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«Steamboy» (2004) de Katsuhiro Ōtomo

Katsuhiro Otomo es, sin lugar a dudas, uno de los grandes maestros del anime o cine de animación japonés. Su reputación se la debe a Akira (1988), película que él mismo dirigió y escribió basándose en su propio manga. Akira es un espectáculo épico de destrucción masiva, un continuo y acusado contraste entre el detalle más insignificante y la panorámica más apabullante que ha influido a buena parte de la animación nipona hasta nuestros días. Muchos films han intentando rivalizar con la grandeza visual y conceptual de Akira, pero pocos lo han conseguido.

Ni siquiera el propio Otomo pudo emularse a sí mismo. En los diecisiete años que transcurrieron entre Akira y Steamboy, Otomo hizo tan sólo una película y pico (el film de acción real World Apartment Horror, en 1991, y un segmento de la antología Memorias, en 1995). Su nombre apareció también vinculado a otros proyectos: comenzó la producción de Roujin Z (1991) pero la abandonó a mitad; escribió el guión de Metrópolis (2001) y participó bajo los nebulosos epígrafes de «asesor» o «supervisor» en Perfect Blue (1998) o Spriggan (1998). Por eso su regreso a la dirección de anime con Steamboy despertó tanta expectación, especialmente dada la envergadura de la producción, que se prolongó diez años. Sus 22 millones de dólares de presupuesto la convirtieron en el anime más caro de la historia.

La acción se desarrolla en el Manchester británico de mediados del siglo XIX. El joven James Ray Steam es un adolescente enérgico e individualista, pero también un brillante inventor aficionado que construye ingenios mecánicos impulsados por la fuerza del vapor a partir de materiales de desecho. El muchacho lo lleva en la sangre, puesto que su padre y abuelo, ambos ingenieros, trabajan en la lejana Alaska supervisando un proyecto secreto.

Ray recibe un paquete remitido por su abuelo conteniendo una misteriosa esfera metálica. En ese momento se presentan en su casa dos siniestros individuos a sueldo de la poderosa Fundación O’Hara, empleadora de su padre y abuelo, exigiendo la devolución de la esfera. Sin embargo, la carta que acompañaba al paquete advierte a Ray de que bajo ningún concepto se deshaga de ella, así que el chico huye con el ingenio. Cuando es finalmente capturado, encuentra que su padre, desfigurado por un accidente, se ha convertido en un defensor incondicional de la Fundación, mientras que su abuelo ha renegado de ella a causa del fin que se va a dar a sus inventos. Ray se entera de que la esfera que todos ambicionan es un artefacto capaz de comprimir el vapor hasta un límite nunca alcanzado y que constituye la pieza central de un gigantesco palacio alimentado por vapor y construido por la Fundación O´Hara en Londres como símbolo de su propio poder.

Sin embargo, como sospecha el abuelo de Ray, los ejecutivos al frente de la Fundación ambicionan el dispositivo para diseñar toda una nueva generación de armas que venderán a las potencias del mundo. En el marco de la primera Exposición Universal celebrada en Londres, Ray se encuentra atrapado entre las diferentes fuerzas que codician el poder absoluto.

Katsuhiro Otomo se aventura con esta película en el subgénero conocido como steampunk, surgido en el ámbito de la literatura de ciencia ficción a mediados de la década de los noventa del siglo pasado. De la misma forma que el Ciberpunk había consistido en la creación de futuros distópicos basados en lo que la floreciente tecnología electrónica de los ochenta permitía extrapolar, el Steampunk proyectaba hacia el pasado un entorno tecnológico imaginario a mitad de camino entre la Revolución Industrial y el advenimiento de la electricidad. Se trata de mundos que bien podrían haber sido creados por ingenieros victorianos esforzándose por visualizar el futuro: enormes y poderosas máquinas de vapor, indicadores de agujas y mecanismos de relojería, pistones y palancas, depósitos y tuberías de cobre…. Las ciudades de esos mundos, normalmente británicas, albergaban desde elegantes y estirados aristócratas a rateros callejeros extraídos de las novelas de Dickens.

En realidad, las raíces del steampunk pueden rastrearse hasta las adaptaciones cinematográficas de las novelas de Julio Verne o H.G. Wells que aparecieron en los años cincuenta y sesenta: 20.000 leguas de viaje submarino (1954), De la Tierra a la Luna (1958), El amo del mundo (1961), Los primeros hombres en la Luna (1964) y, especialmente, El fabuloso mundo de Julio Verne (1958), que alimentó el interés por la retrotecnología victoriana mucho antes de que el subgénero se asentara en la literatura gracias a novelistas como Harry Harrison (Un túnel transatlántico, ¡Hurra!, 1972), Michael Moorcock (la serie de Oswald Bastable) o K.W. Jeter (Las noches de los Morlock, 1979).

Desde entonces, el steampunk fue cultivado por autores como James Blaylock o China Mieville, y saltó a otros soportes, como los juegos de rol (1889, GURPS Steampunk), los cómics (La Liga de los Caballeros Extraordinarios, de Alan Moore), la televisión (Las aventuras secretas de Julio Verne, Las Aventuras de Brisco County, Jr.) o, completando el círculo, el cine (Regreso al Futuro III, Wild Wild West).

Como puede esperarse, Katsuhiro Otomo crea una película visualmente asombrosa. El Neo-Tokio de Akira era una metrópolis de apretados rascacielos, neones y videopantallas, hogar de una heterogénea mezcla de bandas de motoristas, revolucionarios, militares, fanáticos religiosos y mutantes psicoquinéticos. El mundo de Steamboy no está menos obsesionado por la tecnología, solo que de un tipo diferente. Las escenas de apertura nos muestran un Manchester de edificios de ladrillo rojo ennegrecidos por el hollín que emiten las chimeneas de fábricas y talleres.

En compañía de sus diseñadores, Otomo pasó varios meses en museos de Inglaterra estudiando arquitectura y tecnología del siglo XIX. Su esfuerzo dio el fruto esperado: el film destila una gran autenticidad en su recreación de los edificios londinenses de la época, como el Palacio de Cristal, San Pablo o el Puente de Londres… antes de que caigan reducidos a escombros víctimas de la habilidad de Otomo para destruir lo que se le ponga por delante, cuanto más grande mejor. Y es que en buena medida, Steamboy es una proyección de Akira al pasado: el mismo fetichismo por la destrucción masiva trasladada a una sociedad retrovictoriana.

Hay escenas magníficas al comienzo de la historia, como aquella en la que Ray, conduciendo su monociclo a vapor, es perseguido por las vías del tren por un tractor –también impulsado por vapor– y un dirigible. La película hace un uso intensivo de los tonos sepia con el fin de «envejecer» la fotografía. Susurrantes chorros de vapor surgen de todas las máquinas en unos fondos minuciosamente realizados que remiten a un pastiche victoriano.

Pero es en la segunda parte de la película cuando Otomo se sumerge en su elemento. Hay impresionantes vistas de los acorazados abarrotando el Támesis –imagen anacrónica por cuanto esas naves no aparecieron hasta comienzos del siglo XX–; batallas con máquinas autopropulsadas, minisubmarinos, mochilas voladoras alimentadas a vapor y batallones de soldados blindados; y el sobrecogedor palacio de la Fundación alzándose sobre Londres y aplastando en su vuelo barrios enteros. Por no mencionar las imágenes de siniestra belleza como la de la cúpula del Palacio de Cristal rompiéndose en miles de pequeños fragmentos, o aquel momento surrealista en el que un dirigible queda apresado en el interior de una ola de hielo. La excesivamente larga secuencia que constituye el clímax de la película no es sino una acto de impersonal destrucción tras otro. Ojalá Otomo prestara tanta atención a la narrativa y los personajes como a su obsesión por la maquinaria hipertrofiada.

Efectivamente, una vez comienza la ceremonia de apertura de la Exposición Universal –transformada entre bambalinas por la Fundación O’Hara en un mercado de armamento– el argumento deja de importar para ceder el protagonismo a la acción, que comienza con la destrucción del famoso Palacio de Cristal, orgulloso símbolo del estilo y la modernidad victorianas. La subsiguiente devastación y el despliegue de enloquecidas tecnologías a vapor se prolonga durante la mayor parte de la segunda hora de película. Por desgracia, los personajes a estas alturas resultan tan predecibles como las máquinas que manejan.

Ray es la sublimación del héroe adolescente: activo, ingenioso, de carácter amable y, sobre todo, noble en sus ideas y actos; su inocencia primordial no ha sido todavía corrompida por las decepciones y golpes de la vida. Su padre, en cambio, es un remedo demasiado evidente de Darth Vader: un individuo que originalmente había seguido los más altos ideales pero que, tras el accidente que le desfiguró condenándole a llevar implantes cibernéticos, se convierte en fanático defensor de los oscuros intereses de la Fundación, tratando además de convencer a su hijo para que trabaje a su lado.

La irritante Scarlett O´Hara, cabeza nominal de la fundación que lleva su nombre, es una especie de verso libre en esta historia: irritante, caprichosa y mimada, parece que su único papel es el de aportar momentos supuestamente humorísticos y estar a disposición del protagonista para que éste la rescate en el último momento. Si se hubiera eliminado de la historia, su sustrato no habría experimentado modificación alguna. Robert Stephenson –personaje verídico, hijo del famoso ingeniero George Stephenson e inventor él mismo por derecho propio– es un activo defensor del Imperio Británico por mucho que su discurso remita a un ideario más noble. Por desgracia, tras una prometedora presentación, su desarrollo acaba siendo bastante decepcionante.

Por su parte, el abuelo de Ray, Lloyd Steam, aunque el personaje más interesante del reparto, incurre en contradicciones de difícil justificación: su indiferencia ante el peligro al que somete a su propio hijo al principio de la película –y que termina en su trágica mutilación– no casa muy bien con el idealismo humanitario que defiende en el resto de la cinta. Sin embargo, su rebelde temperamento y la fiereza con la que se opone a los villanos le hace destacar por encima del resto.

Además de su ambientación, la principal diferencia entre Steamboy y Akira es su contenido moral. Akira era una historia «tecnomística» en la que se destruía una ciudad entera y morían millones de personas, pero el espectáculo visual sepultaba las reflexiones acerca de la perversa moralidad de los políticos y científicos responsables del desastre y el fronterizo código ético de las bandas de motoristas. El mensaje de Steamboy, por el contrario, queda meridianamente claro.

El eje central de la película es la Great Exhibition, la primera Exposicion Universal del mundo proyectada por el príncipe Alberto para servir de escaparate a la modernidad del Imperio y los éxitos de la Edad Industrial. Aquel evento supuso la consagración del ascenso de la máquina sobre el corazón y, para los más románticos, el final de todo lo que de noble y honesto había surgido de la civilización occidental. Se abría así el camino a la fabricación de armas de enorme poder destructivo con las que los japoneses, a su pesar, se familiarizarían en 1945.

En un bando, Otomo sitúa al complejo militar/industrial y su visión de los avances tecnológicos como medio para fabricar nuevas armas con las que obtener el máximo beneficio. La glorificación que del progreso se hace por parte de estos individuos no es más que una máscara que oculta la más despiadada explotación capitalista. Por otra parte, tenemos al Imperio Británico, que esgrime un objetivo aparentemente más noble pero que, en último término, desea esas mismas armas para utilizarlas como brazo ejecutor de su política nacionalista.

La película reprocha abiertamente ambas posiciones y toda la historia gira alrededor de la búsqueda de una meta, de un objetivo moralmente aceptable hacia el que orientar el progreso. Sin embargo, las escenas en las que se exhiben las nuevas armas ante los posibles compradores extranjeros y la lucha del protagonista por mantenerse al margen y defender su individualismo responde más a la mentalidad del siglo XX que a la del XIX.

Y es esta, además, una actitud muy japonesa: la versión británica de la película habría sin duda mirado con mejores ojos al Imperio, pero tratándose de una producción de un país desmilitarizado y pacifista como Japón, la idea de un poder militar fuerte es rechazada de plano. Quizá esa lejanía geográfica, temporal y espiritual respecto al espíritu de la época que retrata, sea la responsable última de que su mensaje crítico con la cultura occidental resulte poco convincente, predecible y demasiado apoyado en clichés.

En resumen, los personajes de Steamboy responden mayormente a estereotipos; el argumento, a pesar de su aparatosidad, es muy sencillo y fundamentado en persecuciones y combates; y el mensaje de la historia queda en buena medida ensombrecido por una confusa cacofonía de violencia, ruido y acción. Al final, si por algo puede recomendarse el visionado de la película es por su indiscutible brillantez visual desde el primer fotograma hasta el último, una lujosa y exhuberante mezcla de David Copperfield y Godzilla.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".