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«Halloween» (John Carpenter, 1978). El asesino llega a los suburbios

A principios de los años ochenta, cuando la competencia de los videoclubs ya era un hecho, los dueños de algunos cines de barrio y cinestudios pensaron que programar tres películas seguidas podía ser una oferta atractiva. El caso es que acertaron. Y así fue como muchos nos aficionamos al terror: disfrutando ‒o no‒ de proyecciones en cadena, donde la cantidad era infinitamente más importante que la calidad.

En uno de esos pases ‒durante una sesión bastante tumultuosa, por cierto‒, recibimos una dosis doble de John Carpenter, estremeciéndonos primero con La noche de Halloween (Halloween, 1978) y luego con su secuela, Halloween 2: Sanguinario (1981), dirigida por el debutante Rick Rosenthal a partir de un guión de Carpenter y Debra Hill.

Para el público adolescente de aquellas fechas, la calidad narrativa o la puesta en escena eran lo de menos. Nuestra condición de conversos al slasher anulaba nuestra capacidad de ver por qué Halloween era una buena película. Que el asesino fuera misterioso, que sus víctimas fueran divertidas y que los sustos fueran contundentes era suficiente.

No es algo que sorprendiera, vamos. Cualquiera que haya sido adicto al cine en los ochenta sabrá que aquellas eran emociones primarias, genuinas… Nada que ver con la dedicación catecumenal de los cinéfilos de hoy. Si algo nos gustaba, no era por los nombres propios del cartel, ni por detalles más o menos pedantes, sino porque la película cumplía la promesa de una comunión de gritos, chistes y rugidos.

Qué simple, ¿verdad? Ver algo terrorífico junto a los amigos, mientras la copia de la película se proyectaba en pésimas condiciones de imagen y sonido. De hecho, recuerdo como si fuera hoy que, lejos de respetar la maestría de Carpenter, aquel pase de Halloween originó comentarios a voces, y todo tipo de apostillas más o menos felices. Supongo que esa interacción hoy sería inadmisible ‒lo mismo que los defectos en el celuloide‒, pero créanme, va atada a mi memoria con la misma firmeza que las escenas de la película. Tanto es así que, si vuelvo a ver Halloween en DVD, me entran ganas de gritar a las víctimas de Michael Myers: «¡Date la vuelta, idiota! ¿O es que no ves que está detrás de ti?». Más o menos como cuando todo aquello aún no era algo reverenciado, sino un pasatiempo juvenil de segunda clase.

Y no digo que Carpenter no fuera ambicioso, pero aquella película rodada al sur de California, en la primavera del 78, era un producto barato, que parecía hecho pensando sólo en nosotros.

La trama no podía ser más sencilla: un psicópata, encerrado de crío por haber apuñalado a su hermana, escapa del psiquiátrico y llega al idílico pueblo de Haddonfield, Illinois, donde encuentra nuevas víctimas. ¿Y el resto? Un espectáculo de sangre y sobresaltos, sin mayores ambiciones temáticas.

Con el tiempo, los analistas han sobreinterpretado el guión. Que si es un reflejo de la misoginia frente a la promiscuidad sexual de los setenta. Que si recuperaba la tradición medieval de la doncella que se enfrenta a la bestia. Que si tiene detalles afines a la pornografía. Que si era una puesta al día de las típicas historias de terror popularizadas por el pulp medio siglo atrás…

En descargo de todos estos estudiosos hay que decir que la solemnidad es imprescindible en la universidad y en ciertas revistas de cine. Pero las apariencias engañan: lo más probable es que Carpenter sólo quisiera contar un relato tan viejo como el ser humano. El de un depredador y sus presas. O si lo prefieren, el de un demonio inmortal y el brujo que conoce su secreto.

Si nos paramos a pensarlo, esas aproximaciones no nos dicen casi nada sobre lo que realmente es Halloween: un ejercicio de estilo en el que Carpenter, partiendo de una historia muy menor, luce una caligrafía visual que hereda de Howard Hawks, y sobre todo, de Alfred Hitchcock.

El modo en que Carpenter convierte al espectador en voyeur, esas panorámicas que poco a poco se van cerrando, el uso brillante de la Steadicam, o la forma tan turbadora en la que relaciona a los personajes con el escenario, son claves a la hora de fijar su estilo, y también establecen su parentesco con el autor de de Psicosis (1960). No en vano, lo que aquí cuenta es la puesta en escena, con una estética que transforma la carnicería de Myers en un relato algo más elegante y sofisticado.

(Les aviso: a partir de aquí, sería bueno leer estas líneas tras haber visto la película. Entiendo que han pasado demasiados años desde su estreno como para andar escondiendo secretos de su argumento).

Aparte de Michael Myers, sólo hay dos figuras de importancia: el psiquiatra Sam Loomis (Donald Pleasence) y la chica a la que persigue el matarife, Laurie Strode (Jamie Lee Curtis). El primero es una suerte de Van Helsing, obsesionado con la maldad sobrenatural del monstruo, y Laurie viene a ser esa mujer joven y «ejemplar» que, dentro de los reaccionarios esquemas del género, merece sobrevivir al peligro. No por méritos propios, sino porque ‒¡diablos!‒ es la perfecta girl scout, tímida, estudiosa y educada. Hoy suena anticuado, e incluso políticamente incorrecto, pero al fin y al cabo, como ya dije, el esquema moral que aquí se repite es el de los viejos cuentos de hadas.

Ni que decir tiene que aquellos adolescentes que vimos la película en los ochenta también sabíamos que Laurie no podía morir. Cosa que sí ocurriría con sus amigas, Lynda Van Der Klok (P. J. Soles) y Annie Brackett (Nancy Kyes). ¿Por qué? Pues porque en este tipo de films el hecho de romper ciertos tabúes equivalía a una sentencia. Sólo era cuestión de tiempo y de mala suerte.

Además, aunque Laurie tiene poco que hacer frente al psicótapa, empezaba a perfilarse en ella ‒de forma sutil‒ el estereotipo de la heroína combativa, dispuesta a hacer frente al villano con los pocos recursos a su disposición.

Carpenter traslada el horror al amigable entorno del suburbio residencial, y construye el suspense con planos de voyeur. En ningún momento se recrea en la sangre: lo que cuenta es la perspectiva de ese criminal que observa a sus presas a través de una máscara indefinida (modelada por Tommy Lee Wallace a partir de una careta del Capitán Kirk de Star Trek).

La premisa del relato es lo que menos le importa a Carpenter, a quien le interesa más la experiencia sensorial que puede transmitir al espectador. Al fin y el cabo, quienes le plantearon la idea de un asesino de niñeras fueron sus productores, Irwin Yablans y Moustapha Akkad.

El guión, escrito en diez días junto a Debra Hill, incluía referencias legendarias ‒la casa encantada, el alma en pena que vuelve la Noche de Difuntos…‒, y también detalles biográficos y cinéfilos que Hill y Carpenter han revelado con el paso de los años.

Aunque hoy ha pasado a la mitología del cine, tampoco el reparto era de primera. Sabemos que Carpenter hubiera querido a Peter Cushing o a Christopher Lee para el papel de Loomis, y que Jamie Lee Curtis fue contratada no por sus méritos artísticos, sino por ser la hija de Tony Curtis y de la protagonista de PsicosisJanet Leigh.

En definitiva, se trata de un film de serie B, rodado en veinte días, montado con una sencilla banda sonora electrónica del propio director. Pero a veces ‒ya lo ven‒, los milagros existen, y este producto sencillo y sin ambiciones, acabó generando una franquicia que llega a nuestros días, confirmando de paso el talento descomunal de su creador.

Dejo para el final un puñado de especulaciones y confidencias. El concepto de Halloween es inseparable de una amistad, la que compartieron Dan O’Bannon y John Carpenter mientras eran alumnos en la Universidad del Sur de California (USC). En colaboración, rodaron Estrella oscura (1974), y es probable que también compartieran el punto de partida de 1997: Rescate en Nueva York (1981). Pero hay un cortometraje más significativo a la hora de hablar sobre Halloween. Se trata de Foster’s Release (1971), de Terence Winkless, protagonizado por O’Bannon, y considerado un borrador de lo que sería la película de 1978. ¿Aprovechó Carpenter las ideas de Winkless y O’Bannon? Es muy probable. En todo caso, Carpenter y O’Bannon disfrutaban con las mismas referencias: Lovecraft, el cine de horror de bajo presupuesto, los tebeos de EC Comics, y relatos tan potentes como «¿Quién hay ahí?» (1938), de John W. Campbell, que Carpenter llevó al cine en 1982.

«Trabajar con John ‒le contó O’Bannon a Jason Zinoman‒ fue muy divertido. Fue una experiencia extraordinaria. La cosa no se estropeó hasta más tarde. Él no me despreciaba. Simplemente, yo no le interesaba personalmente. Yo era un objeto, como una tostadora. Era alguien que estaba dispuesto a trabajar a destajo. Y cuando la tostada estuvo hecha, se desentendió».

Años más tarde, siguiendo una trayectoria bastante menos exitosa que la de su antiguo amigo, Dan O’Bannon rodó en 1985 El regreso de los muertos vivientes.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Copyright de imágenes y sinopsis © Falcon International Productions, Compass International Pictures, Aquarius Releasing.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.

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