestamente, cadáveres vivientes. Pese a que Occidente se hace eco de las noticias en 1693, estos sucesos han sucedido durante décadas en el levante europeo.

El público se muestra estupefacto ante tales hechos, y dicho sentimiento crece a medida que se multiplican los testimonios sobre las actividades de los no muertos. Unas actividades que, por cierto, irán aumentando en número y espectacularidad, sobre todo a partir de la segunda década del siglo XVIII.

Por esas fechas, el Imperio Otomano cede territorios en Europa del Este, incluida una importante porción de Serbia, debido a una derrota militar. Llegan nuevas noticias a Occidente. En ese momento, eclosiona el fenómeno, que se extiende de norte a sur de Europa oriental: desde Rusia a las islas griegas, concentrándose especialmente en la zona de los Balcanes.

Famoso es el caso de Piort Plojogowitz, fechado en 1728 por Montague Summers y en 1725 por otros autores. Acaeció en Kisolova, la actual Serbia, donde Plojogowitz volvió a la vida y asesinó a diversos familiares y vecinos. Todo ello tras su fallecimiento a los 62 años.

Según la citada versión, el número de víctimas osciló entre siete y diez, y perecieron debido a una masiva pérdida de sangre. Las autoridades tomaron cartas en el asunto y se exhumaron los cuerpos de Plojogowitz y sus supuestas víctimas. Hallaron a los cadáveres en excelente estado de conservación, pese al tiempo transcurrido desde las muertes. Fue entonces cuando el verdugo procedió a atravesar sus corazones con estacas. Tal acción puso fin a la aparición de espectros chupasangres.

Sin embargo, el caso paradigmático es el de Arnold Paole, acaecido en 1732 y difundido en toda Europa por la publicación francesa Le Glaneur Historique.

Arnold Paole era un joven campesino serbio que había regresado a su pueblo natal tras cumplir el servicio militar en una zona de Grecia fronteriza con el Imperio Turco. Al parecer, allí había sido atacado por un vampiro. El mismo Arnold declaró que esta zona estaba infestada por dichos seres. Para no convertirse tras su muerte en uno de ellos, siguió la costumbre local de comer tierra de la tumba del no muerto y restregarse el cuerpo con la sangre de éste.

Poco después de su restablecimiento, en el transcurso de la recolección de la cosecha, Arnold cayó desde lo alto de un carro y falleció días después. Sin embargo, un mes más tarde empezó a circular el rumor de que había sido visto deambulando por el pueblo, durante la noche.

Algunos de estos testigos enfermaron súbitamente y hubo cuatro fallecimientos en un plazo de cuarenta días, hecho que provocó la histeria general y la intervención de las autoridades. Una comisión formada por funcionarios civiles imperiales y locales, oficiales del ejército y cirujanos militares procedieron a exhumar los cadáveres. Hallaron el cuerpo de Arnold fresco y lozano, con su boca repleta de sangre y las uñas y cabellos en proceso de crecimiento. Decidieron clavarle una estaca en el corazón, lo cual provocó, según los testigos, terribles contorsiones y gritos por parte del cadáver. Al resto de los fallecidos les fue aplicado el mismo tratamiento.

Sin embargo, esto no puso fin al asunto. Seis años más tarde, surgió una nueva epidemia de vampirismo, con idénticos síntomas que los de las anteriores muertes. Las autoridades se encontraron entonces con quince cuerpos sospechosos, a los que les aplicaron el tratamiento habitual. Se llegó a la conclusión de que esta nueva epidemia tenía su razón de ser en el consumo de carne de animales a los que Arnold Paole había atacado.

De todas las crónicas sobre casos de vampirismo, esta es la más difundida y la más importante. Hay varias razones para ello. En primer lugar, demuestra el interés con que se seguían estos sucesos en Europa occidental por parte de estamentos intelectuales, casas reales y el público en general. El propio Luis XV encargó al duque de Richelieu un informe detallado sobre la materia.

En segundo término, supone que el vampirismo ha dejado de ser una mera superchería para convertirse en una cuestión de orden público. No en vano, provoca la histeria colectiva donde se produce, y obliga a las autoridades competentes a poner en marcha todos los resortes de la maquinaria del Estado.

Por otro lado, el caso Paole propicia la inclusión del vocablo vampiro en los idiomas occidentales. Hasta ese momento se había denominado a la criatura según el uso local (por ejemplo, strigoi, upirmoroi, en Rumania; viesczy en Rusia; o blautsauger en Bosnia) o mediante los nombres de seres del imaginario grecolatino con características similares a los vampiros (lamia o strix, por citar sólo dos).

El artículo de Le Glaneur Historique introduce el vocablo en la lengua francesa. En Inglaterra, el London Journal lo hará una semana después, incorporándolo así a la lengua de Shakespeare.

A partir de ese momento, el fenómeno se torna imparable y da comienzo una auténtica edad de oro del vampirismo. Empiezan a escribirse tratados sobre el tema, ampliando lo referido por periódicos o recogiendo los testimonios de viajeros y diplomáticos. Hay muchos ejemplos de esta tendencia: Magia posthuma (1706), Dissertatio Physica de Cadaveribus Sanguisuguis (1732) y Dissertatio de Vampiris Serviensibus (1733), entre otros.

Sin embargo, no será hasta 1746 cuando aparezca el gran clásico sobre el tema, obra del padre Agustín CalmetTraite sur les Apparitions des Esprits, et sur les Vampires o Tratado sobre los vampiros, como reza la última edición española aparecida hasta la fecha. La obra consta originalmente de dos volúmenes, el segundo dedicado íntegramente a los vampiros. Involuntariamente, el libro contribuyó a consagrar la cuestión, pese a que la intención del religioso era refutarla. Esto le convirtió en blanco de numerosos ataques, y eso que Calmet insistía, a lo largo de las diversas ediciones, en poner al vampiro en tela de juicio. Parte de los ataques provenían de sectores ilustrados, que acusaban al autor de propagar la superstición. No hay que olvidar que este fenómeno tuvo lugar en pleno Siglo de las Luces la centuria de la Ilustración y la Enciclopedia. De ahí que los pensadores ilustrados entrasen a saco en el debate.

Conocidos eruditos, armados con la fuerza de la razón, fustigaron en sus obras a tales creencias. Voltaire, en su Diccionario filosófico, se indignaba ante la creencia en dichos seres en pleno siglo XVIII, y consideraba que “los auténticos chupa sangres no habitan en cementerios sino en agradabilísimos palacios”. Añadía Voltaire que “desde 1730 a 1735 sólo se oyó hablar de vampiros; se les acechó, se les arrancó el corazón, se les quemó: se parecían a los antiguos mártires; cuantos más quemaban, más aparecían”.

También Rousseau terció sobre el tema, esta vez de manera irónica: “Si hay en el mundo una historia bien documentada es la de los vampiros. No le falta nada: procesos orales, certificados de notables, de cirujanos…”.

Por razones fáciles de explicar, el sentido de tal sentencia ha sido manipulado por quienes pretenden legitimar la cuestión, amparándose tras el nombre de un ilustre racionalista. El ideario ilustrado llegó paulatinamente hasta los lugares más remotos de Europa. Lo acompañaron progresos científicos que significaron la eventual disminución de los casos de vampirismo. Por otro lado, el público occidental empezó a mostrar interés en otras cuestiones, como los avances del progreso o las nuevas propuestas políticas de los ilustrados. Todo ello expulsó al vampiro de las páginas de las revistas y de las tertulias de salón.

El pensamiento racional, promovido por la Ilustración y la recién nacida Revolución Industrial, clavaron la estaca en el corazón de la figura del vampiro. Por supuesto, este no fue su fin definitivo, pues hubo nuevas epidemias y casos de vampirismo. Entre otros lugares, en Serbia (1825), Hungría (1832) y Danzig (1855). Incluso los estadounidenses padecieron la plaga, en Grisswold, Connecticutt (1854) y Rhode Island (1896).

Lo dicho hasta ahora demuestra el influjo que ejerció la figura del vampiro sobre Europa entera. Obviamente, el ámbito artístico tampoco se libró de ello. Como veremos, el movimiento romántico reivindicó esta oscura presencia.

Frente al pensamiento positivista impulsado por la Ilustración, surgió una reacción, que oponía la pasión a la razón, y que defendía una mirada nostálgica a un pasado repleto de héroes y maravillas.

Unas líneas de La familia del Vurdalak –relato que comentaré en las próximas páginas– ilustran a la perfección este sentimiento: “Se ha cambiado mucho desde aquella época, y hace poco aún, la Revolución, al abolir las creencias paganas junto con la religión cristiana, puso en lugar de ambas una nueva deidad, la Razón. El culto de esta deidad nunca me fue grato”.

Los primeros vampiros literarios

En opinión de los expertos, es La nueva Eloisa, novela de Rousseau publicada en 1761, la obra seminal del movimiento romántico. Sin embargo, anteriormente, en 1748 el vampiro ya había hecho su debut literario en el poema Der Vampir, obra del poeta alemán Heinrich August Ossenfelder.

Las primeras andanzas del vampiro en el mundo de la poesía, a lo largo del siglo XVIII, se deben a autores germanos. A Ossenfelder le siguieron Thomas Burgüer con su obra Lenore (1773) y Goethe con La novia de Corinto (1797), sin duda la más popular en este ámbito.

Más que el vampiro que conocemos, el protagonista de estos versos es una figura que debe calificarse como proto-vampírica. Apenas está perfilada, y se acerca más a la lamia de la antigüedad clásica que al no muerto centroeuropeo.

Estos seres, féminas en su mayoría, vuelven de la tumba para satisfacer sus necesidades amatorias… y alimenticias. Sus víctimas/amantes se entregan sin resistencia, y quedan así perfilados el eros y el thanatos, los dos elementos inseparables de la figura del vampiro.

Este protovampiro asume un físico de extremada belleza y una ígnea y funesta pasión, de la que eran tan devotos los románticos. De aquí, como más de un lector habrá imaginado, surge el estereotipo de la femme fatal. El argumento de La novia de Corinto es bien claro al respecto: un joven recibe la visita del espectro de su prometida. Ella pretende consumar el matrimonio que la muerte ha impedido, y también quiere alimentarse de la sangre de su amado.

Goethe, en la más pura tradición romántica, escribió esta balada basándose en ciertas leyendas locales referentes al tema y en ciertas obras de la antigüedad clásica. El autor dota al vampiro de una suprema rebeldía frente al Todopoderoso. No en vano, obvia la muerte para regresar junto a su amor y así gozar de los placeres que son exclusivos de los mortales

Con posterioridad, los poetas británicos de principios del siglo XIX, que también adjudicaban una fuerte carga sobrenatural a sus creaciones, recogieron el testigo de sus antecesores alemanes. De hecho, Leonore gozó de gran popularidad en Inglaterra cuando el texto fue traducido en 1796. Influyó en Coleridge a la hora de escribir Christabel y, supuestamente, indujo a Percy B. Shelley a dedicarse a la poesía.

Existe imaginería vampírica en obras como La rima del anciano marinero, de Coleridge, o Lamia, de Keats, título elocuente, basado en una leyenda recogida en La vida de Apolonio de Tiana de Filostrato. También está presente esa imaginería en Thalaba el destructor, de Robert Southey, quien realizó una investigación sobre el vampirismo para documentarse. Fíjense que llega a citar casos como el de Arnold Paole en el prólogo.

Corresponde a la misma categoría El Giaour, de Lord Byron, autor al que me referiré más adelante.

El rasgo más característico que aportan los románticos al vampiro literario es el de otorgarle la categoría de personaje cainita o satánico. Ahí queda de manifiesto el punto de vista de Satanás en El paraíso perdido, de Milton. Es un personaje maldito y patético, castigado por incumplir o infligir alguna ley suprema, convertido en una espantosa criatura que, como dice Montague Summers, viene a ser un “paria entre los demonios”.

El vampiro es introducido en la prosa literaria por John W. Polidori, creador de una obra “que posee un interés que va más allá de su mérito literario”, en palabras de E.F. Bleiler.

Titulada El vampiro, la pieza fue publicada en 1819 por la revista londinense New Monthly Magazine. Narra la relación del joven e ingenuo Aubrey con el satánico Lord Ruthven, quien más tarde se nos revela como un no muerto. Aubrey debe evitar que el chupasangres contraiga matrimonio con su hermana y se sacie con ella.

En el momento de su publicación, la autoría de El vampiro fue atribuida a Byron, cuestión que posteriormente desmentiría él mismo. Sin embargo, debemos concederle a él la autoría moral e intelectual, ya que Ruthven, en el reflejo que plantea Polidori, no es otro que el propio Byron.

El nombre de Ruthven lo toma Polidori de la novela Glenarvon (1816), obra de Caroline Lamb, quien fue amante despechada de Byron. Hablamos de una seudobiografía del aristócrata, en la que se le ridiculiza bajo el nombre de Ruthven Glenarvon. Como decía, en El vampiro Byron queda enmascarado en El vampiro con el seudónimo de Lord Ruthven, al tiempo que Polidori encarna al joven protagonista: Aubrey. En la ficción, ambos personajes deciden emprender un viaje juntos para recorrer Europa. El viaje es muy similar al que emprendió Byron junto a Percy y Mary Shelley, acompañado por Polidori en calidad de médico personal.

El relato retrata a Ruthven como un ser que promueve el vicio y el pecado, que se regodea con la desesperación del virtuoso y mancilla el honor de jovencitas inocentes y puras. Cargos que también son imputables a Byron aunque en menor grado. Al fin y al cabo, él también fue un libertino, un Don Juan, o por utilizar la expresión inglesa, un ladykiller, que en el caso de Ruthven esto último es llevado hasta las últimas consecuencias.

La conducta aberrante de Ruthven provoca el aborrecimiento de Aubrey, y también su separación. Sin embargo, tras ciertos sucesos en Grecia, Aubrey enferma gravemente y es atendido fervorosamente por Ruthven, que reaparece de manera providencial. Esta situación es un calco de la que se produjo entre Polidori y Byron: harto de las humillaciones de Byron durante el viaje antes mencionado, Polidori se marchó en solitario hacia Italia. Tras padecer una enfermedad, tuvo un encontronazo con las autoridades, del que salió bien parado gracias a la intervención de Byron.

Pero El vampiro es deudor de Byron en otro aspecto. El proceso de realización es parcialmente conocido. Comienza durante aquella famosa noche de tormenta del 15 al 16 de junio de 1816, a orillas del lago Ginebra. Byron, los Shelley, Polidori y el resto de asistentes, se deleitan leyendo relatos alemanes de fantasmas. Inspirados por tan tétricas lecturas, surge la no menos famosa propuesta de que cada uno de ellos escriba un cuento de terror. El resultado es conocido: Mary W. Shelley elaboró Frankenstein o El moderno Prometeo, su esposo Percy se olvidó pronto del asunto y Byron escribió un breve esbozo que Polidori convirtió en su creación.

Dicho esbozo dice así: “Dos amigos viajan de Inglaterra a Grecia. Durante su estancia allí uno fallece, pero antes del óbito hace que su amigo jure que mantendrá su muerte en secreto. Poco después el superviviente llega a Inglaterra, quedando estupefacto al ver a su fallecido compañero moviéndose en sociedad, y horrorizado al ver que le hace la corte a su hermana”.

Respecto a los atributos que Polidori toma del vampiro de las leyendas europeas, aclararé que son prácticamente inexistentes. Es posible suponer que conocía esa creencia según la cual las personas que son malvadas en vida se convierten en vampiros tras su muerte. Pero la mayoría de las características que encarna Ruthven son creación exclusiva de Polidori.

El escritor otorga a su criatura una fuerza sobrehumana y la dota de una posición aristocrática. Sin embargo, algunas de las invenciones del buen doctor han sido poco o nada explotadas, como la capacidad camaleónica de Ruthven y cierto poder de ofuscación similar al glamour de las hadas y otros seres sobrenaturales. Este poder lo utiliza para no ser reconocido en su reentrada en la alta sociedad londinense, tras asumir la identidad de conde Marsden.

Por otro lado, no hay referencias a los medios de defensa contra el vampiro. Tampoco se alude a si está atado por ciertas limitaciones o debe respetar algunas costumbres.

Físicamente, Ruthven, con su piel de tono pálido y mortecino y su mirada intensa, es un arquetipo byroniano, y por consiguiente, heredero de los villanos de la novela gótica.

Su belleza, melancólica y apagada, es la del Satanás de Milton. Una belleza maldita que, como señala Mario Praz, es atributo permanente del ángel caído. Parafraseando a Milton, hay algo en Ruthven “cuyo aspecto y cuyas actitudes rebelan la salvaje energía de una criatura que no era (…) de esta tierra”.

A pesar de cuanto llevo dicho, El vampiro se revela como un relato mediocre. Probablemente, si no se hubiese atribuido inicialmente su autoría Byron, la obra no hubiera transcendido. Sus virtudes quedan al margen de su calidad intrínseca y tienen que ver con su significación dentro de la literatura de terror.

A decir verdad, Polidori creó un prototipo que Bram Stoker convertiría en estereotipo. La creación del primero obtuvo un éxito fulgurante y causó una gran sensación, generando una notoria influencia y una ola de admiradores e imitadores. Traducido sin demora al francés y al alemán, fue mayor su resonancia en el continente europeo que en el propio Reino Unido.

No despertéis a los muertos

En Francia es donde la figura del vampiro se asentó con mayor fuerza y donde mayor éxito obtuvo. Charles Nodier y Alexandre Dumas padre, por citar a dos conocidos literatos, escribieron sendas adaptaciones teatrales de la creación de Polidori, que gozaron de gran éxito y popularidad. Los dos cultivaron el tema del vampirismo en otros momentos de su carrera literaria.

En Infernaliana, deliciosa recopilación de breves narraciones sobrenaturales, Nodier recoge varios relatos de vampiros de distinta procedencia: narraciones populares, documentos oficiales u obras literarias ajenas. Uno de ellos es el antes mencionado caso de Arnold Paole. Además, Nodier es autor de una secuela del relato de Polidori, un pastiche firmado con el seudónimo de Cyprien Bérard.

Algunos autores señalan otra obra como el relato seminal del género vampírico: No despertéis a los muertos. Se desconoce la identidad de su autor y siempre fue atribuido al alemán Ludwig Tieck. Sin embargo, la introducción al relato que figura en la antología Vampiria se asegura que el autor es Ernst Raupach, y se fija la fecha de publicación original en 1823, cuatro años después de que Polidori escribiera su obra.

En cualquier caso, el autor germano coincide con el inglés en que sitúa al personaje central lejos del patrón de las leyendas de Europa oriental.

No despertéis a los muertos narra cómo Walter, mediante el concurso de un hechicero, resucita a su fallecida esposa con el fin de volver a gozar del amor físico. Sin embargo, la resucitada Brunilda precisa de sangre para poder mantener su nueva vitalidad. Tras diezmar a los lugareños y a su servidumbre, acaba con los hijos de Walter, nacidos de un segundo matrimonio, y luego comienza a desangrar a su enamorado.

Éste la descubre durante uno sus cacerías nocturnas, y huye a pedir ayuda al hechicero. El brujo le reprocha que ya le advirtió sobre los riesgos de la resurrección, y después le dice que el método para matar al vampiro es clavarle una daga en el corazón. Debe hacerlo en una noche de luna nueva, cuando carece de poder. También le avisa: si vuelve a recordarla con cariño alguna vez, ella volverá para condenarle.

Esa misma noche Walter acaba con Brunilda. Tiempo después, conoce a una misteriosa dama con la que contrae matrimonio. Sin embargo, la noche de bodas ésta se transforma en una gigantesca serpiente, cuyo abrazo constrictor le causa la muerte. Al tiempo, una voz atronadora resuena en la estancia: No despertéis a los muertos.

Ya ven que la intención de Walter es volver a gozar de los placeres de la carne con su amada, de los que la muerte le ha privado, aunque esto le cueste la vida y el alma. He aquí dos constantes del romanticismo: la rebeldía frente al orden natural y la pasión irrefrenable. Por cierto, habrán caído en la cuenta de que la vampira no corresponde a Walter. Ella es consciente, cuando él quede exangüe, habrá otros hombres con los que saciarse.

Dato interesante: el autor, sea Tieck o Ernst Raupach, crea a un ser que evita la luz diurna, y establece su debilidad en las noches de luna llena.

La muerta enamorada

El año 1836 señala otro de los hitos de la literatura vampírica romántica, con la publicación en la Chronique de Paris de La muerta enamorada, obra de Théophile Gautier.

La obra narra el apasionado romance de Romualdo, un joven párroco rural, con la atractiva cortesana Clarimonda, quien más tarde se nos revelará como un vampiro. Romualdo queda prendado de ella el día que es ordenado sacerdote. Tras obtener los votos, es destinado a una parroquia en el campo, donde descubre la siniestra reputación de la que goza la mujer. Una noche es reclamado para atender a una moribunda en un suntuoso palacio, pero es tarde: la moribunda ha fallecido y Romualdo, perplejo, descubre que se trata de la propia Clarimonda.

Impresionado por la belleza de la muerta, Romualdo no puede resistirse a besarla, lo cual despierta a la siniestra bella durmiente. A partir de ahí, comienza un romance tórrido e irreal: Romualdo cumple durante el día con sus obligaciones parroquiales y durante la noche se ve transportado a una deslumbrante Venecia, donde Clarimonda y él dan rienda suelta a su pasión. Sin embargo, al despuntar el alba se encuentra solo en los aposentos de su iglesia, donde se pregunta qué hay de real en sus vivencias: “A veces –dice– creía que soñaba ser un sacerdote, que cada noche soñaba ser un gentilhombre; otras creía ser un gentilhombre que soñaba ser un sacerdote. Era incapaz de discriminar entre el sueño y la vigilia, e ignoraba dónde comenzaba la realidad y dónde terminaba la ilusión”.

Pasado un tiempo, la belleza y la salud de Clarimonda comienzan a desmejorar. Sin embargo, tras alimentarse ávidamente de la sangre que mana de una herida de Romualdo, recupera su espectacular belleza. Para mantener esa lozanía, decide alimentarse subrepticiamente del sacerdote cada noche. Esto hace que el joven reflexione sobre Clarimonda. Sus sentimientos religiosos logran ganar terreno a la pasión. Además, el abad Serapión le advierte de que, aparte de arriesgar la condenación de su alma, está poniendo en juego su vida.

Por fin, Serapión pone término a las tribulaciones de Romualdo. Localiza el sepulcro de Clarimonda y rocía el cuerpo con agua bendita. La mujer queda convertida en polvo al instante. Sin embargo, Romualdo recibe por última vez la visita de la vampira, esta vez en forma de espectro. Ella le reprocha su acción y le recrimina por los goces que ha desdeñado. Y así queda Romualdo, intentando buscar consuelo en la religión, aunque sin conseguirlo.

Gautier combina las figuras de la lamia y el súcubo. Esto es: el ser que se esconde bajo la belleza de una mujer para saciar su sed de sangre humana y el demonio que adquiere forma de mujer para seducir a los hombres y extraerles sus fluidos vitales. Le añade las características del cadáver que regresa de la tumba, y así crea el prototipo de vampiro femenino, que al igual que sucede con Polidori será perfeccionado por otro escritor. En este caso, Sheridan Le Fanu, el autor de Carmilla.

No obstante, Clarimonda no es un personaje intrínsecamente malvado. El amor que siente por Romualdo es sincero, y son las vacilaciones de éste las que llevan a su separación. También se puede apreciar en ella algún rasgo byroniano: sus fiestas indignan a los bien pensantes y Serapión señala que murió tras una orgía ininterrumpida de ocho días.

Tampoco es original Gautier al representar un amor genuino entre un humano y un ente demoniaco. Autores como Pico della Mirandola y Ermolao, obispo de Verona durante el siglo XV, recogen relatos sobre parejas estables de hombres y súcubos.

A la hora de mostrar los atributos vampíricos de Clarimonda, Gautier es más explícito que su antecesor. La extracción de sangre es descrita de manera bastante gráfica, en un pasaje que guarda bastante similitud con otro de la novela Drácula, de Stoker. En ambos pasajes, la atención del vampiro es atraída por la sangra que mana de un corte.

Gautier presenta al vampiro reposando en su tumba y describe cómo los protagonistas recurren a ciertos instrumentos religiosos para destruirlo. Sin duda, el francés es más generoso que su antecesor a la hora de añadir elementos que conforman el canon vampírico.

En mi opinión, aquí también aparece el glamour como uno de los poderes del vampiro, aunque usado de manera diferente que en el relato de Polidori. Toda la tramoya de vida lujosa que preside los encuentros entre Romualdo y Clarimonda es producto de los poderes de obnubilación del vampiro sobre su víctima. No existe el castillo de Clarimonda, ni esa Venecia evocadora del lujurioso Bagdad de Las mil y una noches; sólo la macabra realidad del cadáver viviente que ocupa el sepulcro.

En contraste con el relato de Polidori, donde la angustia se desata a mitad de la narración y va en aumento hasta el clímax final, La muerta enamorada no es un relato terrorífico.

Anteriormente les indiqué las imitaciones y homenajes que suscitó El vampiro, de Polidori, al margen de sus adaptaciones al teatro, la música y la ópera.

Uno de los remedos más conocidos es Varney el vampiro, o El festín de sangre (1847). Este abigarrado folletín, de casi novecientas páginas, es una sucesión de los burdos recursos extraídos de las novelas góticas. Sir Francis Varney es un villano aristocrático con predilección por las jovencitas. Comete sus tropelías en noches de tormenta y lóbregos parajes. Le matan de mil formas diferentes, pero resucita bajo el resplandor lunar, como el Ruthven de Polidori. Sin embargo, aquí es el propio Varney quien opta por segar su vida al arrojarse al cráter del Vesubio.

Cosas de la literatura: aún no podía decirse que el subgénero hubiera alcanzado la madurez, cuando ya era atacado por la decadencia.

La familia del Vurdalak

En 1847, por la misma época en que salió de imprenta Varney, vio la luz La familia del Vurdalak, escrito originalmente en francés por el ruso Alexei Tolstoi. Conviene destacar la nacionalidad del autor, pues fue el primer contribuyente al género que era natural de un país donde se habían producido casos de vampirismo.

La narración comienza en un salón de Viena, en 1815. Tras un banquete, los invitados narran historias terroríficas. Un noble francés describe un encuentro con vampiros que tuvo hace varias décadas, durante una misión diplomática en Moldavia.

Su historia se inicia cuando solicita aposento en casa de una familia donde cunde la preocupación, ante la ausencia del anciano padre. Salió en pos de unos bandoleros que hostigaban la comarca, pero nada saben de él desde entonces. Por fin regresa, tras acabar con los bandidos, pero sus hijos sospechan que ha vuelto convertido en un vampiro. Este hecho se confirma más tarde. Gorsha, así se llama el anciano, da cuenta de uno de sus nietos y ronda la casa todas las noches. El francés se marcha, obligado por sus asuntos, y regresa al cabo de seis meses. Se encuentra con que todo el pueblo ha sido diezmado por los vampiros, y de hecho, logra escapar in extremis.

Si piensan en ello, verán que este relato es el que recoge, durante el periodo romántico, la mayor cantidad de elementos canónicos sobre la figura del vampiro.

Nos presenta el vampirismo como un mal con capacidad de transmisión. También muestra cómo el vampiro suele empezar su macabra existencia buscando víctimas entre sus familiares más allegados. Introduce elementos como el poder de ser reconocido por los animales –así lo hace el perro de Gorsha–, a pesar de que su verdadera condición pase desapercibida a los humanos. Este vampiro también rechaza los símbolos religiosos (Gorsha se niega a recitar una oración).

La mayoría de estos elementos están recogidos en los casos de vampirismo que mencioné al principio. Además, por una cuestión de proximidad, tiendo a creer que el escritor ruso poseía conocimientos de primera mano sobre el tema.

En todo caso, el mayor mérito de Tolstoi es el de crear un relato cien por cien terrorífico. El viajero de su historia comprueba, a su llegada, el clima de inquietud reinante: una sensación que cede paso a un horror cada vez más desatado.

Aquí el vampiro no es un aristócrata, sino un plebeyo, en consonancia con el no muerto del folklore. Tampoco hay lujo en la ambientación: todo transcurre en una granja de una remota zona europea.

Este vampiro no es un monstruo social ni un funesto amante. Es un ser de ultratumba que pretende sobrevivir con la sangre de su propia familia. Para ello no duda en aprovecharse de la inocencia e ingenuidad de uno de sus nietos, al que convierte en su primera víctima, lo cual añade mayor crueldad y sordidez a la trama.

A diferencia de los relatos hasta ahora mencionados, en la obra de Tolstoi las víctimas del vampiro sí se convierten en no-muertos. El romance entre el viajero y la hija de Gorsha es una cuestión puramente anecdótica: pese a que él queda prendado de la mujer, los merodeos nocturnos del vampiro y la vigilancia de la familia le restan libertad para conquistarla. Una vez que ella se transforma en vampiro, intentará seducirle, pero no es una “muerta enamorada” al estilo de Clarimonda, y desde luego, el viajero escapa de los brazos de ese monstruo sediento de sangre.

Una última cuestión respecto a Tolstoi. Algunos expertos, como Leonard Wolf, sostienen que esta obra tiene una evidente vena humorística. Es una opinión que no comparto. Hay elementos que podrían calificarse de surrealistas o de más cercanos al espíritu del gran guiñol. Sin ir más lejos, el pasaje donde los vampiros utilizan a sus macabros retoños como proyectiles para detener la huida del viajero. No obstante, el principal vehículo del relato es el horror, y no el humor. Sí cabe considerar humorística otra narración del autor centrada en los vampiros, Upires, donde compone una sátira en torno a la alta sociedad rusa.

La bella vampirizada

El romanticismo se extingue a mediados del siglo XIX, y un gran novelista, Alexandre Dumas padre, es el último contribuyente al subgénero con su cuento La bella vampirizada. Dicho relato fue publicado en 1851 y está recogido en Los mil y un fantasmas, antología de relatos fantásticos que el autor divididió en cuatro volúmenes.

La historia narra las vicisitudes de Eduvidge, una refugiada polaca en los Cárpatos que ha abandonado su patria durante una de las invasiones rusas. Es acogida en un castillo y se convierte en el objetivo romántico de los hermanos señores del lugar: Gregoriska, noble y virtuoso, y Kostaki, que viene a ser su antítesis.

Tras enfrentarse en duelo por la dama, muere el hermano malvado y se convierte en vampiro. Pero ello no le hace desistir en su deseo de apoderarse de la joven, aunque para ello tenga que llevársela a la tumba. Finalmente, los hermanos vuelven a combatir de nuevo. Mueren ambos, y sin embargo, el sacrificio de Gregoriska libra a la joven de la maldición del vampirismo.

El relato se acopla perfectamente a los cánones del romanticismo. Aparte de la pasión inflamada de los protagonistas, Dumas recoge otros elementos románticos, como el tipo byroniano que distingue a Kostaki, otro heredero de los villanos de la novela gótica, tanto en su aspecto como en sus maneras.

Al cabo, hablamos de un joven “de color lívido, ojos negros y cabellos ensortijados”. Claramente, el físico de Kostaki se opone al de Gregoriska, de enormes bucles dorados. Así, el villano es revestido con atributos demoníacos frente al héroe, que posee la impronta de un bello ángel.

Al describir a estos nuevos Caín y Abel, Dumas aprovecha el físico para añadir tensión sexual al relato: el hombre moreno, de ademanes pasionales y viriles, se enfrenta al rubio virtuoso e inofensivo desde el punto de vista sexual.

Respecto a los atributos del vampiro, Dumas abunda en ciertos aspectos bastante interesantes. Cuando Eduvidge comienza a sufrir los ataques de Kostaki, cae presa de un profundo sopor y sólo acierta a recordar un pinchazo en el cuello. Con el paso de los días, comienza a decaer su salud y descubre una pequeña señal en el cuerpo.

Este pasaje es totalmente fiel al espíritu vampírico, y recuerda a otros de la novela Drácula, de Bram Stoker, en particular los que describen el modo en que el conde comienza a atacar a Lucy Westenra.

Eduvidge es pionera en el hecho de usar una ramita de boj sumergida en agua bendita, equivalente al ajo, para defenderse de los ataques de Kostaki.

También es pionero el método usado para eliminarlo: una espada bendecida, perteneciente a un cruzado. Sin duda, este sistema de eliminación entronca directamente con el utilizado en Drácula.

Los motivos que sumen a Kostaki en la condición de vampiro son dos. Primero, es un suicida, ya que se ensarta a propósito sobre la espada de su hermano. Y segundo, su estirpe está maldita, puesto que un antepasado asesinó a un sacerdote y sufrió la excomunión. En definitiva, se trata de dos factores que provocan el vampirismo.

A mi modo de ver, la obra de Dumas ocupa una posición más importante de la que se le suele otorgar en el género. Al margen de sus cualidades literarias, que no son despreciables, perfecciona y concreta en mayor grado el prototipo de Polidori, y consolida los ingredientes que dieron paso al mito del Conde Drácula.

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José Luis González Martín

Experto en literatura, articulista y conferenciante. Estudioso del cine popular y la narrativa de género fantástico, ha colaborado con el Museo Romántico y con el Instituto Cervantes. Es autor de ensayos sobre el vampirismo y su reflejo en la novela del XIX.

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