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Parásitos de ChatGPT

Hoy en día consideramos muy moderno ese sistema de inteligencia artificial llamado ChatGPT, o Gepetto para los amigos, que nos resuelve dudas, al que le pedimos que, a partir de una idea sencilla, nos escriba un informe, que nos resuma un libro o que nos haga una propuesta para un proyecto a partir de tres o cuatro datos. Pero, en realidad, ChatGPT siempre ha existido, hasta el punto de que es la esencia del trabajo humano. ChatGPT se inventó hace miles de años.

ChatGPT hemos sido y son todos los trabajadores que hemos escuchado la idea de un creativo o de un autonombrado creador que nos ha dado tres o cuatro rasgos rápidos para crear a partir de ellos una trama, una serie o un programa de televisión, y después ha dicho: «¡Venga, poneos a trabajar!». Entonces los guionistas, después de un intenso trabajo y varios ensayos de prueba y error, le entregamos el resultado. Finalmente esa persona lo ha mirado, lo ha leído, casi siempre muy rápidamente, y nos ha acabado diciendo: «Dadle otra vuelta». Y nosotros, tan obedientes y serviciales como ChatGPT, como el chatgepeté de carne y hueso que siempre hemos sido, nos hemos dedicado a corregirlo, ampliarlo eliminar y añadir nuevas ideas, hasta lograr complacer al creativo, productor, director o directivo.

Así ha sido siempre y así seguramente seguirá siendo. Y quizá es inevitable que sea así. No se trata de una práctica diabólica, aunque haya tantos indocumentados pretenciosos que creen que el trabajo narrativo consiste en dar ideas “brillantes”, hasta el punto de que la asociación de guionistas españoles ALMA ha tenido que aclarar que un showrunner, esa figura que representa mejor que nunca al autor y creador de una serie de televisión, tiene que ser un guionista. Si no es guionista, no es showrunner. No es suficiente con ser productor, director o accionista de la empresa en cuestión.

Ahora bien, puede ser positivo, e incluso se puede considerar razonable, que seamos chatgepetés y que existan personas que nos usan como nosotros usamos a ChatGPT. No sólo nos sucede a los guionistas, porque en todas las empresas y en todas las profesiones hay preguntadores o lanzadores de ideas, por un lado, y chatgepetés humanos, por el otro, es decir, empleados. Personas que hacen las cosas.

Yo también he estado en el otro lado, el de quien consulta a los chatgepetés orgánicos. Cuando dirigí el programa Trilocos, ejercí la función de showrunner avant la lettre, porque esa figura todavía no se había inventado, junto con Miliki, que fue el creador de los personajes y el concepto de la serie. Yo les pedía a mis guionistas que presentasen una trama que pudiera ser interesante. La revisaba y, si no me parecía bastante interesante, la corregía, añadía alguna cosa, o les pedía que la volvieran a escribir. Muchas veces la acababa escribiendo yo, al menos cuando se trataba de guionistas a los que no se les daba bien construir tramas y enredos. Eso sí, aunque yo les encargaba o escribía esas tramas, eran ellos quienes escribían el guion. Gracias a eso no perdían su talento.

Porque, en efecto, en mis años de trabajo como guionista y director, he observado cómo muchos guionistas, muchos compañeros, perdieron su talento como escritores por aficionarse demasiado a usar a los chatgepetés humanos. Acabaron por dedicarse a lanzar una idea rápida y muy general y a revisar los guiones, pero ya no se ponían nunca delante del ordenador para convertir esas ideas más o menos etéreas en realidades narrativas tangibles. Eso se tradujo con el tiempo en una pérdida inevitable de capacidades creativas.

Algunos de ellos me han dicho que lamentaban lo sucedido: «Dejé de escribir, de pensar a fondo en la resolución de problemas concretos y ahora ya no soy capaz de escribir ni de pensar como antes. Ahora solo soy capaz de expresar conceptos generales e ideas más o menos brillantes, pero nada más que ideas». En muchos casos se cumplió aquél célebre principio de Parkinson: «Todo mando de una empresa asciende hasta llegar a alcanzar su máxima incompetencia, momento en el que obtiene un despacho en el que se puede dedicar a no hacer nada».

Quizá esa es la razón por la que, aunque reconozco las muchas ventajas que puede tener ChatGPT, lo uso poco, más que nada en asuntos relacionados con la programación para mi página digital. Porque temo que si recurriera demasiado a ChatGPT, correría el peligro de olvidar cómo pensar de manera compleja, cómo desarrollar y ordenar las primeras intuiciones que me vienen a la mente, cómo solucionar los verdaderos problemas narrativos, habilidades que no consisten en concebir ideas, sino en desarrollarlas.

Puede suceder algo semejante a la pérdida de conocimiento matemático entre la población general que supuso la llegada de las calculadoras electrónicas. Antes de que se popularizaran, casi todo el mundo se manejaba bastante bien con los cálculos matemáticos. Quizá suceda lo mismo con ChatGPT y la inteligencia artificial, y perdamos, no ya la capacidad de calcular, sino la capacidad de reflexión y de resolución de problemas. Perder la inteligencia.

Cuando llegue ese momento, las máquinas harán muy bien en ocupar nuestro lugar y no permitirnos seguir siendo sus parásitos.

Copyright del artículo © Daniel Tubau. Reservados todos los derechos.

Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guión del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
Su último libro es 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, pero casi siempre ignorada o silenciada. A este libro ha dedicado una página que se ha convertido en referencia indispensable acerca del escepticismo: 'Sabios ignorantes y felices'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guión, literatura y creatividad en España y América.