En aquel tiempo, había cines de estreno y cines para las clases modestas. Cines de barrio y cines de sesión continua. Cines que, casi siempre, convertían la vida en algo distinto, haciéndonos creer que nuestro mundo era algo más grande.
Hoy me apetece hablarles de uno de ellos, aunque lo haré con cautela. Las cosas son como son: cuando alguien se pone nostálgico, es como si llegara treinta años tarde.
Qué difícil resulta escribir de memoria. Uno ya no sabe si le mueven recuerdos triviales o si tiene una historia importante. Por otro lado, no pretendo engañarles. Asumo que mi década favorita, los ochenta, es ahora una marca registrada. Un tópico. Un autoengaño tan descarado como el horóscopo.
Precisamente ahí está el fallo. Incluso hay una palabra para explicarlo: retromanía. El término se introdujo de la mano de un crítico musical, Simon Reynolds. Él lo define como la adicción que tiene la cultura pop a su propio pasado.
La retromanía es un polo magnético y un exilio voluntario a la Zona Fantasma. Todo esto, a cambio del dinero que gastamos en ella. Y aun sabiéndolo, hay que ver cómo nos gusta repetir que ya no hay discos, ni películas, ni tebeos como los de antes.
Antes, lo han oído bien. Porque antes es una palabra que siempre requiere una explicación personal. Cada quien tiene su pasado, y el que hoy me tienta oscila entre dos fechas: 1982 y 1985. Su escenario ya lo señalé al empezar: una sala de cine.
Obsérvenla bien. Estaba en Madrid, en la calle del Doctor Cortezo, frente a la Plaza de Jacinto Benavente. Pero esto casi no importa. Sabiendo cómo era la vida entonces, podría estar hablándoles de cualquier otra ciudad.
¿Su nombre? Cinestudio Ideal.
Aunque dicho así parece algo serio, no era el clásico cine-club con película búlgara, pitillo y tertulia. Tampoco era un punto de encuentro para lectores de Mundo Obrero o El Viejo Topo.
Claro que el Ideal era un cinestudio, pero esto era solo una etiqueta: el distintivo comercial de cualquier sala ‒el Regio, el Griffith, el Fantasio, el Groucho‒ que proyectase tres películas del tirón. O dos, cuando eran muy largas.
Muchas veces, aquella sesión triple daba paso a otra oferta aún más atlética: el maratón. Aquí el cliente debía ir bien advertido. Uno pagaba la entrada, veía la película de las cuatro, y sin descanso, una tras otra, debía consumir varias más, pasando la noche en vela, o fracasando como un bendito. ¿Hora de salida? Las ocho de la mañana del día siguiente, con las pupilas dilatadas y un orgullo dominguero.
Cine a precios populares, por 175 o 200 pesetas. Un euro y poco más. Una miseria a cambio de mucho.
Aunque en el Cinestudio Ideal lo propio era el programa triple, de cuando en cuando, te apuntabas al maratón. O como decía la hoja de sala, el marathon. Nueve películas por el precio de tres. Otro menú para tipos duros.
Y claro, con esta perspectiva, uno siempre inspeccionaba el lugar del crimen.
Les cuento. Habían fundado la sala en 1916, y nadie se molestaba en disimularlo. Vaya aspecto tan ruinoso. Las vidrieras de la fachada, obra de la Casa Maumejean, habían perdido el color, y la entrada, a juego, jamás escondió la cochambre.
Para disimular la decrepitud, el frontispicio lucía carteles y siluetas pintados a mano. Más o menos, lo propio de aquella época: Christopher Lee como Drácula. Barbara Steele, encadenada y lista para el martirio en La máscara del demonio (1960). Elsa Lanchester con el pelo afro de la novia de Frankenstein. Algo más arriba, Taarna, la sensual guerrera de Heavy Metal (1981). Y en medio, a la vista de todos, un letrero solemne: Cine de terror, fantástico, ciencia-ficción.
Como ya se imaginan, la decadencia era idéntica en el interior. El suelo, crujiente e irregular. El patio de butacas, sombrío y descuidado. Y los baños, para qué contarles.
Quien viese al público haciendo cola, pensaría que ahí pedían el santo y seña. Por los clavos de Cristo, aquello era un despropósito. Tribus urbanas, algún pandillero con quien no te atreverías ni en sueños, adictos al cine «S», parejas clandestinas, vagabundos de rostro grisáceo… Y de relleno, quinceañeros en tropel. Apocados y sonrientes, con jersey de punto y pantalón de pana. Dispuestos a aprender esta dura lección: Aquí dentro, pasa desapercibido.
Ahí los tienen: chavales en grupos de dos a cuatro individuos. Cómplices, en busca de una emoción que casi podían tocar con los dedos.
Después de comprar las entradas ‒»Dos, por favor»‒, y tras saludar al recepcionista, recogíamos la hoja de sala. Una lámina en blanco y negro, con el rostro de Nosferatu por un lado y la programación mensual por el otro.
«¡Mira! ‒decíamos con cara de asombro‒ ¡Hoy anuncian otra vez el concurso!». Y menudo concurso, válgame Dios. Parecía la ocurrencia de un lunático. «Quien acierte el número de muertos en las tres películas, participará en el sorteo de dos entradas gratis».
Ya lo ven: miedo y violencia. En este cine, no había mejor señuelo. «El Palacio del Terror», lo llamaban. Ir más allá del umbral era como invadir un caserón centenario. Pensando: yo puedo con esto. Yo subiré al tren de la bruja. Yo miraré a los ojos del asesino y nadie verá cómo tiemblo.
El Ideal no se parecía a otros cines. Era la vida en tiempo real, y por eso olía a sudor y a bocadillo. A colonia barata. A tabaco y marihuana.
De forma aislada, muy raramente en camarilla, distinguías a los representantes del dandismo urbano. El peinado y el vestuario servían de emblema a cada tribu. Mods que se ajustaban su parka militar. Rockers de tupé engominado y botas con puntera de acero. Heavies del extrarradio, orgullosos de su melena. Y algún que otro punk, con pantalones de poliéster y fijador en la cresta.
Madre mía, cómo crecíamos viéndonos en mitad de aquella gente.
No obstante, lo mejor aún estaba por llegar.
Una vez sentados, tras apagarse las luces, pocos guardaban silencio. Los aaahs y los ooohs eran perpetuos. Cuando alguien se quejaba ‒»A ver, ¿qué os cuesta callaros?»‒ sabías que era un novato. Alguien que entró virgen, sin saber de qué iba la fiesta.
Al encenderse el proyector, nunca veíamos las rayas o las manchas del celuloide. Para ignorarlo, el público tomaba la iniciativa, entre voces y aplausos. Por un lado, uno se sobrecogía con el psicópata que despieza a su víctima a hachazos, y por otro, superabas el trauma gracias al bullicio general. Ya me dirán qué crítico del Cahiers sobrevive a esto.
Lo veías venir. Allí no había normas ni falta que hacían. Siempre era igual. El silencio, y de pronto, la fiebre y el desorden. Vaya panda de golfos: se miraban, y algunos se reconocían. A media voz, y más tarde a gritos, cada broma era catapultada hasta el extremo. Y aunque hoy me cueste creerlo, aquello funcionaba.
La comunión era frenética. Pura adrenalina. Un desmadre infinito. Un barullo inevitable, que solo cesaba, como por arte de magia, cuando la película era buena. Y a veces, ni por esas.
Ya sé que un historiador, sensible al calendario, lo contaría de otro modo. Analizaría cada reacción. Citaría fechas y sesiones, como quien cataloga manuscritos o sigue las huellas de una momia.
En fin, aunque nadie me obliga, también yo puedo intentarlo.
Imagínense lo que viene primero. Todavía me conmueve el terremoto sentimental que supuso mi bautismo de fuego (19/12/1982: Viernes 13, Zombi: El regreso de los muertos vivientes y Viernes 13, segunda parte).
Recuerdo cómo convertimos aquella sala en nuestro rincón privado (10/2/1983: La Cosa, La noche de Halloween y Asalto a la comisaría del distrito 13). Y también por qué, sin ningún tipo de esfuerzo, nos hizo amar el cine como si fuera un culto pagano (8-9-1983: Blade Runner y Alien).
Aún éramos incapaces de cruzar la calle sin mirar el semáforo, pero ya corríamos por autopistas del futuro (30/3/1984: Mad Max, Mad Max II y A la caza). Olvidando por unas horas al matón de clase, soñábamos con pisotear a un adversario invencible (1/10/1984: Juego con la muerte, El furor del dragón y Furia oriental). Y por supuesto, nos dejábamos tentar por los demonios del rock (3-12-1984: El Muro, Heavy Metal y El ansia).
Sin complejos ni vergüenza, podíamos transitar de la violencia al escalofrío (15-6-1984: Perros de paja, Muertos y enterrados y El tren del terror). Guiados por la costumbre, nos habituamos a superar cualquier contradicción (15-9-1984: Cuentos de Pasolini, Cavernícola y Excalibur). Al azar, sin poner pegas, con esa naturalidad que solo se tiene cuando no tienes edad de votar (19-1-1984: El imperio contraataca, El submarino y La lluvia del diablo / 31-10-1983: Fama, Phantasma y The Warriors).
Nos encantaba ponernos a prueba. Como cuando nos atiborramos de hamburguesas con kétchup ‒¿de quién sería la idea?‒ antes de asistir a un festín de antropófagos (26-5-1983: Holocausto caníbal, Zombi y Calígula).
Era todo un espectáculo. Estabas sentado en la butaca, y ante tus ojos se desparramaba el talento de John Carpenter ((25-7-1984: La cosa, 1977, rescate en Nueva York y La niebla) o el ingenio de John Landis (24-5-1984: Entre pillos anda el juego, Desmadre a la americana y Granujas a todo ritmo). Por si no fuera bastante, también aprendías a apreciar los subgéneros, y a anhelar la energía que se esconde en ellos (19-6-1983: Conan el bárbaro, Ator el poderoso y Megaforce).
¿Comprenden de qué les hablo, verdad? Lo más curioso, palabra, es que el Ideal generó su mitología. Una épica particular. Historias que repetíamos, sin sello de confirmación, como aquella pelea entre mods y rockers que pudo acabar mal (9-4-1983: Quadrophenia, The Warriors y Cha Cha), o la leyenda de aquel punk de cresta roja que, en medio de otra bronca, había caído desde quién sabe dónde, para estamparse sobre un espectador (13-5-1983: The Rolling Stones, Dios salve a la reina y La canción es la misma).
Pero todo tiene un final. En este caso, además, se veía venir. En 1985, el cinestudio cerró la persiana metálica. El frontispicio perdió su decorado, y el proceso de ruina siguió ese curso inapelable que, más pronto que tarde, siguen todas las ruinas.
Poco más o menos, coincidió con aquella trifulca que, según algunos, puso fin a la movida madrileña: la reyerta definitiva entre mods y rockers, a la salida de la discoteca Rock-Ola. Murió apuñalado un joven y otros dos resultaron heridos. Un incendio había destruido, un año antes, la planta baja del local.
Ya ven. Uno se pregunta qué habrá sido de toda esa gente, a estas alturas de la feria.
Dice Simon Reynolds que la retromanía nos lleva a distorsionar y a idealizar la cultura pop de otro tiempo. Normal: es algo que engancha. Pero entre todos, hemos conseguido que la nostalgia suene a cliché. Y no debería ser así.
YouTube o las páginas de descargas, opina Reynolds, son una moviola que infiltra el ayer en el presente. Cómo será la cosa que, sin la seducción de lo auténtico, el pastiche y los remix acaban generando una cultura anoréxica, derivativa y previsible.
Qué cosas. Pienso en todo esto mientras me digo: «Yo estuve allí. Yo lo vi. No me lo contaron. Y sin embargo, ¿fue tal y como lo recuerdo?».
Puestos a elegir, quizá sea mejor no saberlo.
Estos fantasmas seguirán entrando en mi memoria, de modo que prefiero saludarles con una sonrisa. Como si fueran compadres de toda la vida.
Dedico este artículo a Mario Vega, el mejor de aquellos quinceañeros.
Copyright del artículo y de las fotografías del Cinestudio Ideal © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.