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«Ready Player One» (2018), de Steven Spielberg

La novela de Ernest Cline Ready Player One (2011) se convirtió nada más aparecer en una especie de fenómeno cultural gracias a su combinación de fácil lectura y homenaje continuo a la nostalgia de los ochenta y, concretamente, a los iconos –y especialmente videojuegos– que habían nacido en la cultura popular de esos años.

Aunque la crítica se mostró dividida y se atacó su superficialidad y poca calidad literaria, lo cierto es que no había que buscar en este libro más de lo que su autor había pretendido. Con su cuestionable desarrollo de personajes, trama facilona e innecesarias inserciones de referencias ochenteras, ofrecía pura literatura de evasión que no aspiraba a rivalizar con los grandes nombres de la ciencia ficción. Así lo supieron apreciar muchos lectores, que se dejaron seducir por la propuesta, el sugerente mundo virtual que construía y el ágil ritmo narrativo.

La trama de Ready Player One consistía en una emocionante caza del tesoro por un mundo virtual concebido para encadenar referencias a los videojuegos, programas de televisión, películas, juegos de rol y música de esa década. Dado que Cline nació en 1972, esos fueron los años en los que creció y que marcaron su infancia y adolescencia, por lo que no es extraño que fuera una obra que obtuviera especial resonancia entre el público de su propia generación, para quien resultaba afectuosamente familiar lo que él vertía en sus páginas. Lo supiera el autor o no, resultó que ahí fuera había un número enorme de “adolescentes” cuarentones que atesoraban en su recuerdo felices momentos frente a la televisión, el cine o los entornos digitales de los videojuegos y que ansiaban revivir esos sentimientos. Ready Player One triunfó en buena medida porque supo alimentar el sentimiento nostálgico de ese público y ello la convirtió en pionera de toda una corriente que desde entonces y en todo tipo de formatos se ha dedicado a explotar hasta la náusea esa emoción.

Independientemente del éxito que cosechara con su debut literario –y de su nivel prosístico o falta de él–, Cline sea de los pocos que han conseguido convertir su pasión de fan en una profesión a tiempo completo. Al parecer, el trabajo con el que empezó a llamar la atención fue una propuesta de guion para el largo tiempo esperada secuela de Las aventuras de Buckaroo Banzai (1984), mientras que su primer trabajo profesional fue el guion para Fanboys (2009), una película acerca de un grupo de fans que quieren visitar el Rancho Skywalker. Su segunda novela, la menos conseguida Armada (2015), es otro compendio de referencias a la cultura popular de los ochenta, articulada alrededor de una historia sobre un obseso adolescente de los videojuegos trasladado a una guerra intergaláctica.

Se puede decir que la versión cinematográfica de Ready Player One quedó asegurada desde el mismo momento en que Cline firmó el contrato literario con la editorial Random House. Y eso que, antes de poner la firma, no había absolutamente nada escrito, tan solo una idea en la mente del escritor y en la que el editor supo ver un gran potencial. Tanto es así que, al día siguiente, los derechos de adaptación de esa novela que aún tardaría un año en aparecer, fueron adquiridos por Warner Brothers. El éxito obtenido avaló la audacia tanto de la editorial como de los productores cinematográficos y en los años siguientes y con sucesivas reescrituras, el mismo Cline se encargó de elaborar el guion (con la seguramente inestimable aportación de Zak Penn, que previamente había intervenido en guiones de películas de acción como El último gran héroe, 1993; X-Men 2, 2003; X-Men: La decisión final, 2006; El Increíble Hulk, 2008; o Los Vengadores, 2012).

Podemos imaginar que a Cline debió parecerle que había ascendido a los cielos cuando se enteró de que la adaptación de su novela la iba a dirigir nada menos que Steven Spielberg, un titán del cine de entretenimiento que, precisamente, había influido enormemente en la cultura popular de los ochenta con títulos como En busca del Arca Perdida (1981) o E.T. (1982).

Columbus, Ohio, año 2045. Wade Watts (Tye Sheridan) es un adolescente huérfano que vive con su tía en un barrio de chabolas y que pasa la mayor parte de su vida bajo la forma de su avatar, Parzival. Y es que Wade es un experto jugador dentro de la realidad virtual compartida por todo el planeta y conocida como Oasis. Su diseñador, James Halliday (Mark Rylance), murió seis años antes dejando atrás una fortuna inmensa y ningún heredero. Tipo peculiar y tan jugador y amante de la cultura popular como frustrado en sus relaciones sociales y sentimentales, dejó como legado una compleja caza del tesoro en Oasis, con pistas ocultas en una serie de Huevos de Pascua esparcidos por todo ese inmenso mundo edificado con retazos de sus películas y videojuegos favoritos. Aquel que descifre esos enigmas y complete el juego, heredará su colosal fortuna y controlará Oasis.

Wade es sólo uno más de una legión de jugadores que buscan encontrar y descifrar las pistas de Halliday. Sus rivales son los Sixers, un equipo liderado por Nelson Sorrento (Ben Mendelsohn), un antiguo socio de Halliday y cabeza de la despiadada corporación Online Industries (IOI), que está decidida a hacerse con el premio a cualquier precio. En el curso de su aventura virtual, Wade conoce y se siente atraído por Art3mis (Olivia Cooke), aunque ésta no es más que un avatar cuyo dueño en el mundo real podría ser muy diferente. Wade se convierte en el primer jugador en descifrar los enigmas y ganar la primera llave, lo que lo hace –junto a sus amigos en Oasis– objetivo primordial de Sorrento y la IOI, decididos a impedir que se adelanten en la competición.

Ya desde el principio, Spielberg bombardea al espectador con toda la artillería de referencias ochenteras de Cline multiplicadas por diez. La escena de apertura a través de Oasis es una frenética sucesión de personajes a bordo de vehículos como la moto de luz de Tron (1982), la de Akira (1988) o el Batmovil de la serie televisiva (1966-8);  Wade conduce una réplica del DeLorean de Regreso al Futuro (1985) mientras participa en una carrera en la que los concursantes son atacados por King Kong (1933) o tiranosaurios de Parque Jurásico (1993). En otras partes pueden verse cameos de Batman, Marvin el Marciano, Beetlejuice o referencias a Cristal Oscuro (1982).

Sorrento e I-R0k se enfrentan en una escena que replica La Guerra de los Mundos (1953); uno de los desafíos transcurre en una reconstrucción del Hotel Overlook de El resplandor (1980); la banda sonora es una compilación de éxitos de los ochenta a cargo de artistas como Billy Idol, Blondie, George Michael o los Bee Gees, cuyo “Stayin´Alive” (1977) bailan Parzifal y Art3mis en un club en el que el primero se viste al estilo de Buckaroo Banzai. En el taller de Aech se ven modelos de Battlestar Galáctica, el Valley Forge de Naves misteriosas (1972) y el Sulaco de Aliens (1986). En la batalla del clímax participan el Gigante de Hierro (1999), MecaGodzilla, Jason Voorhees de las películas de Viernes 13, Freddy Krueger de la saga Pesadilla en Elm Street o Chucky…. Y esta es solo una lista muy parcial de lo más evidente.

La película es espectacular, entretenida y tiene más acción que el libro, pero no estoy seguro de que consiga transmitir el mismo sentimiento de inmersión. En ello probablemente tenga que ver el cambio que se introdujo en la trama de la búsqueda. En la novela ésta consistía en completar módulos de Dragones y Mazmorras, partidas de PacMan, enigmas ocultos en las letras de las canciones de Rush y réplicas de una escena de Juegos de guerra (1983).

En cambio, en la película esos desafíos han sido sustituidos por solo tres llaves a las que se llega sucesivamente completando una carrera de vehículos variopintos, recorriendo el hotel de El resplandor (siendo una clave fundamental el conocido descontento de Stephen King con la versión de Stanley Kubrick) y enfrentándose a un conocido videojuego, el primero en incluir un huevo de Pascua oculto en él. Se añade además un elemento nuevo en esa búsqueda bajo la forma de los deseos insatisfechos de Halliday.

Los acontecimientos y su orden han sido también sustancialmente modificados. Art3mis, por ejemplo, se presenta con su cuerpo real bastante antes de la mitad del metraje, mientras que en el libro el encuentro en carne y hueso de los dos protagonistas sólo tenía lugar al final. En la película, la muchacha forma parte de una especie de comuna u organización revolucionaria de la que no se explica demasiado.

Además, todo el tercer acto está muy cambiado. En el libro, Wade se hacía con una identidad falsa y se infiltraba en IOI como empleado, mientras que ahora Art3mis es capturada por la corporación y el resto del grupo tiene que rescatarla, con un inverosímil plan que recuerda al clímax de Star Trek: Insurreción (1998), en el que consiguen formar instantáneamente una simulación virtual de la oficina de Sorrento para engañarlo.

Se tiene la frecuente sensación a lo largo de la película de que Spielberg –a partir del guion del propio Cline, no lo olvidemos– ha reducido la novela a una serie de escenas clave –el nightclub virtual, la infiltración en IOI, la batalla final (en la que se dejó que Industrial Light and Magic se soltará el pelo e imaginara a lo más épico y loco que fuera posible) – y ha arrinconado el resto, sustituyéndolo siempre que le ha sido posible por momentos visualmente impactantes.

El resultado es que mientras que el libro está repleto de nostalgia ochentera ordenada y expuesta a lo largo de la búsqueda de un tesoro, la película da la impresión de ser un batiburrillo caótico de referencias y homenajes (que, además, se salen del periodo temporal de los ochenta para incluir otros próximos a las generaciones más jóvenes). Algunos, como la réplica de El resplandor, la batalla final o gags diseminados aquí y allá (como la aparición de Chucky o el momento en que el alien se lanza a por la cara de Art3mis), son divertidos; pero la caza del tesoro propiamente dicha resulta demasiado apresurada y carece del interés –intelectual más que visual– que en el libro tenía “ver” a Wade y otros participantes discurrir y descubrir las claves necesarias para ir avanzando.

Aunque no me he podido resistir a ello, en el fondo soy de la opinión de que valorar una película en relación a su fidelidad a la novela o cuento en el que se basa, dice poco de la misma.

El guion puede ser una literal traslación de un libro, pero si éste es malo, nada se ha mejorado; en cambio, si se aleja del mismo, el producto podría tener mayor interés. Además, hay excelentes novelas que nunca fueron concebidas narrativamente para llevarse fielmente a la pantalla y no queda más remedio que hacer extensos cambios. En todo caso, cabría discutir, más de si se trata de una adaptación fiel, si es respetuosa con su espíritu, historia y personajes. En la cinta que nos ocupa, diría que esto se consigue razonablemente, siempre y cuando se esté dispuesto a ser tan indulgente con ella como con el libro.

Pero la película tiene que funcionar también y especialmente para aquellos que no han leído el libro y que son la mayoría del público. En este sentido, creo que es un acierto que la mayor parte de los personajes y cosas que pueden verse en Oasis no sean referencias a la cultura pop del pasado. Ello hace que la historia sea más accesible para quien no esté obsesionado por aquélla o no tenga conocimientos tan extensos como los fans más acérrimos. La mayoría de los visitantes de Oasis no quieren ser Beetlejuice o una Tortuga Ninja, sino que buscan cuerpos virtuales que sean un reflejo de sus propias personalidades.

Por desgracia y aparte de los espectaculares efectos especiales y los guiños a la cultura pop –que no dejan de ser adornos–, ni la hueca historia ni los estereotipados protagonistas (la cuadrilla de Parzival parece una recreación de los Goonies en el mundo virtual) ni el plano villano de turno aportan demasiado al acervo de la ciencia ficción.

Es cierto que sus carencias dimanan del libro, pero quizá hubiera sido la ocasión de que Cline las solventara aprovechando su participación en el guion. La novela se limitaba a contar cómo un puñado de adolescentes trataba de ganar un premio y se enfrentaban a una malvada corporación. La película añade un poco convincente y nada sutil aviso sobre los peligros de la tecnología y la conveniencia de vivir en el mundo real, pero esa moralina está encajada en el último acto y no desarrollada como línea coherente que impregnara toda la trama. Es más, ni siquiera resulta coherente: si dos horas de metraje han consistido en conducir DeLoreans en carreras virtuales, sumergirse en maravillosos entornos donde moran criaturas extraordinarias y participar en batallas épicas, ¿no es contradictorio que en los últimos veinte minutos traten de convencer al fascinado espectador de que salga y viva en el mundo real cuando eso es lo último que desean?

Un mundo real –el de 2045 en el que se ambienta la novela–, por cierto, que ni Cline ni Spielberg se esfuerzan demasiado por explorar más allá de Oasis y con las insuficientes excepciones del suburbio empobrecido de Ohio y las instalaciones de la perversa y monolítica corporación IOI.

Independientemente de la diversión que pueda aportar la nostalgia a aquellos capaces de identificar sus guiños, es poco verosímil un mundo que se contente con navegar en la cultura popular de décadas atrás y que no haya creado nuevo contenido desde entonces. El equivalente en nuestra realidad sería como si la gente de 2018 estuviera obsesionada con recrear la cultura de los años cincuenta prescindiendo de todo lo que se hizo después. Tampoco se ve a la gente interactuar con el mundo real. Podría haberse construido alrededor de esto un discurso sobre la muerte de la creatividad o los peligros de la realidad virtual como agujero negro para las vidas de sus usuarios, pero cualquier enfoque crítico ha sido eliminado en las prisas de guionista y director por explotar la fascinación nostálgica propia y ajena.

Si el mundo real está totalmente difuminado, el virtual plantea también algunas incómodas preguntas. Los jugadores no parecen tener el poder de recuperar sus avatares en el punto en el que los dejaron la última vez (como es el caso de la mayoría de los videojuegos) y si los matan han de empezar de nuevo, perdiendo todo lo que han ido acumulando (dinero, objetos) quizá durante años o décadas, lo que probablemente alejaría a muchos jugadores y haría al resto más despiadados en sus confrontaciones.

En completo contraste con la vida real, Oasis no parece contener ningún anuncio ni forma de financiación; y también destaca el total anonimato de los usuarios, mientras que en nuestro mundo la tendencia es la opuesta, con las webs exigiendo más y más información personal de sus abonados con el fin de bombardearlos luego con publicidad.

Hay algo de obsoleto en la idea de que IOI se gaste inmensas cantidades de dinero y contrate mercenarios para buscar a los protagonistas por Oasis cuando, al menos con nuestra tecnología, eso podría hacerse tan sencillamente como rastreando las IP que utilizan. También me parece cuestionable la cordura de ceder el control de una corporación multimillonaria a un puñado de adolescentes sólo porque sean capaces de apreciar el espíritu lúdico de la cultura popular. ¿Nadie había visto La red social (2010) para entender qué es lo que ocurre en la realidad con estas cosas?

Hay una excepción a esa superficialidad dominante en la película: la interesante exploración que se hace del personaje de Halliday y, a través de ella, la deconstrucción del mito del famoso feliz. La película deja mucho más claro que el libro que el genio informático creó su juego como una forma de profundizar en aquello de lo que se arrepentía en la vida real, lo que él percibió como sus mayores fracasos personales. Así, el aspirante a ganador debe ser capaz de comprender la mente y emociones de Halliday, simpatizar con él y entender que el hecho de que creara un mundo maravilloso para los demás no significaba que él mismo viviera en uno. Halliday se humaniza a través del videojuego que él diseño y desmitifica su figura. Para cuando termina la historia, los personajes y los espectadores han llegado a comprenderlo como persona y no sólo conocerlo como símbolo.

A mi entender, el principal problema de Ready Player One es el de no aspirar a ser más que una bomba de nostalgia con más ruido que contenido. Elude entrar en las complejas relaciones que establecen los fans con las cosas que aman. Nos gustan los cómics, los videojuegos o las películas de nuestra adolescencia porque supimos encontrarles matices escondidos y capas de profundidad no sospechadas… o quizá solo las añadimos nosotros mismos al abrazar y comprometernos con tal o cual obra. Sí, la película de Spielberg exhibe un profuso desfile de personajes, guiños y referencias pero no tiene nada que decir acerca de esos iconos que convoca desde el subconsciente del colectivo fandom. La mayoría de los cameos y apariciones suceden demasiado deprisa como para significar nada –o siquiera percibirse en algunos casos–. Aquellos momentos en los que ciertos juegos o películas disfrutan de una mayor presencia lo hacen como meros decorados o excusas para plantear bromas o sustos (como el caso de El resplandor).

Por no hablar de que refuerza los viejos y molestos estereotipos que pesan sobre las culturas fandom, presentando a sus miembros principalmente como varones blancos cuyo conocimiento del objeto de su pasión es equivalente a su marginación social. Y no sólo es el caso de los protagonistas, de extracción social humilde: la IOI cuenta con su propio departamento de nerds.

Ready Player One es una película entretenida –aunque, para mi gusto, demasiado larga para lo que cuenta– y visualmente impecable. Sin embargo, no me dejó del todo satisfecho. Ciertamente, el envoltorio es muy sofisticado y atractivo estéticamente, pero lo que verdaderamente importa, la historia, me pareció hueca, predecible y poblada por personajes escasamente originales (los protagonistas bien podrían ser los Goonies trasladados al mundo de los videojuegos). Me pareció una oportunidad perdida para haber mejorado el libro y un desperdicio el poner el talento de Spielberg y los efectos especiales de ILM al servicio de una narración tan básica.

Con todo y aunque jamás figurará entre lo más granado de su filmografía, hay que admitir al mismo tiempo que lo más seguro es que en manos menos capaces que las de Spielberg, esta producción tan particular no habría funcionado igual de eficientemente como diversión escapista a mitad de camino entre lo real y lo virtual. Y así opinaron los millones de espectadores que acudieron a ver Ready Player One, triplicando la recaudación el presupuesto de 175 millones de dólares y haciendo de ella un auténtico éxito.

Probablemente, la clave a la hora de abordar la película sea la misma que la del libro: dejarse llevar y disfrutar de la aventura que propone a un nivel superficial y sin rascar demasiado. Si se toma este camino, Ready Player One ofrece una experiencia similar a la de la novela, aunque, claro está, mucho más visual y centrada en la acción.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".

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