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«El gigante de hierro» (1999), de Brad Bird

En 1999 se estrenó Tarzán, la última de las películas que ayudaron al renacimiento de Disney con La Sirenita (1989). Fue aquél un final de ciclo, el mismo año en el que se estrenó Toy Story 2 con enorme éxito, demostrando que la primera entrega no había sido una excepción y consolidando una forma de hacer animación distinta, tanto en el concepto como en la técnica. En ese momento bisagra es cuando aparece El gigante de hierro.

En 1985, el director Brad Bird se encargó del episodio «Perro de familia», perteneciente a la antología televisiva coordinada por Steven Spielberg Cuentos asombrosos (1985-1987), probablemente el mejor capítulo de lo que por lo demás fue una serie bastante insípida. Era un capítulo que ofrecía una divertida y cínica interpretación de la vida familiar estadounidense a través de los ojos de un perro. Después de aquello, Bird continuó colaborando con Spielberg, escribiendo el guión de Nuestros maravillosos aliados (1987) y ayudando a reformular Perro de familia en una serie de animación que tuvo una vida muy breve (10 episodios) en 1993, entre otras cosas porque no pudo estar a la altura del producto original.

Después y durante años, Bird trabajó como director, productor y ese término nebuloso que es «consultor ejecutivo» en varias series de animación, como Los Simpson (1989), El Crítico (1994-1995) o El Rey de la Colina (1997-2010) sin que nada pareciera indicar que alguna vez pudiera salir de la trastienda del mundo audiovisual. Afortunadamente, Warner Bros le brindó una segunda oportunidad en la forma de El gigante de hierro, una oportunidad que supo aprovechar de forma brillante, aunque por desgracia y a pesar de las favorables críticas recibidas, la película pasó casi desapercibida entre el público en un verano, el de 1999, especialmente cargado de estrenos.

En la pequeña ciudad de Rockwell (Maine, Estados Unidos), en 1957, el avispado niño de nueve años Hogarth Hughes descubre un robot gigante comedor de metal que, proveniente del espacio exterior, se ha estrellado en el espeso bosque cercano a su casa. Aunque al principio ese ser le asusta, no tarda en convertirse en su amigo, guía y protector. Ocultándole el secreto a su joven madre viuda, se las arregla para convencer al excéntrico artista propietario del desguace local, Dean McCoppin, para que oculte allí al robot. Sin embargo, la presencia de esa criatura no ha pasado del todo desapercibida para los lugareños y el gobierno envía un agente a investigar, Kent Mansley, un individuo arrogante, neurótico y ambicioso decidido a encontrar al robot y destruirlo, ya sea como alienígena invasor o como arma secreta de los soviéticos.

La discreción con la que El gigante de hierro pasó por las pantallas en su recorrido comercial en salas fue tremendamente injusta dado que fue uno de los mejores films de ciencia ficción infantil en décadas. El argumento es sencillo y no hay mucho en él verdaderamente original, pero está excelentemente desarrollado, con abundante humor –sin resultar simplón ni cargante– y detalles en los que fijarse en sucesivas revisiones. La evolución de la amistad entre el protagonista y el robot está maravillosamente expuesta, echando raíces paso a paso conforme se alternan momentos cómicos y dramáticos. Entre estos últimos, muy influido por Bambi (1942), se encuentra la muerte de un cervatillo, escena en la que se encaja muy hábilmente un mensaje contra las armas.

De hecho, durante la preproducción, Bird presentó la historia a los ejecutivos de Warner con la reflexión: «¿Qué pasaría si un arma tuviera alma y no quisiera ser un arma?». El director y su equipo de animación hicieron un trabajo notable a la hora de transmitir la certeza de que bajo la armadura metálica del robot late un alma. Puede que parezca algo obtuso al principio, un ser torpe como un niño grande, desconcertado y asustado dotado de un vozarrón impresionante (a cargo de Vin Diesel en la versión original); pero poco a poco, como su futuro colega mecánico Wall-E, el Gigante de Hierro consigue llegar al corazón del espectador. Aprende lo mejor que el ser humano alberga en su interior y resulta conmovedor verlo luchar y sobreponerse a su naturaleza primitiva, la de arma de destrucción masiva, para hacer lo que cree correcto: proteger a los inocentes y los indefensos. Comparados con él, los horribles robots de Transformers (2007) no son más que chatarra. Su sacrificio final es tan emotivo como el que años atrás había podido verse en E.T. El extraterrestre (1982), película con la que El gigante de hierro tiene varios puntos en común.

No obstante, aunque E.T. y el Gigante tienen un arco similar (ambos están perdidos en un planeta ajeno, encuentran la ayuda y amistad de un niño, son perseguidos por agentes de la autoridad, mueren y resucitan), ambos son muy diferentes. Y es que la muerte del segundo tiene un propósito de redención, algo que no tenía la de E.T. El Gigante se sacrifica para salvar a otros. Porque mientras que el alienígena de Spielberg era un biólogo pacífico, el Gigante es un arma, una máquina de guerra interplanetaria. Cuando revisa junto a Hogarth sus comic books, el robot se reconoce similar al personaje de uno de ellos, pero el niño le educa: «Él no es el héroe, es el villano. No es como tú. ¡Tú eres de los buenos, como Superman!.

Brad Bird consigue formular un mensaje netamente pacifista y antixenófobo utilizando como vehículo, irónicamente, un robot asesino procedente del espacio exterior. Hay escenas que se sirven de los gadgets y poderío bélico de la máquina como fuente de diversión o incluso maravilla; y también un clímax dramático y con abundante suspense y acción. Pero al final y a diferencia de muchos otros films, El gigante de hierro no acaba derivando hacia una exhibición fetichista de destrucción y violencia (de nuevo, véanse los Transformers). El desafío consistía en representar y personificar la paz y el amor en un contexto de paranoia y guerra; recordarnos que el odio y el miedo no son innatos, sino que se aprenden; que nunca hay que abandonar la esperanza; que podemos ser más que aquello a lo que nos han destinado o lo que se espera de nosotros; y que lo que es diferente no tiene por qué ser peligroso… Un desafío que la película supera con creces.

El gigante de hierro es también un sentido homenaje a los años cincuenta del siglo pasado en la forma de referencias, guiños y estéticas que seguramente pasarán desapercibidos para los espectadores más pequeños, pero que sí reconocerán los adultos. Así, aparecen réplicas de Action Comics, posters de Planeta prohibido (1956) y el pase de aquellas películas didácticas para las escuelas en las que se engañaba a los niños explicándose cómo ponerse a salvo en caso de un ataque nuclear. Tenemos la típica cafetería americana de esa época en la que trabaja la madre de Hogarth, el beatnik, el investigador obsesionado con la amenaza de los soviéticos, referencias a la Carrera Espacial y las paranoias relacionadas con los ovnis. Y, al mismo tiempo, la película es la antítesis del espíritu de sus antepasadas del género en la Guerra Fría como Kronos (1957) o El Coloso de Nueva York (1958) en las que el triunfante final consistía en la intervención de los militares para doblegar la amenaza de turno. La historia (basada en el cuento infantil del mismo título escrito por el poeta inglés Ted Hughes), incluye en cambio un potente mensaje contra la paranoia xenofóbica, el militarismo ciego y el peligro de las armas nucleares.

Hay, por otra parte, detalles y flashes de información que sólo el espectador adulto y atento percibirá y que ayudan a perfilar situaciones y personajes. Por ejemplo, la personalidad de Hogarth puede quedar explicada por el ejemplo –o la genética– de su padre, al que vemos en una foto sobre su mesilla de noche vestido de piloto de caza y al que puede suponerse muerto durante la Guerra de Corea. La cazadora y el casco que se pone en un momento dado son idénticos a los de su padre y antes de salir de casa para internarse en el bosque con una linterna atada a su escopeta de aire comprimido, hace un gesto marcial a su reflejo en un espejo; quizá es a su padre a quien en realidad saluda.

Otro de los temas que toca la película es el de la dificultad que tienen las personas especiales para encajar en la mediocridad reinante. El inconformismo del escultor y chatarrero Dean no deja de ser una proyección en la vida adulta de las dificultades que el propio Hogarth tiene en la escuela; y el Gigante es, a su manera, también un incomprendido: entre los humanos por su naturaleza robótica y aspecto amenazador, y –suponemos– entre los suyos por su negativa a someterse a los planes de quienes lo fabricaron. Bird volvería sobre la figura de los inadaptados en posteriores películas, como Los Increíbles (2004), Ratatouille (2007) o Tomorrowland (2015).

Estéticamente, la película evoca las pinturas de Norman Rockwell y Edward Hopper en su visión nostálgica de la América rural teñida por los suaves colores del otoño. En cuanto a la animación propiamente dicha, El gigante de hierro no tiene mucho que envidiar a la que ofrecía Disney en los noventa, pero a diferencia de los productos de ese estudio, Brad Bird pone el énfasis en la historia y los sentimientos prescindiendo de florituras artísticas y técnicas. Se opta por una mezcla ecléctica entre lo tradicional y lo vanguardista en la que los personajes humanos y los fondos se han animado con los clásicos cells en un estilo que recuerda en su factura a las películas de Don Bluth o Hayao Miyazaki, con figuras caricaturescas y fondos y paisajes detallados y coloreados con meticulosidad. Pero los animadores utilizaron también técnicas infográficas con el robot, cuya textura metálica está perfectamente fusionada con el resto del reparto. Nunca da la impresión de haber sido toscamente superpuesto en los cells tradicionales y especialmente en la escena de batalla final ese aspecto infográfico funciona particularmente bien.

Por todo lo dicho y como he comentado al principio, puede resultar difícil de creer que, con todas las alabanzas que merecidamente recibió, la película fracasara estrepitosamente en taquilla. En ello tuvo que ver la insuficiente promoción de Warner, con mucha cautela tras el batacazo que se propinó el estudio con La Espada Mágica: En Busca de Camelot (1998) y cuyos ejecutivos no confiaban demasiado en los guiños adultos que incluía el guión de El gigante de hierro. De hecho, Bird se negó a aceptar algunas sugerencias de Warner, como darle a Hogarth un perro de mascota (que hubiera resultado redundante dado que el robot ya cumplía una función equivalente) o incluir música rap en la banda sonora (en una película ambientada en los años cincuenta; sobran comentarios)

A ello hubo que sumar la repercusión que tuvieron otras películas estrenadas por entonces, como El sexto sentido» o Matrix, que oscurecieron el corto recorrido comercial de El gigante de hierro. El mérito de Brad Bird, no obstante, fue reconocido en la industria y continuó su carrera uniéndose a Pixar para dirigir los mencionados Los Increíbles y Ratatouille, saltando luego al cine de acción real con Misión Imposible: Protocolo Fantasma (2011) y Tomorrowland antes de regresar a Pixar para Los Increíbles 2 (2018).

El gigante de hierro es un film que ha envejecido mucho mejor que otras producciones animadas de la época, y de hecho, es hoy más apreciada de lo que lo fue en su momento. Se trata de un título a reivindicar sin reservas. Cuenta con buenos personajes, una historia entrañable y mensajes morales bien articulados y sin moralina. En definitiva y como su metálico protagonista, es una película con corazón y alma.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".