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Florentino Hernández Girbal: «Miguel Hernández fue un amigo entrañable»

Denme diez personas como Florentino Hernández Girbal y podría reconstruir el siglo XX.

Periodista e historiador, crítico de cine y de música clásica, Florentino nació en 1902 y hasta poco antes de su muerte, siguió escribiendo artículos y libros con una tenacidad y una memoria admirables.

Las visitas que hice a su casa para charlar con él se convirtieron, inevitablemente, en lo más parecido a aquel juego de los «seis grados de separación de Kevin Bacon«. Solo que en vez de relacionar a cualquier personaje con Bacon, aquí la gracia consistía en vincular a Hernández Girbal con figuras españolas a las que yo admiraba.

He llegado a pensar que él mismo era un personaje de novela. Miren que ya cuesta encontrar a alguien que tenga amigos interesantes, pero Florentino afirmaba con total naturalidad que, en los años treinta, iba a tomar café con Antonio Machado, Enrique Jardiel Poncela, Edgar Neville o Rafael Alberti. No solo eso: conoció a Ernest Hemingway en el Madrid de la guerra y estuvo encarcelado junto a Miguel Hernández.

En un mundo dominado por el olvido y la distracción, nada sorprende más que alguien capaz de acumular tantos recuerdos. «Cuando muere, todo el mundo debe dejar algo detrás ‒escribe Ray Bradbury en Fahrenheit 451‒. Un hijo, un libro, un cuadro…» Florentino Hernández Girbal nos abandonó para siempre en 2002. Pero no se preocupen, aún podemos revivir su legado gracias a la siguiente entrevista.

Nuestra conversación comienza en su biblioteca, mientras yo observo el dibujo de un toro de lidia que él acaba de extraer de una carpeta.

Usted era muy aficionado a los toros, ¿verdad?

Así es. Guardo muchos recuerdos del mundo taurino. Tengo 96 años y llevo viendo corridas desde que tenía dieciocho. He visto empezar a toreros famosos que ya no existen.

Si no me equivoco, su primer libro fue la biografía de «Frascuelo» que publicó en 1934.

Cierto. Me interesaba mucho ese mundo del toro en el XIX y lo traté en aquella biografía [Una vida popular: Salvador Sánchez «Frascuelo»]. La escribí durante mi primera etapa profesional.

Florentino, usted, ha tenido un interés constante en el XIX. Estoy pensando ahora en la primera obra suya que leí, los dos tomos de Bandidos célebres españoles… Por cierto, la teleserie Curro Jiménez tiene mucho que agradecerle a ese libro. Sin su investigación sobre el Barquero de Cantillana, creo que no hubiera existido la serie.

Es cierto. Todo fue más o menos como usted lo dice. De ese capítulo sacó aquel escritor…

Antonio Larreta.

Eso, Larreta. De ahí sacó la serie entera. Leyendo ese capítulo, él escribió la serie… ¿Se hace usted una idea?

Su obra sobre figuras del XIX es monumental. Pienso en las biografías de Manuel Fernández y González, Julián Gayarre, José de Salamanca, Amadeo Vives, Adelina Patti, Juan Martín «el Empecinado»…

Con mis biografías quería dar cierto panorama de ese siglo. Al reconstruir las vidas de personajes significativos, pero muy distintos, he acabado componiendo algo así como una historia anecdótica del XIX.

Hábleme de sus comienzos en el periodismo.

Fueron unos inicios muy humildes. Yo trabajaba como aprendiz de electricista con mi padre, y luego, en los ratos libres, acudía a la Universidad como oyente. Más adelante, me atrajo el periodismo. Comencé a ejercer esa vocación y fundé con un buen amigo un periódico semanal, El Heraldo de Castilla. Entonces conocí en Valladolid a los hermanos Cossío.

José María, Mariano y Francisco…

Así es. Entablé mucha relación con ellos, sobre todo con Francisco, que luego fue director de El Norte de Castilla. Empecé a colaborar en el periódico gracias a él. Con José María tuve menos amistad. Sin embargo, aún conservo obras suyas como la enciclopedia Los toros y un ensayo muy interesante, Los toros en la poesía castellana

Tiempo después me trasladé a Madrid, donde seguí ejerciendo el periodismo.

En esa etapa, cultiva al menos tres pasiones: el cine, la literatura y los toros…

Sí, en Madrid se forjó definitivamente mi afición a la lidia. Asistiendo a tertulias y, sobre todo, viendo torear en Las Ventas, acompañado por grandes conocedores del mundo taurino. Los toros eran bravos y la lidia tenía buen tono. Recuerdo entre los toreros del momento a Marcial Lalanda, con quien, ya viejo, tuve relación, porque íbamos a la misma tertulia. Me acordaré siempre de aquel Lalanda joven, no muy alto, con cierta apostura. Cuando hicimos amistad, bastante después de la guerra, era un anciano con más carnes, un poco encorvado, que hablaba muy despaciosamente… como deletreando las palabras.

Recuerdo también a los Bienvenida, quienes ya habían dejado de ser becerristas para convertirse en matadores de toros. Manolo Bienvenida se convirtió en matador a los dieciséis años [en 1929]. Era un tipo magnífico.

Otras figuras que guardo en la memoria son Juan Luis de la Rosa, un torero finísimo, y Cayetano Ordóñez y Aguilera, el Niño de la Palma, el padre de Antonio Ordóñez.

Gregorio Corrochano hizo una crónica en ABC sobre una tarde grandiosa del Niño de la Palma. La titulaba «Es de Ronda y se llama Cayetano». Yo le vi torear muchas veces. Era un diestro de una alegría extraordinaria. Delgado, muy fino… y también dicharachero, de mucha simpatía.

Me contaba usted la última vez que nos vimos que también descubrió por esa época a Manuel Jiménez, Chicuelo.

Chicuelo fue el creador de una suerte, la chicuelina. Cuando yo aún vivía en Valladolid, fui a verlo una tarde que actuó en aquella plaza. Su mayor triunfo en Madrid lo tuvo el 24 de mayo de 1928. Ese día llevó al toro hasta el centro y, sin mover las zapatillas, le dio veintitantos naturales perfectos. Aquello volvió loco al público. Lo hizo sin perder un milímetro. Estuvo viviendo toda su vida de aquellos naturales de Madrid. Luego se casó con una cupletista y bailarina muy buena, Dora la Cordobesita, que fue modelo de Julio Romero de Torres. El Niño de la Palma también se casó con una folclórica, Consuelo Reyes.

Hay otro torero de esa etapa que ya es legendario, Ignacio Sánchez Mejías, amigo y mecenas de la Generación del 27. ¿Llegó a tener amistado con él?

Con Ignacio Sánchez Mejías tuve poco trato. Era todavía banderillero cuando lo vi por primera vez. Banderilleaba de poder a poder, primorosamente. Alternaba mucho con los intelectuales y él mismo era un hombre muy culto. No sé si recuerda que montó con su dinero una versión flamenca de El amor brujo, de Falla, donde actuaban bailaoras sevillanas tan extraordinarias como la Malena y la Macarrona. También escribió obras de teatro. Yo vi una de ellas. Se titulaba Sin razón y la acción transcurría en un manicomio. La estrenó Fernando Díaz de Mendoza, el marido de María Guerrero. Ninguno de nosotros podía pensar que a un hombre como Ignacio lo podía matar un toro… Tenía tal dominio de la técnica taurina, y era tanto su arrojo y también su consciencia que nadie podía imaginar aquel final trágico que tuvo.

Imagen superior: Florentino Hernández Girbal y Enrique Jardiel Poncela en casa de este último.

Creo que hoy cuesta hacerse una idea de la popularidad de los toros en aquella época. A las tertulias taurinas acudían los escritores e intelectuales más importantes de la época. Usted tuvo relación con muchos de ellos, ¿verdad?

Sí, es como usted dice… En la plaza yo coincidía con escritores como Alberto Insúa y Antoniorrobles. Más tarde los veía en los cafés. Yo asistía todos los días con Enrique Jardiel Poncela a la tertulia del Café Gijón. Tenía mucha amistad con él y compartimos muchos momentos, pero jamás le oí hablar de toros, así que nunca supe si era partidario o detractor de la fiesta.

La tertulia taurina que yo frecuentaba era la de «La Campana», en la calle de la Cruz. La presidía Manuel Machado. Tuve la fortuna de conocer a los dos hermanos Machado. Los dos, como buenos andaluces, eran aficionados a la fiesta. Lo que pasa es que tenían dos formas de ser muy diferentes. A Manolo le agradaban los «chatitos» y la tapa de jamón, la juerga, hablar de toros y de mujeres. Por el contrario, Antonio era un hombre más bien serio, ¿cómo le diría?… Con cierta reconcentración. Lo recuerdo en el café, apoyado en su bastón, con el sombrero puesto. Es la misma imagen que luego he visto en una fotografía suya.

En «La Campana» hablábamos alrededor de dos mesas. Allí se reunían personajes muy pintorescos. Entre ellos Paco Torres, empresario del Teatro Martín, un hombre muy bullicioso y también lleno de fantasías, porque se las daba de conocer a mucha gente cuando a veces no era cierto. Siempre hubo en aquella tertulia partidarios de uno u otro torero. Rondeños y sevillanos eran las dos escuelas enfrentadas. Manolo Machado, por ejemplo, era partidario de las alegrías de los toreros sevillanos.

Luego volveremos a los toros, pero permítame que hablemos también de su otra gran pasión. En los tiempos del mudo, usted ya se dedica al cine. De hecho, participa como operador y montador en algunas películas. Luego colabora en publicaciones como El Cine, Cinema Variedades, Popular Film, y sobre todo, Cinegramas, donde escribe tantos artículos que llega a usar un seudónimo, Joaquín Zaldívar.

Sí, es que en Cinegramas hacía la primera página en todos los números. Alternaba eso con la literatura. Varios libros míos son de esa época. Y como usted dice, también participe en alguna película [La malcasada (1926), de Francisco Gómez Hidalgo, y Rosas y espinas (1927), de Antonio Sánchez].

Además, fue testigo directo de una aventura formidable. Me refiero a la de los españoles que se fueron a Hollywood. Cuando se estrena en 1927 El cantor de jazz, los productores norteamericanos se interesan por los mercados de habla hispana. Pero como no existe aún el doblaje, comienzan a rodar de forma simultánea versiones de sus películas en español y otros idiomas. Se formaron equipos de trabajo en Hollywood y en Joinville, cerca de París, bajo la supervisión de figuras a las que usted conoció mucho, como Enrique Jardiel Poncela, Edgar Neville y José López Rubio.

¿Sabe una cosa? Yo pude irme con ellos a Hollywood, pero no quise.

Creo que a Miguel Mihura le pasó lo mismo.

La verdad es que todos los españoles eran muy bien tratados allí. Cuando montaron las versiones españolas, con las transformaciones del cine mudo al sonoro, pues arrearon con todos los actores eminentes que había en Europa. Se llevaron actores de Francia, de España, de Italia, de Alemania. En España, esto lo propuso el que movía todo aquel tinglado, que era Edgar Neville. Yo tenía buena amistad con él, y me dijo que si quería ir a Hollywood, y yo le dije que no quería correr aventuras. Así que no fui. Pero en Cinegramas hice veinte entrevistas con los actores, directores y escritores que estuvieron en Hollywood. Ya no vive ninguno de ellos.

Aquello era como todo en el cine español: un poco desordenado. Fiado todo en la improvisación. En fin, con ese aire que tenemos los españoles de adaptarnos inmediatamente. Se adaptaron todos los que fueron a América. Y brillaron, claro que sí.

Con quien más trato tenía usted dentro de aquel grupo era con Jardiel Poncela, ¿verdad?

Sí, Jardiel también estuvo en Hollywood. Como le decía antes, lo conocí mucho… ¡Hombre, es que además era vecino mío en Madrid! Yo vivía en Trafalgar y el vivía en la calle Gonzalo de Córdoba. Nos veíamos todos los días e íbamos juntos al café El Gato Negro.

Jardiel hizo en Hollywood más que nadie, porque incluso se rodó una obra suya [Angelina o el honor de un brigadier (1935)]. Esta película estuvo muy bien. Pero a él no le gustaba eso de las versiones dobles, y triples y cuádruples de la misma película con distintas compañías.

Antes me habló de su amistad con Edgar Neville…

Neville era un tipo formidable. Yo publiqué una entrevista con él en Cinegramas. Charlamos en su casa y me enseñó fotografías suyas con Mary Pickford, Douglas Fairbanks. Charlie Chaplin, Stan Laurel y Oliver Hardy… En Hollywood tuvo bastante trabajo y participó en buenas películas. Yo hablé de él y de… Se me olvidan los nombres… Sí, Neville hizo buenas películas.

En Hollywood los españoles coincidieron con otros profesionales procedentes del resto de la América hispana.

En realidad, aquello era un zafarrancho, porque cada uno hablaba un español diferente, con diferentes acentos. Y claro, hacer así una película, aunque los actores fueran buenos, era imposible. Por ejemplo, cuando se decidió si se pronunciaba la Z, sé que se produjo una especie de disgusto entre los actores hispanoamericanos por la pronunciación. Cuando empezaron a trabajar cómodamente los españoles fue con la llegada de Gregorio Martínez Sierra y de José López Rubio, que ya hicieron versiones españolas. En ese momento es cuando Jardiel hizo su película.

Imagen superior: Florentino Hernández Girbal y Gregorio Martínez Sierra.

¿Qué opinión tiene de Martínez Sierra?

Pues verá, Martínez Sierra era un hombre de teatro fenomenal. Fue autor de muchas obras que ahora se le discuten. Dicen que las escribía su mujer [María de la O Lejárraga]. Pero, claro, eso lo supimos más tarde, porque lo han dicho después de que se murió. Tuve amistad con él, claro. Se le consideraba un auténtico literato. Fue promotor de editoriales y apoyó todo tipo de novedades teatrales. Por ejemplo, hizo unas temporadas brillantísimas en el Eslava, formando una compañía estupenda. Luego le atrajo el cine y dirigió películas muy bien [Canción de cuna (1941), Tú eres la paz (1942) y Los hombres las prefieren viudas (1943)].

De esa etapa de dobles versiones, la más conocida es Drácula, de George Melford, con Carlos Villarías sustituyendo a Bela Lugosi. Me parece una película excelente.

Carlos Villarías era una buena persona. Muy amable, muy afectuoso y muy cordial. Pero con quien más amistad tuve de ese equipo fue con el que hacía de Renfield: el periodista Pablo Álvarez Rubio. Ha muerto ya. Mejoraba al actor que hizo ese mismo papel en la versión americana… Tiene usted razón: la película de Melford cobró gran altura y tuvo mucho éxito en España.

Hubo tres actores muy destacados en aquel grupo: Conchita Montenegro, Antonio Moreno y Manuel Arbó.

Conchita Montenegro… Sí, a ella la conocí cuando estaba en su apogeo. Después se retiró… y silencio absoluto. Yo quise hacerle una entrevista y no pude. No quería saber nada más del cine. Nada. Hizo muchas películas en Hollywood. Tenía gran talento y era muy hermosa

El caso de Antonio Moreno es distinto. Emigró a América siendo muy joven. Hizo películas de episodios y fue galán en muchas películas mudas [junto a estrellas como Norma Talmadge, Gloria Swanson, Pola Negri, Dorothy Gish, Greta Garbo y Clara Bow]. Yo lo conocí cuando vino a hacer aquella película, ya sonora, en español [María de la O (1939), de Francisco Elías].

Uno de los mejores, me parece a mí, fue Manuel Arbó. Era un buen actor de teatro y en el cine estaba muy bien. Hizo del detective Charlie Chan en Eran trece [(David Howard, 1931), la versión española de Charlie Chan Carries On (Hamilton MacFadden, 1931)].

Imagen superior: Florentino Hernández Girbal y Ernesto Vilches.

Entre los actores que fueron a Hollywood también estaba Ernesto Vilches…

Vilches era el típico cómico. Ya me entiende, el cómico estrella. Murió de una manera estúpida, atropellado por un coche, de madrugada, en la Plaza de Cataluña de Barcelona, al salir del Luz y Luna.

Fue de los primeros que llegaron a América. Estuvo contratado por la Metro para hacer las versiones españolas. Aunque era muy protestón, era una gran persona. Yo sentía mucho aprecio por él. Hacía todos los géneros, y los hacía bien. Se reveló en el Teatro Español, estrenando La noche del sábado, de Benavente. Hizo una creación fenomenal. Fue el éxito de la noche.

¿Y qué me dice del gran Rafael Rivelles?

Rivelles era el tipo del cómico… ¿Cómo le diría yo? Endiosado. Por supuesto, era un gran actor. Prueba de ello que hizo el Quijote de Rafael Gil, que es un trabajo fenomenal. En esa película, está estupendo, y no sé por qué no se ha repuesto. En Hollywood lo hizo muy bien. Yo entrevisté a Rivelles cuando estaba rodando en Aranjuez Nuestra Natacha, a partir de la obra de Alejandro Casona. Esa es una película que ha quedado inédita, porque se terminó después de la guerra. Por desgracia, el director, Benito Perojo, estaba muy significado como rojo y destruyeron la cinta. Es una película que no se conoce. Yo estuve en una de las escenas.

Antes de la Guerra Civil, usted también prolongó su actividad en el periodismo taurino. ¿Qué recuerda de ese periodo?

Yo era por aquellos años un joven y modesto periodista, dedicado a hacer reportajes y entrevistas. Podía ir a la plaza de toros porque mi amigo, el dibujante Ricardo Marín, trabajaba en el diario ABC y recibía por esta razón entradas para las corridas. Marín fue el creador del expresionismo en el dibujo de toros. Me sentaba con el tendido con él y, mientras veía la corrida, le veía trabajar. No he visto a nadie dibujar con mayor facilidad. Tenía un bloc donde trazaba una especie de jeroglíficos, incomprensibles para mí, abocetando los movimientos del toro y el torero. Más tarde, cuando salíamos de la plaza, íbamos a su casa, donde sacaba el cuaderno aquel y, sobre un tablero empezaba a reproducir, gracias a su retentiva fotográfica, los dibujos de la corrida.

Marín y yo coincidíamos con otros cronistas taurinos. Por ejemplo, Maximiliano Clavo, más conocido por el apodo con el cual firmaba sus escritos, «Corinto y Oro». Era un hombre dicharachero, muy buen crítico. Por su veteranía, había visto lidiar a Rafael González Madrid «Machaquito» y a Ricardo Torres «Bombita». Años después coincidí con él en la cárcel.

También recuerdo a Gregorio Corrochano, el mejor crítico de entonces. Gregorio no era tan locuaz como Maximiliano. Era poco hablador, siempre comentaba brevemente las corridas.

Quien me invitó a escribir la biografía de «Frascuelo» fue Ricardo Marín. Fue en 1932. Por desgracia, nunca llego a verla editada. Antes de la Guerra Civil se marchó a México. Cuento en la introducción que un aristócrata cordobés, compañero de localidad, me invitó a su museo taurino, y me animó a reconstruir la vida de «Frascuelo». Eso es novelesco. Ese personaje no existió nunca y lo creé yo para dar entrada al texto.

Gracias a mi amistad con Antonio Asenjo, que por entonces era director de la Hemeroteca Municipal, pude trabajar en su despacho para consultar la prensa taurina del XIX. Eran publicaciones muy bien escritas. Una de las mejores era La Lidia, con aquellos extraordinarios dibujos a toda página realizados por Daniel Perea y Rojas.

Quise buscar a algún miembro de la cuadrilla de «Frascuelo», pues el matador había fallecido en 1898 a los cincuenta y seis años de edad. El espada Vicente Pastor me comentó que vivía en Torrelaguna el único resto de aquel grupo. Se trataba de Valentín Martín, banderillero durante muchos años. Me contó muchas cosas del carácter de «Frascuelo». En su opinión, era muy autoritario en la plaza y no dejaba pasar una a los subalternos. Cosa curiosa, cuando le preguntaban a su rival «Lagartijo» sobre los dos mejores toreros del momento, contestaba: «Este y yo», refiriéndose a «Frascuelo» y él. Y al preguntarle por los peores, decía: «Su hermano y el mío».

Luego estalló la guerra, y la fiesta estuvo oscurecida por completo. En Madrid no se celebraban corridas y en otros lugares la gente hambrienta sacrificó a los toros para alimentarse.

En 1938 colaboró en las actividades de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura. ¿Qué papel desempeñó usted en aquella iniciativa?

Estuve en aquel encuentro organizado por Rafael Alberti y María Teresa León, en la casa de los Marqueses de Heredia Spínola, con la participación de la Delegación de Prensa y Propaganda de la Junta de Defensa de Madrid. Yo intervine con una charla sobre Chaplin, que había mostrado su apoyo a la República. Por allí pasaron José Bergamín, Luis Cernuda, Corpus Barga… incluso Ernest Hemingway, a quien conocí por aquellos días.

Tras mi intervención, Alberti me presentó a Miguel Hernández. Ambos colaboramos en acciones de propaganda. Yo dirigía la sección cinematográfica de la revista Altavoz del Frente cuando Miguel me dio las galeradas de El hombre acecha, que iba a editar la Delegación en Valencia de la Subsecretaría de Propaganda. El libro estaba próximo a publicarse y deseaba conocer mi opinión. Aquellos versos me impresionaron enormemente. Fue un amigo entrañable.

¿Es cierto que le gustaban los toros tanto como a usted?

Miguel era muy aficionado a los toros, como tantos poetas del momento. Fíjese que José María de Cossío contó con su participación en Los toros, donde escribió, sin firmar, varias biografías de toreros. Esto me lo contó él mismo en la cárcel de Ocaña. Aparte de su poesía de asunto taurino, empezó una obra de teatro, El torero más valiente. Cossío siempre trató de ayudarle tras la guerra. Yo conservo todos los libros de Miguel dedicados por su viuda, quien me enviaba las nuevas ediciones de su obra. Guardo además una poesía manuscrita con el autógrafo del poeta, regalo suyo tras un homenaje que le dedicamos.

Se refiere usted a la comida de hermandad que organizaron en el Penal de Ocaña…

Así es. Por mis actividades de apoyo a la República, fui condenado por el Juzgado Especial de Prensa creado por Franco. En 1939 ingresé en el Penal, tras ser condenado a treinta años de cárcel. Fue una experiencia terrible. Un año después, en 1940, Miguel Hernández también fue trasladado a Ocaña. A modo de recibimiento, preparamos una comida muy humilde, pero llena de afecto.

Allí las condiciones de vida eran de una miseria extrema. Miguel y yo estuvimos juntos hasta que en 1941 fue trasladado a la prisión de Alicante, donde murió poco después.

Por suerte, a usted se le concedió la libertad condicional.

Salí de la cárcel de Ocaña en 1943, pero estaba vetado para colaborar en cualquier periódico. Marché a Barcelona, desterrado, y mi esposa tuvo que abrir una tienda con la que obtener algún ingreso.

A pesar de tantas penalidades, ella fue quien me animó a proseguir mi carrera literaria. Al principio, escribía cosas sin importancia para las editoriales: solapas de libros, prólogos, alguna traducción del francés… Más adelante un editor me propuso rehacer la biografía de Gayarre y, por fin, pude regresar a la investigación histórica.

He perdido a muchos amigos entrañables con los cuales he mantenido tertulias. Han desaparecido todos. No quedo más que yo. Hay gente que incluso cree que ya he muerto.

Tras la pérdida de mi mujer y con problemas de salud, escribir se convirtió en mi única distracción. Esta es la única manera de emplear lo que me queda de vida. Aunque me consideren caducado, yo sigo trabajando.

Muchos seguimos aprendiendo y disfrutando gracias a lo que usted escribe.

Guzmán, yo no pienso en la posteridad. Eso es algo demasiado ligero. Lo que sí me satisface es que quien quiera saber algo sobre los personajes que he biografiado, tiene que recurrir a mis libros.

También sigue siendo un lector infatigable. ¿Qué es lo último que ha leído?

Pues mire, estoy releyendo Los trabajadores del mar, de Víctor Hugo… ¡Qué personajes! ¡Qué descripciones!… ¡Ya nadie escribe así!

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.