En su irónica biografía de reina Victoria, Lytton Strachey cuenta una curiosa anécdota que ocurrió en la inauguración de la Gran Exposición, el 1 de mayo de 1851. Después de que el arzobispo de Canterbury rezara una oración, un chino, vestido con el traje típico, avanzó hacia el grupo real y tributó un homenaje a Su Majestad. La Reina supuso que se trataba de un eminente mandarín, y después, se permitió que formara parte del cortejo diplomático, ya que no había ningún representante del Celeste Imperio. Mas tarde desapareció, y las malas lenguas rumorearon que se trataba de un impostor.
La Gran Exposición fue una idea del príncipe Alberto con la finalidad de mostrar al mundo el poder industrial del Imperio Británico. Fue la primera de las exposiciones universales que se pusieron de moda en Occidente, durante la segunda mitad del siglo XIX. Crearon la extraña mezcla de propaganda, muestra de los avances tecnológicos y parque temático que fascinó a las nacientes clases medias.
Charlotte Brontë (citada por Richard J. Evans en La lucha por el poder: Europa 1815-1914, Crítica, 2017) visitó la Exposición y comentó: «Su grandeza no consiste en una sola cosa, sino en la singular reunión de todas las cosas». A su vez, Karl Marx dijo que la burguesía, con orgullosa autocomplacencia, «exhibía los dioses que ella misma había creado».
La Exposición de 1851 se produjo, además, en un momento histórico muy concreto. Casi se puede fijar en el final (culminante) de la Primera Revolución Industrial e inmediatamente antes de que hubiera nacido la Segunda. La Primera se basó, fundamentalmente, en el uso de las máquinas de vapor en todos los terrenos, desde las hilaturas de algodón hasta, sobre todo, el ferrocarril. Esta última actividad alcanzó su punto álgido, según Evans, en 1847, consumiendo el 18% de la producción total de hierro.
Imagen superior: Crystal Palace. fue diseñado y construido por Joseph Paxton. Utilizó un diseño de módulos prefabricados que permitió su construcción en un plazo de ocho meses.
Hubo varios avances técnicos que volvieron a cambiar el mundo. Henry Bessemer patentó, en 1856, un procedimiento para la producción de acero en gran escala y bajo coste. Krupp instaló en 1862, en Essen, el primer alto horno Bessemer, perfeccionándolo en 1869 con la aportación de Sidney Gilchrist Thomas. El convertidor Bessemer-Thomas modificó las reglas de juego. Por otra parte, la BASF (Badische Anilin und Soda-Fabrik) fue fundada en 1865 e inició el auge de la industria química alemana. La electricidad se convirtió, de una curiosidad científica, en el motor de la industria futura. Edison abrió en 1882, en Londres, la primera central eléctrica con turbina de vapor.
Como vemos, el punto de inflexión se produce en la década de 1850. No se trata solamente de avances técnicos. Gran Bretaña deja de ser el «taller del mundo». Ya tiene competencia con Estados Unidos, Francia, Rusia y, sobre todo, Alemania. Esta competición explicará las guerras europeas en el siglo XX. En cuanto a Estados Unidos, no es casual ‒hay otras muchas causas‒ que la Guerra Civil (1861-1865) se produzca en el momento en que el sistema productivo del Sur (la Confederación) se está quedando obsoleto por los avances técnicos.
El movimiento steampunk recrea, en el plano estético y literario, una visión retrofuturista, que se desarrolla precisamente en este momento final de la Primera Revolución Industrial. Un mundo dominado por la máquina de vapor y en el que no han aparecido todavía la electricidad y la química moderna. Es decir, el mundo de Julio Verne.
Verne publica en la década de 1860 el corpus literario que le caracteriza, desde Cinco semanas en globo (1863) hasta Veinte mil leguas de viaje submarino (1869). No mucho después, H.G. Wells da a conocer otras dos novelas que serán fundamentales para comprender este subgénero de la ciencia ficción, La Guerra de los Mundos (1898) y La máquina del tiempo (1895).
En realidad, el término en sí fue acuñado por K.W. Jeter, autor de la novela ciberpunk Dr. Adder (1984), en una carta que remitió a la revista Locus en abril de 1987. Su propósito era definir con esta palabra el estilo que él mismo cultivó en libros como Morlock Night, su secuela de La máquina del tiempo. También describía con el mismo término otras novelas de la época, como Las puertas de Anubis (1983), de Tim Powers, y Homúnculo (1986), de James P. Blaylock.
En esa intersección entre el escenario industrial decimonónico y la fantasía moderna, se inscriben otros títulos como The Warlord of the Air (1971), de Michael Moorcock, y The Space Machine (1976), de Christopher Priest.
En el cine, la referencia histórica más apreciada por el movimiento steampunk es Viaje a la Luna (1902), de George Méliès. El catálogo, a partir de aquí, es muy variado y abarca títulos como Una invención diabólica (1958), de Karel Zeman, De la Tierra a la Luna (1958), de Byron Haskin, El tiempo en sus manos (1960), de George Pal, El secreto de la pirámide (1985), de Barry Levinson, Wild Wild West (1999), de Barry Sonnenfeld, Atlantis: El imperio perdido (2001), de Gary Trousdale y Kirk Wise, Steamboy (2004) de Katsuhiro Ōtomo, y Sherlock Holmes (2009), de Guy Ritchie.
El cómic no ha sido ajeno a esta corriente. Así queda de manifiesto en tebeos como La Liga de los Caballeros Extraordinarios (1999-2007), de Alan Moore y Kevin O’Neill. Como es lógico, todo ello ha calado entre los aficionados al cosplay que suelen acudir a las convenciones ataviados con ropa victoriana y adornos tecnológicos.
¿Qué nos revela este auge del steampunk a partir de finales del siglo XX? Acaso un intento de congelación del pasado ante unos avances técnicos que producen vértigo. en definitiva, el anhelo de una estética sólida frente a eso que Zygmunt Bauman llamó «modernidad líquida».
Imagen superior: «Abigail y la ciudad perdida» (2019), de Aleksandr Boguslavskiy.
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