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Migoya y Cleo

En España no escribimos buenas historias. En España somos más del estilismo fotovoltaico o el peñazo ensayístico. En España miramos con sospecha la ficción, especialmente la ciencia ficción y otros géneros y subgéneros que nuestro establishment considera menores. El gozo de contar, la imaginación sin coartadas, el combustible que nos engancha en las novelas, películas y series, queda reservado para los autores en lengua extranjera. Lo que está bien para Tolkien está para mal un tipo de Ponferrada, Barberá del Vallés o Lima. El propio Tolkien sería estigmatizado. Recuerden que el presidente del jurado del Premio Nobel decidió en su día que Tolkien no era digno del galardón. No se le ocurrió mejor forma de descalificarlo que decir que El señor de los anillos era la clase de novela que le habría gustado escribir a Lovecraft.

Pues bien, yo, en Madrid, a 10 de junio de 2022, firmo y rubrico que Cleo, de Hernán Migoya, es el libro que habrían querido firmar muchos de nuestros más insignes académicos. Pero no pueden. Por no desairar los cementerios de las mesas de novedades. Por fidelidad a un canon ateroesclerótico de puro coñazo. O porque, sencillamente, la escritura, y el seso, no les da. Quiero decir, en fin, que Cleo, como tantos otros libros de Migoya, es una golosa anomalía y que desarrolla un argumento de una riqueza asombrosa. Cinéfilo, oscuro, rompedor, romántico y gloriosamente tocapelotas, plantea una narración distópica. Al mismo tiempo, como escribe Guzmán Urrero, arrastra el género a unos parámetros más cerca de La Codorniz, de Mihura y de Tono, pero también de Berlanga, del esplendor y la sensualidad mediterráneas, que de los páramos puritanos, a los que nos tiene tan acostumbrados la ficción anglosajona.

Y ya que hablamos de puritanismo bien está recordar que a Migoya quisieron darle matarile, siquiera reputacional, por escribir y publicar un libro, Todas putas, que conviene reivindicar cada vez que podamos. Ni que decir tiene que sus odiadores no lo leyeron nunca. De haber pasado del título, de haber traspasado la maldita portada, sabrían que aquel texto era todo lo contrario que el animalito misógino del que hablaron. En eso, como en tantas cosas, aunque fuera para mal, o sea, como víctima, Migoya iba por delante. Se les adelantó incluso a la hora de ser el objetivo a batir de una de las primeras cancelaciones, que es el jarabe, muy poco democrático, que los modernos curas dan a probar a los autores díscolos. Anda que no habría disfrutado la izquierda reaccionaria de hoy en día, traidora a todos y cada uno de los postulados del manifiesto que firmó el barbudo de Tréveris, anda que no habrían gozado, digo, jugando al pim pam pum con aquel libro. De la derecha reaccionaria no digo nada porque sigue donde solía. Tapando bocas y rabos.

El problema, como dijo una vez Umbral, es que aquí, o sea, en España, la envidia come de la originalidad y saquea el talento ajeno, para vejarlo, para bajarlo a tierra, para quemarlo y, de paso, para quemar a su autores. El talento molesta, la libertad incordia, la originalidad fastidia y el estilo propio toca mucho las gónadas de los enanos, felices de liquidar a quien destaca. Hoy como entonces nuestros eunucos salen de safari, a ver si se cobran las cabecitas de los mejores. Sólo que con Migoya no hubo forma. Era y es demasiado valiente, va demasiado a su bola, es demasiado innovador, desprejuiciado y fiero para amedrentarlo o reducirlo.

Guionista de cómics, autor de libros intimistas, novelista wagneriano, erotómano y gamberro, erudito en mil y una maravillas de la cultura popular, de 007 y Conan a los grandes historietistas peruanos, redactor jefe de El Víbora, Migoya es esa rara y preciosa excepción capaz de combinar a Robert Crumb y a Patricia Highsmith, a Nabokov y a Kingsley Amis, a Queen y a Peret, a Peter Bagge y a Hitchcock, Ken Kesey y Frank Miller, los Hermanos Calatrava y Mary Shelley, reunidos gracias a una escritura de cualidades casi comestibles y una inteligencia al servicio del placer y la libertad.

A la mierda los cínicos, a la mierda los puros, a la mierda la comunión de los santos, los censores del culo vecino, los guardianes de las reliquias, los custodios del canon, los salvadores de la entrepierna, los monjes alféreces del paisaje moral y los malnacidos empeñados en ordenar cómo pensamos y cómo follamos, y viva la madre que parió a Migoya, santo patrón y superhéroe de barrio al que debemos joyas del calibre 30/30 como esta maravillosa Cleo.

Copyright del artículo © Julio Valdeón. Reservados todos los derechos.

Julio Valdeón

Julio Valdeón Blanco (Valladolid, 1976). Licenciado en Historia por la Universidad de Valladolid. Escritor. Premio Ciudad de Salamanca 2005 de Novela. Premio Cossío de periodismo 2011, modalidad de Opinión. Autor de cuatro novelas, "Los fuegos rojos" (Algaida, 1998), "El fulgor y los cuerpos" (Espasa 2002), "Palomas eléctricas" (Algaida 2006) y "Verónica" (Algaida 2008), y de los ensayos "American Madness: Bruce Springsteen y la creación de Darkness on the Edge of Town" (Caelus Books, 2009), "Sabina. Sol y sombra" (Efe Eme, 2017), "Separatistas ante los ropones. Crónica de un juicio" (Deusto, 2019) y "No le des más whisky a la perrita. Vida, obra y milagros de Raúl del Pozo (La Esfera de los Libros, 2020), escrito junto a Jesús Úbeda.
Colaborador y/o columnista de "El Mundo", "Efe Eme", "Ruta 66", "Leer", "Jot Down", "Yo Dona", "El Cultural", "El Mundano" y los diarios del grupo Promecal. Colaborador de Onda Cero. Fue columnista de "Factual". Tras la dimisión de su director, Arcadi Espada, hizo lo propio.
Fotografía © Domingo Paillet.