A comienzos de la década de los setenta, Hollywood atravesaba un periodo de cambios. El mundo que le rodeaba y al que debía dirigirse para recibir su inspiración, ya no era el mismo de hacía unos años. La ciencia ficción en particular, había demostrado hacía poco que también en su vertiente cinematográfica era muy capaz de abordar temas adultos y triunfar económicamente con películas como 2001: Una Odisea del Espacio, El Planeta de los Simios o La amenaza de Andrómeda .
Pero es que, además, la industria se había visto obligada a evolucionar. Desde los años veinte, los grandes estudios de Hollywood habían poseído, además, cadenas de cines, ejerciendo un control absoluto sobre todo el producto. Pero a consecuencia de la ley antimonopolio y, en concreto, el caso de Estados Unidos contra Paramount fallado por el Tribunal Supremo en 1948, esos estudios se vieron obligados a desprenderse de las salas de exhibición. Fue el comienzo del fin de la edad dorada de Hollywood.
De repente, los productores independientes se vieron más liberados de la interferencia de los grandes estudios, pudiendo vender sus películas directamente a los propietarios de los cines. Además, el surgimiento de nuevos espacios de exhibición que ofrecían películas extranjeras ajenas a la jurisdicción del Código Hays conllevó un relajamiento de la censura.
Los estudios ya no tenían que generar una larga lista de secuelas de sus películas de éxito para alimentar a sus propias salas de cine con el fin de que éstas arrojaran beneificios. Ahora era necesario producir películas tan espectaculares que pudieran, por sí mismas, sufragar la inversión y todos los gastos de promoción. La constante evolución de los efectos visuales, cada vez más sofisticados (tal y como demostró 2001: Una Odisea del Espacio en 1968), hicieron que los empresarios del cine vieran con mejores ojos a la ciencia ficción.
Por otra parte, a comienzos de los setenta, la inestabilidad social y las protestas de la década anterior comenzaron a alejarse del tema bélico/nuclear para asumir otras preocupaciones más relacionadas con la vida cotidiana. Quizá la más importante de ellas fue la creciente alarma ante el daño que la especie humana estaba infligiendo a la ecología planetaria. El movimiento conservacionista acreditó una afinidad especial con la ciencia ficción y empezaron a rodarse películas con mensaje medioambiental: las británicas Contaminación (1970) y Edicto siglo XXI – Prohibido tener hijos (1972) fueron pioneras en este subgénero. Naves misteriosas, sin embargo, fue la más ambiciosa de todas ellas.
Financiada por los estudios Universal como parte de su apuesta por los films con sabor independiente a raíz del éxito de Buscando mi destino (1969), Naves misteriosas fue sacada adelante en menos de un mes por el novel director Douglas Trumbull –responsable de parte de los efectos especiales de 2001: Una Odisea del Espacio– con un presupuesto relativamente modesto de sólo 1.3 millones de dólares –frente a los 11 millones que costó 2001 solo unos pocos años antes– a partir de una historia concebida por él mismo y desarrollada por Michael Cimino (más adelante ganador de un Oscar por El cazador, 1978) y Steven Bochco (creador para la televisión en los ochenta de Canción triste de Hill Street o La ley de Los Ángeles).
La Tierra está agotada por la sobreexplotación y tan polucionada queya no puede conservar su vida vegetal. Para evitar la pérdida de sus últimos ecosistemas se construyen unos amplios entornos hidropónicos cubiertos por cúpulas y se les pone en órbita alrededor de Saturno impulsados y conectados a una flota de tres naves. El objetivo es que, algún día, cuando las condiciones lo permitan, esas plantas regresarán a la Tierra para reforestarla.
Pero las órdenes que las tripulaciones reciben desde la Tierra dicen que los jardines deben ser destruidos y las naves reintegradas al servicio comercial. De los cuatro tripulantes de una de las naves, la Valley Forge, tres de ellos acogen con alborozo la noticia; no les importan las plantas, están hartos del espacio y quieren volver a casa. Pero el cuarto, el botánico Freeman Lowell (Bruce Dern), no puede soportar la idea de aniquilar el último vestigio de riqueza vegetal que se conoce en el universo; sobrepasado por sus conflictos internos, pierde el juicio y asesina a sus tres compañeros antes de lanzarse hacia el espacio profundo junto con su único jardín superviviente y tres robots de mantenimiento.
Naves misteriosas es una película que bebe claramente tanto del movimiento ecologista como del éxito de 2001: Una Odisea del Espacio. La influencia de esta última es especialmente notoria por cuanto, como hemos dicho, Trumbull había supervisado en ella los efectos visuales del viaje a través del portal estelar (creó también el virus mutante de La amenaza de Andromeda ). Y, como 2001, el film está ambientado en el entorno de los gigantes gaseosos de nuestro sistema solar y se ajusta –aparentemente– a los parámetros de la ciencia ficción hard.
Estando Douglas Trumbull al frente de la realización era de esperar que los efectos especiales fueran excepcionales. En esta ocasión, su talento en el campo visual está complementado por el del también extraordinario John Dykstra (que más adelante sería pieza fundamental del éxito de Encuentros en la tercera fase, Star Wars o Battlestar Galactica). Las maquetas están trabajadas con un grado de detalle sobresaliente y la cámara consigue preciosos planos del bosque hidropónico con los anillos de Saturno al fondo, más allá de los acristalados techos de las naves. Trumbull utilizó el novedoso sistema de proyección frontal –estrenado en 2001… – para crear las cúpulas geodésicas que albergaban los jardines. Dado el poco dinero con el que contaba, Trumbull consiguió construir con eficacia un entorno realista rodando en el interior de un avión de transporte abandonado (el auténtico Valley Forge).
Por otro lado, los planos de la nave sobre la vastedad del espacio profundo enfatizan la impresión de confinamiento solitario, de existencia herméticamente sellada. Son escasas las películas de ciencia ficción que se centran en la sensación de aislamiento. Robinson Crusoe en Marte (1964) fue una; Naves misteriosas es otra. En ambas, los protagonistas pasan la mayor parte de la historia alejados del contacto con otros hombres, pero su soledad siempre queda hasta cierto punto atemperada por la presencia indirecta de la civilización y la sociedad bajo la forma de los artefactos que les rodean. En el caso que nos ocupa, ese papel recae sobre los robots de los que Freeman acaba dependiendo y con los que establece una relación a mitad de camino entre la más cálida humanidad, la demencia y la desesperación.
Resulta bastante inverosímil que una nave de ese tamaño pudiera mantenerse con sólo tres robots de diseño tan poco práctico como los que Trumbull nos muestra, pero a cambio consigue crear a unos seres artificiales con cierta personalidad a los que se entiende que Freeman pueda coger afecto. Se cuentan, además, entre las pocas creaciones robóticas no humanoides que la ciencia ficción había mostrado en la pantalla hasta la fecha. Su aspecto es tremendamente feo, meras cajas mettálicas con patas. Carecen de la presencia imponente de Gort (Ultimátum a la Tierra) o la simpatía de Robby (Planeta prohibido). Tampoco son capaces de insubordinarse como HAL ( 2001: Una Odisea del Espacio); ni siquiera hablan. Y, sin embargo, a medida que la película avanza y Lowell los programa para jugar al póquer, realizar una intervención quirúrgica, cuidar de los jardines o, simplemente, hacerle compañía, la cámara va modificando su tratamiento, ofreciéndonos detalles subjetivos, pistas que sugieren que más allá de los rudimentarios monitores que les sirven de ojos, en el interior de sus circuitos, se esconde una leve chispa de auténtica vida.
En lo que se refiere a la producción de la película, no fueron estos robots hijos de la última tecnología de efectos especiales, sino carcasas diseñadas por el veterano de Vietnam George McCart, amputado de piernas y brazos; en su interior se colocaba a actores igualmente mutilados que utilizaban sus muñones para articular los pies y brazos de los robots.
Naves misteriosas es hija de su tiempo, no ya por su mensaje ecológico punteado por las canciones de Joan Baez, sino en la forma en que lo escenifica. Freeman Lowell representa a una especie de jardinero celestial vestido con una larga túnica; se alimenta exclusivamente de productos naturales en lugar de procesados y la cámara nos lo muestra rodeado de su jardín y los animales que lo habitan; sus compañeros de tripulación –los únicos otros seres humanos que aparecen– son unos idiotas insensibles a la belleza de la Naturaleza. Hay un encendido monólogo de Lowell haciendo vagas y sentimentales alusiones al «auténtico sabor», el «verdadero aroma» y la superioridad de todo lo natural sobre la obra del hombre.
En este sentido, Naves misteriosas pertenece a la serie de películas de los setenta en los que se presentaba un futuro limpio, de un perfeccionismo antiséptico dominado por la tecnofilia: Viaje alucinante (1966), La amenaza de Andrómeda (1971), THX 1138 (1971) o La fuga de Logan (1976) son otros ejemplos de la misma tendencia.
Dicho esto, el mensaje del film reviste más complejidad de lo que un visionado superficial puede revelar. En primer lugar, se puede asegurar que la película aboga sin contemplaciones por el conservacionismo, pero no llega a reducir su argumento a un eslogan del estilo «plante un árbol». Al contrario, Naves misteriosas opta por exponer un conflicto moral complejo y maduro. Por ejemplo, el triple asesinato cometido por Lowell parece contradecir el análisis meramente ecologista. No estamos ante un noble héroe enfrentado a las malvadas fuerzas del establishment capitalista, sino ante un neurótico –psicótico en sus peores momentos– cuyo violento comportamiento no es más que un paso más en su inevitable descenso a los abismos de la locura. Se diría que el único propósito de Lowell es conservar el jardín para su propio disfrute, como refugio contra su inestabilidad mental.
A pesar de haber colaborado en 2001, Trumbull quería lanzar un mensaje opuesto al de esa película. Los recuerdos del enloquecido ordenador HAL estaban muy recientes entre los aficionados, pero el director pensaba que la tecnología no era algo a lo que se debía temer. «Una de las cosas que quise hacer es mostrar a las máquinasj como una herramienta que puede y debe permanecer bajo el control de los seres humanos, y no como una fuerza amenazadora y malevolente», dijo en una entrevista de la época. De ahí los amables robots que salvan la vida a Lowell y conservan para la posteriordad el legado vivo de la Tierra.
La elección de Bruce Dern como transmisor del torbellino emocional de su personaje es una elección acertada. Dern maniobra con habilidad entre la locura psicótica y la campechana simpatía. Su interpretación ofrece un verdadero desafío moral al espectador, que debe evitar caer en la burda simplificación de calificarlo como «terrorista» o «hippie» si quiere entender realmente el fondo de la historia.
El principal problema de la película es que, tras alcanzar el clímax con el asesinato de sus compañeros a la media hora de metraje, ya no queda mucho más que ofrecer al espectador aparte de la interacción entre Dern y el trío de robots. La trama se ha agotado y solo queda contemplar la tranquila belleza de sus efectos especiales.
Por otra parte, la base científica adolece de errores de bulto. Se podría perdonar que los anillos de Saturno no sean más que luz para que así el director pueda ofrecernos un viaje al estilo 2001… . Al fin y al cabo nadie estaba seguro de su verdadera composición hasta que el Voyager pasó por allí en los ochenta. Pero la existencia de ondas sónicas en el espacio es otra cuestión. Como también el que se decida llevar todas aquellas cúpulas a una órbita tan lejana como la de Saturno ¿Por qué no la Luna? ¿O la misma Tierra?. Igualmente absurdo es que un científico y botánico experto como Freeman no entienda que la causa de la muerte de las plantas no es sino su progresivo alejamiento del Sol. Por no hablar de que una Tierra sin bosques tendría más que ligeras dificultades en mantener cualquier forma de vida basada en el oxígeno. Y, aunque los guionistas no tuvieran tal intención, una de las escenas más divertidas de la película resulta hoy ver la forma en que Freeman reprograma los robots modificando todo el circuito integrado en lugar de insertando líneas de código informático.
El título original de la película, Silent Running, es la expresión que define a un submarino navegando en modo silencioso. Y quizá fue ese equívoco título uno de los responsables del fracaso comercial de la cinta al hacer creer a los potenciales espectadores que se trataba de un drama bélico. Hoy está considerada como un clásico del género, pero también como un film de culto. Eso equivale a decir que nunca fue un gran éxito comercial, ni siquiera cuando se estrenó, pero con el tiempo ha ido ganándose un puesto en el corazón de muchos aficionados.
La carrera de Douglas Trumbull como director se vería afectada por este fracaso. No consiguió convencer a los estudios para que le financiaran subsiguientes proyectos y decidió regresar a los efectos especiales, produciendo algunos de los mejores momentos de títulos como Star Trek: La película (1979), Encuentros en la tercera fase (1977) o Blade Runner (1982). La fama que cosechó en este periodo le redimió hasta cierto punto de su estigma de director maldito y pudo dirigir El proyecto Brainstorm (1983) – del que hablaremos en otra ocasión– antes de concentrarse en el desarrollo de nuevos sistemas de rodaje de alta definición (primero mediante el Showscan de su propia invención y más tarde con IMAX) y las atracciones de parques temáticos (la increíble Regreso al futuro de los Estudios Universal es obra suya).
Aunque los efectos especiales siguen siendo impresionantes, Naves misteriosas no ha envejecido del todo bien. Aun así, su carga emocional mantiene su vigencia, especialmente la devastadora escena final, quizá una de las más emotivas, turbadoras e inolvidables de todo el cine de ciencia ficción. Una película conmovedora que, aunque inverosímil en muchos aspectos, sigue manteniendo interés.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.