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«Conan Rey» (1980-1989), de Roy Thomas, John Buscema, Doug Moench y Alan Zelenetz

A finales de la década de los setenta del siglo pasado, Conan era un personaje que empezaba a dar claras muestras de agotamiento. Tras ser encumbrado al panteón de los héroes más célebres del cómic mainstream gracias al buen hacer de Roy Thomas, Barry Smith y John Buscema, la sobreexplotación estaba empezando a hacer mella sobre él. Para entonces, Thomas había escrito más de cien números de la colección mensual Conan el Bárbaro, así como docenas de historias para la revista en blanco y negro La Espada Salvaje de Conan (que, a partir de 1977, cambió su cadencia de bimensual a mensual, multiplicando de esta manera el número de historias del bárbaro).

Hacía ya tiempo que no quedaban relatos pendientes de adaptar del creador original del personaje, Robert E. Howard, y Thomas recurría bien a guiones propios, bien a llevar al cómic las novelas-pastiche escritas por otros autores al albur del éxito obtenido por Conan en los cómics.

El exceso de trabajo, la escasez de ideas o la pereza creativa acababan dando como resultado relatos clónicos, en los que el indestructible Conan se enfrentaba invariablemente al monstruo y/o brujo de turno, salvaba y seducía a la doncella del mes y luego seguía su camino sin mirar atrás.

Por eso, cuando se anunció el estreno de una nueva serie, Conan Rey (King Conan, nº 1, marzo de 1980), muchos aficionados tuvieron la esperanza de que podrían asistir a un nuevo enfoque del bárbaro. Al fin y al cabo, el trono de Aquilonia constituía la última etapa en la vida del personaje, el culmen de su épico recorrido por todo lo largo y ancho del mundo creado por Howard. Para entonces era un hombre maduro, experimentado y que, dado que ya no podía cambiar de entorno ni situación, contaría a su alrededor con un plantel fijo de personajes que podrían dar una mayor variedad a las historias y otorgar más profundidad a las caracterizaciones. Esas esperanzas, al menos inicialmente, se vieron satisfechas solo a medias.

Siguiendo su propia política editorial, la primera opción de Roy Thomas no fue la de escribir guiones propios, sino adaptar una novela de Conan que ya estaba considerada como parte del canon: Conan de Aquilonia  (Conan of Aquilonia),  escrita por L. Sprague de Camp y Lin Carter y publicada en 1977. Estaba compuesta de cuatro relatos cortos encadenados (y originalmente serializados en la revista Fantastic entre 1972 y 1975) en los que se narraba una intriga de brujería que culminaba con el enfrentamiento final entre Conan y su archienemigo, el hechicero Thoth-Amon. Dado que cada número de la nueva colección iba a contar con una extensión superior a la habitual (de entre 32 y 36 páginas), Thomas pudo encajar sin problemas un relato en cada número sin tener que efectuar cortes demasiado bruscos.

En el curso de una cacería, Conn, el hijo preadolescente de Conan (aquí tiene unos doce años), se extravía y es secuestrado por los esbirros de la bruja Louhi. Su padre, por supuesto, sale a buscarlo en solitario, llegando a la fortaleza de aquélla y descubriendo que el rapto forma parte de una conspiración “internacional” de brujos que pretenden acabar con Aquilonia. En el curso de la saga, entre monstruo y monstruo, de batalla en batalla, Conan y su hijo viajarán a Estigia y Zimbabwe para desmontar la conspiración e ir matando uno a uno a sus artífices hasta que, en los confines del mundo conocido, Conan librará su combate definitivo contra un envejecido Thoth-Amon apoyado por los adoradores del maléfico dios Set.

En general, el planteamiento de la aventura resulta tremendamente burdo y racista: los brujos implicados en la conspiración, un remedo de terroristas, representan a Europa Oriental (Hiperborea), Oriente Medio (Estigia), Africa (Zimbabwei) y el Lejano Oriente (Angkor),mientras que Aquilonia, su objetivo, representa Occidente. Conan no tendrá problemas en invadir otros países o propiciar cambios de régimen por otros más favorables a su persona. Las mujeres tampoco escapan a los estereotipos más rancios: tenemos una bruja malvada, unas amazonas guerreras ligeras de ropa y unas bellas odaliscas que esconden su condición de peligrosos monstruos venenosos.

En realidad, estos problemas no pueden achacarse a Thomas, sino a la novela de origen –la cual, todo hay que decirlo, el guionista adapta muy bien. A estas alturas ya era un consumado especialista–. A pesar de haberse publicado en los setenta, los libros de Conan seguían abundando en la misma visión del mundo racista y machista que había imaginado Howard para su Era Hiboria. Pero éste era un hijo de su tiempo, los años treinta, que escribía para revistas populares cuyo público no era precisamente sofisticado. La literatura pulp se basaba precisamente en clichés: protagonistas varoniles e invencibles, mujeres bellas a las que conquistar y rescatar, villanos malvados sin redención posible y acción a raudales. Era una fórmula repetitiva, pero que funcionó durante años. En los setenta, sin embargo, aunque la sociedad y los lectores habían evolucionado mucho, los autores seguían recurriendo una y otra vez a los referentes que habían conocido en su juventud.

De Camp no era ningún ignorante. Doctor en Ciencias, ingeniero aeronáutico, prospector y especialista en patentes, fue además un activo desmantelador de mitos paranormales. Pero en lo que se refiere a su trabajo en Conan –al que accedió en los años cincuenta, modificando y completando trabajos inacabados de Howard para transformarlos en relatos del cimmerio, como “Halcones sobre Shem” o “El tesoro de Tranicos” –, optó por respetar fielmente el estilo y clichés de Howard, incluso en aquellas novelas escritas enteramente por él mismo, como es este el caso. El cofirmante de la novela, Lin Carter, fue pupilo primero y asociado después de De Camp, pero mientras que éste desarrolló una carrera más variada en la fantasía y la ciencia ficción aportando alguna que otra novela hoy considerada clásica, Carter tendió a repetir una y otra vez las fórmulas establecidas por sus escritores pulp preferidos: H.P. Lovecraft, Edgar Rice Burroughs o Robert E. Howard. Hubiera sido preferible, a mi parecer, abandonar ese estilo neo-pulp y tratar de dar un nuevo enfoque, más moderno y complejo, al personaje. También habría sido un movimiento arriesgado, claro, puesto que siempre hay un activo núcleo duro de aficionados reacios a cualquier cambio en los mundos de sus héroes favoritos.

Por otra parte, ni los escritores ni Thomas en su adaptación se esfuerzan en cambiar verdaderamente a Conan. Durante ochenta años –y salvo la interpretación gráfica que brindó Barry Smith a comienzos de los setenta– los aficionados al personaje han estado leyendo básicamente al mismo bárbaro, sin que éste haya registrado una auténtica evolución más allá de su habitual cambio de ocupaciones. El rey Conan no sólo no ha madurado, sino que sigue siendo tan espléndido física y mentalmente como cuando tenía cuarenta años (en esta época ya contaba cincuenta y nueve). El tener un hijo –una familia en realidad, aunque esto en la primera saga no se muestra– y gobernar el reino más poderoso de Hiboria no le ha cambiado prácticamente nada. Sí, es cierto, lo vemos preocuparse por alguien profundamente, su hijo, y las escenas que comparten ambos están muy bien escritas. Thomas hace que Conan transmita verdadero sentimiento de orgullo y, al tiempo, preocupación por el bienestar de su hijo. Pero a la hora de la verdad, sigue siendo el mismo cimmerio impulsivo y algo atolondrado que rechaza la ayuda de sus allegados y se lanza al peligro en solitario.

Puede admitirse que Conan se enfrente solo a ciertas amenazas. Al fin y al cabo su experiencia le ha demostrado que en determinadas ocasiones y contra enemigos como brujos y monstruos, un hombre solo puede actuar más eficazmente que todo un ejército. Pero tras rescatar a su hijo y librar una batalla en Zingara, Conan decide llevarse consigo a Conn hasta Estigia, donde se esconde Thoth-Amon. Esta decisión es ciertamente insensata, puesto que Conan carece de dinastía con la que asegurar el trono. Dejar a Tarantia (la capital de Aquilonia) sin rey ni heredero implica poner en peligro las vidas de su esposa e hijos y dejar campo libre a los agitadores y conspiradores internos. Cada kilómetro que se aleja de su reino es un kilómetro que tendrá que recorrer de vuelta. Y eso por no hablar de la posibilidad de que su hijo muriera en el curso de la persecución y batalla contra Thoth-Amon.

De acuerdo, esta manera de hacer las cosas se ajusta al carácter del héroe de acción americano. Pero también dice poco acerca de la astucia e inteligencia de Conan, especialmente tras una vida tan rica en experiencias y bastantes años ocupando un trono. Carece de cualquier tipo de plan: simplemente, como un toro enfurecido, avanza más y más hacia el sur sin importarle la seguridad de su reino, su hijo o sus hombres. Puede que a alguien se le ocurra compararlo con la gesta de Alejandro de Macedonia y su aventura en Asia, pero no hay nada aquí que nos sugiera la existencia de un plan colonizador o de conquista, por no hablar de la implausibilidad de llevar a buen término una misión tan prolongada en tierras tan lejanas con un contingente limitado de hombres.

Conan, como rey, debería enfrentarse a problemas diferentes de los que encontraba siendo aventurero. Pero no hay aquí relatos en los que intervenga la política interior o exterior, intrigas cortesanas o batallas contra ejércitos invasores. Por alguna razón, nadie sale al paso de sus tropas ni aparece nada que suponga un auténtico desafío para él con excepción de los adversarios designados ya en el primer número. Los países que atraviesa al frente de su ejército no protestan en absoluto… Y, desde luego, hay una surtida provisión de brujos y criaturas que matar, extraños lugares que visitar y usurpadores que deponer… Todo exactamente igual que cuando recorría el mundo libre de responsabilidades.

Sí que es interesante, en cambio, el proceso de madurez de Conn. Idolatra a su padre y trata de imitarlo aun cuando es un modelo imposible de alcanzar. Se asusta visiblemente, mata a su primer hombre y es seducido por una muchacha. Su padre y él tienen una relación de cariño, camaradería y orgullo recíproco que funciona bien y que, además y en etapas posteriores, servirá de contrapunto a la relación de Conan con sus otros dos hijos.

Y, desde luego, hay que destacar el dibujo de John Buscema, el dibujante justificadamente más asociado con el personaje. Su Conan es básicamente el mismo que venía dibujando desde hacía media década. Aunque tiene alguna arruga y ojera más y su cabello es gris, sigue siendo el cimmerio físicamente poderoso de otros tiempos. A Conn, en cambio, lo dibuja de forma más realista: es fuerte y ágil para ser un adolescente, pero obviamente está muy lejos de la fortaleza de su padre y cabe adivinarse que jamás la poseerá. Por lo demás, seguimos encontrando aquí al excelente narrador de corte clásico que domina la figura humana, el movimiento y la composición de viñeta y que por muchas veces que tenga que enfrentar al héroe con un monstruo o una horda de guerreros, consigue que la escena no parezca calcificada o compuesta con desgana. Los dos primeros números, además, están entintados por Ernie Chan, el gran complemento de Buscema, un artista que sabía extraer lo mejor de las figuras y los fondos bosquejados por éste. Los dos últimos episodios de la saga tienen tintas de Danny Bulanadi, uno de los artistas filipinos tutelados por Tony de Zúñiga, que se trasladó en 1975 a Estados Unidos y empezó a trabajar en DC antes de saltar a Marvel, donde durante un tiempo se ganó la confianza de los editores gracias a su equilibrio entre calidad y rapidez de ejecución. No obstante y para mi gusto, nunca ha estado a la altura de su compatriota Ernie Chan a la hora de terminar los lápices de Buscema.

En general y pese a que no aporte realmente nada nuevo al personaje, la saga de presentación de Conan Rey es una aventura entretenida, dinámica y bien dibujada que satisfará a los aficionados del personaje. Fue una decepción, sin embargo, el que a pesar de las esperanzas puestas en la colección tanto por parte de los lectores como por la editorial (que, como he dicho, le había otorgado mayor número de páginas y había establecido un precio de portada de un dólar cuando lo normal para los comic-books de la época eran cuarenta centavos), no consiguiera mostrar una identidad propia y diferenciada de las otras dos cabeceras ya existentes del personaje.

De los números 5 al 8 (marzo-diciembre de 1981), Roy Thomas continúa adaptando obras ajenas, en esta ocasión la novela Conan el Vengador (Conan the Avenger), escrita en 1968 por el autor sueco de fantasía Björn Nyberg y L. Sprague De Camp. Se trata de una narración en flashback que el conde Trocero refiere a Conn mientras regresan a Aquilonia finalizada su aventura anterior. Se trata de un argumento tópico y carente de interés: años antes de que naciera Conn, la reina Zenobia fue secuestrada por una criatura y Conan emprende su búsqueda llegando hasta la lejana Khitai y enfrentándose a múltiples enemigos.

De nuevo, los defectos de esta historia no son tanto achacables a Thomas como a los escritores, que elaboran un pastiche destinado, ahora más que nunca, a los aficionados más veteranos. Y esto es así porque episodio tras episodio se van rescatando personajes del pasado de Conan, bien sea para ajustar cuentas finales con ellos, bien como sentido adiós: el hechicero Pelías, sus saqueadores zuagiros del desierto, el rey Yezdigerd, Rolf de Asgard, la reina Yasmina o sus colegas piratas del mar de Vilayet. Encontramos los elementos de siempre: duelos singulares, incursiones, fugas imposibles, combates con monstruos, mujeres hermosas (algunas perversas y otras deseosas de colaborar en todos los sentidos), brujos, etc… Sin embargo, hay algunos detalles bastante significativos que están fuera de lugar, como que Conan recurra a la magia (en forma de anillo hechizado) para vencer a sus enemigos; su comparecencia ante Crom para que en un torpe deus ex machina lo devuelva a la vida y derrote al hechicero de turno; y las dos mujeres con las que se encama de camino a rescatar al que se supone es el amor de su vida.

En resumen, no hay nada nuevo aquí. A un buen comienzo le sigue una trama progresivamente más inverosímil y excesivamente alargada en la que unas cosas suceden a otras sin solución de continuidad, para terminar de forma tan predecible como implausible. Eso sí, gracias al buen hacer de Thomas, Buscema y Ernie Chan, la lectura es soportable aun cuando se detecte un progresivo cansancio y desgana a partir de la mitad del nº 7. Quizá fuera debido a la marcha de Roy Thomas, que en 1981 y por razones que ya comentamos en otra entrada, abandonó Marvel por DC, dejando huérfano a Conan.

De hecho, en el número 9 (marzo de 1982) comienza lo que podríamos denominar como segunda etapa de la colección. Al frente de los guiones encontramos a Doug Moench, un guionista que claramente estaba fuera de su entorno en la era hiborea. Lo suyo eran las historias de espionaje o con tintes terroríficos o policiacos, siempre con abundante acción, como ya había demostrado en Master of Kung Fu, Caballero Luna, Doc Savage, Hombre Lobo o Deathlok, series todas ellas de Marvel. Desde su entrada en Conan Rey quedó claro no sólo que los bárbaros y los brujos no eran lo suyo, sino que ignoraba mucho del mundo creado por Howard y desarrollado por Roy Thomas.

La primera historia, “Los huesos del hombre marrón” («Bones of the Brown Man»), transcurre en tierras de los pictos, donde Conan y su hijo acuden para negociar un acuerdo de paz con uno de sus jefes. Este presupuesto ya choca frontalmente contra lo que se había establecido anteriormente respecto a la relación entre aquilonios y pictos, pero es que además Moench aborda la historia como si de un western se tratara.

Los pictos son retratados como un pueblo bastante civilizado –dentro de un orden, claro–, más parecido a los indios americanos que a las belicosas tribus escocesas de la antigüedad de la que toman su nombre. Ni siquiera el guionista –ni, ya puestos, John Buscema– se molesta en recrear el entorno de estos, los espesos y claustrofóbicos bosques en los que había luchado años atrás Conan. Tampoco el equipo BuscemaChan se muestra inspirado. Es difícil que un narrador tan profesional y experimentado como John Buscema ofrezca un mal trabajo, pero está claro que realizó este número (casi el último de los que se encargó en la colección. El último sería un fill-in, el 17) bien por motivos alimenticios bien por hacerle un favor a Marvel y facilitar la transición del siguiente equipo creativo.

La cosa empeora en el número siguiente, el 10 (mayo de 1982), “El colmillo de Set” («The Fang of Set»), un refrito de El mundo perdido y King Kong sin ningún interés y dibujado de forma bastante tosca y sucia por Ernie Chan en solitario. Moench iniciaba aquí una subtrama sobre una conspiración contra Aquilonia (¡otra más!) que se prolongará hasta el número 13 (noviembre 82). Por supuesto, dicha intriga está urdida por un trío de hechiceros ajustados a los esperables clichés (ni siquiera Moench fue capaz de distanciarse de los estereotipos raciales y sexuales): un fornido negro, un maquiavélico chino (con un nada casual parecido con el Ming de Flash Gordon) y una sensual y perversa hechicera de Ofir (correspondiente a Arabia). Conan viajará a una lejana isla para enfrentarse y derrotar, uno por uno, a todos ellos.

La verdad es que cuanto menos se hable de estos números mejor. Son previsibles, absurdos y, para colmo, mal dibujados. Alan Kupperberg y unos primerizos Ron Frenz y Marc Silvestri no eran ni de lejos sustitutos aceptables para John Buscema. Uno tiene la impresión de que con la salida de Thomas y Buscema de la colección, los editores perdieron la fe en las posibilidades de la colección, procediendo a asignar a la responsable de la serie, Louise Jones, un presupuesto insuficiente para contratar a autores realmente competentes. A partir de este momento, la serie parecería dibujada por amateurs recién salidos de un fanzine. Hay graves fallos en cosas tan básicas como la perspectiva o la anatomía y todo el conjunto tiene aspecto de haberse realizado de forma apresurada y con poco interés.

Lo único bueno que se puede decir de estos episodios es que Moench hizo un intento por agrietar la relación, hasta ese momento platónica, entre Conan y Zenobia. Ésta desaprueba la terquedad de su marido, su tendencia a enfrentar personalmente y en solitario los peligros del reino y el riesgo que esa actitud supone para ella y sus hijos.

En los números siguientes, por desgracia, estropea ese enfoque en el número 14 (enero de 83), donde la convierte en compañera guerrera de su esposo, un giro inverosímil e inconsistente con una escena de ese mismo episodio en la que ella actúa de guía sensata de Conan y custodia de las tradiciones reales de Aquilonia. Es esta una aventura verdaderamente estúpida en la que ambos, junto a un brujo, se enfrentan a un demonio representado de forma muy poco inspirada por Silvestri.

El último episodio firmado por Moench, el 15 (marzo de 1983), es algo mejor, un homenaje melancólico a los inicios de Conan como ladrón. Durante una visita de incógnito a una taberna de Tarantia, el rey conoce a Thandar, un ladrón pendenciero y fanfarrón que le recuerda a él mismo cuando era joven. Tras un choque inicial y una vez revelada la identidad de Conan, Thandar le confiesa que es un admirador de su época juvenil de ladrón y le propone asociarse para hacerse con un tesoro oculto en las ruinas de un templo. Aunque el desarrollo es previsible (incluso los imprescindibles guardianes del templo son reciclados de una aventura anterior de Conan, «La espada llameante”) y el dibujo de Silvestri no llega ni a mediocre, el personaje de Thandar es atractivo y podría haber dado más juego de haber permanecido Moench más tiempo en la colección.

En el número 16 (mayo de 1983), los aficionados, por fin, detectaron las primeras señales de que algo podía estar cambiando. Ello fue sin duda obra del nuevo editor a cargo del título, Jim Owsley, seudónimo tras el que se ocultó el más tarde famoso escritor de ciencia ficción Christopher Priest. Fue él quien animó al nuevo guionista regular de la colección, Alan Zelenetz, a profundizar en la caracterización de personajes y establecer un plantel de secundarios fijos con los que asentar las tramas (tramas en las que él también colaboraba).

Zelenetz era por entonces un recién llegado al mundo del cómic y encontró su lugar en Marvel gracias a que por esos años se produjo un éxodo de guionistas hacia DC (el propio Roy Thomas, o Gerry Conway, por ejemplo), dejando huecos en bastantes colecciones. Amante y conocedor de la mitología clásica, llamó la atención gracias a una muy interesante historieta corta sobre Thor –ilustrada magníficamente por John Bolton y publicada en el nº 32 de Aventuras Bizarras (agosto de 1982) –. Ello fue probablemente lo que le valió el puesto de guionista de la colección regular de Thor (marzo de 1983), una etapa que hoy ha pasado al olvido tanto por los mediocres dibujantes que le asignaron (Herb Trimpe, Bob Hall, Don Perlin, Mark Bright) como por quedar –justamente– oscurecida por la inmediatamente posterior a cargo de Walter Simonson.

Simultáneamente, tuvo lugar su primer contacto con la Edad Hiboria de Conan, en una prescindible historia para el nº 83 de La Espada Salvaje de Conan (diciembre de 1982). De ahí, entró de lleno en la fantasía heroica de Howard, escribiendo tanto las aventuras de Kull el Conquistador (en su segundo volumen) como las de Conan Rey, los dos monarcas más famosos de la fantasía heroica en los cómics (con perdón del depuesto Elric de Melniboné, claro).

Su trabajo en Conan Rey estuvo marcado por el abandono de las fórmulas más trilladas a favor de relatos en los que predominaba el estudio de personajes, la intensidad emocional y la intriga política. Ya en ese primer episodio, “Sangre de Aquilonia” («Blood of Aquilonia»), se pone de manifiesto su interés por dotar de mayor protagonismo e independencia de criterio al príncipe Conn.

Nada más empezar la historia, Zelenetz plantea un dilema: un destacamento aquilonio en maniobras es atacado por unos rebeldes y descubre a continuación un importante alijo de armas fabricadas fuera del reino. Conan opta inmediatamente por sojuzgar la plaza supuestamente rebelde por la fuerza, pero Conn se le opone públicamente, posicionándose en contra de la violencia y, por tanto, de su padre. Ello lleva a un conflicto que, vista la primera saga escrita por Thomas, parecía imposible. Conn resulta ser no sólo hijo de un salvaje cimmerio sino de la refinada Zenobia, y eso es algo que preocupa y decepciona a Conan. Para aliviar las tensiones, el conde Trocero, un firme aliado y amigo del rey, se lleva a Conn de viaje “de iniciación” por otras tierras hiborias. Mientras Conan lleva a cabo su campaña contra la plaza rebelde, Conn aprende por la fuerza en sus viajes que su tierra natal, Aquilonia, es a pesar de todos sus reparos, un faro de civilización en el mundo hiborio. Finalmente, ambos, padre e hijo, se reconcilian y el guionista se las arregla para que la situación se resuelva un poco a gusto de todos. Puede que no sea lo suficientemente valiente como para llevar la propuesta inicial hasta sus últimas consecuencias, pero desde luego aquí ya se apreciaba una dirección nueva y prometedora.

En el nº 17 (julio de 1983), Zelenetz empieza a deconstruir el personaje de Conan, restándole heroísmo para mostrar el lado más oscuro de su vida personal. Tras todos los años que lleva en el trono, es incapaz de asentarse y asumir sus verdaderas responsabilidades, causando sufrimiento a su familia. Así, cuando la princesa semita Ayelet acude a palacio para solicitarle ayuda en su aspiración a ocupar el trono que legítimamente le corresponde, en lugar de enviar tropas decide ir él en persona desoyendo los ruegos de una cada vez más infeliz Zenobia. Incluso, quizá atraído por esa joven con innegable parecido, aptitudes y circunstancias a las de su antiguo amor Bêlit, desplaza y humilla a su hijo, mucho más cercano a la edad de Ayelet que él mismo. Este número, además, cuenta con dibujo de John Buscema entintado por Rudy Nebres, todo un respiro tras la mediocridad de Marc Silvestri.

El nº 18 (septiembre de 1983) es un fill-in dibujado en solitario por Rudy Nebres, una aventura bien escrita pero sin demasiada trascendencia que transcurre durante el viaje de vuelta de Conan a Tarantia tras completar su misión de ayuda a Ayelet. Silvestri vuelve a estropear con sus torpes dibujos el siguiente episodio (nº 19, octubre de 83). Por lo menos, a partir de este momento y durante bastante tiempo el lector tendrá como mínimo el goce de disfrutar de las impresionantes portadas de Mike Kaluta, uno de los mejores ilustradores de fantasía contemporáneos. Las suyas son cubiertas impactantes, de diseño y ejecución impecables, elegantes y nada obvias (en bastantes de ellas ni siquiera aparecerá Conan).

La premisa de la historia es harto conocida por repetida: durante un viaje de Zenobia a Argos, es secuestrada por unos piratas barachanos que tienen el poco tino de pedir rescate por ella a Conan. Éste, como era de esperar, monta en cólera y sale en persecución de los piratas, robando un barco, obligando a su tripulación a seguirle en su arriesgada empresa e incluso sofocando a sangre y fuego el motín que estalla por su testarudez. Zenobia vuelve a hacer una vez más de damisela en peligro al que el héroe debe rescatar, un cliché propio de la literatura pulp más rancia. Pero al menos Zelenetz tiene el acierto de introducir un personaje, Nestor, que consigue en parte conquistar el corazón de Zenobia con su nobleza, algo que quizá no habría logrado de no hallarse ésta un tanto harta de convertirse en víctima por culpa del puesto de su marido. No ayuda al resultado final el flojísimo dibujo de Silvestri, que no es capaz de dar personalidad propia a los piratas barachanos y los retrata como bucaneros del siglo XVII, Barbanegra incluida.

En el número 20 (enero del 84), sucedieron varias cosas. En primer lugar, el cambio de periodicidad de la colección, que pasó a ser bimensual. Ello quizá fuera consecuencia de que las ventas no eran muy boyantes, algo natural a la vista del baile de guionistas, la poca novedad que aportaban los argumentos y la mediocridad gráfica. Por otra parte, se retituló como Conan el Rey (Conan the King), un cambio más estético que otra cosa. Añadir a Mike Kaluta como portadista fijo probablemente respondió a un intento por llamar la atención del lector ocasional. Si este, atraído por la ilustración de cubierta, abría el cómic, ahora sí, encontraría guiones realmente distintos a lo que se había hecho hasta ese momento con el personaje.

La portada de ese número ya era elocuente. Escrito en sangre en el altar de sacrificios sobre el que se hallaba el cuerpo ensangrentado de un muchacho, se podía leer: “El príncipe ha muerto”. Efectivamente, tras una desesperada batalla, Conn muere víctima de una emboscada tendida por unos misteriosos guerreros. Cuando la noticia llega a Tarantia, su efecto es devastador. Conan y Zenobia hacen un repaso a momentos clave de sus vidas en los últimos años e incluso el rey a punto está de abdicar, siendo en el último momento convencido de lo contrario por sus consejeros. El suspense, no obstante, no se mantuvo mucho tiempo, porque en la última página del episodio se puede ver a Conn, vivo aunque bastante magullado, a punto de ser atacado por unos lobos en el bosque.

En el nº 21 (marzo de 1984), Zelenetz divide el cómic en dos partes. La primera está centrada en Conan o, mejor dicho, la corte de Tarantia y sus diferentes componentes. La segunda, narra las aventuras de Conn en solitario tras haber sobrevivido al ataque de los todavía misteriosos asaltantes. La primera viñeta, con un Conan sentado en un trono en penumbra, con la espada caída en su mano y una voz exterior que dice “Dicen que el rey se ha vuelto loco”, es ya muy expresiva. Amargado por el dolor que le causa la pérdida de su primogénito, no haber hallado su cuerpo y ser incapaz de dar con los responsables, maltrata a sus súbditos y descuida los asuntos del reino, lo que provoca descontento entre los nobles y un intento de magnicidio por parte de un sirviente despechado. Su relación con Zenobia se deteriora aún más, acusándola ella de abandonarla y negarle su apoyo en esos difíciles momentos.

Zelenetz aprovecha también ahora para presentar a los otros dos hijos de Conan: muy brevemente a la princesa Radegund, una muchachita preadolescente; y, sobre todo, a Taurus, que a sus ocho años ya coquetea con la magia a escondidas de su padre. Este no puede ocultar el desprecio que siente por el muchacho por no haber superado una prueba de hombría cimmeria, desprecio que Taurus percibe y transforma en odio hacia su padre. Conn, por su parte y como decía más arriba, inicia su propia andadura en solitario y, según sugería el editor James Owsley en la página de correo de lectores, separar a Conn de la línea argumental principal respondía a la posible apertura de una serie para él solo, plan que nunca llegó a concretarse.

A partir del nº 22 (mayo de 1984) y hasta el 28 (mayo de 1985) se desarrolla la que está considerada mejor etapa de la colección y, me atrevería a decir, una de las mejores de toda la andadura del personaje. Y ello, en mi opinión, por varias razones.

En primer lugar, por la introducción de personajes secundarios fuertes que no solamente ayudan a definir por contraste al protagonista, sino que tienen entidad por ellos mismos y desarrollan sus propias tramas. El nº 22 (mayo de 1984), por ejemplo, sirve para presentar a los Dragones Negros, el cuerpo de guerreros de élite de Conan, una especie de ninjas hibórios en los que milita el novato Leónidas. Éste se enamorará de Radegund, que a su vez se haya ya prometida por sus padres a un mequetrefe, hijo de un noble aquilonio. El conflicto por esta parte está servido.

Otro ejemplo es el nº 26 (enero de 1985), centrado en un melancólico Trocero quien, tras años de leal servicio a Conan, se da cuenta de que sus consejos ya no son escuchados, que ha sido reemplazado en su puesto por un noble adulador y cobarde, por lo que decide volver a casa. En su viaje de retorno, rememora con melancolía fragmentos de su pasado y se pregunta si ha merecido la pena dejar atrás la vida que podría haber disfrutado para terminar repudiado de la corte. Finalmente, tiene lugar un emotivo reencuentro con su envejecida pero todavía amada esposa. Es una historia tranquila, sentimental y muy bien escrita que demuestra a la perfección la riqueza del mundo de Conan, una riqueza más allá de los clichés pulp que otros autores no habían sabido ver.

Por otra parte, tenemos al propio Conan, que Zelenetz retrata como bastante patán. Testarudo, impulsivo y poco sutil, sólo es capaz de administrar y conservar su reino gracias a la ayuda y consejo de quienes le rodean: Zenobia, Trocero, Próspero, Publius… No admite que nadie le contradiga y su trato a Zenobia y sus hijos, con excepción de Conn, deja mucho que desear. Desatiende las necesidades afectivas de su esposa, se desentiende de Radegund, no oculta su desprecio por Taurus… Como resultado, Zenobia acaba buscando consuelo sentimental en Lysander, el capitán de la guardia; Radegund se enfrenta a él manteniendo una relación con el ya mencionado Leónidas; y Taurus, llevado por su odio, se sumerge cada vez más en esa magia negra que tanto detesta su padre y que acabará causando a todos múltiples problemas, empezando por él mismo. Incluso Conn, cuando descubra las infidelidades que cometió su padre en Khitai cuando fue a rescatar a Zenobia (ver el nº 8), renegará de él.

Conan es machista, intransigente, mal padre y mal gobernante. No ha conseguido adaptarse a la vida y responsabilidades de la corona y en cuanto puede, trata de probarse a sí mismo que aún es capaz de emular las hazañas de antaño. Es lo que ocurre en el último número escrito por Zelenetz, el 28, en el que tiene lugar el esperado y espléndido regreso de Red Sonja. Al comenzar el episodio vemos a Conan visitando de incógnito sórdidas tabernas e involucrándose en pendencias, tal y como hacía en su juventud.

Cuando aparece Red Sonja, tan espléndida como siempre aunque con alguna arruga de más, lo engatusa para que le ayude a hacerse con un tesoro. Como en los viejos tiempos, ambos forman un equipo imbatible y, también como entonces, Sonja engaña a Conan y lo deja tirado. Sonja sabe lo que es, una mercenaria y una vagabunda, siempre y lo ha sabido y no se engaña al respecto. Conan, en cambio, sigue queriendo ser y comportarse como un cimmerio aventurero a pesar de que su vida ya no tiene espacio para esos deseos.

Tampoco los villanos reciben el tratamiento habitual. En lugar de optar por el “malo del mes”, tan rápidamente derrotado como olvidado, Zelenetz presenta conspiradores e intrigantes que elaboran sus estrategias a largo plazo. Es uno de los nobles más próximos a Conan, Maloric, quien lo traiciona aliado con un brujo. Éste elabora un plan destinado a sumir a Conan en el dolor y la ira e incapacitarlo para gobernar, plan que demuestra ser muy efectivo. Por otra parte, tratándose de un cómic de fantasía heroica, la magia y las criaturas monstruosas siempre están presentes, pero el guionista no las convierte en motor ni justificación de la trama. Son un elemento más de las historias –y ni siquiera el más importante–, junto a la acción, las intrigas cortesanas y el drama sentimental.

En cuanto al dibujo, Marc Silvestri se encarga de toda esta etapa (con la excepción del nº 22), pero hay que concederle que va mejorando episodio a episodio. A ello contribuyó sin duda el que a partir del nº 23 (julio de 1984) sus lápices fueran entintados notablemente por Geoff Isherwood, un artista americano criado en Canadá que acababa de terminar sus estudios en 1982 y que, por tanto, era también un novato. Isherwood embellecería las páginas de Silvestri en la parte del cómic ambientada en Tarantia, mientras que la centrada en las aventuras de Conn sería realizada en solitario por el dibujante. La diferencia entre ambas es clara: la segunda es más esquemática y parca en detalles de figuras y ambientación, tanto por la falta de talento de Silvestri como debido a la premura de las fechas de entrega. En cambio, las páginas entintadas por Isherwood le proporcionan al dibujo un mayor empaque, energía y riqueza.

La etapa de Alan Zelenetz al frente de la colección fue probablemente la mejor de todo su recorrido, al menos en lo que se refiere al guión. Los personajes evolucionan más allá de los clichés en los que llevaban más de una década encasillados y adquieren profundidad cambiando conforme van experimentando vivencias y acontecimientos. Se presenta un sólido reparto de secundarios y las historias combinan la épica con el drama familiar, introduciendo multitud de subtramas que ayudan a mantener la tensión. Por primera vez en años, un título de Conan adquirió una personalidad diferenciada del resto de colecciones de bárbaros.

Esa racha, sin embargo, se rompería con la llegada, en el número 29 (julio de 1985) de Don Kraar como guionista regular. Desde los años setenta, Kraar venía ejerciendo como guionista de la tira de prensa de Tarzán dibujada por Gray Morrow. Como en el caso de Alan Zelenetz, Kraar se benefició de la marcha de guionistas de Marvel a DC y en especial del vacío dejado por Roy Thomas en las colecciones de bárbaros. Tuvo su primera oportunidad en el género dentro de La Espada Salvaje de Conan (nº 105, octubre de 1984), título del que se convertiría en principal escritor hasta 1989. No sólo eso, Kraar fue el guionista más destacable de los títulos de Conan hasta la década de los noventa, escribiendo también varias novelas gráficas, participando puntualmente en Conan el Bárbaro y como guionista regular de Conan el Rey.

En cuanto Kraar se hace cargo de los guiones no es que sólo cambie el curso establecido por su antecesor sino que hace lo posible para destruir de la forma más rápida y torpe posible sus logros. Para empezar, en su primer número, trae de vuelta a Conn, reuniendo a la familia real. Zelenetz, como dije, había llevado al muchacho hasta la lejana Khitai (el equivalente hibóreo de China), donde había descubierto que tenía un medio-hermano: Kang Sho, se había casado con una muchacha y, al estallar la guerra, se había alistado en el ejército mientras su más pacífico hermano emprendía camino con su madre hacia Aquilonia. Pues bien, lo que fue de esa guerra, el papel de Conn en ella, su hermano o mujer, nadie lo sabe, porque Kraar no ofrece explicación alguna al respecto. Simplemente, hace que el muchacho, ya un adulto en realidad, aparezca en Tarantia tan solo unos meses después de su desaparición.

También había comentado que el conde Trocero dejó la corte para reunirse con su esposa. Hubiera sido un bello final para la historia de ese entrañable personaje o, al menos, el inicio de un largo retiro. Kraar lo trae de vuelta tan sólo tres episodios después, en el número 30 (septiembre de 1985), de nuevo, sin explicar cómo ni por qué, arruinando de esta forma el efecto emocional de aquella historia. Otra subtrama súbitamente cercenada es la que narraba el amor prohibido entre la princesa Radegund y Leónidas. Éste, tras fracasar al proteger al rey de un atentado, dimite de los Dragones Negros. Pues bien, también en ese nº 30 lo encontramos sin que sepamos cómo y por qué, formando parte de ese escuadrón… y viéndolo morir acto seguido en una emboscada de los pictos junto al resto de sus carismáticos compañeros, por los que evidentemente Zelenetz sentía un gran cariño. Eran parte del elenco de secundarios fijos de la serie y, sin duda, merecían un fin mejor o, como mínimo, más justificado.

Todo aquello que Zelenetz había ido construyendo con cuidado, es demolido sin contemplaciones por Kraar. El distanciamiento de Zenobia y Conan y el inicio de un affair de aquélla con Lysander, es olvidado y la reina vuelve a ser la cariñosa y comprensiva dama de antaño. La conspiración de Maloric y el brujo (ambos habían disuelto su alianza para perseguir sus respectivos fines independientemente) se mete en el cajón. Lo mismo ocurre con el siniestro hijo menor de Conan, Taurus, y su progresiva inmersión en las más perversas artes oscuras.

Ese cambio tan brusco (que coincidió, quizá no casualmente, con el cambio de editor; Larry Hama sustituyó a Jim Owsley) me parece tan desconsiderado con la excelente labor de Zelenetz que tengo que decir que aguanté poco tiempo en la nueva etapa aun cuando el nuevo dibujante, Mike Docherty, era bastante mejor que Silvestri (especialmente cuando lo entintaba Geoff Isherwood). El arco argumental que propone Kraar, una invasión a gran escala de Aquilonia por parte de ejércitos de Nemedia, Argos y Ofir, no es malo pero tampoco original. Además, el desprecio con el que Hama y Kraar trataron todo lo hecho anteriormente me parece ofensivo. Podría entenderse en el caso de que la etapa precedente fuera algo tan mediocre y olvidable como lo que hizo Doug Moench tras la marcha de Roy Thomas, pero no cuando lo conseguido por Zelenetz había conseguido dotar a la serie de una auténtica personalidad como ningún otro autor antes que él había logrado. Zelenetz supo sacar a Conan de los clichés de la literatura pulp de los años treinta y atreverse a mostrar una cara menos amable de su figura al tiempo que establecer tramas a largo plazo que implicaban a múltiples personajes.

Kraar permanecería en la serie hasta el número 49 (noviembre de 1988), acompañado por los dibujos de Mike Docherty y Judith Hunt y, por lo que tengo entendido, dando precedencia a la acción sobre la intriga y los personajes, algo que puede satisficiera a los fans más puristas y menos exigentes. Muchas de las subtramas dejadas inconclusas por Zelenetz serían retomadas y concluidas por Jim Owsley entre los números 50 y 55, episodios finales de la colección. Dado que éste, como he dicho, había ejercido de editor en la época de Zelenetz, es de suponer que participó con el guionista en el planteamiento de las historias y que pudo continuarlas de la forma originalmente planteada.

Para resumir, de lo que he leído de la serie podría recomendar –eso sí, sólo para los ya aficionados al personaje– los primeros cuatro números, que abarcan la primera saga y enfrentamiento final de Conan y Thoth Amon. La segunda aventura, entre el 5 y el 8 y aunque firmada por Roy Thomas y John Buscema, es bastante inferior en todos los sentidos. De ahí puede saltarse tranquilamente a la etapa de Zelenetz, en el número 20, donde verdaderamente empieza a tomar formar su visión. Es una lástima que esto sólo dure ocho números y que el apartado gráfico no esté a la altura del dúo BuscemaChan (aunque, gracias fundamentalmente a Geoff Isherwood, sí tenga algunos momentos destacables). Afortunadamente, la edición que de esta obra está realizando Planeta-De Agostini permite seleccionar bien estos números. En concreto, los volúmenes a mi juicio merecedores de una lectura serían los 1, 4, 5 y 6.

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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de viñetas, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".