Como ya vimos en anteriores artículos, tras dibujar y escribir la miniserie Superman: El hombre de acero (1986), John Byrne se ocupó de la serie regular de Superman desde enero de 1987.
La colección de Action Comics pasó tras las Crisis en Tierras Infinitas a ser un título de team-up, esto es, en cada episodio, Superman aunaría fuerzas con otro héroe del universo DC para enfrentar una amenaza diferente.
La colección se convirtió de esta forma en una especie de escaparate del nuevo Universo DC post-Crisis. Byrne tuvo libertad total para elegir a los comparsas que cada mes acompañarían al Hombre de Acero… con una excepción: La Cosa del Pantano, que en ese momento estaba en manos de Alan Moore.
La continuidad no era aquí un factor relevante y las limitaciones de tal formato se cobraban su peaje en las historias. El número 584 (enero de 1987), por ejemplo, presentaba como he dicho un Superman poseído por la mente de un científico que había utilizado una máquina para transferir mentes, un recurso narrativo rancio a más no poder y mil veces utilizado en cómics, películas y series de todo tipo. En esta ocasión eran los Nuevos Titanes (tres de ellos en realidad, Cyborg, Changelling y Wonder Girl) los encargados de detenerle. La elección de estos personajes se basó simplemente en que se contaban entre los más populares de la editorial en ese momento.
El nº 585 (febrero de 1987) sirvió para poner de manifiesto, una vez más, no un nuevo superpoder, sino una nueva debilidad: Superman es vulnerable a la magia, por lo que en esta ocasión es el Fantasma Desconocido, personaje de la galería de héroes místicos de DC, el que debería encargarse de la parte no meramente física de una amenaza sobrenatural. En el nº 588 (mayo de 1987), Superman sale al espacio para ayudar a Hawkman y Hawkwoman a detener una flota invasora procedente de Thanagar. Al término de la misma, Superman es arrojado al otro extremo del universo, donde será rescatado en el nº 589 (junio de 1987) por los Green Lanterns de la Tierra. Juntos, tratarán de detener una enorme masa protoplasmática que se dirige hacia nuestro planeta al tiempo que buscan un hogar para los últimos ejemplares de una forma de vida cuyo mundo ha sido destruido.
El nº 590 (julio de 1987) presenta como compañeros de Superman a los Metal Men, unos personajes que siempre me han parecido absurdos –una suerte de Transformers tontorrones– y que aquí no mejoran la consideración que tengo de ellos. En esta ocasión, la historia sirve para poco más que recuperar en la nueva continuidad post–Crisis a su principal némesis, Chemo (que había aparecido originalmente en 1962, ya como adversario de los Metal Men).
Los números 592 y 593 (septiembre-octubre de 1987) se encuentran entre los mejores de la colección, no sólo gracias a su historia sino a que en esta ocasión John Byrne entinta sus propios dibujos y Keith Williams los fondos, ofreciendo páginas gráficamente más sólidas y mejor acabadas. De nuevo, Byrne recupera a dos de los personajes creados por Kirby para DC quince años atrás: el matrimonio formado por Big Barda y Mister Milagro, provenientes ambos de Apokolips si bien militan en el bando de los buenos. Los tres habrán de enfrentarse a Sleez, una grotesca y depravada criatura exiliada de Apokolips por Darkseid que se esconde desde hace décadas en las alcantarillas bajo la Barriada Suicida, la zona más degradada, física y moralmente, de Metrópolis.
Se trata de una historia curiosa porque, una vez más, Byrne se acerca a los límites de lo admisible en el personaje: las mentes tanto de Big Barda como de Superman son anuladas y ambos se convierten en juguetes sexuales de Sleez, que los utiliza para rodar películas pornográficas que luego vende a un empresario sin escrúpulos. Bueno, en honor a la verdad hay que decir que sólo Big Barda es sometida a tal humillación (incluso, se infiere, Sleez llega a violarla), porque prefirió ser bastante más ambiguo acerca de si Superman y ella habían hecho algo más íntimo que besarse (al menos, Sleez sí parecía tener más problemas para dominar al Hombre de Acero que a Big Barda). Igual de poco valiente e inverosímil resulta que los tres superhéroes implicados, Superman, Barda y Mr. Milagro, se limiten al final a decir que no se acuerdan muy bien de lo que ha pasado o que prefieren no acordarse…y no se hable más del asunto.
Una vez más, Byrne insiste en subrayar la vulnerabilidad de Superman, aunque en esta ocasión con un matiz adicional: su incapacidad para afrontar problemas sociales crónicos. Como el mismo Clark Kent reflexiona durante su visita a un hospital de desahuciados: “La Barriada Suicida. Dos palabras que siempre serán una espina que tendré clavada. Cuando llegué a Metrópolis intenté limpiar esa zona. Y fracasé. Hay tareas que me superan incluso a mí”.
Si se da un breve repaso a las historias de Superman escritas hasta ese momento por Byrne, nos llevamos la chocante sorpresa de que muchas –demasiadas, en realidad– giran alrededor de la confusión de identidades: Superman nº 4, 5, 6 y 7, 9 y 11 o Action Comics nº 591. Para el número 594 (noviembre de 1987), vuelve a recurrir al mismo tema.
Booster Gold era un nuevo personaje del universo post–Crisis, creado por Dan Jurgens para el número uno de su propia colección en febrero de 1986. Reflejo de los tiempos que corrían, Booster era un mercenario, un viajero temporal procedente del futuro que aprovechaba sus avanzados artilugios y conocimiento de nuestro siglo para amasar fama y dinero. En esta ocasión y de forma un tanto brusca e inexplicable, encabeza una campaña contra Superman que acaba desembocando en el enfrentamiento físico entre ambos héroes. La historia, no particularmente memorable, terminaría en “Booster Gold” (nº 23, diciembre de 1987) revelando, como era de esperar, que ese Booster Gold no era quien decía ser.
El último número del año, el 595, presentaba el que quizá era el primer villano de altura para Superman: Silver Banshee, una alta mujer de espectacular presencia que podía matar sólo con su voz y que recorría librería tras librería de Metrópolis buscando algo que no se llega a aclarar (Byrne revelaría el misterio más adelante, en la colección de Superman, estableciendo así cierta continuidad entre ambas series). Una vez más, el Hombre de Acero es derrotado por su vulnerabilidad a la magia, hasta el punto de que todos le dan por muerto, se da la noticia y se celebra un velatorio. Ésta es quizá la peor parte del número, puesto que un acontecimiento como ese –tal y como la editorial demostraría unos años después– debería suponer un auténtico terremoto en el universo DC, merecedor de mucho más que las tres someras páginas que Byrne le dedica. También es verdad que al final, Superman no estaba muerto, sino sólo sumido en un profundo coma. En cualquier caso, no es él quien consigue hacer huir a Silver Banshee –porque en puridad, ésta no es derrotada en combate– sino el Detective Marciano, personaje siempre considerado como secundario pero cuyos múltiples poderes lo convierten en alguien que puede militar tranquilamente en las ligas mayores.
Action Comics también tuvo su Anual en octubre de 1987. La historia, 39 páginas escritas por John Byrne bajo el título de «Skeeter!», es una historia de terror ambientada en una pequeña ciudad aterrorizada por las “muertes” causadas por un vampiro. Allí llega Batman –mejor dicho, Bruce Wayne disfrazado– siguiendo la pista de un reguero de muertes similares y cuando se da cuenta de la naturaleza de la amenaza, decide telefonear a Clark Kent para que comunique a Superman que necesita ayuda. Para los estándares modernos, es una historia demasiado lenta y no muy dramática a pesar de su premisa, que hacía suponer una mayor espectacularidad. Todo parece estar razonablemente bajo control y el misterio sobre la identidad del vampiro o el secreto que esconde la ciudad nunca llegan a ser tales.
A nadie puede causar suspense que Batman se hunda en arenas movedizas o que Superman pase un mal rato cuando tenga que enfrentarse a una criatura mágica. Está claro que encontrarán la forma de salir airosos de la situación aunque sea recibiendo ayuda externa. El mérito de la historia reside en que la solución a sus problemas sea inteligente, incluso sorprendente. Pero en este caso no ocurre nada de eso y, de hecho, la parte más satisfactoria en ese sentido es la última página: con la amenaza conjurada y la situación de la ciudad controlada, sólo queda una cosa que hacer y Batman no vacila en encargarse de ello… Es terrorífico y cómico al mismo tiempo.
Quizá lo más extraño, sin embargo, es que estamos ante un Anual de Action Comics en el que Superman parece la estrella invitada. Y es que esta historia pertenece sobre todo a Batman: es él quien ocupa más tiempo de la misma y quien arregla la situación al final; incluso tiene que salvar a Superman de ser convertido en un vampiro. No creo que haya mucha gente que se queje de ello. Por una parte, Batman era el personaje más popular del momento gracias al empujón que supusieron los dos trabajos que sobre él acababa de presentar Frank Miller: El regreso del Caballero Oscuro y Batman: Año Uno. Y, por otra, Byrne ya tenía dos cómics mensuales con los que explayarse con Superman, así que este Anual le dio la oportunidad de jugar con el otro titán de la compañía gracias a la flexibilidad e independencia de la continuidad que ofrecían estos especiales.
Pero al final, el auténtico cebo de este Anual era su dibujante: Arthur Adams, por aquellas fechas un muchacho recién llegado a la industria, pero que desde su debut dos años atrás con Longshot (1985), había causado un enorme impacto. Eso sí, quien espere ver aquí unas páginas a la altura de esa obra o los Anuales que realizó para Los Nuevos Mutantes y X-Men (1985), quedará decepcionado. Salta a la vista en cualquiera de sus planchas que este no es uno de los puntos álgidos de su carrera. Hay problemas en las proporciones, planchas enteras en las que los fondos brillan por su ausencia, un grado de detalle muy inferior al de los cómics antes mencionados… Adivino que la presión de las fechas de entrega influyó en el resultado final y, además, el entintado de Dick Giordano no es probablemente el más indicado para su dibujo.
Con todo, su estilo resultaba fresco y novedoso por entonces y demostraba una capacidad menos frecuente de lo deseable en los dibujantes de comic books para representar con verosimilitud lo cotidiano (coches, bares, gente normal). Asume ciertos riesgos con las angulaciones e iluminación de algunas viñetas y su narrativa es clara.
Con el cierre del primer año de Byrne al frente de Action Comics había quedado claro que ésta constaba de episodios autoconclusivos dominados por la acción. Las historias no eran demasiado elaboradas, los villanos o amenazas estaban creados para la ocasión y se notaba su papel interino en su escasa entidad y recurso al cliché. Pero Byrne, a pesar de todo, las hacía entretenidas y siempre resultaba satisfactorio ver su personal tratamiento de otros personajes de la casa, demostrando que a pesar de las prisas y la sobrecarga de trabajo no había perdido la capacidad de otorgarle a cada uno su propia personalidad. Por su parte, el entintado de Dick Giordano era funcional y ocasionalmente apresurado, menos detallado y limpio que los que Terry Austin o Karl Kesel realizaron para la serie principal.
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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.