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Periodismo para punks

En Lost in Music: Una Odisea Pop, Gilles Smith lo deja bien claro: «Se sobreentiende que los grupos pop no son como familiares o equipos de fútbol. No les apoyas a través de buenos o malos tiempos. Mayormente les apoyas en los tiempos buenos siendo consciente de que en los tiempos malos es perfectamente adecuado abandonarles y comprar discos de otra gente. Esa es la fabulosa democracia del pop: se sostiene o cae según el voto popular».

Esta cita ‒que le he robado a Kiko Amat‒ es un buen motivo para discutir. El propio Amat habla de la tiranía del underground. Cuando un grupo domina el mercado, sólo puede deberse a que se ha vendido. Al fin y al cabo, nos convertimos en odiadores o en paladines de una banda por razones bastante peregrinas. Para empezar, por simple costumbre. Para diferenciarnos del vecino. O quién sabe: por ganas de fastidiar.

Esto es aplicable a muchos de los fenómenos culturales y sociales del siglo XXI. El defensor totalitario de Marvel amarga la existencia de quienes prefieren a los superhéroes DC. La fractura se repite entre los seguidores del River Plate y el Boca Juniors, Star Wars y Star Trek, Blur y Oasis, Ken Loach y Tarantino, la vieja discoteca de vinilos y Operación Triunfo, la derecha y la izquierda.

¿Sigo? Negacionistas y apocalípticos. Sapiens y neandertales. Cada comunidad es una identidad. La tuya, pero no la mía.

Nuestras pasiones rebotan de una a otra pared en cuanto nos habla un miembro de la tribu contraria. Y esto es así porque la razón la tenemos nosotros. No soportamos que nos digan que estamos equivocados. Y si nos informamos, es para confirmar lo que ya creemos.

El dichoso sesgo de confirmación: en eso consiste ser un fan. Esa es la gracia de ser un hincha o un afiliado. Y por eso mismo, nuestro agradecimiento a las redes sociales siempre será infinito. Vean cómo regulan nuestras preferencias: Like y bloqueo. Like y dislike. El hashtag como fervorosa comunión.

Uno de los descubridores del punk, el crítico Lester Bangs, definió esta época sin llegar a vivirla ‒una sobredosis se lo llevó en 1982‒.  Decía Bangs que Elvis fue el último músico capaz de poner de acuerdo a la audiencia. De ahí en adelante, todo se centrifugaría con una energía adolescente. «Probablemente nunca produzca una obra maestra. Pero ¿y qué? Siento que tengo un sonido propio, y ese sonido, aunque errático, sigue siendo mi mayor orgullo».

¿Elimina esta vanidad, como algunos dicen, el sentido del humor? Desde luego que no, pero lo retuerce con irónica superioridad. Uno puede humillar a quien cruza la línea, encabezar una purga contra el bando contrario y luego sentir que el compás del mundo ‒¿no escuchas los violines?‒ depende de su sonrisa.

Si hay un mensaje en las redes, quizá sea este: no te lo tomes en serio, pero tampoco me lleves la contraria.

Está claro que la ambigüedad o la escala de grises no son trending topic. Para viralizar una opinión, debes enfrentar dos amores. Contigo o contra mí. Lo sabe la prensa, y por eso mismo, tantos periodistas se alistan en la policía del pensamiento, «tertulianizan» sus noticias o guiñan un ojo al hablar de poscensura y posverdad.

Los periodistas, sí. Sobre todo, los que opinan sin fuentes variadas. Los que cobran por decir lo que piensan otros. Los chamanes de la tribu. Los vigías en la colonia de suricatas, en posición erguida, olisqueando la llegada de un león.

Son estos últimos ‒porque el poder no les deja otro remedio‒ los que han sustituido en las redacciones a los que usaban máquina de escribir: esos carcamales ‒escasos, apolillados, nostálgicos‒ que aún defienden la investigación y el pensamiento crítico.

En fin. ¿Quién va a escuchar a un sembrador de dudas cuando es tan fácil abrazar una causa?

Además, Twitter cambió las reglas. Lo que hace unos años era tan inocuo con garabatear una barbaridad en el pupitre, hoy notifica la identidad del sujeto político. El usuario de redes sustituye al afiliado, la polarización se convierte en el nuevo contrato social, y el tuitero periodista deja sin trabajo al que opinaba sin escudos ni parapetos.

Entre los hechos y la demagogia, hoy preferimos la demagogia. Pero ay, amigo mío, no intentes desmantelar este o aquel relato, porque entonces el demagogo serás tú.

Para ser una tuitstar, la disidencia y el cambio de opinión no son recomendables. Y no lo son, porque el sentimiento más diáfano en nuestra época es la pertenencia. Nadie quiere separarse de la tribu, aunque esto le obligue a alimentarse con abstracciones y tabúes, caricaturas o falsedades.

Las alucinaciones de la propaganda nos permiten interpretar mucho mejor la realidad, y encima, nos invitan a conversar sobre ello en hilos y en estados, con memes y emoticonos.

¿Cabe, por lo menos, batirse en duelo? Por desgracia, la pólvora estalla en el arma del adversario. Comparte un tuit para criticarlo y lo que habrás conseguido es añadirle puntos de vida. Hablar sobre algo, sobre todo si es para escandalizarse, también lo legitimará socialmente.

Esto que digo no es nada nuevo. Los propagandistas saben, desde que nació su gremio, que un titular agresivo será diseminado, en primer lugar, por sus opositores.

Y no creas que ser más o menos culto ayuda. «Al hombre más torpe ‒decía Tolstoi‒ se le pueden explicar los temas más difíciles si no se ha formado todavía ninguna idea de ellos. Pero lo más sencillo no se le puede aclarar al hombre más inteligente si está convencido de que ya sabe, sin ningún asomo de duda, lo que se le presenta”.

Zuckerberg y el periodista vanidoso

Aunque su mayor utilidad consiste en charlar con amigos y conocidos, dicen los más entusiastas que las redes nacieron para salvar la distancia entre los productores de contenidos y sus destinatarios. Democracia digital: así llamaron a este invento.

A pequeña escala, las redes no han perdido su principal virtud. Chatear con amigos es uno de esos placeres que funcionan a distancia, y nadie debería desaprovechar la ocasión de hacerlo.

La perspectiva cambia cuando queremos vender o difundir otros asuntos. Por ejemplo, cuando una publicación digital divulga sus contenidos. Aunque parezca contraintuitivo, Twitter y Facebook no son plataformas idóneas para ello. Sin embargo, hubo un tiempo en que muchos lo creyeron.

Desde el primer momento, los medios se acercaron a las redes con un entusiasmo infinito. ¿Lo recuerdas? Podíamos escuchar el mismo tam-tam en todas las redacciones. Hacía falta adaptarse al nuevo paradigma. El periodismo dejaba de ser un mensaje unidireccional para convertirse ‒decían, decíamos‒ en una conversación. ¿Y qué otro espacio mejor que Facebook o Twitter para sumarse a esa charla planetaria, y así ganar notoriedad?

Pobres de nosotros. Qué ingenuos éramos. Todo esto dio lugar a un negocio inconfensable: la venta de likes, seguidores y fans. En febrero de 2014, Facebook reconoció que el 11,2 % de sus 1.230 millones de usuarios eran falsos, y aunque en sus declaraciones públicas la empresa se puso en contra de los vendedores de ‘me gusta’, la realidad es que esta compra-venta fue un fenómeno en alza.

No me sorprende. Si un periódico ve que su competencia dispone de un millón de fans en su muro oficial, hará todo lo posible para igualar, o qué diablos, para doblar esa cifra. De paso, recibirá el aplauso de los expertos en reputación online (Sí, me refiero a esos que manejan palabras como engagementhype).

Esta competencia nos llevó a otro cambio. Bastante revelador, por cierto. De cara al usuario, se supone que Facebook difunde experiencias útiles e interesantes. Pero las cosas son algo más complejas. El alcance orgánico de una página de fans ‒es decir, el que se obtiene sin trucos ni publicidad‒ es muy limitado. En ocasiones, incluso minúsculo. De cada cien fans, solo diez llegan a ver un artículo… y no hace falta imaginar cuántos leen el titular y cuántos llegan a seguir el enlace.

Como es lógico en un negocio digital, Facebook siempre quiso beneficiarse de la necesaria divulgación de nuestros contenidos. De ahí que desarrollara todo un abanico de servicios para influir en su famoso algoritmo. El mismo que, de forma robotizada, organiza el News Feed; es decir, la sucesión de noticias, post, fotos, vídeos y cambios de estado que recorren los usuarios al entrar en la red.

Por esa misma razón, los Facebook Ads y las Publicaciones patrocinadas entraron en la jerga de las empresas periodísticas como un modo de recordar a la gente los motivos por los que debería cliquear en sus titulares.

Tampoco esto debe escandalizar a nadie. Al fin y al cabo, con los ingresos jibarizados en un mercado en el que casi todo es gratuito, cualquier estadística altisonante, sea maquillada o auténtica, puede ser un argumento seductor a la hora de atraer patrocinadores. Y disponer de miles de fans sirve para ello, pese a que, de acuerdo con el sentido común, nos pueda suponer un gasto perfectamente inútil.

Seducidos por la horda

Las cifras son apabullantes. Facebook ya ha superado ‒eso dicen‒ los 2.300 millones de usuarios activos. Twitter presume de más de 300 millones de usuarios. Y aunque hay una minoría selecta que consigue desenterrar maravillas en el News Feed, lo cierto es que el usuario medio responde a otro modelo.

No es difícil reconocerlo. Por lo general, es un lector que quiere distraerse un buen rato, picoteando titulares y reafirmando aquí o a allá sus prejuicios, entre bromas y gestos de afinidad.

Maryanne Wolf, neurocientífica cognitiva de la Universidad de Tufts y autora de Proust and the Squid: The Story and Science of the Reading Brain, lo plantea en estos términos: “Temo que la lectura digital esté cortocircuitando nuestro cerebro hasta el punto de dificultar la lectura profunda, crítica y analítica. Nuestra mente es plástica y maleable y es un reflejo de nuestros actos. Las investigaciones nos dicen que ha disminuido mucho nuestra capacidad de concentración. Los jóvenes cambian su atención unas 20 veces a la hora, de un aparato a otro. Cuando se sientan a leer, tienden a reproducir esa lectura interrumpida y en zigzag. Tenemos que ser conscientes de que estamos en medio de un cambio muy profundo” (El País, 24-5-2015).

Junto a esa banalidad, hay otro estímulo del que todo el mundo habla: la gratificación instantánea. Cada like es una descarga de dopamina que no es tan fácil conseguir con la lectura tradicional. Por eso mismo, nos hemos aficionado a generar y consumir contenidos breves y simples. Es decir, tuits o entradas que podamos comprender y compartir como quien chasquea los dedos.

Dicen los estudiosos de las redes que hay en ellas algo así como un máximo común denominador de nuestros intereses. Si nos referimos a la producción periodística, esos patrones suelen manifestarse a través de las noticias chocantes, los misterios y conspiraciones, los pequeños retos colectivos, los cotilleos, los datos que nos indignan, y sobre todo, los rumores y las polémicas que nos enfrentan.

Al desembarcar en las redes, los grandes periódicos descorcharon su mejor botella tras el lanzamiento de marcas o secciones diseñadas a partir del ejemplo de Buzzfeed o Vice News. Me refiero a formatos de corte viral. Sobran los ejemplos: pensemos en Indy100 de The IndependentThe Most de The Washington Post, o Verne, de El País. Ninguno de estos suplementos ganará el Pulitzer, y a poco que uno curiosee por sus contenidos, entenderá por qué.

Pero sigamos.

Como ya dije, un número cada vez mayor de internautas prefiere entrar en las redes sociales para permanecer en ellas en lugar de hacer clic en los links. Es algo que también perciben los propios periodistas, y quizá por ello, muchos comparten los artículos añadiendo una larga cita (entrecomillada o no) o un pantallazo. Así facilitan el «diálogo» con aquellos amigos o seguidores que nunca van a leer el texto, o que solo echarán un vistazo.

El caso es que, aun yendo por las buenas y de acuerdo con las reglas que imponen las redes, cada vez es más difícil llamar la atención. Lo demostraba aquel viejo informe de Ogilvy que, en febrero de 2014, nos descubrió que las publicaciones de las grandes marcas apenas alcanzaban al 2% de sus fans en Facebook.

Quizá el usuario logre una mayor comodidad ‒sobre todo, el adicto a las redes, que ya se ha olvidado de la diversidad de internet‒, pero es muy dudoso que los medios salgan bien librados. ¿Por qué? Pues porque, de aquí a unos años, casi nadie leerá sus webs.

«Santa Claus no existe ‒dice Andrew Keen, autor de The Cult of the Amateur‒ y menos en internet, donde la piratería ha destruido valor, pero lo que de verdad vale está volviendo a ser de pago. Y los ciudadanos más listos ya se han cansado de trabajar gratis para Facebook y Twitter, que no son más que dos formas de estar juntos solos. Los más avanzados empiezan a desmarcarse del uso obsesivo del móvil y llevan teléfonos sólo de voz. Hoy vivimos el consumismo digital desaforado igual que en los 50 vivimos la euforia del consumismo material, antes de la reacción anticonsumista de los 60″ (La Vanguardia, 29-6-2016).

En la uniformidad de Twitter, lo bueno y lo malo adquieren la misma apariencia. Esto también vale para Facebook, cuyos últimos algoritmos destierran a la prensa clásica de su territorio, no sin antes haberla asilvestrado a conciencia.

Sería saludable para los periodistas entender que las redes sociales nunca se diseñaron pensando ellos. Todo lo más, Zuckerberg y compañía se aprovecharon del trabajo ajeno, pero nadie debería quejarse ‒repito, nadie‒, dado que ese trabajo se lanza gratuitamente al éter.

En un excelente artículo publicado en el New York TimesAnnalee Newitz, fundadora de io9  y autora de Scatter, Adapt and Remember: How Humans Will Survive a Mass Extinction, nos recuerda algo esencial: desde el nacimiento de la compañía en 2004, Facebook permitió que nuevas voces se incorporaran al discurso informativo. «Era ‒escribe Newitz‒ como si Facebook pudiera salvar tanto a los grandes medios como al periodismo alternativo. Pero en 2016, Facebook es un tipo diferente de organización. No está interesada en dirigir el tráfico a otros sitios, aplicaciones o redes. En lugar de ello, pretende encerrar las noticias en su propia plataforma (…) Facebook insta a los periodistas a publicar directamente en su sitio, en lugar de compartir enlaces que lleven a los lectores a las fuentes originales de la noticia. Al mismo tiempo, la compañía ha cambiado los algoritmos del News Feed, lo que limita el número de enlaces externos que ofrecerá de forma gratuita».

«En resumen ‒concluye Newitz‒, Facebook ya no es una fuerza democratizadora en el periodismo. Se ha convertido en una imprenta de pago, que ofrece poco a los periodistas más allá de la perspectiva de una gran audiencia, pero sólo para las historias publicadas dentro de Facebook».

Olvídense, pues, de la vieja jerarquía de las columnas del periódico. En este bufé libre, atiborrado de mercancías y en total desorden, acabamos eligiendo los platos casi por pura casualidad.

Para complicar aún más las cosas, Twitter y Facebook han sido tomados al asalto por los ciberactivistas. Gracias a ellos, la conversación política es un géiser de hashtags, vídeos y memes ofensivos. La sobrecarga partidista, a su vez, fomenta el sensacionalismo en los grandes medios e induce a publicar chifladuras incendiarias.

Qué se le va a hacer: la polémica es el sonsonete que hemos elegido, y por eso mismo, el meollo de ese discurso que nos llega desde Facebook o Twitter es tan simple y tan chillón como la pegatina de un parachoques.

Para empeorarlo todo, está muy claro que la estrategia viral es muy útil para la nueva política, sobre todo si nos fiamos de esa investigación publicada en junio de 2016 en la European Journal of Social Psychology. Sus autores, Wijnand A.P. Van Tilburg, del King’s College de Londres, y Eric Igou, de la Universidad de Limerick, defienden que el tedio fomenta el extremismo. «El aburrimiento pone a la gente al límite ‒escriben‒: les hace buscar compromisos que supongan un reto, sean emocionantes y que les ofrezcan un propósito. Las ideologías políticas pueden ayudar a esta búsqueda existencial».

Seguro que ya os habéis dado cuenta. Nos hemos convertido en punks. Cualquier cosa nos vale. Incluso la mala intención o el cinismo demente de un edgelord que escribe barbaridades en Twitter.

Y si no os gusta ahora, ya os gustará. Deberíais saberlo. Se aprende así, a empujones. Ofendiendo al enemigo a golpe de clic. Espoleados por esa tosca energía que aflora en el subsuelo digital.

¿Y el periodismo? Tiempo habrá para comprobarlo, pero la tendencia es la misma. Ya empieza a perder su razón de ser, que son las noticias y la verdad. Quién sabe. Quizá prefiera darse de morros contra el fango. Quizá no le importe contagiarse de esa fiebre que nos invita a retuitear con furia. Como si la vida pudiera explicarse en 280 caracteres. Como si, en realidad, la mayoría de nosotros no fuera buena gente y prefiriésemos andar continuamente a la gresca.

Imagen superior: Julian Povey, CC.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.

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