Cualia.es
entrevista Adolfo Aristarain

Adolfo Aristarain: «Al público le da lo mismo si el director tuvo que hipotecar su casa»

En la primera página de Asesinato en Prado del Rey (Planeta, 1987), Manuel Vázquez Montalbán quiso vengarse de mi interlocutor. ¿Cómo? Pues de una forma bastante melodramática. La novela en cuestión, protagonizada por el detective Carvalho, gira en torno al asesinato de un tal Arturo Araquistain. Más pistas: el tipo es un creador televisivo, responsable de una pésima adaptación. «Sólo le interesa el prestigio de mi personaje ‒dice el autor de la obra original‒. Luego él metió lo que le obsesionaba, y debió de hacerlo en una época en que estaba muy mal de obsesiones».

En realidad, Vázquez Montalbán aún no había superado su enfado tras la emisión de Las aventuras de Pepe Carvalho (1986). La teleserie, rodada por Adolfo Aristarain,  irritó al novelista por algo que ya es un tópico, y además muy manido: Aristarain no era fiel a sus novelas.

Como se pueden imaginar, lo lógico era preguntarle al propio Aristarain sobre el asunto en la siguiente entrevista (1).

Eusebio Poncela, Mercedes Sampietro y Cecilia Roth, con quienes usted rodó Las aventuras de Pepe Carvalho, han participado luego en varias de sus películas…

Es cierto. Con ellos me encontré inicialmente en España, mientras preparábamos esa teleserie. Pero de forma algo incomprensible, aquello generó una gran polémica.

¿Qué fue lo que realmente pasó?

Según se ha repetido tantas veces, a Vázquez Montalbán le disgustó el producto final. Incluso escribió una novela para expresar ‒de forma muy trabajosa por cierto‒ su indignación. Pero a mí todo eso me afectó muy poco. La serie funcionó muy bien y llegó a estrenarse en lugares tan lejanos como Rusia.

Además, el planteamiento fue bastante claro desde el principio. Había cambios que, a mi modo de ver, resultaban imprescindibles. Cuando lo que se pretende es filmar una serie de acción policiaca, hay detalles que pueden aburrir a la audiencia. Por ejemplo, situar al personaje hablando sin parar de comida o probando distintos platos. Tampoco me parecían tolerables ciertas costumbres del Carvalho literario, como ésa de arrojar libros al fuego. La literatura es un instrumento de liberación, así que no entiendo qué sentido tiene esa conducta. Ni siquiera le veo la gracia.

En principio, lo previsto era filmar trece capítulos, para de ese modo ocupar la programación de un trimestre. Pero sólo se pudieron completar ocho, porque los guiones del resto de episodios eran demasiado malos y también demasiado extensos. De haberlos rodado, los guiones que escribió Domènec Font hubiesen requerido cuatro horas de metraje cada uno. De modo que completé nuevos textos, y adapté otros al tiempo que preparaba el rodaje.

Vázquez Montalbán no escribió una sola línea: se limitó a revisar los guiones y a enviar algunos comentarios. Pero ni él ni Font iban a recibir más dinero por arreglar unas páginas por las que ya les habían pagado un año atrás.

Al final, Vázquez Montalbán llegó a quejarse diciendo que «Carvalho nunca haría esto o aquello». Pero él ignoraba lo fácil que es echar por tierra ese argumento. De hecho, cada una de estas acciones del detective aparecía ya en las novelas.

A lo largo de su carrera, usted se ha mantenido muy fiel a determinados compañeros de trabajo… Por ejemplo, su relación con Mario Camus abarca más de treinta años. Y Federico Luppi también es alguien que todos identificamos con su cine.

Así es. En mi caso, esta conexión obedece a pactos no escritos. De forma implícita, el cine que he rodado junto a personas como Mario o Federico Luppi es el documento de nuestra amistad.

Mario y yo nos conocimos cuando vino a Argentina para rodar Digan lo que digan, un musical escrito por Antonio Gala y Miguel Rubio, con el cantante Raphael y Serena Vergano encabezando el reparto. A mí me contrataron como ayudante del director.

Posteriormente, fui a España, donde trabajé a las órdenes de Mario en la teleserie Los camioneros y en otras películas como La leyenda del alcalde de ZalameaLa cólera del viento, una coproducción hispano-italiana que protagonizaba Terence Hill. Como ayudante y como director de segunda unidad, colaboré en numerosas películas de género, de cineastas muy diversos: Gordon Fleming, Lewis Gilbert, Melvin Frank

Con Federico el vínculo era muy firme y venía de muy atrás. Se remonta nada menos que a la época en que Rodolfo Kuhn filmó en 1966 Noche terrible, un mediometraje inspirado en un cuento de Arlt. Luppi figuraba en el reparto y yo trabajaba como ayudante de dirección. Diez años después, también colaboramos en el rodaje de Una mujer, de Juan José Stagnaro.

La primera película donde usted dirige a Luppi es Tiempo de revancha, de 1981. Ha sido un largo recorrido en común.

Te cuento un dato curioso: aquella película iba a titularse La revancha, pero este título ya estaba registrado. Y de ahí en adelante, bueno… compartimos una filmografía bastante amplia.

¿Sigue teniendo relación con Mario Camus en el ámbito cinematográfico?

Camus es el amigo junto al que es posible cooperar en todos los planos. Lo considero mi único maestro, aparte de un consejero excepcional. Fue él, por ejemplo, quien me previno del riesgo que implicaba incluir tantos elementos personales en Martín H.

Bueno, en realidad, me hizo esa advertencia cuando ya faltaba poco para el estreno, así que la cosa ya no tenía remedio [Risas].

No obstante, aunque Mario tenía razón en este caso, sigue pareciéndome difícil controlar el rumbo que toma la historia dentro de un proceso creativo tan íntimo. Por desgracia, mi planteamiento de Martín H como una película personal dio a entender que era autobiográfica, lo cual es no es cierto. En todo caso, los cuatro protagonistas sirven de reflejo a mis propios miedos, pasiones e inquietudes. Algo que, sin duda, también ocurre con los personajes Lugares comunes.

¿Se siente cercano al cine de género?

Soy consciente de sus fórmulas y las incorporo al guión, pero sin convertirlas en algo inevitable. De Un lugar en el mundo han dicho que es un western, y lo mismo dijeron sobre La ley de la frontera, que más bien sería una historia picaresca, cercana a la literatura de Stevenson.

Al final, no tiene sentido discutir sobre esa manía de imponer etiquetas. Creo que se ha convertido, a efectos prácticos, en una manía.

¿Y qué me dice de las interpretaciones ideológicas de su cine?

Una película como La ley de la frontera sólo pretende divertir al público. Mi cine no es de izquierdas. Que yo lo sea es otra cuestión. Obviamente, siempre saldrá a relucir en la pantalla la visión del mundo que maneje el director. Pero el mío es un planteamiento muy distinto a lo que se entiende por cine político.

El cine es una actividad muy cara que, en primer lugar, debe producir entretenimiento. Por eso me opongo a las películas doctrinarias. No porque sea contrario a su existencia, sino porque creo que son inútiles y elitistas. En realidad, sólo desean ver este tipo de películas los espectadores que previamente están de acuerdo con el ideario del realizador. Al final, todo eso acaba pareciéndose a una reunión de partido.

Sin embargo, aún hay quien parece anclado en el modelo de cine social que se hacía en los setenta…

Un cine interpretado por actores no profesionales, mal montado, con malos encuadres y una iluminación desastrosa… Un producto diseñado para la exportación, que cumple esa norma porque algunos directores han caído en la cuenta de que los críticos simpatizan con su aparente humildad y así son menos severos.

No me parece elogiable ese cine tercermundista, aunque pueda atraer a una audiencia minoritaria, elitista, interesada en los problemas de Latinoamérica.

La realidad es otra: al público le da lo mismo si el director tuvo que hipotecar su casa y vender a su familia para completar la película [Risas]. El sacrificio y las penalidades del equipo no le importan a nadie. Y defender lo contrario es pura condescendencia.

En la actualidad, con los medios técnicos disponibles ‒pienso, por ejemplo, en el vídeo digital‒, no debería notarse la pobreza de recursos. Si exceptuamos efectos visuales más o menos espectaculares, sólo asequibles dentro de Hollywood, el nivel técnico de cualquier producción actual puede y debe cumplir unos requisitos universales de calidad técnica.

Nos movemos en el terreno de los tópicos.

Desde luego. Y también convendría desechar otras necedades, como ésa que, en el caso argentino, relaciona el resurgir del talento con la crisis económica. Ésa es una idea tan estúpida como aquella que identificaba a los buenos poetas con la tuberculosis, la pobreza o el alcoholismo.

De una vez por todas, hay que dejar claro que la crisis no genera capacidad creativa. Más bien la destruye.

Es verdad que, en el ámbito del gran espectáculo, el cine estadounidense nos aventaja con creces. Por eso la clave a respetar en nuestras cinematografías tiene que ser la originalidad de los guiones. Podemos ser competitivos narrando historias muy personales. Esa opción nos obliga a hacer siempre cine de autor, lo cual tampoco supone una inconveniencia, ni tampoco una ruptura. Al fin y al cabo, el hecho de introducir un diálogo más o menos consistente recupera una vieja tradición: la de ese cine clásico norteamericano que tanto nos ha gustado siempre.

Es cierto. El cine de la edad de oro de los estudios tienen unos diálogos magníficos.

Así es. Los filmes de Hawks o de Lubitsch están llenos de personajes que hablan hasta por los codos. La clave está en no caer en lo superfluo, en no emplear la palabra para alcanzar un fin que ya cumple la imagen.

Tampoco valoro convencionalismos del tipo: «Hice cine comercial para sobrevivir y así pude rodar lo que yo realmente deseaba». Esa frase no es digna de un profesional. Además, cuando alguien da sus primeros pasos como ayudante de dirección, ni siquiera le es posible elegir.

El aprendizaje de un ayudante es continuo, ¿verdad?

En mi caso, no hubo un solo realizador, fuese elitista o comercial, de quien no recibiera lecciones. Cada secuencia necesita una puesta en escena determinada, y el ayudante puede comparar aquélla que imagina con la que finalmente decide el realizador. Por supuesto, si además se introduce cierta afinidad en el trato con el director, ya podemos decir que es lo ideal.

Por ejemplo, Giorgio Stegani me enseñaba a orientar la cámara durante una escena típica del spaghetti-western que estábamos rodando: el consabido asalto de los indios a la diligencia. Eso también me pasó cuando trabajé con Camus. Mi formación culminó en Argentina, en una época durante la cual aún existía una industria del cine.

Mientras seguía cumpliendo labores de ayudante, escribí y dirigí un policial, La parte del león, a modo de carta de presentación.

Por esas fechas, a fines de los setenta, usted también rodó un par de musicales bastante curiosos.

Héctor Olivera y Fernando Ayala disponían por entonces de una productora, Aries Cinematográfica, a través de la cual lanzaron una serie de musicales. Estas películas debían promocionar unos discos de mucho éxito, y esto obligaba a incluir en su metraje nada menos que doce canciones.

Recibí el encargo de dirigir La playa del amor y La discoteca del amor, protagonizadas, entre otros, por Cacho Castaña, Ricardo Darín y Mónica Gonzaga. En ningún momento consideré estos filmes como un producto menor. Es más: aunque Olivera se moría de risa, yo organicé el rodaje rigurosamente, con un respeto absoluto por lo que significa esta profesión. No podía traicionar estas convicciones, y por eso me obstiné en cada secuencia hasta que todas fueron de mi gusto.

Pero no era un asunto fácil. Llegué a repetir hasta veinticinco veces cierta toma con Castaña y la coprotagonista. «¡Pero si son de madera..!», me dijo Olivera. [Risas] Y yo le respondí: «Bien, pero si insisto, algo han de mejorar».

Al final, compliqué la puesta en escena y me propuse desafíos para mantener vivo el interés del espectador. Cada nuevo reto, para este oficio, significa adiestramiento.

Además, imagino que esa experiencia le fue muy útil a la hora de abordar sus siguientes películas, que ya era proyectos más personales.

Así es. Los musicales me ofrecieron la oportunidad de ensayar, y luego volqué esta experiencia en Tiempo de revancha y Últimos días de la víctima.

¿Qué sentimientos le inspiran los proyectos que planeó pero que nunca pudo rodar?

Por la dificultad que entrañaba, deseché rodar una película sobre Astor Piazzolla. Tampoco llegué a filmar Brigada Estrella Roja, justo después de la dictadura… Y también es una lástima que no pudiera hacer una nueva versión de aquella novela de Pierre Mac Orlan, La bandera, que ya fue adaptada en por Duvivier. Con sus errores, los productores españoles malograron este proyecto, que tenía que filmarse con inversión internacional. Al final, en casos como el de La bandera se confirma que hay títulos malditos, cuyo fracaso está decidido de antemano.

(1) Entrevista realizada en 2002 y publicada en la revista «Cuadernos Hispanoamericanos». Parcialmente, también apareció en las páginas del suplemento cultural de «ABC».

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.