Una de las consecuencias de la modernidad es que uno puede disfrutar de obras que bailan entre diversos géneros. Tal es el caso del ciberpunk (en inglés, cyberpunk), una variante de la ciencia ficción al que pertenecen clásicos como Blade Runner (1982), y que ha dado lugar a libros, películas, videojuegos, tendencias pop e incluso modas en el vestir.
¿Y qué es el cyberpunk? La misma palabra lo dice: cibernética y punk, o lo que viene a ser lo mismo, alta tecnología y redes informáticas en una sociedad que se viene abajo y profiere gritos de rebeldía.
Con una banda sonora de música industrial, techno, neurofunk, o futurepop –por citar corrientes musicales de inspiración similar–, este movimiento se enriquece con la inventiva de novelistas como William Gibson, Lewis Shiner, Dan Simmons, Bruce Sterling, Pat Cadigan, Rudy Rucker y John Shirley.
En esas obras, asistimos a tenebrosos argumentos en los que hackers y artificios de inteligencia artificial (seres cibernéticos, replicantes, o como quiera usted llamarlos) tratan de abrirse camino en un futuro dominado por grandes corporaciones.
Con ingredientes tomados de la novela negra, del underground y de la ciencia-ficción distópica –esa que suele acabar mal–, los narradores del ciberpunk entran y salen de la realidad virtual con una pasmosa facilidad.
Aunque basta leer una obra como Neuromante (Neuromancer, 1984), de William Gibson, para apreciar el alcance de este subgénero, vale la pena conocer sus orígenes.
Fue Gartner Dozois quien aplicó el término cyberpunk a esta variedad literaria en un artículo del Washington Post de 1984, fijándose sobre todo en la idea de realidad virtual propuesta por Gibson y en su reflejo de un porvenir extraño y violento.
En realidad, Bruce Bethke ya uso el término en su relato Cyberpunk, distribuido en 1980 y publicado tres años después.
En el cine, la corriente adquiere impulso con Videodrome (1982), de David Cronenberg, y alcanza su apogeo con la saga The Matrix.
Rápidamente, nos dice Mark Dery en Velocidad de escape, «el término se desligó de sus orígenes y entró a formar parte de la cultura dominante. En su encuesta titulada Ciberpunk: forajidos y piratas informáticos en la frontera digital, Katie Hafner y John Markoff lo utilizaron para describir a ‘gente joven obsesionada por los ordenadores y las redes informáticas, y cuya obsesión los lleva más allá de la ética profesional y de lo que tolera la ley’. El término ciberpunk, distorsionado por el uso que de él han hecho periodistas, autores de manifiestos de ciencia ficción, teóricos postmodernos, navegantes de la web y fans, ha ido adoptando nuevas y extrañas acepciones. El uso que hice en 1989 del neologismo, en un artículo de portada de la revista Keyboard, como calificativo del rock electrónico-industrial de tendencia grunge-futurista es revelador de algunos temas recurrentes de la cibercultura: la convergencia del hombre y la máquina, la sustitución de la experiencia sensorial por la simulación digital, el ‘mal uso’ de la tecnología en manos de espíritus perversos o de ideologías subversivas, y una profunda ambivalencia, heredada de los sesenta, en lo que se refiere a los ordenadores vistos como máquinas de liberación o, al contrario, como instrumentos de control social, capaces de reparar los estragos causados por la modernidad industrial en el tejido social o bien responsables de una atomización aún mayor».
En el fondo, la corriente se asimila como un producto pop, en el que convergen literatura, cinefilia y música. «En Neuromante –señala Dery– las alusiones disimuladas a las canciones y a los cantantes de rock funcionan como referencias conceptuales que sitúan a la novela de Gibson en el espacio cultural. Los discos que escuchaba mientras escribía [Velvet Underground, Joy Division…] le han ayudado no solamente a crear la atmósfera del libro sino como ejemplos de innovaciones que le animaban a realizar sus propias experiencias».
Y añade: «Los cyberpunks ‒los que viven en las novelas de ciencia ficción, no los que las escriben‒ son un improbable híbrido de pirata electrónico y de rocker, cuyas armas son los Macs».
Los antecesores del movimiento
Editado por Larry McCaffery, el libro Storming the Reality Studio: A Casebook of Cyberpunk and Postmodern Science Fiction (1992) insiste en que el cyberpunk es una variedad de la narrativa postmoderna. Otros autores buscan los antecedentes del movimiento en libros como Limbo (1952), de Bernard Wolfe, Tigre, Tigre (1956), de Alfred Bester, o Nova, de Samuel R. Delany.
Sin embargo, el autor que provee algunos de sus materiales más decisivos no es otro que Philip K. Dick. La obra de Dick puede ser considerada un gran corpus en el que se superponen diversos temas de forma coherente, como si ilustrase de forma progresiva un futuro que el cine se ha encargado de inmortalizar definitivamente a través de las películas inspiradas en su obra, como la mencionada Blade Runner (1982), de Ridley Scott, Desafío total (Total Recall, 1990), de Paul Verhoeven; y Asesinos cibernéticos (Screamers, 1996), de Christian Duguay.
Un concepto que sobrevuela parte de los libros de Dick, con obvias conexiones con el ciberpunk, es la la desaparición de la realidad física, sustituida por una simulación virtual. En Conviene tener un sitio adonde ir, Emmanuel Carrère comenta esa parcela del escritor: «Como era, a su manera caótica, un hombre muy cultivado, conocía y citaba con pedantería las versiones anteriores de la intuición que desarrollaba de libro en libro: la caverna de Platón; las cosmologías de los gnósticos alejandrinos; el sueño de Zhuangzi, que cuatro siglos antes de nuestra era se preguntó si era un filósofo chino que soñaba que era una mariposa o una mariposa que soñaba que era un filósofo chino; y la versión más amenazadora de esta cuestión, planteada en 1641 por René Descartes: ‘¿Cómo sé yo que no me está engañando un demonio maléfico infinitamente poderoso que quiere incitarme a creer en la existencia del mundo exterior y de mi cuerpo?’. En la California de los años setenta, estas dudas vertiginosas que se habían convertido en su marca de fábrica tenían que desembocar en las drogas (…) Hay algo que me ha sorprendido en estos últimos años. Cuando estrenan películas como Matrix, El show de Truman o eXistenZ, no solo sus autores no hacen ninguna referencia a Dick, sino tampoco los críticos ni los espectadores: es raro que se cite todavía su nombre fuera del círculo de aficionados muy antiguos».
Otros dos temas que Dick aporta al ciberpunk son los simulacros (máquinas humanizadas) y, sobre todo, la idea de un futuro dominado por una corporación hipertecnológica. Esto último anticipa el retrato de la metrópolis futura en el cine norteamericano: desde Robocop (1987), de Paul Verhoeven, hasta la mediocre Juez Dredd (1995), de Danny Cannon, basada en un legendario cómic británico ‒Juez Dredd (1977), de Pat Mills, John Wagner y Carlos Ezquerra‒, pero con una ambientación que recuerda a partes iguales el Neo-Tokio definido por Katsuhiro Otomo en Akira (1988) y el futuro avatar de Los Ángeles en Blade Runner.
La rebelión de las máquinas
En el ámbito del ciberpunk, resulta poco menos que inevitable vincular a los replicantes con la imaginería japonesa. Se trata de una relación obvia, tanto por el liderazgo japonés en el terreno de la robótica como por la abundancia de estas máquinas inteligentes en la ciencia ficción del archipiélago.
Como bien saben los seguidores del género, el tópico de la rebelión de las máquinas se relaciona con otro estereotipo: el de la corporación siniestra (pensemos en Blade Runner, en la saga Terminator o en teleseries como Battlestar: Galactica o Caprica).
La idea es evidente: esa siniestra multinacional viene a ser una metáfora del progresivo avance y dominio industrial en el campo de la electrónica de consumo, la robótica y la microinformática.
Por un atavismo anticientífico, la mayoría de los lectores interpreta el progreso de la tecnología como una fuente de temor, como una posibilidad de dominación y pérdida de la libertad individual.
Aunque una gran parte de la audiencia conoce a los replicantes gracias a Blade Runner y a sus imitaciones, su origen es literario. Philip K. Dick desarrolló esa idea en diversos relatos breves, así como en tres novelas: Los simulacros (The simulacra, 1964), Podemos construirle (We can build you, 1972) y ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Do androids dream on electric sheep?, 1968).
Réplicas artificiales de los hombres, los simulacros acaban por cuestionarse su naturaleza esencial, y la gran compañía responsable de su construcción es quien dispone también el momento en que han de ser eliminados. Esa es, lógicamente, la razón de su rebeldía.
La llamada de Oriente
Desde un punto de vista estético, la conexión del ciberpunk con la iconografía japonesa es bastante natural. Como ya vimos, esta corriente demuestra una desmedida pasión por la tecnología cibernética que tiene mucho que ver con la imagen del Japón moderno. Por lo demás, cuando se analizan las novelas más populares del género, se observa con frecuencia que éstas describen a grandes corporaciones asiáticas. Ese es, por ejemplo, el trasfondo de Ora:cle (1983), de Kevin O’Donnell. Esta novela ambientada en una sociedad del siglo XXII dominada por las autopistas de la información, describe un peligroso grupo radical chino que pretende recuperar el poder de la dinastía T’sing, la última que se mantuvo en el trono sin influencia occidental, puramente confuciana en sus preceptos.
Por su parte, William Gibson vuelve los ojos hacia una suerte de yakuza del futuro, que aparece de un modo u otro en varias de sus creaciones. Por ejemplo, Kumiko Yanaka, una de las protagonistas de su novela Mona Lisa acelerada (Mona Lisa Overdrive, 1988) es la hija de un yakuza en una trama en la que la corporación delictiva japonesa pretende tomar partido de las posibilidades del ciberespacio.
Con todo, la creación de Gibson más interesante en este ámbito es Johnny Menmonic y, por extensión, la película a ésta que dio lugar. En Johnny Mnemonic (1995), la cinta de Robert Longo, abundan los yakuzas, en un argumento que también saca partido de las nuevas tecnologías, pues está protagonizado por un joven capaz de albergar memoria informática en su cerebro (Keanu Reeves).
Dick, apasionado por la cultura oriental, estudió el taoísmo y leyó con asiduidad el I Ching. Elvio E. Gandolfo apunta que «el interés por lo oriental, tanto en sus aspectos místicos como políticos o meramente pintorescos, alcanza su mejor expresión en El hombre en el castillo, por la matizada y compleja pintura de la zona de Estados Unidos ocupada por los japoneses, en un mundo donde los países del Eje han ganado la guerra, sintetizada en el señor Tagomi, un oscuro burócrata que se transforma sin embargo en un personaje básico de la segunda mitad de la novela, y por la utilización del I Ching o Libro de los cambios como factor determinante de los comportamientos de los personajes y de la trama misma» («Doce miradas al mundo de Dick», en Fénix I: Philip K. Dick, 1979). Desde luego, esta ucronía de Dick se sale de los márgenes del ciberpunk, pero no cabe decir lo mismo de los detalles orientalizantes que venimos mencionado. De hecho, una cinta de culto como Tetsuo, el hombre de hierro (1989), de Shinya Tsukamoto, o la propia Alita, ángel de combate (1993), de Hiroshi Fukutomi ‒inspirada en el tebeo homónimo‒, evidencian esa conexión japonesa.
En todo caso, el impacto de este subgénero ha sido tan poderoso que sus ingredientes se han convertido en algo casi habitual en la ficción contemporánea. Hace unos años, aún podía sorprendernos lo que contaba una película como Días extraños (1995), de Kathryn Bigelow, o el delirio tecnológico del cómic Ghost in the Shell (1989-1990), de Masamune Shirow. Pero a estas alturas, el ciberpunk, quizá por esa cualidad predictiva que siempre lo caracterizó, no describe fenómenos muy distintos a los que ya empezamos a intuir o incluso ver en nuestra época.
La implantación de un metaverso está a la vuelta de la esquina, al igual que el transhumanismo y el avance definitivo de la inteligencia artificial. Respiren hondo, porque nuestra época se acelera y no tardaremos mucho que convivir con aquello que hace poco solo aparecía en el cine o en la literatura.
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