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Lovecraft y Howard: civilización y barbarie

Casi toda mi obra está marcada por la dicotomía civilización/barbarie. El ejemplo que mejor ilustra mi inquietud eterna es la relación entre Howard Phillips Lovecraft y Robert E. Howard. El primero, un norteño de familia respetable y linaje distinguido, culto y con apariencia de dandy citadino, incluso de Borbón incestado; el segundo, un texano hijo de familia rural con aspecto de patán pueblerino, obsesionado por el físico, la masculinidad y las armas, hasta el punto de que su leyenda transmitida es la de un homosexual reprimido en medio de la nada sureña.

Como escritores, Lovecraft responde al estereotipo de autor cerebral, mesurado, que menosprecia o teme el sexo, un señor con categoría intelectual; Howard, al contrario, es un escritor entregado a lo visceral, a la exacerbación del instinto, la celebración de las emociones primarias. El primero jamás es cuestionado en cuanto a su calidad literaria; al segundo apenas se le festeja –jamás en círculos literarios fuera de lo fantástico–, o solamente desde hace unos años: en verdad, su prosa resulta tosca, apresurada y muy limitada, si bien rebosante de poderío y convicción.

Pese a la gloria de su mayor creación, Conan el Bárbaro (mi personaje literario favorito, aseveración que hace un año arrancara una carcajada cómplice en el añorado Juan Fernando Vega Ganoza, que en paz descanse, durante la presentación del hermoso libro Un único desierto de Enrique Prochazka, insigne howardiano –y lovecraftiano– de pro), justo es reconocer que Howard cuenta con muchas obras de confección ridícula. De hecho, su reivindicación no hubiera sido posible en las letras españolas o peruanas, la élite letraherida lo hubiera invalidado por pueblerino y burdo, desde el clasismo urbanita y el desprecio de base a las emociones simples, no elaboradas intelectualmente.

Sin embargo, Lovecraft y Howard se estimaban. Jamás se conocieron en persona, pero mantuvieron una animada correspondencia, que refleja mejor que nada esa diferencia de enfoques en cómo entendían la vida.

Lovecraft nunca disimuló el desagrado que le producía el que los héroes de Howard fueran salvajes y vencieran moral y físicamente a los representantes de la “civilización”: que Conan pisoteara con sus sandalias los enjoyados tronos de la Tierra y terminara nada menos que proclamándose conquistador y rey de la orgullosa Aquilonia suponía casi una afrenta a todo aquello que él defendía; para el mito de Providence, claramente los aquilonios eran superiores a los indígenas de provincias, cuyo destino pasaba sin duda por ser sojuzgados y absorbidos por el progreso y la ilustración de una cultura que sofocaría la propensión a lo dionisíaco y los credos paganos… Suprimir el instinto es para Lovecraft y los suyos –casi todos los intelectuales por definición son así, de Unamuno a Ortega y Gasset, por poner ejemplos cercanos…, que a menudo terminan rayando en el supremacismo– condición sine qua non para todo desarrollo y evolución de la masa humana.

Howard simboliza lo contrario: él predicaba (perdón por la mala elección de verbo), con sus aventuras desatadas de violencia, erotismo y primitivismo, el regreso a una sociedad más intuitiva y atávica, donde la culminación de los sentidos compensara por el aislamiento emocional que el conocimiento crudo casi siempre genera en los individuos que construyen su reputación sobre el mérito de la sabiduría.

Howard sufría por ese aislamiento. Y era –probablemente sin saberlo– un contemporáneo afín en sus propuestas fantásticas a las estilísticamente realistas de D.H. Lawrence, el primer autor de clase baja en la –riquísima– literatura de pijos que fue la británica de hace un siglo. (Nuestra literatura sigue siendo de pijos, pero no tan rica, me temo…).

Así, me alegra mucho la cordialidad de la relación epistolar entre Lovecraft y Howard, porque ambos representan polos opuestos en su posicionamiento vital. A grandes rasgos, Lovecraft promulga las ventajas de una sociedad civilizada e imagina que ésta es amenazada por monstruos primigenios que hacen peligrar el triunfo de la razón; Howard es un estereotipo de escritor palurdo que propone la victoria de los instintos como fin deseable de toda vida humana: un defensor del salvajismo, en cierto modo. Del retorno a(l paraíso perdido de) la selva.

Y ahí precisamente radica la hermosa contradicción: porque, sin embargo, el autor civilizado y racional tenía un gato llamado “Nigger Man” (“tío negro”); en cambio, el autor cateto, el bruto insensible, se pegó un tiro en la boca a los 30 años en cuanto su madre falleció, incapaz de soportar la vida real.

Paradojas de la civilización y la barbarie.

Copyright del artículo © Hernán Migoya. Reservados todos los derechos.

Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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