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«Parque Jurásico» (1990), de Michael Crichton

¿Por qué nos fascinan tanto los dinosaurios? Hay algo en ellos que nos toca de forma muy profunda, algo que comienza desde nuestra misma infancia. ¿Quién no ha tenido un hijo o un sobrino capaz de memorizar los nombres en latín de decenas de dinosaurios?

Basta ir a un museo de ciencias naturales para ver cómo los chiquillos abren sus bocas, asombrados ante la visión de los vacíos esqueletos de un Tiranosaurio o un Triceratops. ¿Qué es lo que pasa por la cabeza de esos niños? ¿Qué pasaba por la nuestra cuando éramos como ellos? ¿Por qué los dinosaurios estimulan la imaginación de todo el mundo, independientemente de su edad, su origen social o su cultura? Nadie lo sabe.

Lo que sí está más claro es cuándo surgió ese interés: a raíz de los trabajos de los ilustradores de manuales científicos del siglo XIX que, a pesar de lo limitado del conocimiento que se tenía sobre la materia en aquella época, intentaron especular con el aspecto que tuvieron esas maravillosas criaturas.

Julio Verne contribuyó a su popularización con su novela Viaje al Centro de la Tierra (1867), cuya edición ilustrada marcó a toda una generación y sentó las bases para futuros relatos de aventuras con dinosaurios. Algo parecido puede decirse del también seminal El mundo perdido (1912), de Arthur Conan Doyle.

Una vez asentados los dinosaurios en el seno de la cultura popular, la gente empezó a soñar con poder verlos alguna vez en carne y hueso. Las novelas de aventuras de mundos perdidos del siglo XIX y principios del XX recurrían a menudo a esas criaturas, insertándolas en algún rincón del planeta de difícil acceso en el que hubieran podido sobrevivir al margen de la evolución y fuera del alcance de los humanos. Pero conforme los mapas de nuestro mundo iban completándose y se reducían el número de refugios factibles para ese tipo de fantasías, los dinosaurios pasaron a jugar otro papel: el de encarnación de los miedos de la época nuclear, tal y como ocurrió en El monstruo de los tiempos remotos (1953), Godzilla (1954) y muchas otras películas de serie B de la época.

Al mismo tiempo, los escritores de ciencia ficción empezaron a usar el recurso del viaje en el tiempo para acercar al hombre y al dinosaurio. «El sonido del trueno” (1952) fue un cuento seminal de Ray Bradbury cuyas líneas seguirían otros muchos autores, como L. Sprague de Camp. La evolución de los dinosaurios en el campo de la ficción popular es extensísima y daría por sí sola para todo un libro. De igual forma que con el viaje en el tiempo, también se utilizó el viaje espacial para llevar a los humanos a mundos habitados bien por dinosaurios bien por pintorescas criaturas híbridas que hasta pueden ser inteligentes, como ocurre en la trilogía La ascensión de Quintaglio (1992-1994), de Robert J. Sawyer.

Pero quizá quien más éxito ha tenido en mantener vivo el interés del público por los dinosaurios en los últimos cincuenta años haya sido Michael Crichton, quien aprovechó los últimos avances en bioingeniería para sugerir la posibilidad de que quizá algún día pudiéramos recrearlos. Su Parque Jurásico se convirtió en un colosal éxito editorial y una película de aún más impacto cuyo retrato de los dinosaurios –especialmente los velocirraptores‒ ha pasado a formar parte del imaginario colectivo sobre esas criaturas.

En el corazón de casi todas las novelas de Michael Crichton se encuentra la más simple de las premisas: un protagonista atribulado que pierde el control de su mundo, enfrentándose a fuerzas que ya no puede contener. No se trata de una propuesta muy sofisticada, pero ello no fue óbice para que sus libros alcanzaran un enorme éxito. Y es que aunque Crichton podía ser un autor complejo en términos de los temas que trataba y la investigación científica que los sustentaba, también era un narrador de sobresaliente pericia que hacía que el lector pasara página tras página cautivado por la trama. En una ocasión afirmó que los científicos le reprochaban que se apropiara de sus teorías para fabricar una ficción, y que los críticos literarios machacaban su inexistente estilo prosístico.

Dio igual. Crichton fue uno de los pocos escritores modernos que consiguieron fusionar con éxito las grandes ideas con un entretenimiento de disfrute sencillo. Sus libros fueron la unión perfecta entre lo científico y lo pulp. Parque Jurásico es un ejemplo perfecto de ello.

Imagen superior: Michael Crichton, Kathleen Keneddy, la protagonista de «King Kong« Fay Wray, Stan Winston y Steven Spielberg durante el rodaje de «Parque Jurásico» © Universal Pictures.

Totalmente ignorantes de los extraños sucesos relacionados con animales desconocidos que están teniendo lugar en Costa Rica (un aspecto del libro muy interesante que fue totalmente obviado por el guionista David Koepp en su traslación al cine), el paleontólogo Alan Grant y su estudiante la paleobotánica Ellie Sattler –a los que no une ninguna relación sentimental‒ son invitados por su millonario patrocinador, John Hammond, a servir de consejeros de un misterioso proyecto que ha construido en Isla Nublar, en las afueras de ese país centroamericano. Allí se les unen Donald Gennaro, un abogado que representa los intereses de los socios inversores de Hammond; el relaciones públicas de éste, Ed Regis; e Ian Malcolm, un excéntrico matemático especializado en la Teoría del Caos.

El proyecto en cuestión resulta ser un parque temático…de dinosaurios. Hammond ha contratado a los mejores especialistas en ingeniería genética y comprado los más caros ordenadores para completar cadenas sueltas de ADN de dinosaurio y “fabricar” varias especies de ellos que viven confinadas en recintos diseminados por la isla. Las opiniones al respecto de la viabilidad de la idea son muy dispares, pero finalmente son las tesis del pesimista Ian Malcolm las que parecen prevalecer: la Naturaleza es imposible de contener u ordenar. La combinación de las intrigas corporativas, una tecnología no tan perfecta como se pretende y la ignorancia de las complejidades del mundo natural, hacen que se desate la pesadilla: los dinosaurios escapan de sus cercados y los humanos se convierten en sus presas.

En los años ochenta, Crichton no era precisamente un recién llegado al mundo del cine. Ya en 1969, su novela La Amenaza de Andrómeda había sido adaptada al cine por Nelson Gidding en una cinta dirigida por Robert Wise. El propio Crichton también había escrito sus propios guiones. En 1973, por ejemplo, escribió y dirigió la película Almas de metal, acerca de un parque temático robotizado cuyos autómatas se vuelven locos y empiezan a matar visitantes (un tema que sin duda inspiró, conscientemente o no, la base argumental de Parque Jurásico). Así, a comienzos de los ochenta, Crichton era ya una figura influyente tanto en el mundo literario como en el cinematográfico.

Parque Jurásico nació inicialmente en la mente de Michael Crichton en 1981, pero dado que entonces los dinosaurios parecían estar de moda, prefirió esperar y no escribir nada que pudiera ser calificado de acomodaticio. Sin embargo, el interés por esos animales no disminuyó y al final, allá por 1983, escribió un guión para una posible película en el que un estudiante universitario lograba clonar un pterodáctilo a partir de ADN fosilizado. Pero la historia no acababa de resultar convincente y volvió una y otra vez sobre ella en los años siguientes tratando de darle mayor solidez y verosimilitud. Por fin, optó por transformarla en una novela ambientarla en un parque temático y narrada desde el punto de vista de un muchacho que contemplaba cómo los dinosaurios confinados en él escapaban sembrando el caos.

El caso es que una vez tuvo su novela, la envió a personas de su confianza para recabar su opinión y ésta fue unánime: a nadie le gustó. Necesitó más borradores para averiguar la razón, pero al final la encontró: los lectores querían un punto de vista adulto, no infantil. Reescribió la historia y la acogida cambió radicalmente. Tenía un éxito entre manos. Una de aquellas personas que tuvieron acceso al borrador original fue Steven Spielberg, que compró los derechos antes incluso de que Crichton hubiese terminado de escribir el libro.

Michael Crichton es probablemente el escritor de ciencia ficción que ha alcanzado mayor proyección mundial. Sus libros han vendido millones de ejemplares a un público generalista no particularmente interesado en el género, lo que, paradójicamente, le ha valido a Crichton el ser a menudo ninguneado por los más puristas, quien no le consideran un autor relacionado con la ciencia ficción.

Fanatismos aparte, Crichton ha firmado libros y películas que son pura ciencia ficción: La Amenaza de AndrómedaAlmas de MetalEl Hombre TerminalEsferaRescate en el TiempoPresa o esta Parque Jurásico. La fórmula de su éxito, sin embargo, contiene un claro ingrediente ludita, esto es, una desconfianza hacia la Ciencia o, más exactamente, hacia la naturaleza del hombre y lo que éste podría hacer –o, de hecho, hace‒ con aquélla.

La Ciencia en sí misma, contemplada como el conocimiento de las leyes que rigen el universo, no es un objetivo perverso ni indeseable. Lo que Crichton utiliza en muchos de sus libros es el tema ya presente en Frankenstein (1818): jugar a ser Dios sólo puede acarrear desgracia y destrucción. Y ese es precisamente el mensaje que claramente se expone en Parque Jurásico y que ya estaba presente en Esfera o Almas de Metal, una corriente muy frecuentada por la ciencia ficción y que irrita a no pocos aficionados por el retrato que de los científicos suele ofrecer como seres arrogantes y egocéntricos.

El propio Crichton, recordémoslo, tenía una sólida formación científica. Se graduó summa cum laudae en Antropología y se doctoró en Medicina en Harvard. Su abandono de la profesión médica se produjo en un momento muy temprano de su carrera, cuando comprobó que, en los hospitales donde realizaba las prácticas, los médicos anteponían sus propios intereses a los de los pacientes.

Hay quienes han afeado a Crichton sus inexactitudes científicas o incluso errores de bulto (como su crítica a los defensores del cambio climático), pero quizá lo que más resentimiento ha levantado entre muchos aficionados al género ha sido su postura crítica con la Ciencia, sin tener en cuenta que el objeto de sus ataques no es la Ciencia en sí, sino quienes la practican y quienes la financian. Y esto es un punto de vista que merece una detenida reflexión.

La ciencia y la tecnología son asombrosas; nuestras vidas cotidianas están condicionadas por ellas, ya sean en la forma de Google, un Smartphone o la comida transgénica. Pero ya hace mucho que todo el mundo sabe que igual que la energía nuclear puede calentar nuestras casas en invierno también puede convertirse en armas de horrible poder destructor. Podemos diseñar genéticamente plantas que alimenten al mundo… o virus que lo aniquilen. Incluso algo tan sencillo como el fuego puede usarse para cocinar o para arrasar la casa de nuestro irritante vecino.

Mostrar la cara menos amable de la ciencia y la tecnología no significa ser un ludita, esto es, alguien que considera el avance del conocimiento como un paso hacia la desnaturalización y fuente de todo tipo de males y peligros. Tampoco equivale automáticamente a ser un pesimista, puesto que su objetivo puede ser el de avisar de las consecuencias de una determinada tendencia, actitud o comportamiento. Y, a la postre y sobre todo, el lado más oscuro de la tecnología suele ser el más tratado en la ficción sencillamente porque ofrece mayor potencial dramático. La ficción no funciona muy bien cuando todo es maravilloso y la gente vive feliz. Necesita conflicto y drama, los ingredientes con los que atrapar al lector. Y eso lo sabía muy bien Crichton, perfecto conocedor de lo que funcionaba y lo que no en un relato.

En Parque JurásicoCrichton llama la atención sobre el hecho de que la ciencia ha pasado de ser practicada abiertamente en las universidades a desarrollada secretamente en los laboratorios de grandes corporaciones, instituciones mucho más herméticas, menos transparentes y, desde luego, concentradas en obtener beneficios a través de las patentes. La prisa de los inversores por obtener rendimientos económicos, la poca consideración que se le da a la ética, la indiferencia hacia las posibles consecuencias de los desarrollos que se llevan a cabo, el ambiente de competencia que favorece el apresuramiento y el secretismo y el vacío legal que permite patentar determinados descubrimientos biológicos hurtándolos al libre disfrute del resto del mundo, son todos ellos temas presentes en la novela, y en nuestra vida cotidiana.

Michael Crichton utiliza este libro para lanzar alegatos tanto a favor de la ciencia como en contra de ella. Durante toda la trama, Ian Malcolm despotrica y desvaría acerca de la Teoría del Caos y cómo el hombre ha fracasado en sus intentos de servirse de la ciencia. Sus afirmaciones principales son que ésta no sólo no ha hecho de la vida algo mejor sino que, de hecho, la ha empeorado: “¿Qué progresos? La cantidad de horas que las mujeres le dedican al cuidado del hogar no ha cambiado desde 1930, a pesar de todos los progresos. Todas las aspiradoras, lavadoras, secadoras, trituradoras de basura, eliminadoras de desperdicios, telas que se lavan y se usan sin planchado… ¿Por qué limpiar la casa requiere tanto tiempo, todavía, como en 1930? (…) Porque no ha habido progreso ninguno. No verdadero progreso. Treinta mil años atrás, cuando los hombres estaban haciendo pinturas rupestres en Lascaux, trabajaban veinte horas semanales para abastecerse de alimento, refugio y vestido. El resto del tiempo podían jugar, o dormir, o hacer lo que quisieran. Y vivían en un mundo natural, con aire puro, agua pura, hermosos árboles y ocasos. Piense en eso: veinte horas por semana. Hace treinta mil años.

–¿Quiere volver atrás el reloj?

–No: quiero que la gente despierte. Hemos tenido cuatrocientos años de ciencia moderna y, en este momento, deberíamos saber para qué sirve y para qué no. Es hora de cambiar.”

Es cierto, no obstante, que buena parte de ese discurso se produce tras haber sobrevivido Malcolm al ataque de un tiranosaurio y bajo el efecto de fuertes sedantes. Pero, en cualquier caso, para él, el progreso científico es “una violación de la vida natural”. Muchas de esas afirmaciones son deliberadamente hiperbólicas y provocativas, probablemente porque Crichton pretendía utilizarlas como contraste. En la película, el punto de vista de Malcolm está mucho más suavizado, reducido al conocido estereotipo de científicos jugando a ser dioses, pero sus argumentos en el libro son al tiempo más sutiles y extremos.

Ian Malcolm es quien mejores momentos tiene en toda la novela, con fragmentos como este: “A nadie le mueven abstracciones tales como la «búsqueda de la verdad». »En realidad, lo que preocupa a los científicos son los logros. Y están concentrados en si pueden hacer algo. Nunca se detienen a preguntar si deben hacer algo. De modo muy conveniente, a tales reflexiones las definen como «inútiles»: si no lo hacen ellos, algún otro lo hará. El descubrimiento, afirman, es inevitable. Así que simplemente tratan de lograrlo”.

A pesar de todos esos ataques de Malcolm a la ciencia, Parque Jurásico es una novela bien asentada en ella. Crichton ofrece abundantes digresiones para explicar lo que a comienzos de los noventa eran las técnicas y teorías más avanzadas en paleontología. La relación evolutiva entre las aves y los dinosaurios no era aún una teoría muy conocida y la percepción general de éstos era la de unos animales lentos y bastante tontos.

A través de Alan Grant, el escritor nos informa de los últimos avances en el conocimiento de los dinosaurios. A otro nivel, apoya la discusión científica con tablas, estadísticas e incluso líneas de código informático para plasmar el tipo de sabotaje que comete Dennis Nedry y que el ingeniero John Arnold debe tratar de solucionar (el tema informático, no obstante, está sobredimensionado a ojos del lector actual, probablemente porque los ordenadores forman hoy parte de la vida cotidiana en mayor medida que en 1990 y el peor problema al que se enfrentaría hoy un usuario ante un sistema operativo sería averiguar el nombre del usuario y la contraseña).

Sin embargo, conviene apuntar que a Crichton le importaba más la plausibilidad que la probabilidad. El discurso científico está aparentemente bien articulado aunque una mirada más detenida puede detectar graves fallos. Por ejemplo, en lo que se refiere al contraste entre la composición de la atmósfera moderna con la que existía en la Tierra en tiempos pretéritos. En Parque Jurásico aparece un estegosaurio que tiene problemas para respirar, pero ninguno de los demás dinosaurios parece sufrir las mismas dificultades. Con toda seguridad, todos los dinosaurios clonados morirían inmediatamente envenenados por el aire actual.

Sea como fuere, la investigación que Crichton realizó en diversos campos de la ciencia paravolcarla en la novela se ve enfrentada al ataque furibundo de parte de su propio personaje, Ian Malcolm, cuyo papel parece ser el de burlarse de los esfuerzos científicos del autor –que son, en último término, los que otorgan consistencia y verosimilitud al libro‒. Y es en ese conflicto donde el lector puede encontrar la verdadera alma de Parque Jurásico. Sí, es un libro sobre dinosaurios renacidos provocando el caos, eso es obvio y fascinante; pero también y sobre todo trata sobre la naturaleza de los descubrimientos científicos y cómo éstos se relacionan con el poder de la Naturaleza.

Aunque la caracterización de personajes no es desde luego lo mejor del libro, Crichton sí se sirve de ellos para exponer diferentes puntos de vista sobre el “experimento-proyecto de negocio” que se está llevando a cabo en Isla Nublar.

Para el paleontólogo Alan Grant, ver dinosaurios vivos es tan maravilloso como temible: puede comprobar la validez de sus teorías y aprender la verdad sobre aquellos animales a los que ha dedicado su vida, pero al mismo tiempo su campo de estudio, el análisis de restos fósiles, se convierte instantáneamente en obsoleto. Para el abogado Donald Gennaro, Parque Jurásico es meramente una cuestión de números, una inversión que hay que rentabilizar; su única preocupación es la viabilidad de los experimentos, los elevados costes en los que han incurrido y la seguridad de las instalaciones, esto último no tanto por una genuina consideración hacia las vidas de los visitantes, sino en cuanto al daño económico que podría causar un fallo en aquélla.

Ni el informático Dennis Nedry ni el doctor Henry Wu albergan el menor romanticismo hacia su papel en el proyecto. El primero, amargado y resentido, no duda en traicionar a su patrón poniendo en peligro las vidas de todos; el segundo busca el reconocimiento científico y la satisfacción de su propio ego. Para el especialista en fieras Muldoon, los dinosaurios no son más que animales peligrosos a los que mantener bajo control. El ingeniero John Arnold, por su parte, actúa como cierto contrapeso a Malcolm, expresando su fe en la tecnología sobre la que descansa el parque, pero sin que de su discurso se desprenda ni conciencia de las implicaciones éticas del experimento que allí se está realizando ni una verdadera pasión por las mismas.

Los dos personajes más interesantes y quienes ocupan los polos opuestos del libro son John Hammond e Ian Malcolm. El primero es un optimista nato, alguien que ha sabido hacer mucho dinero vendiendo humo, pero sin perder su pasión casi infantil. Parque Jurásico es su sueño personal, un sueño que le ha acompañado toda la vida y que está dispuesto a hacer realidad cueste lo que cueste para compartirlo con toda la Humanidad.

Naturalmente, ganará enormes cantidades de dinero con ello, pero ese no es tanto su objetivo último como el cebo con el que atraer inversores que le ayuden a completar el proyecto. Dan igual las dificultades o el precio a pagar. Contrata a los mejores, se arma de paciencia y mantiene siempre un espíritu positivo a toda prueba que no puede sino despertar cierta simpatía por parte del lector, aun cuando resulta evidente que esa actitud le impide ver las auténticas dificultades que se esconden bajo el plan y las inquietantes consecuencias que de él pueden derivarse. A diferencia de la película, no es un amable abuelito completamente ignorante de lo que está desencadenando, sino un duro hombre de negocios que no duda en culpar a otros de lo que, en último término, son sus propios fracasos.

Por su parte, Ian Malcolm es, como ya hemos apuntado, un pesimista irredento. Acérrimo defensor de la Teoría del Caos, está completamente seguro de que la Naturaleza no puede domarse y que, tarde o temprano, surgirá algún elemento imprevisto que desbaratará cualquier intento de establecer un orden en el sistema. En la película, a pesar del gran papel que realizó Jeff Goldblum encarnándolo, el personaje se limitaba básicamente a constatar lo obvio. En el libro, en cambio, sus argumentos están expuestos con tal brillantez y fanatismo no exento de sentido común que despierta continuamente la irritación de Hammond, quien se niega a considerar que su plan cuidadosamente concebido y desarrollado pueda fracasar.

Después de escribir y dirigir la interesante Almas de metal (1973), se produjo un apreciable cambio en la producción de Michael Crichton. Escribió un importante número de novelas y guiones, bastantes de ellos, como he mencionado, adscritos a la ciencia ficción. Aunque la mayoría son buenos, también tienen un sospechoso aroma a obras expresamente escritas para ser llevadas a la pantalla. De hecho, la mayoría de ellas sí hicieron esa transición y Parque Jurásico no fue una excepción. Ya he comentado que Steven Spielberg compró los derechos y en 1993 estrenó una película con el mismo nombre que cosechó un enorme éxito, dando inicio a todo un fenómeno en su época.

Sin embargo, la novela es un libro más profundo, inteligente y extraño que la historia que se desarrolló en la película, más centrada en la aventura, el suspense y la espectacular recreación visual de los dinosaurios. Ciertamente, la novela también contiene momentos de acción y suspense arrebatadores narrados con un pulso magistral, pero nunca pierde de vista el tema central, reforzándolo regularmente con la integración de pasajes que exponen argumentos científicos y humanísticos que animan a la reflexión y el debate.

Parque Jurásico es, por tanto, una historia plausible sobre la aplicación de la genética a la resurrección de especies extintas, un libro de lectura recomendable, ágil, amena e inteligente.

Por el contrario, la secuela, El mundo perdido (1995), pierde casi todo lo que de interesante tenía el primer libro al intentar ser más un guión para una película que una verdadera continuación de la anterior novela. Como acabo de comentar, hacía ya algún tiempo que los libros de Crichton llevaban asemejándose a protoguiones cinematográficos, pero ello no era malo per se, puesto que no se abandonaban del todo los pasajes más densos y las reflexiones más propias del medio literario que del cinematográfico. Pero en esta ocasión, el escritor se pasa de la raya, entre otras cosas porque sus planes nunca contemplaron escribir una secuela. Si lo hizo, fue a instancias de Steven Spielberg que, claro está, deseaba volver a rodar actores perseguidos por criaturas infográfico-antediluvianas (paradójicamente y a pesar de todo, el guión final de la película difiere mucho de la novela).

Así, El mundo perdido no aporta absolutamente nada novedoso. De nuevo, un grupo de personajes se traslada a la Isla Sorna, donde la ahora extinta InGen había instalado un complejo secreto para “fabricar” dinosaurios, a los que luego dejaban en libertad para que maduraran antes de trasladarlos a Isla Sorna, donde se alojaba Parque Jurásico. El grupo en cuestión, como es de esperar, acaba metiéndose en problemas, en parte debido a la intervención del agente de una compañía de investigación biológica rival de InGen que pretende apoderarse de huevos de dinosaurio.

Los personajes de El Mundo Perdido aún están más desdibujados que los de su primera parte. Ian Malcolm, que allí había tenido un indudable carisma –tanto que, tras morir al final de Parque JurásicoCrichton se vio obligado a “resucitarlo” para la secuela, lo que convierte a ésta en una continuación no de la novela, sino de la película de Spielberg‒ aquí es un individuo anodino que no realiza aportaciones relevantes. Lewis Dodgson, el agente de Biosyn encargado del robo de tecnologías, no es ya un intrigante espía industrial, sino un villano estereotipado que recurre incluso a mancharse las manos personalmente con el asesinato.

Richard Levine, el científico multidisciplinar con memoria fotográfica que pone en marcha la acción, es un individuo desconcertante por lo indefinido que resulta: no se sabe si su pasión y entrega a la causa de los dinosaurios proviene de una obsesión malsana, de un retraso emocional o de una verdadera curiosidad científica, pero aparte de dejar claro que se trata de un individuo irritante y egocéntrico, poco más se puede decir de él. Y, para colmo, Crichton introduce en la trama a dos niños de una manera forzada, inverosímil e innecesaria como no sea para atraer a la audiencia infantil de la película que sin duda se iba a realizar.

No es que El mundo perdido sea aburrida. De hecho, supone una decente actualización al mundo de la investigación genética actual del libro de Arthur Conan Doyle del mismo título publicado en 1912 y que mencionaba al principio. La trama es dinámica, tiene momentos de gran suspense y se lee con cierto agrado. Pero, como decía más arriba, no ofrece nada nuevo respecto de su predecesora. Carece tanto del toque de ciencia ficción dura de Parque Jurásico como de su certero comentario humanista, limitándose a encadenar una peripecia tras otra. Si te gustó Parque Jurásico y te sobra tiempo de lectura, puedes probar con El mundo perdido, aunque seguro que encontrarás lecturas mucho más interesantes.

Parque Jurásico, por el contrario, ha envejecido muy bien, tanto como puro entretenimiento literario como exploración de la ética de la ciencia y el desarrollo tecnológico. Fue un libro muy influyente en la forma en que el público veía los dinosaurios (¿cuánta gente sabía antes de su publicación qué eran los velocirraptores?) y aunque la ingeniería genética que plantea sigue siendo hoy irrealizable, su carácter admonitorio está plenamente vigente en lo que se refiere a los peligros de los avances en ingeniería genética producidos en el ámbito empresarial.

Imagen superior: ilustración de Mark Englert para el film Jurassic World.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado en Cualia por cortesía de su autor. Previamente editado en Un universo de ciencia ficción. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".