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El aceite y los pintores

La etimología de la voz aceite ha sido estudiada con rigor y abundancia de fuentes. Según se sabe, la palabra proviene del árabe az-zait, jugo de la oliva, que, a su vez, evoluciona a partir del vocablo azzayt, de origen arameo.

Todo lo que este sustantivo significa para el arte y los artistas es algo que resulta sencillo de explicar. A cualquiera le resultará familiar la pintura al óleo. De hecho, es esa modalidad pictórica la que mejor emplea los aceites. La voz óleo deriva del latín, oleum, y se aplica a una técnica donde los pigmentos quedan disueltos en un aceite que suele ser de linaza refinado.

Hay otras expresiones del habla pictórica que giran en torno a otros aceites. Tal es el caso del aceite de claveles, carente de sabor y aroma, pero útil para desleír los albayaldes sin que éstos pierdan lustre. Los pintores de caballete también hablan acerca del aceite de espliego, idóneo para retocar y asear el lienzo. Por sus cualidades como secante —esto es, como agente que estimula la desecación de los colores—, el aceite de lino era muy del gusto de los artistas decimonónicos, quienes lo blanqueaban por medio de esta receta artesanal: exponiéndolo a los rayos solares dentro de recipientes de plomo, con albayalde y esa fórmula a la cual llaman (¿reiterativamente?) cal calcinada.

Otra substancia habitual en la pintura del siglo XIX era el aceite de moler. En este caso, los pigmentos al óleo se molían en una mixtura de aceite de lino y de almáciga en hojas.

Habilidosos como alquimistas, los artistas de antaño lograban sus propias mezclas de color combinando aceite de lino y caparrosa, aceite de nueces y litargirio. ¿Y cuál es el secreto del aceite de nueces? Más blanco y menos secante que el de lino, servía para desleír los blancos y los grises. La química de los colores, ya se ve, acarrea un vocabulario tan preciso como evocador.

Junto al caballete, reposa la aceitera, una vasija de latón provista de dos compartimientos: uno con aceite y otro con aguarrás o esencia de trementina. Una vez avanzado el trabajo, es muy provechosa la pomada secante, cuyo antecedente fue el llamado aceite de retocar, preparado antiguamente con aceite de claveles y sal de saturno.

Me pregunto qué sabio fue capaz de diseñar tales fórmulas, a veces tan imaginativas en su composición que más bien parecen pócimas de brujería. Tres de ellas nos sirven a la hora de completar este conjuro. Para lograr aceite de trementina, conviene extractar resina de melaza, de pino o de trementina de Chipre. Quien desee una cierta cantidad de aceite graso, ha de mezclar aceite de lino con cal de litargirio, albayalde, tierra de sombra y talco. Y el que prefiera obtener aceite secante, debe cocer aceite de linaza, vidrio molido, litargirio y algún que otro diente del humilde ajo.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Esta es una versión expandida de un artículo que escribí, con el seudónimo «Arturo Montenegro», en el Centro Virtual Cervantes, portal en la red creado y mantenido por el Instituto Cervantes para contribuir a la difusión de la lengua española y las culturas hispánicas. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.