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La cicatriz de Ulises

En su ya clásico Mímesis, la representación de la realidad en la cultura occidental, Erich Auerbach hace una interesante comparación entre la forma narrativa empleada por Homero y la de los autores bíblicos. Son dos maneras muy diferentes, casi opuestas, a pesar de que ambas pueden ser consideradas de género épico (al menos así lo hace el propio Auerbach, aunque el asunto es discutible, en especial si pensamos en la Odisea).

En esta investigación me interesa mostrar la muy diferente manera en la que se contaría de manera audiovisual (cine, televisión, internet) un relato homérico y otro bíblico. Auerbach nos dice que mientras que el propósito de Homero es contarlo todo, no esconder nada, por el contrario, el autor del relato del Génesis del sacrificio de Isaac por Abraham casi no nos cuenta nada. Comenzaremos por Homero.

La cicatriz de Ulises y el flashback homérico

Auerbach pone como ejemplo del estilo homérico la célebre escena de la Odisea en la que Euriclea, la sirvienta de Penélope, va a lavar los pies a un viajero recién llegado.

Es una de las primeras escenas en las que presenciamos el mecanismo de la anagnórisis o reconocimiento; de hecho, todo el desenlace de la Odisea es una continua anagnórisis, en la que Ulises es reconocido por su perro, por su sirvienta Euriclea, por su hijo, por su padre y, por fin, por su esposa Penélope. Veamos la escena en la que la esclava Euriclea se dispone a lavar los pies al forastero desconocido, pero entonces le dice:“Atiende ahora a una palabra que te voy a decir: muchos forasteros infortunados han venido aquí, pero creo que jamás he visto a ninguno tan parecido a Odiseo en el cuer­po, voz y pies, como tú.”

A lo que rápidamente responde el viajero (nosotros, lectores u oyentes de Homero, ya sabemos que se trata del propio Odiseo):“Anciana, así dicen cuantos nos han visto con sus ojos, que somos parecidos el uno al otro, como tú misma dices dándote cuenta.”

Aunque Odiseo vuelve el rostro hacia la oscuridad, todavía teme que Euriclea puede reconocerle debido a una antigua herida junto a su rodilla: “La anciana se acercó a su soberano y lo lavaba. Y enseguida reconoció la cicatriz que en otro tiempo le hiciera un jabalí con su blanco colmillo cuando fue al Parnaso en compañía de Autólico y sus hijos.”

En este momento de crisis, en el que Odiseo está a punto de ver desbaratado su plan de mantener su identidad en secreto hasta que llegue el momento de la venganza contra los pretendientes que acosan a Penélope, ¿qué hace Homero?

La respuesta es que se detiene en su relato y nos cuenta toda la historia de la cicatriz.

En primer lugar se remonta hasta el nacimiento del héroe y nos recuerda la promesa hecha al abuelo de Ulises, Autólico: Odiseo irá a visitarlo cuando ya sea un buen mozo. Después, mediante una larga elipsis dentro del flashback, vemos llegar a Ulises a la residencia de su abuelo en el monte Parnaso, el magnífico recibimiento de que es objeto, cómo asan un toro, cómo sirven los panes y cómo disfrutan hasta que cae la noche y se van a dormir. Al día siguiente todos se despiertan para ir de cacería.

Los inicios de la cacería también nos los cuenta Homero con su característico gusto por el detalle: «Ascendieron al elevado monte Parnaso, vestido de selva, y enseguida llegaron a los ventosos valles. El sol caía sobre los campos cultivados recién salido de las plácidas y profundas corrientes de Océano, cuando llegaron los cazadores a un valle. Delante de ellos iban los perros buscando las huellas y detrás los hijos de Autólico, y entre ellos marchaba el divino Odiseo blandiendo, cerca de los perros, su lanza de larga sombra.”

Es entonces cuando aparece el jabalí que causará a Odiseo la herida que muchos años más tarde la anciana Euriclea reconocerá al lavar los pies al extranjero: “Odiseo fue el primero en acometerlo, levantando la lanza de larga sombra con su robusta mano deseando herirlo. El jabalí se le adelantó y le atacó sobre la rodilla y, lanzándose oblicuamente, desgarró con el colmillo mucha carne, pero no llegó al hueso.”

Lo asombroso de la escena de la cicatriz, de este momento de tensión entre Odiseo y Euriclea, es que contradice casi todas las normas de la narrativa, porque, cuando estamos ya casi en el desenlace, en lo que se suele llamar “la carrera hacia el telón”, cuando el público se revuelve inquieto en sus asientos, en el momento preciso de la crisis en que Odiseo puede ser descubierto antes de que le dé tiempo a vengarse de los pretendientes de Penélope, en ese instante exacto, Homero se detiene y nos cuenta durante más de sesenta versos la historia de la cicatriz, mientras que la escena en sí de Euriclea y Odiseo consta de apenas ochenta versos: “Son más de setenta versos, mientras que la acción propiamente dicha consta de unos cuarenta antes y otros cuarenta después de la interrupción.”

Es sólo después de ese recuerdo cuando, por fin, regresamos a la escena inicial y vemos el desenlace de la crisis, cuando Euriclea se da cuenta de que aquel hombre es Odiseo: “La anciana tomó entre las palma de sus manos esta cicatriz y la reconoció después de examinarla. Soltó el pie para que se le cayera y la pierna cayó en el caldero. Resonó el bronce, inclinóse él hacia atrás, hacia el lado opuesto, y el agua se derramó por el suelo. El gozo y el dolor invadieron al mismo tiempo el corazón de la anciana y sus dos ojos se llenaron de lágrimas, y su floreciente voz se le pegaba. Asió de la barba a Odiseo y dijo: «Sin duda eres Odiseo, hijo mío: no te había reconocido antes de ahora, hasta tocar a todo mi señor.» Así dijo e hizo señas a Penélope con los ojos queriendo indi­car que su esposo estaba dentro. Pero ésta no pudo verla, aunque estaba enfrente, ni comprenderla, pues Atenea le había distraído la atención.

Odiseo reacciona rápidamente para impedir que Penélope sepa que está allí: “Entonces Odiseo acercó sus manos, la asió de la garganta con la derecha y con la otra la atrajo hacia sí diciendo: «Nodriza, ¿por qué quieres perderme? Tú misma me criaste sobre tus pechos. Ya he llegado a la tierra patria tras sufrir muchas penalidades, a los veinte años. Pero ya que te has dado cuenta y un dios lo ha puesto en tu interior, calla, no vaya a ser que se dé cuenta algún otro en el palacio.»”

Si en un relato audiovisual quisiéramos ser fieles al estilo homérico, tendríamos que introducir un flashback en el momento en el que Euriclea reconoce la cicatriz y después emplear aquella larga elipsis que nos permite ver a Odiseo ya en su juventud.

Ahora bien, ¿quién es el responsable de ese recuerdo que vemos en el flashback? ¿Odiseo o Euriclea? Es cierto que la criada parece desencadenar el recuerdo, pero también es cierto que ella no puede recordar la cacería porque no estuvo allí.

“Podría haberse obtenido una ordenación en perspectiva… exponiendo todo el relato de la cicatriz como un recuerdo de Ulises, que aparece en aquel momento en su conciencia; hubiera sido muy fácil, con sólo comenzar la historia de la herida dos versos antes, al mencionar por primera vez la palabra cicatriz, y cuando ya se dispone de los motivos ‘Ulises’ y ‘recuerdo’.”

Pero, claro, Odiseo puede recordar la cacería, pero tampoco es razonable que recuerde su propio nacimiento.

Como es obvio, quien recuerda todo eso es el propio narrador, Homero, que, como dice Auerbach, lo quiere contar todo. Si la sirvienta y Odiseo se ven en cierta situación dramática a causa de una cicatriz, el oyente o lector también debe conocer el origen de esa cicatriz. Podría considerarse una cortesía de Homero hacia el lector: en vez de decir algo así como “la criada reconoció una cicatriz en el muslo de su amo” nos explica con todo detalle qué cicatriz es esa.

La narración en primer plano continuo de Homero

En ese momento en el que la criada Euriclea va a lavar los pies a un mendigo y descubre una cicatriz que sólo puede ser la que tenía su amo desaparecido, Homero se detiene y retrocede en el tiempo para contarnos la cacería en la que participó el joven Ulises, que es el origen de la cicatriz.. Me pregunté entonces por qué Homero no sigue los preceptos que recomiendan los manuales de narrativa y en mitad de un momento de crisis cambia de tema y distrae al oyente o lector con una historia secundaria. Se podría pensar que la intención de Homero es crear más expectación, pero Erich Auerbach niega ese propósito: Lo primero que se le ocurre pensar al lector moderno es que con este procedimiento se intenta agudizar aún más su interés, lo cual es una idea, si no completamente falsa, al menos insignificante para la explicación del estilo homérico. Pues el elemento ”tensión” es, en las poesías homéricas, muy débil, y éstas no se proponen en manera alguna suspender el ánimo del lector u oyente.

Auerbach argumenta su opinión recurriendo a Schiller y Goethe y explicando que si el objetivo fuera crear tensión: «Debería procurar ante todo que el medio tensor no produjera el efecto contrario de la distensión, y sin embargo esto es lo que más a menudo ocurre, como en el caso que ahora presentamos. La historia cinegética, espaciosa, amable, sutilmente detallada, con todas sus elegantes holguras, con la riqueza de sus imágenes, idílicas, tiende a atraer para sí la atención del oyente y hacerle olvidar todo lo concerniente a la escena del lavatorio. Una interpolación que hace crecer el interés por el retardo del desenlace no debe acaparar toda la atención ni distanciar la conciencia de la crisis, cuya solución ha de hacerse desear, en forma que destruya la tensión del estado de ánimo, sino que la crisis y la tensión deben conservarse, manteniéndoselas en un segundo plano».

Tal vez tenga razón Auerbach, y si imaginamos, como propuse en el artículo anterior, que convertimos el relato en una película y que ya cerca del desenlace hacemos un flashback en el que contamos con mucho detalle el nacimiento de Ulises y la cacería, es bastante evidente que se perdería la tensión que suele estar presente en los últimos minutos de una película.

De todos modos, a mí me parece bastante claro que la pausa, el paréntesis cinegético del jabalí que hirió a Ulises, está situado en un momento tan preciso que su intención es, si no crear tensión, sí dotar de mayor profundidad a lo que va a suceder, a la escena en la que Ulises va a amenazar a su propia nodriza con matarla si dice algo. Creo que esta intención de Homero es evidente y que si leemos cuidadosamente La Iliada y La Odisea, descubriremos que ese recurso es empleado tan a menudo, y además con tal precisión, que difícilmente puede ser casual. Como el propio Auerbach señala: «Los hombres de Homero nos dan a conocer su interioridad, sin omitir nada, incluso en los momen­tos de pasión; lo que no dicen a los otros lo dicen para sí, de modo que el lector quede bien enterado. Rara vez es mudo lo espantoso que con frecuencia ocurre en la poesía homérica; Polifemo habla con Ulises, éste a su vez con los pretendientes, cuando comienza a matarlos; prolijamente conversan Héctor y Aquiles, antes y después de su combate».

Sí, pero esos discursos que interrumpen un combate, ¿para qué sirven? En muchas ocasiones, creo, para que nos parezca más terrible lo que está sucediendo y lo que previsiblemente va a suceder. Cuando Diomedes se encuentra en las llanuras de Troya con un enemigo llamado Glauco y entonces ambos se reconocen y comentan aquella ocasión en la que sus abuelos fueron huéspedes uno de otro, todo eso hace que ahora lamentemos el sangriento desenlace que nos espera, que sepamos que esos hombres que ahora se matan entre ellos casi sin saber por qué, compartieron los goces de la paz y la amistad.

No creo que sea casual este contraste entre la sangre y la violencia o entre la amistad y la cortesía que antes, en tiempos de paz, existieron y que ahora, en mitad de la horrible guerra no deberían ser, sin embargo, olvidados. Eric Havelock nos ha dado abundantes pruebas en La Musa aprende a escribir, pero sobre todo en Prefacio a Homero, de esta función educativa (y a veces casi legisladora) de los poemas homéricos. ¿Qué mejor ejemplo que el que acabo de comentar de Diomedes y Glauco?

El pavoroso guerrero griego, que viene de devastar al ejército troyano y se dispone a hacerlo de nuevo, se encuentra con un guerrero imponente y le pregunta quién es, asegurándole que si no se trata de un dios inmortal sino de un humano, le matará. Pero entonces el otro le cuenta su genealogía con todo detalle (recordemos que estamos en las llanuras de Troya con guerreros que luchan a escasos metros, flechas que cortan el aire). Glauco se remonta más allá de sus tatarabuelos, hasta Sísifo, el hijo de Eolo, cuenta después, casi de principio a fin, las aventuras de Belerofontes, el héroe que mató a la Quimera a lomos del caballo alado Pegaso y finalmente explica que se llama Glauco y es nieto de Belerofontes. Ante esto, Diomedes clava la lanza en el suelo, explica que su abuelo Eneo acogió en su casa a Belerofontes, salta del carro y propone a Glauco que intercambien las armas en prueba de amistad y que después cada uno vaya a matar griegos o troyanos, con la esperanza de que ambos sobrevivan y un día puedan recibir al otro como huésped: «Troquemos nuestras armas, que también estos se enteren de que nos jactamos de ser huéspedes por nuestros padres” (Iliada, V, 230).

Y así lo hace Glauco: salta del carro también e intercambia sus armas de oro por las de bronce de Diomedes. Homero comenta quizá irónicamente que tal vez Zeus hizo perder el juicio a Glauco, pues sus armas valían cien bueyes mientras que las de Diomedes sólo nueve.

Lo mismo sucede en la escena de Ulises y Euriclea. Al conocer el origen de la cicatriz vemos cómo Ulises fue criado por la ahora anciana y cómo la misma cicatriz, motivo del conflicto que se avecina, queda enriquecida por el recuerdo.

Ahora bien, eso, que es algo que tal vez Auerbach no negaría, no impide que su análisis sea muy interesante, cuando dice que todo en Homero acaece en un “constante presente, temporal y espacial”, a pesar de que tan a menudo vayamos hacia atrás, como en ese flashback al que me he referido. Dice Auerbach: «Podría creerse que las muchas interpolaciones, tanto ir adelante y atrás en la acción, deberían crear una especie de perspectiva temporal y espacial; pero el estilo homérico no produce jamás esta impresión. El modo de evitar la impresión de perspectiva puede observarse en el método de introducción de las interpolaciones, una construcción sintáctica familiar a todo lector de Homero«.

Auerbach explica entonces detalladamente el mecanismo sintáctico que emplea Homero para pasar casi sin transición el presente al pasado, del pasado al futuro del pasado y de nuevo al presente. En mi opinión, por cierto que esa construcción sintáctica tan elaborada es una de las razones por las que creo que detrás de La Ilíada y La Odisea hay un verdadero autor y no un simple recopilador de cantos populares: es inconcebible que un cantor no marcase claramente la separación del momento en el que se reconoce la cicatriz y el relato del nacimiento y la cacería. Lo haría mediante el tono de voz y casi sin duda mediante gestos y movimientos, no todo de corrido y escondiendo el nexo, como sucede en el texto escrito. Pero ese es otro asunto que no trataré aquí.

Auerbach insiste en que no hay en Homero ninguna intención de crear un relato dentro del relato, desde el punto de vista subjetivo de uno de los personajes:

Un tal procedimiento subjetivo-perspectivista, creador de primeros y segundos planos, para que el presente resalte sobre la profundidad de lo pasado, es totalmente extraño al estilo homérico; en éste sólo hay primer plano, únicamente un presente uniformemente objetivo e iluminado; y por eso comienza la digresión dos versos más tarde, cuando Euriclea ha descubierto la cicatriz y ya no existe la posibilidad de ordenación en perspectiva, convirtiéndose la historia de la herida en un presente completo e independiente.

A pesar de que no sé si estoy del todo de acuerdo en que el paréntesis no busque crear tensión o dotar de mayor profundidad emocional a la situación de crisis, hay algo que está claro: Homero es un narrador que está tan seguro del interés de lo que cuenta y de cómo lo cuenta que no necesita usar trucos para mantener el interés del oyente o lector.

Homero en televisión y el mecanismo acausal

Intentaré iluminar un poco mejor el método homérico mediante una comparación con algunas series de televisión como The Wire, Los Soprano o Mad Men.

Quizá el lector recuerde que acabé el segundo epígrafe diciendo que Homero se siente tan seguro de su poder narrativo que no recurre a ningún artificio para mantener el interés del lector. Se trataba de una afirmación estúpida, o al menos precipitada. Es cierto que Homero se siente seguro de su poder narrativo, pero Homero es un narrador magistral precisamente porque emplea técnicas y trucos narrativos, a veces muy sofisticados.

Se puede decir, es cierto, que Homero no emplea los trucos vulgares que se suelen utilizar para atraer de manera fácil a los lectores, oyentes o espectadores, pero la lucidez narrativa homérica se detecta ya desde las primeras páginas de La Odisea, por ejemplo cuando nos presenta a personajes que, aunque en algunos casos parezcan secundarios, van a jugar un papel determinante en el desenlace, entre ellos la propia criada Euriclea: “Telémaco subió al elevado aposento que para él se había construido dentro del hermoso patio, en un lugar visible por todas partes; y se fue derecho a la cama, meditando en su ánimo muchas cosas. Acompañábale, con teas encendidas en la mano, Euriclea, hija de Ops Pisenórida, la de castos pensamientos, a la cual había comprado Laertes con sus bienes en otro tiempo, apenas llegada a la pubertad, por el precio de veinte bueyes; y en el palacio la honró como a una casta esposa, pero jamás se acostó con ella, a fin de que su mujer no se irritase. Aquélla, pues, alumbraba a Telémaco con teas encendidas, por ser la esclava que más le amaba y la que le había criado desde niño; y, en llegando abrió la puerta de la habitación sólidamente construida. Telémaco se sentó en la cama, desnudóse la delicada túnica y diósela en las manos a la prudente anciana; la cual, después de componer los pliegues, la colgó de un clavo que había junto al torneado lecho, y al punto salió de la estancia, entornó la puerta, tirando del anillo de plata, y echó el cerrojo por medio de una correa.”

Una descripción como esta de Euriclea ya en el canto primero de la Odisea, no puede ser casual, conociendo el papel que la anciana y fiel criada jugará en el desenlace de la historia.

Lo asombroso, al examinar el arte de Homero, en especial en la Odisea pero también en la Ilíada, es que parece imposible que tanta sutileza sea el comienzo de una literatura y no su culminación. No nos da la impresión, al leer sus obras, de que se dirija a oyentes fáciles de deslumbrar con artificios vulgares. En Homero resulta difícil descubrir el férreo mecanismo narrativo de causa y efecto que se ha convertido en demasiado evidente en la televisión convencional y en el cine de Hollywood de las últimas décadas.

Ahora bien, también en la televisión, casi siempre en canales de pago, hay cada vez más series que se pueden comparar con el relato seguro y firme de Homero. Una de ellas es The Wire, donde raramente se juega con el espectador o se le intenta engañar o enganchar con trucos estructurales del estilo de sorpresas inesperadas, enigmas llamativos o personajes que esconden un pasado misterioso. Seguramente no es casual esta coincidencia, porque David Simon, el creador de The Wire, siempre ha dicho que se  inspiró, no en Homero pero sí en los griegos, en los tres grandes trágicos (Esquilo, Sófocles y Eurípides): “Lo que me inspiró es la tragedia griega, en la que protagonistas predestinados y condenados se enfrentan a un sistema que es indiferente a su heroísmo, a su individualidad, a su moralidad. Pero en vez de dioses del Olimpo que lanzan rayos ardientes y joden a la gente por diversión, tenemos instituciones posmodernas. El departamento de policía es un dios, el tráfico de drogas es un dios, el sistema escolar es un dios, el ayuntamiento es un dios, las elecciones son un dios. El capitalismo es el dios supremo en The Wire. El capitalismo es Zeus.”

Es un tipo de relato que pone casi todas las cartas a la vista, como en el póker descubierto, y que avanza con tranquilidad, a menudo hacia una fatalidad inevitable, porque sabe que el espectador desea, no tanto saber qué va a pasar, sino ver cómo sucede, desea contemplar cualquier cosa que pase, porque todo lo que sucede es interesante una vez que se ingresa en ese mundo (lo que suele llevar unos cuatro o cinco capítulos) y porque confía en la fuerza de los narradores, de los guionistas.

En el mismo estilo, o mejor dicho, con la misma ambición narrativa, se desarrollan series como Los Soprano, Boardwalk Empire  o Mad Men. Aunque es cierto que en Mad Men jugaron con un elemento de misterio en los primeros capítulos, el secreto que esconde Don Drapper es también un aspecto fundamental de su personalidad, sin el que quizá resulte difícil entender su manera de comportarse en un mundo que domina pero en el que nunca se siente completamente a gusto. Ya a punto de rodar la quinta temporada, el creador de la serie, Matthew Weiner, declaró: “Mad Men no es Lost, es decir no habrá misterios sin resolver, pero lo que más me interesa es que la audiencia disfrute del camino hasta la conclusión de la serie”.

Es decir, lo que se conoce como el tema del “viaje a Ítaca“, que Homero nos enseñó a todos en la Odisea: lo que importa es el camino y no el destino. Sin embargo, tampoco hay que olvidar que la mitad de la Odisea, desde el canto XIII al XXIV, trascurre en Ítaca, un asunto del que hablaré más adelante.

El planteamiento de Wiener es muy semejante al de Homero: no es que no pueda haber misterios, twists, golpes de efecto, puntos de giro y grandes sorpresas, por supuesto que los hay. Pero existe una diferencia importante entre los narradores que confían en mantener interesado a su público mediante esos recursos y quienes logran que todo sea interesante con recursos o sin ellos.  Ese tipo de arte que va más allá del artificio es lo que logra que muchas veces recordemos o no una película: si lo que nos ha mantenido interesados era sólo el truco, un truco que conducía a otro truco, y así hasta el final, cuando acabe la película acabará el interés y lo más probable es que nos olvidemos de ella y apenas nos afecte.

Homero, como ya he dicho, es un narrador que está tan seguro de lo que cuenta que no le importa desviarse en el momento de la crisis o el clímax, y si en el momento en el que Euriclea descubre la cicatriz de Ulises, cree necesario que el oyente o lector conozca el origen de una herida, lo cuenta también. Su poderosa narración sobrevive a la presencia o ausencia de trucos narrativos, del mismo modo que lo hace Los Soprano de David Chase,  cuando unos mafiosos rivales descubren que uno de los soldados de Tony Soprano, Vito Spatafore, casado y con dos hijos, va a locales gays disfrazado de policía. En los siguientes episodios se nos cuenta cómo Vito se refugia en New Hampshire, su romance con un cocinero y su vida cotidiana con un nivel de detalle que en cualquier otra serie habría sido considerado innecesario y peligroso porque desviaría la atención del desenlace que ya se acerca (estamos en los capítulos finales). La trama de Vito guarda cierta relación con la trama principal, por supuesto, pero no deja de ser una desviación secundaria que, sin embargo, está llena de interés. Se incumple, en cualquier caso, aquello que recomienda Robert McKee de acelerar la emoción y los acontecimientos en el último acto, en “la carrera hacia el telón”.

Todos los guionistas que han trabajado con David Chase emplean en sus series un mecanismo  acausal (si es que no es una contradicción llamar así a un mecanismo): al principio siempre hay unos cuantos episodios en los que aparecen personajes o se desarrollan tramas que después casi se olvidan. Lo hace Terence Winter en Boardwalk Empire cuando uno de los protagonistas se traslada durante varios capítulos de Atlantic City a Chicago y allí acumula experiencias de vida, y lo hace Matthew Weiner cuando en los primeros episodios de Mad Men nos muestra el denso universo femenino de Don Draper, presentándonos a algunas mujeres que quizá no vuelvan a  aparecer nunca más, o que quizá tarden tres temporadas en regresar. Es una manera de dar profundidad narrativa a la historia, de crear un mundo denso como el de la vida real o como el ficticio de Homero. El guionista de estas nuevas series tiene que crear ese mundo, pero para ello debe confiar en la paciencia por parte del espectador, que está demasiado acostumbrado a que todas las piezas encajen desde el principio, porque en la mayoría de las series y películas de Hollywood, los guionistas proponen moverse al espectador por un mundo ya conocido: el de los tópicos. Homero tampoco se mueve por el mundo de los tópicos, sino por otro mundo complejo que tiene a su disposición, sin necesidad de crearlo.

Homero en casa de Simónides
Hasta aquí, he analizado la manera de narrar de Homero, con ayuda de Erich Auerbach y otros autores, o recurriendo a la comparación con series de televisión como Mad Men o The Wire. Lo último que dije es que, al contrario de los guionistas actuales, Homero disponía de un mundo narrativo que no tenía que crear desde la nada. ¿A qué me refería?

Es obvio que estaba hablando de las tradiciones y leyendas de la mitología, que ofrecía a los narradores griegos material en abundancia para sus composiciones. Muchas veces se olvida, en nuestra época obsesionada por la originalidad, que los espectadores del teatro griego ya conocían el desenlace de las obras que iban a ver, aunque a veces Esquilo, Sófocles y especialmente Eurípides introdujeran variaciones en la trama, por ejemplo haciendo que fuera Medea quien mataba a sus hijos, y no los corintios (se asegura que, por este cambio, Eurípides recibió una buena recompensa).

Al parecer fue Agatón, el anfitrión del célebre banquete platónico, el primer dramaturgo que introdujo argumentos dramáticos nuevos, no basados en ningún mito. Tal vez por eso sus obras no han sobrevivido: por ser demasiado originales. Del mismo modo que los dramaturgos, los rapsodas como Homero disponían de un amplísimo repertorio en el que buscar personajes y tramas. Eric Havelock, en su Prefacio a Platón, describe cómo el ciego Homero recorre su mundo narrativo: «Vemos a Homero como a un hombre que vive en una casa abarrotada de muebles, unos necesarios, otros ornamentales. Su tarea consiste en irse abriendo camino por la casa, tocando los muebles a su paso, para describir su forma y su textura. Va de un rincón a otro, a su albedrío, y al final de la jornada, terminado el recital, ha puesto las manos en la mayor parte de los objetos que hay en la casa. El camino por él elegido lleva su impronta: así se constituye el relato y eso es todo lo que puede aportar nuestro hombre, en cuanto pura invención. No son obra suya ni la vivienda, ni las habitaciones, ni los muebles, cuya existencia está obligado a recordarnos incesantemente, y de modo tal que resulten atractivos. Claro está: según va tocando por aquí y por allá, nada le impide pulir los muebles, o quitarles el polvo, o cambiar en algo su disposición, aunque jamás en gran medida. Su única decisión importante consiste en el trayecto que elige. En ello estriba el arte del rapsoda enciclopédico».

Ese edificio que recorre Homero es el del saber mitológico de su tiempo, un corpus de relatos y tradiciones casi inagotable. Homero y los otros poetas y mitógrafos griegos, como Hesíodo, tenían a su disposición un inmenso edificio que era el de todas las tradiciones y leyendas, los héroes y los ciclos míticos, como la Edipodia (Edipo), la Tebaida que cuenta la guerra de los Siete contra Tebas y los epígonos, la Orestiada (el asesinato de Ifigenia y sus consecuencias) y, por supuesto, la guerra de Troya o Ilíada, del que la Ilíada de Homero nos cuenta tan sólo un episodio, el de la cólera de Aquiles.

Auerbach también destacó en elcapítulo de Mímesis que me ha servido para dar título a esta investigación (“La cicatriz de Ulises”) que el ciego Homero parece recorrer las estancias de la mitología y contarnos lo que ve en cada una de ellas. Pone como ejemplo la célebre escena de la Odisea en la que Euriclea, la sirvienta de Penélope, lava los pies al viajero recién llegado y descubre la cicatriz de su muslo. Pero, como ya vimos, a pesar de las apariencias, en Homero todo acaece en un “constante presente, temporal y espacial”. Todo está allí, en ese edificio del que nos habla Havelock, quizá el pasado en el sótano, el presente en el primer piso y el futuro en el ático. Porque es muy posible que Homero recorriera habitaciones concretas y definidas en su imaginación, ya que ese método le podía permitir recordar.

En Oralidad y escritura, Walter Ong ha analizado algunos de los métodos que se empleaban en las sociedades anteriores a la escritura para recordar largas historias, y ha mostrado que pocas veces se recurría el sistema de memorizar palabra por palabra, aunque a nosotros, gentes de la escritura, nos resulte difícil de concebir que sea posible memorizar un texto sin hacerlo palabra por palabra. Uno de esos métodos es el de hacer listas que favorecieran la mnemotecnia: las tres Gracias, las nueve musas, los Siete contra Tebas, o repetir fórmulas en las que los personajes aparecen repetidos y engarzados firmemente, como los eslabones de una cadena:

«Y vivió Enós noventa años, y engendró á Cainán.
Y vivió Enós después que engendró á Cainán, ochocientos y quince años: y engendró hijos é hijas.
Y fueron todos los días de Enós novecientos y cinco años; y murió.
Y vivió Cainán setenta años, y engendró á Mahalaleel.
Y vivió Cainán, después que engendró á Mahalaleel, ochocientos y cuarenta años: y engendró hijos é hijas”.
Y fueron todos los días de Cainán novecientos y diez años; y murió.

De este modo, ese evita una enumeración de nombres sin más, se crea una melodía en la recitación y se repite al menos dos veces el nombre de cada personaje, como padre y como hijo.

Pero ni Ong, más que en una mención rápida, ni Auerbach ni Havelock mencionan, y eso me extraña, el método memorístico más célebre, el de los loci (lugares) de Simónides, también llamado Teatro o Palacio de la memoria. Se cuenta que el poeta Simónides asistió a un banquete en el que se ofendió a los gemelos divinos Cástor y Pólux, hermanos de Helena de Troya y de Clitemnestra. Un criado se acercó en un momento dado a Simónides y le dijo que había dos jóvenes que le esperaban en la puerta. Salió el poeta a verlos y cuando estuvo fuera el edificio entero se derrumbó, muriendo todos los invitados. Al parecer no sólo se derrumbó, sino que fue convertido en cenizas, tal vez por un rayo. Los cuerpos de los asistentes estaban tan desfigurados que resultaba imposible reconocerlos, pero Simónides se acordó de dónde estaba sentado o tumbado cada uno durante el banquete, y así pudo identificarlos a todos.

Este es el origen legendario de un método que permite extender la memoria más allá de sus límites; puedo asegurar que yo lo he probado, recorriendo una o varias de las casas en las que he vivido, y que me ha sido posible memorizar y repetir en orden una lista de sesenta cosas diferentes tras escucharlas una sola vez. Por ello, tal vez la sugerencia de Auerbach y Havelock debe interpretarse literalmente: Homero recorría un edificio, imaginado pero conocido, y allí, mientras recitaba, iba encontrando a los personajes y a las tramas que empleaba en sus relatos.

Ong nos dice también que uno de los primeros estudiosos modernos de Homero, Robert Wood (ca. 1717–1771) opinaba que Homero no sabía leer y que la capacidad de la memoria fue lo que le permitió producir esa poesía. En contra de la idea, que muchos han compartido posteriormente, de que Homero no conocía la escritura se encuentra el pasaje de la Ilíada en el que se mencion a una tablilla escrita con signos, al referirse el poeta al mito de Belerofonte: “El rey se encendió en cólera… y si bien no se atrevió a matar a aquél, por miedo a atraerse el enojo divino si violaba la hospitalidad, le envió a Licia, dándole para el rey, su suegro, unas tabletas bien cerradas, en las que había grabado mortíferas señales destinadas a que este monarca le hiciera perecer. Belerofonte… fue recibido por el rey magníficamente… pero cuando la Aurora de rosados dedos apareció por décima vez, le pidió las tabletas que de parte de su yerno le traía. Y así que las hubo leído, ordenó a Belerofonte que fuese inmediatamente a matar a un espantoso monstruo, llamado la Quimera”.

Sin embargo, conociera o no la escritura Homero, es indudable que el arte de la memoria era fundamental para los rapsodas de la antigüedad y por ello es probable que realmente recorrieran, al menos en su imaginación edificios mitológicos que les permitían orientarse en el maremagnum de dioses y mitos.

Homero en el ciberespacio

Más arriba, vimos de qué manera Homero recorría el edificio de la mitología, tal vez siguiendo el método memorístico de los loci o lugares de Simónides, encontrando en cada habitación a los personajes e incluso las tramas de sus historias. Allí, en un rincón de esa casa edificada en algún lugar de su memoria, el cantor ciego veía a la anciana Euriclea lavando la cicatriz de Ulises, pero, además, esa cicatriz ya envejecida sobre el muslo del héroe estaba conectada de alguna extraña forma con aquella herida todavía fresca en el muslo del joven Ulises, causada muchos años atrás por un jabalí en los campos de su tío Autólico.

En El guión del siglo 21 comparé esa manera que tiene Homero de narrar y de traer a nuestra percepción de lectores lo que encuentra en sus habitaciones, esa superposición y conexión casi instantánea entre el pasado y el presente, con los celuloides superpuestos que permitieron a Georges Méliès crear imágenes fantasmales; pero también lo comparé con un palimpsesto de múltiples capas que vemos gracias a los rayos x, e incluso con un videojuego como Silent Hill: Shattered Memories, cuando el jugador, al fotografiar los lugares que recorre, descubre en esas fotografías imágenes del pasado.

La narrativa más antigua y la más reciente tienen bastantes más cosas en común de lo que suelen creer quienes deploran la decadencia narrativa.

Para que surgiera un Homero o un Sîn-lēqi-unninni (autor de la mejor versión de La epopeya de Gilgamesh), tuvieron que trascurrir cientos y quizá miles de años de narradores que creaban pequeñas o grandes historias de manera más o menos torpe y más o menos tópica, investigando las posibilidades de la narración oral primero y del nuevo medio de la escritura después, del mismo modo que ahora lo están haciendo narradores interesados en la narración audiovisual, interactiva o hipertextual. Los críticos exigentes que preguntan dónde están las obras maestras de la nueva narrativa deberían recordar que la narrativa audiovisual grabada más antigua y en la que más esfuerzo y dinero se ha empleado (el cine), apenas tiene cien años.

Todas aquellas metáforas, los celuloides superpuestos, el palimpsesto o los videojuegos, que intentan describir la manera narrativa de Homero, son más fáciles de entender si pensamos en un universo transmedia, es decir en una narración en la que la historia se desarrolla a través de diferentes medios, desde archivos de audio a vídeos, desde fotografías a recortes de periódico.

Un ejemplo pionero de este tipo de narrativa fue el proyecto HBO Imagine (2009), que nos permitía movernos a través de una inmensa red de conexiones que unían los diferentes acontecimientos narrativos, del mismo modo que Homero se mueve desde la vieja cicatriz que lava Euriclea a la cicatriz que Ulises se hace en la cacería.

¿En qué consistía HBO Imagine? En una red de narraciones conectadas en la pantalla del ordenador o de ese aparato que ya casi está en todas las casas, el teleordenador.

En algunos lugares del multiverso narrativo de HBO Imagine encontrábamos una grabación audiovisual, semejante a las películas que vemos en el cine o a las series de la televisión; en otros casos, se nos ofrecían cuatro puntos de vista diferentes de una misma historia, que forman las cuatro pantallas de un cubo.

Nosotros podíamos girar ese cubo para elegir el punto de vista que más nos interesara, aunque también podíamos ver a la vez dos de los lados del cubo. En esa compleja red de historias también había archivos de audio, un recorte de periódico, una fotografía o cualquier otro contenido al que se pueda acceder desde un ordenador. Es el espectador quién debía elegir qué quiere ver y en qué orden, convirtiéndose al mismo tiempo en espectador y narrador.

La manera de percibir la historia era pues, como para el lector de la novela Rayuela de Cortázar, siempre diferente, aunque no se trataba de una suma dispersa de historias, no era una colección de cuentos lo que proponía HBO Imagine, sino una novela audiovisual cuyos capítulos se podían leer en el orden que prefiriese el lector.

En HBO Imagine todos los acontecimientos estaban ahí, en la pantalla de nuestro ordenador, no superpuestos, pero sí conectados de manera asociativa y no jerárquica, hipertextual y no lineal, es decir, como en el extraño edificio de Homero, cuyo diseño y manera de funcionar, por cierto, coincide también con el de la red neuronal que albergamos en nuestro cerebro, a pesar de que, tras la reinvención de la imprenta por Gutenberg, hayamos llegado a creer que pensamos siguiendo un proceso lógico y jerarquizado. Esa creencia, todavía tan repetida en los círculos intelectuales, ha sido fuertemente cuestionada por las precisas, profundas y deliciosas investigaciones de Marshall McLuhan, Walter Ong, Elizabeth Eisenstein, Eric Havelock, Milman Parry, Albert Lord y otros muchos expertos especializados en la relación entre lo oral y lo escrito.

Aunque la narración de Homero se expresa por fuerza de manera lineal (tanto en su versión oral como en la escrita), es decir como una sucesión de pasos o capítulos, su manera de proceder es la de un espectador-jugador que nos cuenta cómo ha recorrido ese edificio de la mitología. El relato de Homero es como la partida grabada de un videojuego, o como el recorrido memorizado en nuestro ordenador por una narración múltiple como HBO Imagine.

Eso no quiere decir que la manera en la que Homero se mueve hacia atrás o hacia delante carezca de intención narrativa: cuando en mitad de un combate los héroes de la Ilíada recuerdan que tiempo atrás fueron amigos o cuál es su estirpe, eso hace que recordemos que esos hombres, que ahora se matan unos a otros casi sin saber por qué, conocieron hace tiempo los goces de la paz y la amistad. Lo mismo sucede en la escena de Ulises y Euriclea que me ha ocupado en los últimos cinco artículos de La cicatriz de Ulises. Adquirimos gracias a ese ir y venir del presente al pasado aquella visión panorámica de la que hablaba Janet Murray en Hamlet en la holocubierta que, aunque también puede darse en la novela, el cine o la televisión, encuentra una construcción más intuitiva en la narrativa hipertextual. Lo veremos al examinar dos proyectos recientes, uno de ellos también creado por HBO, la televisión que no es televisión.

Ulises en Singapur

Hasta ahora he estado recorriendo edificios narrativos en compañía de Homero y de los guionistas de algunas series de televisión, como The Wire, Los Soprano o Mad Men.

Mi intención es mostrar que lo más actual a veces consiste en volver a mirar hacia el pasado. Esa es una de las ideas principales de mi libro El guión del siglo 21, que al principio se iba a llamar La cicatriz de Ulises, una alusión a la escena en la que la sirvienta Euriclea lava los pies a un mendigo en quien reconoce a Ulises. También pensé en llamar a mi libro El algoritmo de Polifemo, por razones que el lector pronto conocerá. «La cicatriz de Ulises” es también el título de un capítulo del libro de Erich Auerbach Mímesis o la representación de la realidad en la literatura occidental, que me ha orientado a menudo en esta investigación.

Teniendo en cuenta estos precedentes, cuando investigué las nuevas propuestas narrativas del siglo 21 me llamó poderosamente la atención el hecho de que en una ficción de realidad aumentada llamada Nueve vidas su autor (2008), Scott Hessels, recurriera a la metáfora arquitectónica: «Cuando escribimos Nueve vidas usamos la metáfora de la casa: imagina que entras en una casa y la recorres. Cada habitación te dirá algo acerca de la familia que vive allí y no importa si visitas antes esta o aquella habitación o cuánto tiempo estés en cada una. Hicimos una aproximación arquitectónica a la narrativa… es la exploración del espacio lo que revela la historia».

La diferencia entre lo que dice Hessels y lo que decían Auerbach o Havelock es que en la película de Hessels no se propone al espectador recorrer la narración de un modo metafórico, sino que se le invita a caminar realmente por esa narración. No por una casa o un edificio, sino por una ciudad entera. Esa ciudad es Singapur.

No sé si sabes, lector, que Singapur es una ciudad, un estado y una isla. Es también una ciudad–estado casi china pero que está fuera de China. Mucho de lo que se escucha acerca de Singapur roza la extravagancia: no se puede fumar en las calles, compran arena a sus vecinos malayos e indonesios para expandir su país y sus fronteras, lo que hace que la isla crezca y se vayan hundiendo las que le venden arena, por lo que parlamentarios indonesios han pedido que se considere delito de alta traición la venta de arena.

En Singapur se celebra también la única carrera del mundial de fórmula uno que tiene lugar durante la noche. Singapur es, además, uno de los cuatro tigres asiáticos, junto a Hong Kong, Taiwán y Corea del Sur, a pesar de que sólo tiene unos cinco millones de habitantes. En su desarrollo económico actualmente juega un papel de primera importancia el mundo digital. Esa es la razón por la que muchos de los experimentos más avanzados en tecnología y narrativa digital tienen lugar en las empresas de Singapur o, como en el caso que ahora nos ocupa, en su mismas calles.

Antes dije que Nueve vidas era una película de realidad aumentada. ¿Qué es eso?

La realidad aumentada es un sistema que nos permite superponer a la realidad algo que no está de verdad en ella. No es exactamente lo mismo que la realidad virtual, de la que tanto se habló en los años 90 del siglo pasado, sino que tiene más relación con la confluencia de dos mundos a través de una cámara y una pantalla. En la pantalla de un teléfono móvil, por ejemplo, se superpone lo que se ve a través de la cámara y, además, un mundo virtual, lo que puede lograrse de diversas maneras.

La cámara del móvil muestra lo que tiene delante, pero también, según las coordenadas del GPS, una imagen superpuesta.

Aquí nos interesa la activación de ese mundo superpuesto, de esa segunda realidad, a través de los sistemas de geolocalización, lo que se conoce vulgarmente como GPS y que cada vez más coches utilizan para orientarse en las calles o carreteras. La geolocalización es una de las herramientas con las que vienen equipados los teléfonos inteligentes o smartphones, que son capaces de detectar dónde estamos e indicarnos cómo llegar a otro lugar o cómo encontrar una tienda o un restaurante cerca de donde nos encontramos. Pues bien, la realidad aumentada utiliza el sistema de geolocalización por satélite para que podamos ver a través de la cámara de nuestro móvil no sólo lo que tenemos delante, sino cosas que no están ahí.

¿Demasiado confuso? Lo mejor es que ver una presentación y algún fragmento de la película de realidad aumentada Nueve vidas para entender a qué me refiero:

Los creadores de Nueve vidas decidieron combinar la realidad aumentada y la interactividad a las calles de Singapur y rodaron una historia compleja para que después los espectadores pudieran verla a través de su móvil, pero no como se ve una película en el cine o una serie en la televisión, sino recorriendo las calles de Singapur. Un espectador de Nueve vidas tiene que caminar por Singapur y apuntar con la cámara de su móvil a todos lados buscando esa ficción superpuesta a la realidad. Gracias a la geolocalización, que detecta la posición del aparato, puede ver en la pantalla de su móvil la calle de enfrente y a un hombre corriendo por ella. La calle está allí y cualquiera puede verla, pero el hombre que corre no está allí fuera, sino tan sólo en la confluencia del móvil y la calle.

No se trata, como quizá haya creído algún lector, de que el usuario vea en el móvil una película que se grabó en esa calle. No es eso: la calle que ve es la que tiene enfrente, no una imagen grabada. El espectador, en consecuencia, tiene que estar en las calles de Singapur para ver la película, aunque Hessels ofrece gratis el software para adaptar la historia a otras ciudades.

Sin embargo, preparar una narración como Nueve vidas no resultó nada fácil por diversas razones: «La película se divide en nueve partes, cada una en un barrio distinto de Singapur, con un pequeño prólogo de dos minutos que sitúa al espectador–jugador y permite al sistema de geolocalización obtener las coordenadas del móvil. Como no se sabía si los usuarios recorrerían las calles en taxi, autobús o a pie, hubo que escribir historias de diferente duración en cada barrio: «Fue una pesadilla para los guionistas». Nueve vidas no tiene por qué verse de principio a fin, porque siempre está ahí; el espectador puede sentarse en un café y descubrir con su móvil que allí habitan esa especie de fantasmas que están y no están en la realidad, algunos de los cuales, por cierto, son literalmente fantasmas del pasado».

Nueve vidas fue promocionada con el lema: «Not a movie picture: a picture moving», que se podría traducir como: «No una imagen en movimiento, sino movimiento en una imagen». Es una manera inesperada de situar los elementos narrativos en diferentes lugares y dejar que sea el espectador quien los vaya encontrando. En el próximo capítulo veremos que todo esto no sólo tiene relación con Homero y el edificio mitológico, sino con uno de los filósofos más extravagantes y sensatos de la historia, Nicolás de Malebranche, pero antes vale la pena recorrer el ciberespacio londinense junto a Charles Chaplin.

Chaplin recorre el ciberespacio

No conocía un extraordinario pasaje de Charlie Chaplin en su libro Mis andanzas por Europa, reeditado por Evohé. En ese pasaje, como me señaló mi amiga Ana ArandaChaplin se convierte en espectador y participante de las narraciones de Thomas Burke, autor de Limehouse Nights, una colección de cuentos de gran éxito en los años 30, que fue también lo que hoy llamaríamos un producto multimedia: Griffith adaptó uno de los cuentos en Lirios rotosChaplin otro en Una vida de perrosArthur Penn (no se trata del famoso director) escribió la canción Limelight houses.

Chaplin también tuvo el privilegio único de recorrer la novela de Burke junto a su propio autor, no en las calles de Singapur mediante un mecanismo de realidad aumentada, sino en las calles de Londres, paseando junto al propio Burke. Creo que vale la pena citar por extenso este hermoso pasaje de narrativa virtual tal como lo cuenta el propio Chaplin: “Mientras Burke y yo paseamos sin ningún destino en particular, le hablo de su libro. He leído Limehouse Nights como él lo escribió. No hay nada a la vista ni la mitad de efectivo. Discutimos el hecho de que realidades como las que él ha mantenido vivas rara vez ocurren duran­te un paseo, pero me doy por satisfecho. No quiero ver. Nada podría ser más hermoso que el libro.”

La literatura que se construye a partir de la realidad vivida, nos dice Chaplin, acaba siendo, en su proceso de depuración, de selección, de síntesis, superior a la vida que imita y el arte acaba resultando inalcanzable. Burke no responde nada a su célebre interlocutor, ni siquiera agradece el elogio a su arte narrativo, lo que, en opinión de Chaplin, demuestra que es un hombre muy inteligente. Continúan caminando por los barrios de Londres.

“Guardo silencio durante un buen rato mientras paseamos hacia Stepney. Hay una neblina verdosa suspendida por todas partes y parecemos encontrarnos en un laberinto de angostas callejas, que ahora se convierten en calles y después forman plazas. El está callado y nos limitamos a caminar.”

Finalmente, se produce la revelación: “Y entonces me despierto. Veo su propósito. Puedo construir mi propia historia: el tan solo me está prestando las herramientas. ¡Y menudas herramientas son! Siento que ya he pasado por un amplio aprendizaje mediante la mera lectura de sus relatos. Ahora me los está contando mediante imágenes. Las mismas sombras cobran vida y romance. Las formas que merodean, se apresuran y revolotean alrededor, pasando a nuestro lado y desapareciendo en la noche, se están convirtiendo ahora en personajes. Se levanta el telón de Limehouse Nights, representada por el elenco original.”

Chaplin y Burke caminan en silencio y allí, calle tras calle empieza a ver todo lo que contienen los cuentos de Burke en su propio escenario. Claro, como dice Chaplin, antes hay leer el libro de Burke, para saber ver lo que tienes delante: “Burke se limita a alzar su bastón de vez en cuando y señalar. Su gesto no necesita comentarios. Localiza y hace notorio, sin lenguaje, el único objeto que quiere significar, y extrañamente es siempre algo de particular interés para mí. Es un hombre en extremo inusual. ¡Qué guía! No me enseña Main Street, ni lo obvio, ni siquiera los hitos tradicionales de los visitantes, pero con esta excursión me estoy apropiando del corazón, el alma, el sentimiento.”

Chaplin vive ese paseo como una verdadera e intensa experiencia interactiva, reconociendo aquí y allá a los personajes de Limehouse Nights: “Y por todo el recorrido tengo la sensación de que, tras las puertas cerradas, ocurren cosas triviales, portentosas, hermosas, sórdidas, rastreras, gloriosas, sencillas, memorables, odiosas, amables. Pueblo todas esas chabolas con chicas, chicos, asesinatos, aullidos, vida, belleza.”

Este es un privilegio reservado a muy pocos: que toda una ciudad, no la ciudad real, sino esa ciudad medio real medio fantástica imaginada y contenida en un libro, se extienda ante ti y que tú puedas recorrerla junto a su autor. Probablemente, en un futuro cercano esas posibilidad será accesible para mucha más gente y los lectores y espectadores no se llamarán así, sino degustadores, visitantes o viajeros narrativos. Quizá entonces se harán realidad los sueños más locos del filósofo francés Nicolás Malebranche. Mientras tanto, recomiendo al lector que lea la descripción completa en el delicioso libro de Chaplin. Vale la pena.

La misma historia siempre diferente

He comparado el método narrativo de Homero, la manera en la que el cantor ciego recorre el edificio de la narrativa mitológica, con algunas narrativas modernas, entre ellas la película Nine Lives,que trascurre en las calles de Singapur. Esa película es probablemente una de las primeras muestras de algo que anuncié en las páginas finales de El guión del siglo 21: «Tal vez, el arte del narrador acabará consistiendo en moverse o en guiar a los demás por un universo hipertextual casi infinito, seleccionar rutas, ofrecer un mapa de senderos que se bifurcan. Del mismo modo que podemos experimentar la emoción de un salto en paracaídas atados a un profesional, también podremos compartir una experiencia narrativa ajena, por ejemplo en un videojuego de realidad virtual y aumentada.”

Todo esto puede parecer muy moderno, casi como una película de ciencia ficción, pero no es tan diferente de lo que siempre ha sucedido en la narrativa, no sólo en Homero, sino en la génesis de cualquier novela: “Un novelista no hace otra cosa que ofrecernos el resultado de sus elecciones y recorridos en un mundo virtual que sólo ha existido en el interior de su cerebro, pero en el que ha tenido que decidir a cada frase, párrafo y capítulo qué camino tomar, quizá durante meses o años de duro trabajo. El resultado es la novela. Por eso Henry James describió el arte del novelista con la misma metáfora que Havelock empleara para describir la narración homérica, imaginando a alguien que recorre una habitación a oscuras con una linterna, iluminando ciertas zonas, pero nunca toda la habitación.”

La teoría de la iluminación de James no sólo se refería a iluminar ciertas zonas de la historia que queremos contar, manteniendo otras deliberadamente en la sombra, sino también a iluminar ciertas partes de un personaje precisamente a través del punto de vista de los otros personajes: «No sólo sucede, dice James, que un personaje se comporta de manera diferente con cada uno de los demás personajes; además, su relación con los otros personajes es lo que nos va mostrando partes de su personalidad. Si imaginamos al personaje situado en un círculo oscuro, cada uno de los otros personajes ilumina partes de ese círculo, aspectos del protagonista, como cuando se encienden lámparas en una habitación a oscuras. Descubrimos así fragmentos de esa personalidad, que quizá nunca llegamos a ver plenamente iluminada.” (Las paradojas del guionista).

En cierto modo, James nos esta recomendando que nos volvamos a propósito un poco ciegos, como lo fueron HomeroMiltonJoyceBorges y otros narradores que alcanzaron gran precisión mostrando sólo ciertas zonas de lo que veían, a veces bajo una iluminación multiplicada, como Joyce en el Ulysses; una iluminación, por cierto, que acaba creando tantas sombras, o al menos tantos matices, como la oscuridad, pues no hay que olvidar que en una única sombra pueden estar ocultas varias sombras, que no vemos hasta que se retira esa primera sombra, del mismo modo que no vemos las luces que se ocultan tras el resplandor de una luz mayor, como las estrellas durante el día, subsumidas en el resplandor solar.

Cualquier novelista, en el proceso, a menudo fatigoso, y para algunos también doloroso, de llenar páginas y páginas, debe jugar consigo mismo a una especie de videojuego que ofrece muy diversas opciones, aunque sólo las vea él en el interior de su cráneo. Ve allí dos posibilidades: que el protagonista llegue a tiempo al tren o que lo pierda, que decida empezar una nueva vida o que prefiera la seguridad y la monotonía, que muera en el capítulo final o que triunfe de manera definitiva. En cada caso debe elegir y ofrecer al lector una única posibilidad. En algunas ocasiones, como en Jacques el fatalista, el narrador se permite mostrar al lector algunas de las infinitas posibilidades que se le ofrecen mientras escribe la historia: «Como podéis apreciar, querido lector, voy por buen camino, y si quisiera podría haceros esperar un año, dos años, tres años, antes de contaros los amores de Jacques, separándolo de su amo y haciéndoles correr a cada uno de ellos las aventuras que me pluguiera. ¿Qué me impediría casar al amo y hacerle cornudo? ¿O embarcar a Jacques rumbo a las islas? ¿Llevar hasta allí a su amo? ¿Devolverlos a Francia, ambos en el mismo navío? ¡Qué fácil es escribir cuentos! Pero los libraré de ello a uno y a otro, a cambio de una mala noche; y a vos, a cambio de este retraso.”

Después, Diderot empieza a interpelar una y otra vez al lector, urgiéndole a que decida de una vez qué historia quiere leer, e incluso le cede la palabra: «En qué se convertiría esta aventura, si a mi fantasía le diera por desesperaros! Realzaría la importancia de esta mujer; la haría sobrina del cura de un pueblo vecino; amotinaría a los campesinos del pueblo; arreglaría combates y amoríos; porque a fin de cuentas la campesina, bajo las faldas, era muy hermosa. Jacques y su amo lo habían percibido; no siempre el amor ha esperado una ocasión tan seductora. ¿Por qué no iba a enamorarse Jacques, el rival favorito de su amo?

—Pero ¿es que ya ha ocurrido por segunda vez?

¿Por qué no iba a ser por segunda vez antes? Siempre preguntando. ¿Así que no queréis que Jacques continúe con la historia de sus amores? Decidlo de una vez por todas: ¿os gustaría o no que Jacques explicara la historia de sus amores?».

Y entonces, como si pudiera rebobinar una película o retroceder una pantalla del videojuego, Diderot nos permite volver a donde estábamos: «Si eso es lo que os gustaría, reintegremos la campesina a la grupa, detrás del jinete, dejemos que se vayan yvolvamos a nuestros dos viajeros. Esta vez fue Jacques quien tomó la palabra y le dijo al amo: «Así va el mundo; vos, que nunca habéis recibido una herida y que no sabéis lo que es un balazo en la rodilla, me mantenéis a mí, que tengo la rodilla destrozada y cojeo desde hace veinte años…».

También Italo Calvino habla con su lector y le ofrece diversos inicios, desarrollos y desenlaces en Si una noche de invierno un viajero; le permite atisbar todas esas novelas posibles que no llegan a nacer al vernos obligados a elegir una de ellas, del mismo modo que, según ciertos teólogos medievales, del semen derramado nacen, en vez de los miles de hijos que pudieron ser, miles de demonios.

Woody Allen también ofreció diversas maneras de iniciar Manhattan.

Y, por supuesto, también existe toda la moderna narrativa hipertextual o los videojuegos, que ofrecen un árbol de historias que se bifurcan una y otra vez.

Pero en la novela clásica, lineal, el escritor tiene que elegir entre diversas alternativas y se limita a mostrarle un resultado al lector. Porque a los lectores, a los espectadores, a los degustadores de la narrativa también nos gusta ver cómo otros se mueven por el mundo narrativo y no siempre queremos ser protagonistas no vernos obligados a elegir:“También en la antigüedad, muchos se pasaban las horas como espectadores del recorrido que otros, como Homero, les ofrecían, porque su manera de moverse, de detenerse aquí y allá, de acariciar y mostrar los objetos de aquel prodigioso edificio narrativo era única. Pero quizá tan sólo ahora, en este futuro que ya está aquí, el narrador de los nuevos medios y el lector de los nuevos medios pueden ser, finalmente, la misma persona.” (El guión del siglo 21)

Ahora bien, tampoco había que olvidar que aunque en la Ilíada o en la Odisea o en cada una de las obras de los dramaturgos griegos se nos ofrece una única posible historia, si algo caracteriza a la mitología griega es la variedad de versiones de un mismo acontecimiento, y cada vez que SófoclesEsquilo o Eurípides retomaban un tema mítico de ese inmenso edificio de la mitología, ofrecían aquí y allá nuevos desarrollos, variantes inesperadas, nuevas interpretaciones, como hizo Eurípides al hacer a Medea responsable de al muerte de sus hijos, se dice que porque en Corinto le pagaron para que librara a la ciudad de la mala fama de esa leyenda. De este modo, al final se acababan por contar de una manera no todas pero sí muchas de las historias posibles. Todo aficionado a la mitología griega sabe que, si busca bien, puede encontrar una versión de un mito concreto que satisfaga sus necesidades, expectativas y deseos, y eso que sólo se ha conservado un diez por ciento de la cultura grecolatina, o menos. Si quiere que Ulises no regrese a Ítaca, existe una versión; si prefiere que regrese pero después se vaya, también; si le gusta imaginar que Penélope fue infiel con un pretendiente o con todos a la vez, encontrará a alguien que lo dijo. Del mismo modo que el jugador conecta de nuevo su videojuego y toma una ruta alternativa, el mitógrafo puede encontrar casi lo que quiera siempre que sepa buscar e interpretar.

Paseo por la realidad virtual con McLuhan

Previamente, analicé una película llamada Nueve vidas (2008), que trascurre en las calles de Singapur, en la que el espectador no se sienta en la butaca del cine o en el sofá de su casa, sino que camina por la ciudad, descubriendo, a través de su móvil, una película superpuesta a la realidad que tiene delante.

Dentro de no mucho tiempo no tendremos necesidad de usar un móvil, sino que veremos todo a través de gafas de realidad aumentada o de lentillas. Veremos además imágenes en tres dimensiones y podremos movernos a su alrededor, como si fueran personas de carne y hueso, aunque cuando extendamos la mano para tocarlas descubriremos que allí sólo hay aire.

En realidad eso sucederá sólo en los inicios de ese nuevo sistema que combinará realidad aumentada y virtual, porque en poco tiempo será posible que, al extender la mano, podamos tocar a esa persona, aunque no esté allí. Cada vez son más los sistemas capaces de trasmitirnos sensaciones hápticas, es decir táctiles, desde el mando vibrador de una videoconsola a aspectos más sofisticados desarrollados por el sector que suele estar a la vanguardia de la tecnología narrativa: la industria de la pornografía.

Cuando en vez de tener que utilizar un teléfono móvil podamos ver en nuestras lentillas (o directamente en nuestro cerebro gracias a un microchip), imágenes en tres dimensiones que nos trasmitan sensaciones audiovisuales e incluso odoríferas muy realistas, resultará muy difícil afirmar si lo que estamos viendo está o no delante de nosotros.

No sólo eso, pues a la realidad virtual y aumentada pronto se añadirá la simulada, que, según ciertos rumores, Sony llegó a probar hace años. La realidad simulada, que quizá debería llamarse “estimulada”, consiste en la estimulación directa de sensaciones en el cerebro del espectador. Si, además, llevamos un traje electrónico que nos trasmite la sensación de coger una manzana virtual, resultará casi imposible saber si estamos sentados en una casa de Buenos Aires o en una frutería de Singapur.

Como decía Marshall McLuhan, esos medios se convertirán en extensiones de nuestro cuerpo, como lo es el bastón en la mano de un ciego: “Durante las eras mecánicas prolongamos nuestros cuerpos en el espacio. Hoy en día, después de más de un siglo de técnica eléctrica, hemos prolongado nuestro propio sistema nervioso central en un alcance total, aboliendo tanto el espacio como el tiempo, en cuanto se refiere a nuestro planeta. Estamos acercándonos rápidamente a la fase final de las prolongaciones del hombre, o sea la simulación técnica de la conciencia, cuando el desarrollo creador del conocimiento se extienda colectiva y conjuntamente al total de la sociedad humana, del mismo modo en que ya hemos ampliado y prolongado nuestros sentidos y nuestros nervios valiéndonos de los distintos medios”

¿Dónde estará entonces nuestra mano? ¿En la frutería de Singapur o en el salón de nuestra casa de Buenos Aires?, ¿sentiremos en Buenos Aires el gusto de esa manzana que está en Singapur y que muerde un robot que nos trasmite todas las sensaciones recibidas?

Como escribí en El guión del siglo 21: «Si a toda esa tecnología deslumbrante le añadimos un corpus narrativo de la complejidad y riqueza del que manejaban Homero y los mitógrafos griegos, y si aprendemos a usar con sentido el carácter enciclopédico de Internet, no cabe duda de que veremos, asistiremos o recorreremos literalmente historias dignas de ser vividas».

Esa es probablemente la razón por la que los antólogos de Recuerdos de la era analógica,una antología de ciencia ficción compilada en el siglo 25 no hablen de espectadores, lectores, usuarios o visitantes, sino de degustadores. Para leer un libro hace falta poco esfuerzo, tan sólo ponerlo delante y mover los ojos de un extremo al otro; para ver una película basta con sentarnos en la oscuridad y mirar hacia delante, como si fuéramos los prisioneros de la caverna de Platón. Pero cuando toda esa narrativa inmersiva e interactiva llegue, tendremos que aprender a movernos por ese mundo, no sólo como jugadores y degustadores sino también como narradores. Tal vez, el arte del narrador acabará consistiendo en moverse o en guiar a los demás por un universo hipertextual casi infinito, seleccionar rutas, ofrecer un mapa de senderos que se bifurcan.

Del mismo modo que podemos experimentar la emoción de un salto en paracaídas atados a un profesional, también podremos compartir una experiencia narrativa ajena, por ejemplo en un videojuego de realidad virtual y aumentada, algo que, por otra parte, siempre hemos hecho, pues un novelista no hace otra cosa que ofrecernos el resultado de sus elecciones y recorridos en un mundo virtual que sólo ha existido en el interior de su cerebro, pero en el que ha tenido que decidir a cada frase, párrafo y capítulo qué camino tomar. El resultado es la novela.

La realidad aumentada, aunque todavía está en sus inicios, permite la inmersión de Don Quijote o la de los videojuegos en un mundo que está ahí y al mismo tiempo no está ahí, pero, en esta ocasión, el usuario, jugador o espectador contempla la realidad y al mismo tiempo ve un mundo imaginario superpuesto a ella, que puede recorrer, del mismo modo que Homero recorre el edificio de la mitología, deteniéndose aquí o allá para contemplar el momento en el que Euriclea le lava los pies a Ulises, la cacería en el Parnaso o el nacimiento de Ulises.

El pintor de la vida moderna y el hombre de la multitud

Cuando recorría las calles de Londres junto a Thomas BurkeCharles Chaplin buscaba lo que el escritor había extraído de ellas para encerrarlo en su libro Limehouse Nights. En ese paseo, Chaplin no recorría sólo las calles de Londres, sino que caminaba por una realidad aumentada, semejante a la de los espectadores de la película Nueve vidas cuando recorren los barrios de Singapur en busca de los fantasmas que pueblan esa película que se recorre. Pero en el caso de Chaplin, la realidad aumentada no estaba allí gracias a modernas tecnologías como la geolocalización que permiten los teléfonos móviles, sino porque junto a él caminaba Burke, que completaba con sus gestos los datos que el propio Chaplin poseía por haber leído los cuentos de su amigo.

No hace falta, sin embargo, sobreponer una realidad aumentada a la realidad percibida para recorrer la realidad como se recorre un libro. Muchos, entre ellos los cabalistas, Galileo y yo mismo en mi relato “Signos” (incluido en Recuerdos de la era analógica) hemos intentado leer los textos que de una u otra manera contiene el mundo percibido. Pero Baudelaire nos habló de alguien especial, el señor G., al que llamó “el pintor de la vida diaria”, que destacó no sólo como pintor, sino también en ese otro oficio tan francés que consiste en flanear: “Para el perfecto paseante, para el observador apasionado, es un inmenso goce el elegir domicilio entre el número, en lo ondeante, en el movimiento, en lo fugitivo y lo infinito. Estar fuera de casa, y sentirse, sin embargo, en casa en todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los menores placeres de esos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua sólo puede definir torpemente”.

En vez de acudir a un teatro (en la actualidad sería a un cine, a un espectáculo multimedia o un parque de atracciones), el pintor de la vida diaria simplemente se lanza a la calle, a ver la vida: “El observador es un príncipe que disfruta en todas partes de su incógnito. El aficionado a la vida hace del mundo su familia, como el aficionado al bello sexo compone su familia con todas las bellezas encontradas, encontrables e inencontrables; como el aficionado a los cuadros, vive en una sociedad encantada de sueños pintados sobre tela. Así, el enamorado de la vida universal entra en la multitud como en un inmenso depósito de electricidad”.

Resultan evidentes en el ensayo de Baudelaire las huellas de su admirado Poe, y en concreto de aquel cuento llamado El hombre de la multitud, que el propio Baudelaire menciona y describe no como un cuento, sino como un cuadro, “un verdadero cuadro”. En el cuento de Poe, el narrador, que comienza a recuperarse de una enfermedad (detalle que quizá no sea casual), se dedica a observar a la gente que recorre las calles de Londres: “Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones.”

Tras muchas horas de observación, descubre a un anciano decrépito al que decide primero vigilar atentamente y luego seguir. Algo en su actitud le llama la atención. Cada vez que las calles empiezan a vaciarse de gente, el anciano parece sentir una inquietud y angustia crecientes y busca desesperado otro lugar en el que encontrar multitudes, o al menos una cierta densidad de ciudadanos. Así llega a los barrios bajos de Londres, que probablemente eran los mismos que recorrieron décadas después Chaplin y Burke, y allí, rodeado de gentes que a otros asustarían, el anciano recupera sus fuerzas.

Ahora bien, cuando me refiero al personaje de Poe, no estoy considerando flâneur tan sólo al anciano (Benjamin incluso le niega tal condición), sino también al narrador: él es el verdadero flâneur que se pasa las horas mirando a la multitud o siguiendo a ese anciano, quizá un flâneur jubilado, ya sin la fuerza de la curiosidad, adicto simplemente a la presencia humana, sin la que no puede seguir existiendo. El pintor de la vida moderna de Baudelaire, el señor G., se parece al narrador de El hombre de la multitud, no al anciano que da título al cuento, aunque quizá no haya que subestimar ese carácter adictivo que puede sobrevenir al flâneur , restándole fuerzas propias a su vida y dependiendo cada vez más de las ajenas.

En cualquier caso, del mismo modo que el narrador o el hombre de la multitud, el señor G., el pintor de la vida diaria de Baudelaire, nunca se cansa de estar entre la multitud: «Todo hombre», decía un día el Sr. G. en una de esas conversaciones que ilumina con una mirada intensa y un gesto evocador, «todo hombre que no está abrumado por una de esas penas de naturaleza demasiado positiva para no absorber todas las facultades, y que se aburre en el seno de la multitud, ¡es un necio! ¡un necio! ¡Y yo lo desprecio!»

Para el señor G. nos dice Baudelaire, la multitud es su dominio, “como el aire es el del pájaro, como el agua el del pez”. Como el personaje de Poe, el señor G. tiene una pasión y una profesión, que consiste en “adherirse a la multitud”. Además de ello, pinta, pero su oficio, al que Baudelaire dedica la segunda parte de su simpático ensayo, es sólo una consecuencia de su verdadera pasión, que es el flanear por las calles, deambular en busca de detalles de la vida diaria, de instantes robados a la realidad.

Lev Manovich, teórico de los nuevos medios narrativos, que combinan el carácter interactivo y la hipertextualidad con el enciclopedismo y el azar que ofrecen las bases de datos, considera a Baudelaire y su pintor de la vida moderna precursores de los espacios navegables de la narrativa digital.

Llamando a la puerta de Dios

Lector, me perdonarás que en esta ocasión hable de mí mismo más de la cuenta. En mi defensa, debo decir que estoy de acuerdo con aquello que decía Oscar Wilde: “Quien no habla de sí mismo no hace otra cosa que hablar de prestado”, e incluso yo voy más lejos y pienso que cuando hablamos de nosotros mismos, también lo hacemos de prestado. Sin embargo, es cierto que el egocentrismo invasivo resulta muy fatigoso y que la cortesía de escuchar a los demás es la más recomendable de las virtudes sociales. Como dice el insigne cohete de Oscar Wilde en una frase que es una de las favoritas de mi colega divertina Ana Aranda: “Dejemos de hablar de mí y hablemos de ti: ¿qué opinas de mí?”.

Mi intención es concluir aquí el recorrido por las habitaciones narrativas de Homero, que he comparado con algunas series de televisión y con el mundo digital. Lo haré recurriendo a dos de mis libros, que están conectados por nexos que quizá muchos lectores no adviertan. En realidad, todos mis libros están conectados de muchas maneras, como supongo que sucede con los de cualquier otro escritor, y considero que todos ellos son fragmentos de un hiperlibro que los engloba. En este caso, señalaré alguno de los nexos que conectan El guión del siglo 21 con Recuerdos de la era analógica.

El guión del siglo 21 es un libro que trata de la narrativa audiovisual en la era digital, es decir en lo que es nuestro más inmediato presente y próximo futuro; Recuerdos de la era analógica es una antología de ciencia ficción que tiene la particularidad de haber sido compilada en el siglo 25, con textos encontrados en lo que los antólogos llaman la Arqueo Red, es decir, nuestro Internet. El título ya indica claramente que para los antólogos del futuro, nosotros, aunque ahora nos creemos digitales, seguimos siendo analógicos. Uno de los ensayos encontrados por los antólogos en la Arqueo Red se llama “La obra de arte en la época de la percepción malebranchiana” (el libro gratis aquí).

En El guión del siglo 21 se habla de las posibilidades narrativas del hipertexto, de la interactividad, del enciclopedismo digital y de la realidad aumentada o la realidad virtual. Como no quería asustar al lector, que quizá me considera todavía un investigador sensato, eliminé bastantes cosas en la versión definitiva, de las que aquí voy a rescatar algún párrafo.

Previamente, analicé una película llamada Nueve vidas que trascurre en las calles de Singapur: el espectador no se sienta en la butaca del cine o en el sofá de su casa, sino que camina por la ciudad descubriendo, a través de su móvil, una película superpuesta a la realidad que tiene delante.

Dentro de no mucho tiempo, no tendremos necesidad de usar un móvil, sino que veremos todo a través de gafas de realidad aumentada o de lentillas. Veremos además imágenes en tres dimensiones, y podremos movernos a su alrededor, como si fueran personas de carne y hueso, aunque cuando extendamos la mano para tocarlas, descubriremos que allí sólo hay aire. Bueno, en realidad eso sucederá sólo en los inicios de ese nuevo sistema que combinará realidad aumentada y virtual, porque, en poco tiempo, será posible que, al extender la mano, podamos tocar a esa persona, aunque no esté allí.

Cada vez son más los sistemas capaces de trasmitirnos sensaciones hápticas, es decir táctiles, desde el mando vibrador de una videoconsola a aspectos más sofisticados desarrollados por el sector que suele estar a la vanguardia de la tecnología narrativa: la industria de la pornografía.

Cuando en vez de tener que utilizar un teléfono móvil podamos ver en nuestras lentillas, o directamente en nuestro cerebro gracias a un microchip, imágenes en tres dimensiones que nos trasmitan sensaciones audiovisuales e incluso odoríferas muy realistas, resultará muy difícil afirmar si lo que estamos viendo está o no delante de nosotros. No sólo eso, pues a la realidad virtual y aumentada pronto se añadirá la simulada, que, según ciertos rumores, Sony llegó a probar hace años: consiste en la estimulación directa de sensaciones en el cerebro del espectador. Si además llevamos un traje electrónico que nos trasmite la sensación de coger una manzana virtual, resultará casi imposible saber si estamos sentados en una casa de Buenos Aires o en una frutería de Singapur y, como decía McLuhan, esos medios se convertirán en extensiones de nuestro cuerpo. ¿Dónde estará nuestra mano? ¿en la frutería de Singapur o en el salón de nuestra casa de Buenos Aires?, ¿sentiremos en Buenos Aires el gusto de esa manzana que está en Singapur?

Como escribí en El guión del siglo 21: «Si a toda esa tecnología deslumbrante le añadimos un corpus narrativo de la complejidad y riqueza del que manejaban Homero y los mitógrafos griegos, y si aprendemos a usar con sentido el carácter enciclopédico de Internet, no cabe duda de que veremos, asistiremos o recorreremos historias dignas de ser vividas».

Probablemente por eso los antólogos de Recuerdos de la era analógica no hablan de espectadores, lectores, usuarios o visitantes, sino de degustadores. Para leer un libro hace falta poco, tan sólo ponerlo delante y mover los ojos de un extremo al otro, pero cuando toda esa narrativa inmersiva e interactiva llegue, tendremos que aprender a movernos por ese mundo, no sólo como jugadores y degustadores sino también como narradores. Tal vez, el arte del narrador acabará consistiendo en moverse o en guiar a los demás por un universo hipertextual casi infinito, seleccionar rutas, ofrecer un mapa de senderos que se bifurcan.

Del mismo modo que podemos experimentar la emoción de un salto en paracaídas atados a un profesional, también podremos compartir una experiencia narrativa ajena, por ejemplo en un videojuego de realidad virtual y aumentada, algo que, por otra parte, siempre hemos hecho, pues un novelista no hace otra cosa que ofrecernos el resultado de sus elecciones y recorridos en un mundo virtual que sólo ha existido en el interior de su cerebro, pero en el que ha tenido que decidir a cada frase, párrafo y capítulo qué camino tomar. El resultado es la novela. Por eso Henry James, como ya vimos que hacían Auerbach y Havelock, describió el arte del novelista empleando la metáfora de alguien que recorre una habitación a oscuras con una linterna, iluminando ciertas zonas, pero nunca toda la habitación. Esas partes que vemos, y sobre todo esas partes que no vemos, son lo que da intensidad y complejidad a la historia narrada.

La realidad aumentada, aunque todavía está en sus inicios, permite la inmersión de Don Quijote o la de los videojuegos en un mundo que está ahí y al mismo tiempo no está ahí, pero ahora el usuario, jugador o espectador ve la realidad y al mismo tiempo ve un mundo imaginario superpuesto a ella, que puede recorrer como Homero recorre el edificio de la mitología, deteniéndose aquí o allá para contemplar el momento en el que Euriclea le lava los pies a Ulises, o la cacería en el Parnaso, o el nacimiento de Ulises.

¿Y qué tiene todo esto que ver con ese extraño ensayo llamado “La obra de arte en los tiempos de la percepción malebranchiana”, incluido en Recuerdos de la era analógica? ¿Y qué tiene que ver todo ello con el filósofo Nicolás de Malebranche? Como ese ensayo todavía no ha sido escrito y como en la antología del futuro sólo se incluyen breves fragmentos, puedo intentar dar algunas pistas en las apenas doscientas palabras que me quedan para llegar al final de este artículo.

Nicolás de Malebranche fue un filósofo contemporáneo de Descartes que sostuvo una teoría idealista un poco distinta de la Berkeley, quien decía que sólo existe aquello que es percibido o que percibe: si nadie mira un árbol, ese árbol no existe. Pero Berkeley enseguida nos tranquilizaba porque Dios, el espectador absoluto, lo mira todo en todo momento. Pues bien, Malebranche, que también era religioso de oficio como el obispo Berkeley, decía que la materia no existe ni puede existir, porque si existiera sería algo separado y diferente de Dios. Por eso, concluía, todo lo que vemos, lo que somos y lo que percibimos no existe fuera de Dios, sino en el interior de Dios. Somos, en definitiva los pensamientos de Dios. Esta teoría tan extravagante y razonable puede convertirse en real en el futuro cercano, cuando llegue un momento en el que degustaremos las narraciones no en un lugar externo, como la pantalla de un cine o el monitor de una televisión o de un ordenador, ni siquiera en unas gafas o lentillas de realidad virtual, sino en el interior de nuestro propio cerebro. Nos recorreremos a nosotros mismos, algo que, quizá, hemos hecho siempre, también cuando leíamos libros o mirábamos la pantalla del cine.

Imagen de la cabecera: «Assassin’s Creed Odyssey» (2018), videojuego de Ubisoft dirigido por Jonathan Dumont y Scott Phillips, producido por Marc-Alexis Côté y escrito por Jonathan Dumont, Melissa MacCoubrey y Hugo Giard © Ubisoft.

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Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guión del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
Su último libro es 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, pero casi siempre ignorada o silenciada. A este libro ha dedicado una página que se ha convertido en referencia indispensable acerca del escepticismo: 'Sabios ignorantes y felices'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guión, literatura y creatividad en España y América.