A comienzos de la década de los setenta del pasado siglo, el director británico John Boorman estaba considerado como un flamante talento en alza. Tras debutar como realizador en 1963, firmó trabajos muy bien considerados como el film de gangsters A quemarropa (1967), el bélico Infierno en el Pacífico (1968) y el extraño Leo el Último (1970). Por aquella época, intentó –obviamente, sin conseguirlo– sacar adelante un proyecto para adaptar El Señor de los Anillos. A cambio, dirigió la brutal Deliverance (1972), que fue un enorme éxito y obtuvo dos nominaciones a los Oscar: Mejor Película y Mejor Director. Ello le dio a Boorman la libertad artística para hacer prácticamente lo que deseara. Libertad que explica a su vez la existencia de Zardoz, una película que sin el respaldo de los resultados de Deliverance, difícilmente hubiera sido aceptada por ningún estudio (y, de hecho, fue rechazada por Warner, que había producido ese film con el que tanto dinero había obtenido).
Interesado en seguir explorando el conflicto ente civilización y barbarie planteado en Deliverance y después de visitar varias comunas norteamericanas, Boorman quiso ir más allá y explorar cómo nos comportaríamos en una sociedad hipertecnológica que privilegie el conocimiento intelectual sobre las emociones. En la cresta de la ola, Boorman logró que su agente vendiera el proyecto a la 20th Century Fox y no sólo se adjudicó el papel de director, productor y guionista sino que se permitió incluso contratar a Sean Connery, que con Diamantes para la eternidad (1971), había puesto punto y final a su trayectoria como James Bond y era la estrella mejor pagada del mundo.
En el año 2293, la humanidad ha quedado dividida en dos grupos. Por un lado, los Eternos, que han alcanzado la inmortalidad y llevan una vida idílica de ocio y actividades intelectuales en lo que llaman el Vórtice, una especie de burbuja de amable naturaleza protegida de los peligros del exterior por un campo de fuerza impenetrable. En el exterior, entre las ruinas de la antigua civilización y las agrestes montañas, malviven los bárbaros ignorantes conocidos como los Brutales,
Uno de los Eternos, Arthur Frayn (Niall Buggy), ha creado una religión cuyos seguidores, una élite de Brutales denominados Exterminadores, adoran una cabeza flotante de piedra, Zardoz, en cuyo interior se desplaza el fundador. A través de la boca de este enorme vehículo, Frayn proporciona a los Exterminadores armas y órdenes para que exterminen sin piedad al resto de los Brutales. Uno de esos Exterminadores, Zed (Sean Connery), se cuela a bordo de Zardoz y es transportado al interior del Vórtice, donde es capturado por los Eternos.
Empieza entonces un examen más a fondo de esa sociedad en la que ya no existen motivaciones sexuales, puesto que al vivir eternamente sus individuos la reproducción carece de sentido. Pero no es este el único problema de los Eternos. Algunos de sus individuos, conocidos como Apáticos, pasan el tiempo en la más absoluta indolencia; aún peor, otro grupo, los Renegados, han envejecido –por razones que más tarde se explican– y se hallan exiliados en una especie de grimosa instalación por no encajar en la cultura de juventud y felicidad del Vórtice. En ese entorno decadente, Zed parece ser el más humano de todos y, desde luego, el personaje con el que resulta más fácil simpatizar. De hecho, su primitivismo, agresividad y energía sexual causan fascinación y temor a partes iguales entre los Eternos.
Pronto resulta claro que Zed es más listo de lo que aparenta y que se ha dejado capturar para infiltrarse en el Vórtice. Y es que aunque no se explica bien, Zed es una especie de supermutante muy inteligente que se ha enseñado a sí mismo a leer. Y cuando en el Exterior cayó en sus manos por casualidad un ejemplar de El Mago de Oz, comprendió que la cabeza Zardoz no era más que una herramienta del Vórtice con la que controlar el número de la población exterior y obligarla a trabajar para él (Zardoz sería una contracción de The Wizard of Oz). Como en ese clásico de la literatura, existe en el mundo de Zed un charlatán, Arthur Freyn, que se sirve de la tecnología y la ignorancia ajena para mantener subyugada a la población. Enfurecido por el engaño, Zed reúne a un grupo de fieles y planifica la destrucción del Vórtice y sus habitantes. Y aunque al final, efectivamente, cumple su objetivo, es también visto como un salvador por unos seres, los Eternos, que en el fondo sólo desean morir.
Boorman era un director capaz de oscilar mucho entre extremos. Desde películas visionarias como Excalibur (1981) o Deliverance a sólidos dramas como El general (1998) o la parodia de espionaje El sastre de Panamá (2001). Pero en otras ocasiones, se hunde en los delirios más pretenciosos, siendo el más notable ejemplo de esta faceta su incoherente El exorcista II: El hereje (1977), que está considerada como una de las peores secuelas de la historia del cine. «Excalibur» a punto está de descarrilar en este sentido pero se salva gracias a su exuberante imaginería y atmósfera operística. Sin embargo, el ejemplo más claro de la pretenciosidad en la que caía Boorman cuando nadie controlaba sus excesos es Zardoz.
Parece evidente que el propósito de 20th Century Fox al proporcionarle a Boorman un entonces generoso presupuesto de 7 millones de dólares era el de seguir el sendero abierto por 2001: Una Odisea del Espacio (1968). La película de Kubrick había aportado al cine una nueva visión de la ciencia ficción que se distanciaba de las paranoias de los años cincuenta sobre invasiones alienígenas y monstruos para abrazar abiertamente la Era Espacial y dar todavía un paso más allá hacia la transcendencia, explorando campos metafísicos en relación a la evolución de la especie humana. Por desgracia, sus imitadores se limitaron a copiar o bien la imaginería psicodélica (que durante la década de los setenta fue un socorrido recurso para representar las alucinaciones mentales provocadas por el ácido lisérgico) o bien esas imágenes de un futuro estéril y antiséptico en el que el Hombre ha sido subyugado por su propia tecnología.
Normalmente, cuando se analizan las películas de ciencia ficción, los principales problemas que se encuentran en ellas son o bien la falta de imaginación o el fracaso a la hora de explorar las ideas y temas que plantean. En Zardoz, el problema es exactamente el opuesto. Si de algo no anda corto el film es de ideas y, de hecho, a menudo colapsa bajo el peso de las pretensiones filosóficas de Boorman.
Así, tenemos ya la escena del comienzo, cuando Arthur Frayn aparece como una cabeza parlante dirigiéndose al espectador: «En esta historia, soy un dios por ocupación…Soy el maestro de títeres. Manipulo a muchos de los personajes y acontecimientos que van a ver. Pero también he sido inventado para su entretenimiento y diversión». Luego se gira para mirar a la pantalla: «Y vosotros, pobras criaturas, ¿quién os conjuró del barro? ¿Está Dios también en el negocio del espectáculo?». Lo que nos está diciendo ese personaje es que lo que vamos a ver es una abstracción de ciertos hechos y que, como tales, el tono será a veces satírico. En teoría, esto podría disculpar ciertos pasajes; en la práctica y una vez vista toda la película, la idea no funciona.
Poco después de la apertura, vemos a la pétrea cabeza de Zardoz proclamando pretenciosos absurdos como «El Arma es buena y purifica la Tierra; el Pene es malo»… antes de presentar a Zed que, vestido con ese escaso y estrafalario suspensorio y una máscara, agarra uno de los fusiles, se gira y dispara directamente a la cámara. Otras escenas absurdas son, por ejemplo, aquella con la cena en la que los Eternos condenan a John Alderton agitando sus manos extendidas hacia él mientras empieza a dar bandazos espantado entre gritos de angustia existencial antes de transformarse en un anciano y ser exiliado a lo que parece un hospital psiquiátrico lleno de otros que, como él, han envejecido prematuramente. O las escenas con Zed recorriendo el laberinto psicodélico, luchando contra reflejos de sí mismo y murmurando ambigüedades metafísicas.
La ocurrencia de elegir a Sean Connery como avatar de la sexualidad masculina y salvador del futuro no deja de tener un lado cómico, por no decir ridículo. De hecho, su horrible atuendo (botas altas, bandoleras y un par de shorts que parecen pañales) es lo único que muchos recuerdan o conocen de la película, habiéndose convertido incluso en un meme de internet. En una escena hilarante, Boorman llegó a vestir a Zed con un vestido de boda. El final, con Zed y Consuella (Charlotte Rampling) sentados en una cueva, cogidos de la mano y mirando fijamente a la cámara mientras el paso del tiempo va transformando sus facciones y aparece un vástago bárbaro que les acompaña unos instantes antes de que se transformen en esqueletos todavía con sus manos entrelazadas, es la melodramática y pretenciosa guinda del pastel.
Podría pensarse que entre todos los disparates filosóficos de Boorman habría alguna idea más interesante y sofisticada que el tópico de que la inmortalidad conduce a la esterilidad, que la arrogancia de los científicos es una afrenta al orden natural de las cosas; o que la opresión de los fuertes sobre los débiles está condenada a la revolución y al exterminio de los primeros. Pero desgraciadamente no es así.
Aunque no se puede negar que John Boorman creó un futuro interesante, la dinámica de lo que ocurre en él o el mensaje que quiere transmitir quedan demasiado opacos. La trama básica es muy sencilla: una élite ha creado una utopía hermética para sí misma, dejando a los menos favorecidos que sobrevivan como puedan más allá de los límites de su burbuja. Es un escenario que guarda no pocas similitudes con el que aparecía ya en La máquina del tiempo (1895), con sus degenerados Morlocks y sofisticados Eloi. El sesgo interesante respecto a este esquema bastante tópico es que la élite en cuestión son los hippies de los sesenta, que han creado un mundo privado de caftanes de colores pastel, meditación trascendental y espacios psicodélicos; una sociedad comunal en armonía con la Naturaleza y donde todos sus miembros son iguales. Es un concepto que sin duda debió resultar irresistible para los «Niños de las Flores» de mediados y finales de los sesenta. El problema es que aquí los Eternos se presentan también como seres estériles y ajenos al amor, mientras que en realidad los hippies nunca tuvieron problemas a la hora de conservar ese sentimiento e instinto y eran los valores de sus padres lo que ellos consideraban yermo.
Resulta fácil ver las similitudes de Zardoz con la posterior La fuga de Logan (1976), cuyo futuro consistía también en una utopía aislada en la que todo el mundo vivía rodeado de placeres y alegres colores. Aunque sus respectivas historias son muy distintas, ambas películas tratan sobre sociedades que idolatran la juventud eterna y el placer, mientras que reniegan por completo (destruyéndola o exiliándola) de la vejez. Las dos comparten asimismo esa necesidad de pinchar la burbuja hedonista de la generación del amor libre para redescubrir el mundo real, por muy imperfecto que pueda ser. Y el factor que desencadena la revolución es, en ambos casos, el amor entre un hombre y una mujer.
Ya he apuntado que el escenario que se nos presenta es intrigante, pero la dinámica de lo que ocurre en él o el mensaje que quiere transmitir quedan demasiado opacos. La trama básica es muy sencilla: una élite ha creado una utopía hermética para sí mismos, dejando a los menos favorecidos que se las arreglen más allá de los límites de su burbuja. El sesgo interesante respecto a ese esquema bastante tópico es que esa élite son los hippies de los sesenta, que han creado un mundo privado de caftanes de colores pastel, meditación trascendental y espacios psicodélicos; una sociedad comunal en armonía con la Naturaleza y donde todos sus miembros son iguales. Es un concepto que sin duda debió resultar irresistible para los «Niños de las Flores» de mediados y finales de los sesenta. El problema es que aquí los Eternos se presentan también como seres estériles e ignorantes del sentimiento del amor, mientras que en realidad los hippies nunca tuvieron problemas a la hora de conservar el amor y eran los valores de sus padres lo que ellos consideraban estéril.
Entre los puntos positivos de Zardoz pueden citarse los hermosos paisajes verdes de Irlanda fotografiados con acierto por Geoffrey Unsworth (las escenas en la granja a la que llega Zed en el Vórtice fueron rodadas en las propiedades de Boorman en el condado de Wicklow). Hay también algunos sets muy bien creados, como esa estancia en la que los Eternos exploran la mente de Zed, con forma de un cristal trapezoidal con paredes que parecen contener cuerpos desnudos congelados en extrañas posturas. La persecución por el interior del cristal y los juegos mentales a mitad de metraje ofrecen algunos montajes de luz y color muy psicodélicos y del gusto de la época. Quizá Boorman trataba de conseguir un estilo visual surrealista y extraño, algo que Terry Gilliam lograría perfectamente unos años después en Brazil (1985). De ser así, no lo logró porque su estética no tardó mucho en quedarse varada en la playa de lo camp. Los efectos especiales han envejecido mal y del vestuario, mejor no hablar.
Muchos de los problemas de la película podrían deberse al absoluto control creativo que tenía Boorman sobre su película. Tenía una visión grandiosa en cuanto a su escala, pero tropieza en la ejecución: la trama está embarullada, el ritmo es irregular y encuentra y pierde el rumbo varias veces. El director se extravía en secuencias «artísticas» muy estéticas pero sin peso narrativo que en otras circunstancias se habrían quedado en la sala de edición pero que aquí se arrastran durante minutos y minutos.
Por ejemplo, hay una escena en la que los Eternos tratan de transferir todo el conocimiento humano a Zed a través de «aprendizaje por contacto», básicamente un volcado masivo de datos mediante el toque físico. Se entiende perfectamente lo que está ocurriendo en los primeros treinta segundos; ese es todo el tiempo que se necesita para transmitir el sentido de la escena. Pero en vez de cortar a tiempo, el momento se alarga durante cinco minutos más, enlazando imágenes de manuscritos, fórmulas matemáticas y formas geométricas proyectadas directamente sobre la cara de Sean Connery utilizando filtros de color psicodélicos. Hay más ejemplos como este, rellenos de aire que no aporta nada en información, avance de la trama o desarrollo de los personajes. Son tan solo caprichos visuales de un director pagado de sí mismo y sin supervisión alguna (por no hablar de que posiblemente todo el mundo en el set estaba consumiendo un tipo de drogas u otro).
Pueden encontrarse ciertos paralelismos entre Zed, el bárbaro que se educa a sí mismo para llevar a cabo su venganza, y Gully Foyle, el protagonista de Tigre, tigre (1956), la clásica novela de Alfred Bester. Inicialmente, Zed se presenta como un simple bruto, aunque después queda claro que es además inquisitivo, irreverente, astuto y con una voluntad de hierro. Es un übermensch nietzschiano que mata indiscriminadamente sin un ápice de piedad. Pero eso cambia cuando absorbe el conocimiento combinado de todos los Eternos. Ese mar de sabiduría, conocimientos y cultura modifica su mente y percepción. Privado de su inocencia bárbara y la fiereza que le otorgaba la ignorancia y la desesperación, pierde su agresividad. Es un giro interesante, especialmente teniendo en cuenta que Boorman retrata a los Eternos como una sociedad depravada y decadente; y, sin embargo, su sabiduría es capaz de insuflar compasión y conciencia en un asesino. Sean Connery –a pesar de su detestable atuendo y el absurdo contexto en el que se desenvuelve–, interpreta con estoicismo y eficacia al personaje, aunque no se pueda decir ni que fuera el actor idóneo para el papel ni que éste se encuentre entre lo mejor de su carrera.
En general, los actores quedan lastrados por la estupidez de sus diálogos. Destaca por su porte Charlotte Rampling, una de las grandes del cine británico e icono de los sesenta y que aquí aún conservaba su enigmática belleza. Como siempre, su estilo es contenido e incluso glacial, compensado por su penetrante mirada, aunque su arco –pasa de liderar la iniciativa para matar a Zed a echarse en sus brazos– resulte incoherente.
A pesar de ser cómica por accidente, visualmente absurda en muchas ocasiones y rayana en lo ofensivo, Zardoz nunca pretendió ser tan hortera como acabó siendo. Todo lo contrario, quiso ser ciencia ficción adulta, artística y provocadora. Algo quizá factible sobre el guion pero cuya traslación a la pantalla acabó siendo una alegoría político social con ínfulas filosóficas; una amalgama innecesariamente oscura, grandilocuente y simbolista de elementos incongruentes y a menudo ininteligibles acompañada de diálogos absurdos. Trató de narrar una historia sencilla de la forma más complicada posible y luego la adornó con la estética más chocante que podía imaginarse. No es de extrañar que tras estos excesos, los aficionados a la ciencia ficción cinematográfica se lanzaran de cabeza al entretenimiento ligero que aportó Star Wars tan solo tres años después.
Resulta curioso que el consenso general sea que Zardoz es una obra fallida, errática y pomposa que no cumple las expectativas que genera; y que al mismo tiempo goce de un no desdeñable ascendiente sobre bastantes comentaristas. Puede que al final, no sea tanto una mala película (aunque recomendable sólo para amantes de lo extravagante), sino que resulta difícil de creer que siquiera llegara a existir. Es, como el ornitorrinco, una categoría propia, sin parangón anterior o posterior.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.