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«La vida futura» («Things to Come», 1936), de William Cameron Menzies

Las películas de Fritz Lang marcaron el paso de los primeros filmes de ciencia ficción de acuerdo a una perspectiva netamente europea. Enfatizando las supuestas capacidades predictivas del género e introduciendo un comentario social, los cineastas como Lang buscaban erosionar la inconsciente autosatisfacción de la sociedad, exponiendo la poco edificante verdad que se escondía bajo su superficie.

La ciencia ficción norteamericana de este mismo periodo, por el contrario, era mucho menos reivindicativa y se ajustaba al canon pulp de aventura ligera. Los seriales cinematográficos de Flash Gordon que aparecieron a partir de 1936 eran un ejemplo perfecto de esa aproximación centrada en la pura evasión y que era producto de la necesidad de toda una nación de escapar de las realidades aún latentes de la Gran Depresión.

Las películas sonoras reemplazaron a la sobreactuación expresionista del cine mudo, aportando un mayor grado de introspección en historias apoyadas en la caracterización y los diálogos. La ciencia ficción no fue una excepción, en parte porque a pesar del trabajo pionero de Lang en el género, los efectos especiales eran todavía primitivos. La única excepción de aquel periodo fue King Kong (1933), del que ya hablamos con detalle en una entrada anterior. Cuando los estudios trataron de imitar la vasta épica de Metrópolis, fracasaron en taquilla de la misma forma que aquélla. Ni siquiera el nombre del mundialmente famoso H.G. Wells podía salvar a uno de esos barcos del naufragio, tal y como United Artists comprobó con su Things to Come (en español, La vida futura).

Los críticos y comentaristas han sido muy amables con esta película, pero a simple vista resulta difícil entender por qué.

Después de 1905, H.G. Wells abandonó casi por completo la ciencia ficción propiamente dicha. Ya había escrito las novelas por las que pasaría a la historia y a partir de ese momento se centró en ficción realista intentando establecerse una reputación de autor serio. Pero, sobre todo, inició una activa carrera –si puede llamarse así– como ideólogo: se hizo miembro de la Sociedad Fabiana (un grupo de socialistas moderados que propugnaban el cambio social), empezó a escribir ensayos en los que predecía el curso futuro de la Historia y proponía formas de mejorar el mundo basándose en el progreso científico. En los años veinte y treinta su fama le llevó a viajar por todo el mundo, dando conferencias y entrevistándose incluso con líderes políticos extranjeros con los que debatía sobre sus ideas globalizadoras

La Primera Guerra Mundial transformó completamente el panorama intelectual europeo y Wells no fue una excepción. Inicialmente había apoyado la guerra en la esperanza de que ésta actuaría como catalizador del cambio social que tan ardientemente deseaba. Pero no tardó en desencantarse. Un tono pacifista y desilusionado invadió su trabajo y aunque siguió escribiendo ciencia ficción hasta su muerte en 1946, la intencionalidad ideológica de sus libros se superponía al simple deseo de narrar una historia.

En este contexto se encuadra La vida futura (1933), un texto factual y árido en el que se narraba la evolución de la humanidad en las décadas por venir. La consecuencia fue que su obra tardía ha envejecido mal; su ingenuidad y sus errores predictivos han sido incapaces de imponerse a la realidad. Si el nombre de Wells sigue siendo recordado hoy es gracias a sus primeros trabajos (La máquina del tiempoLa Guerra de los MundosEl hombre invisible…) por mucho que él mismo los despreciara en la última etapa de su vida.

Hasta mediados de los años treinta, y a pesar de contar ya con un considerable legado literario en el que apoyarse, el cine británico, a diferencia del americano o el alemán, nunca había prestado demasiada atención a la ciencia ficción. Estrictamente hablando, sólo puede destacarse un film inglés de este género, El túnel (1935), que no era sino un remake de una cinta alemana dirigida dos años antes por Kurt Bernhardt.

El propio H.G.Wells solo vio su obra adaptada al cine en unas pocas ocasiones. Los primeros hombres en la Luna (1901) sirvió sin duda de inspiración a Viaje a la Luna (1902) de Georges Méliès y recibió versión propia en 1919. En los años treinta se estrenaron La isla de las almas perdidas (1932) y El hombre invisible (1933), ambas denostadas por el escritor debido su tratamiento ligero y, en el caso de la primera, su clara conversión en una historia de terror. Conviene recordar, no obstante, que por entonces el propio Wells de distanciaba de su obra inicial, dedicándose únicamente a su faceta de autonombrado profeta. Porque, de hecho, ambas películas se encuentran entre las mejores adaptaciones cinematográficas de sus libros.

El propio Wells probó suerte como guionista, primero con El rey que era rey, escrito en 1929 y en el que un monarca lleva a cabo una reforma socialista que acaba extendiéndose por todo el planeta. El libreto fue rechazado por ser considerado imposible de rodar. Después, el escritor se acercó al millonario productor húngaro asentado en Inglaterra Alexander Korda, para el que escribió dos películas: la que ahora nos ocupa y la más ligera El hombre que podía hacer milagros (1937).

El trasfondo social que Wells solía incorporar a sus novelas (las consecuencias del capitalismo en La máquina del tiempo, el colonialismo en La Guerra de los Mundos) ha sido normalmente despreciado por los guionistas y directores de cine a la hora de realizar las correspondientes adaptaciones, prefiriendo centrarse en el suspense y la acción. La vida futura constituye una excepción, quizá porque el propio Wells estuvo involucrado en el proyecto, no sólo escribiendo el libreto junto al guionista favorito de Korda, Lajos Biro, sino supervisando todos los aspectos de la producción, desde el vestuario a la música.

Desde entonces, muchos críticos han incluido a La vida futura en sus personales listas de Mejores películas de ciencia ficción todos los tiempos. Y, sin embargo, continúa siendo una de las menos conocidas. Quizá ello sea debido, al menos en parte, a la pobre conservación de las copias disponibles. Pero hay algo más. Quizá su presuntuosa visión del futuro –futuro que, en su mayor parte, ya es nuestro pasado– y que ya en su día fue un fracaso comercial para Korda, un golpe a su sueño de convertir a Inglaterra en el centro del cine de prestigio en contraposición al más superficial Hollywood.

Es posible que la mejor forma de ver esta película sea considerándola una historia alternativa o, si ello es posible, dejar a un lado la auténtica línea temporal de los últimos setenta y cinco años y tratar de imaginar la impresión que recibieron los espectadores en el momento de su estreno en 1936.

La acción de la película arranca en 1940, cuando Everytown –un claro trasunto de Londres– pasa sus fiestas navideñas abrumado por las noticias de una guerra inminente. Hay muchos que prefieren ignorar las portadas de los periódicos, pero algunos, como John Cabal (Raymond Massey) temen que la tragedia sea inminente. Están en lo cierto: las primeras bombas caen aquella misma noche y la violencia no finalizará hasta treinta años después. Hoy sabemos que la Segunda Guerra Mundial estalló tan sólo tres años después del estreno del film, pero entonces aquello no era más que una ficción.

La historia salta treinta años en el futuro. En 1970, la sociedad –representada, de nuevo, por Everytown– ha quedado reducida a un montón de ruinas habitadas por masas de desesperados a los que afecta una terrible plaga, la «enfermedad errante». El Jefe (Ralph Richardson), un megalomaniaco tirano cuya ambición es tan grande como corta su inteligencia, se ha hecho con el control de la ciudad gracias a su crueldad y sus engañosas promesas de paz mientras no para de guerrear contra «el enemigo». Éste ya no es una potencia extranjera, sino los miserables que viven en las ciudades en ruinas más próximas.

El Jefe quiere aeroplanos para continuar sus campañas bélicas, pero no hay combustible con el que hacerlos volar. El joven mecánico Richard Gordon (Derek DeMarney) no cree que esas máquinas puedan volver a funcionar nunca y le confiesa a su novia sus temores de que la humanidad no regresará ya más a los cielos. Esto resulta incluso más terrible que la Enfermedad Errante, ya que es la idea de que la civilización está herida de muerte y solo le queda involucionar a formas más primitivas.

Por supuesto, a continuación aparece la esperanza: a bordo de un moderno avión llega a Everytown un envejecido John Cabal, representante de un nueva organización de aviadores que se ha hecho con el gobierno global: «Alas sobre el Mundo». Las conversaciones de Cabal con el Jefe son muy interesantes, en buena medida porque se supone que el espectador debe posicionarse del lado del primero que, además de la paz, el progreso y la tecnología, encarna el gobierno autoritario, por muy benigno que quiera ser. Cuando el Jefe insiste en conservar la soberanía local, Cabal le informa con contundencia de que ese tipo de actitudes ya no serán permitidas. Everytown será anexionada al nuevo orden mundial sin que haya lugar a negociación alguna. Finalmente, llegan los refuerzos en busca de Cabal y gasean la ciudad desde el aire para incapacitar a sus residentes. Se supone que el gas provoca sólo una inconsciencia temporal pero, convenientemente, el Jefe no sobrevive.

La historia salta a continuación al año 2036. La civilización ha alcanzado su cénit y la gente vive ahora en una futurista Everytown, transformada en una urbe subterránea iluminada y ventilada artificialmente. Un descendiente de Cabal (interpretado también por Massey) continúa predicando a favor del progreso, esta vez a través de su empeño en lanzar el primer cohete a la Luna, lo que abrirá las puertas a la exploración y colonización espacial. Pero no todo el mundo está de acuerdo. El artista Teotocopulous (Cedric Hardwicke) se muestra pesimista sobre las bondades de un progreso que parece no tener fin y moviliza a las masas contra el proyecto espacial.

La última parte se centra en quién prevalecerá, si las masas exaltadas o los científicos. La conclusión da la razón a Oswal, quien sonaría frío y despiadado si no fuera porque es el héroe de la historia: permite que la gente muera con tal de lanzar el cohete mientras asegurar que lo importante es el progreso y el avance del conocimiento. Cuando su colega le pregunta cuándo podrán descansar y disfrutar de ese progreso, Cabal le responde que el descanso –el permanente descanso de la muerte– siempre llega para todos demasiado pronto y que entretanto la Humanidad debe siempre aspirar a nuevas metas: la luna, los planetas, las estrellas. La elección, insiste, es: «Todo el universo o nada. ¿Qué será?».

Wells no era ningún admirador de Metrópolis. Todo lo contrario. En un artículo publicado en el New York Times había criticado furiosamente al film, especialmente a su mensaje de que el progreso y la automatización tenían un efecto deshumanizador sobre las masas. Unos años después presentó su propia visión del futuro –ya presente en algunas de sus obras anteriores– en la ya mencionada novela The Shape of Things to Come (1933), a partir de la cual elaboró el guión de la película que ahora comentamos, dando al equipo de producción instrucciones expresas de que recrearan un futuro opuesto al de Metrópolis.

Y, efectivamente, como no podía ser de otra manera, La vida futura refleja con fidelidad el pensamiento combativo de Wells: primero protesta contra la futilidad de la guerra, luego muestra su desprecio por la estrechez de miras y el egoísmo de las clases medias al tiempo que eleva a los científicos a la élite intelectual; el último tercio de la película nos muestra una de sus utopías ideales, un régimen limpio y perfecto dirigido por una élite de sabios que barrería la basura dejada por los imperios coloniales de su época. Armados del razonamiento científico y la más férrea determinación, todo el universo quedaba al alcance de la mano (aunque, al mismo tiempo, la película no pueda evitar cierta aura pesimista en su encadenamiento de catástrofes: una guerra devastadora, epidemias, barbarismo… incluso el final utópico queda ensombrecido por el descontento de una parte de la población).

Resulta interesante comparar la visión que del potencial científico ofrecía La vida futura, escrita y producida por británicos, y los innumerables filmes y seriales americanos del mismo periodo en los que intervenían sabios dementes. Mientras que Wells creía que nada era imposible para la humanidad si éramos capaces de superar nuestros defectos y abrazar el espíritu científico, filmes como Frankenstein (1931) nos decían que la ciencia era algo a lo que temer. No resulta descabellado pensar que si La vida futura hubiera sido producido en Hollywood, los científicos de Alas sobre el mundo habrían sido los causantes involuntarios de la guerra y las masas de enfurecidos luditas lideradas por Teotocopulous serían los héroes triunfantes.

Como hemos dicho más arriba, Wells había escrito también por aquellas mismas fechas el guión de otra película estrenada un año después, El hombre que podía hacer milagros. Pero mientras éste era una fantasía lúdica de tono ligero, La vida futura es un ejercicio profético de tono aleccionador que se apoya en discursos solemnes en vez de en la interacción entre los personajes.

Como película, La vida futura es una mezcla de pomposidad, aburrimiento y espíritu visionario. William Cameron Menzies no era un realizador dotado para la dirección de actores y prefería dirigir su atención hacia el aspecto visual. Los personajes, con la posible excepción de El Jefe, carecen de personalidad definida (y en ese caso más debido a la buena interpretación de Ralph Richardson que al propio guión) y parecen muñecos rígidos cuya única función es mirar a los cielos y reiterar una y otra vez lo maravilloso que es la ciencia y lo horroroso que es la guerra. Wells parece incapaz de escribir sobre gente ordinaria y ni siquiera Raymond Massey, cuya presencia en la pantalla es realmente imponente (su altura física y su gesto siniestro dominan las escenas en las que participa), es capaz de insuflar vida a un personaje que no hace más que emitir estiradas soflamas ideológicas a la menor oportunidad.

Da la impresión de que Alexander Korda tenía en tan gran estima a Wells que le dejó ejercer mayor control creativo de lo razonable. Aunque en la producción intervinieron algunos de los nombres más importantes del cine británico de la época, Wells ya pasaba de los sesenta y no tenía experiencia como guionista. Parece ser que la primera versión de la película se acercaba a las dos horas, aunque las copias que han llegado a nosotros tienen una duración no superior a los noventa minutos.

El discurso ideológico de Wells puede parece hoy caduco y ciertamente cuestionable por neofascista, pero tampoco gustó al público de la época. Sus continuos y grandilocuentes discursos acerca de las bondades del progreso y el destino de la humanidad son aburridos, iterativos y rancios además de matar el poco ritmo que tiene la película. El realizador ni siquiera acierta cuando intenta inyectar algo de acción a través del revolucionario Teotocopulous, pues lo hace de forma repentina, cerca del final y sin resolver satisfactoriamente la cuestión.

Y es una lástima, porque en el fondo estamos ante una ciencia ficción inteligente que trata de apoyarse más en las ideas que en los efectos especiales. Y no es que de éstos se quede corta, todo lo contrario. La atención que el director pone en el aspecto estético del film no puede extrañar si consideramos que William Cameron Menzies había ejercido de director artístico y diseñador de producción de varias películas de la época muda. Figuró como director artístico en El ladrón de Bagdad (1924) o Lo que el viento se llevó (1939) e hizo su debut como realizador en la cinta –hoy perdida– Always Goodbye (1931). Después, Menzies profundizaría en el cine de género con títulos como Chandú el mago (1932), adaptación de un héroe místico con origen en un programa radiofónico, y más adelante con el thriller de espías The Whip Hand (1951) o el clásico de invasiones extraterrestres Invasores de Marte (1953).

Su experiencia en el campo del diseño de producción dio forma a un futuro que sí llamo la atención a los espectadores contemporáneos, aunque estrictamente hablando, la tarea de diseño de producción recayó en otro gran nombre, Vincent Korda, hermano del productor. La vida futura fue una de las películas visualmente más impresionantes de su tiempo, sólo superada por Metrópolis . Ello fue en gran medida gracias a las detalladas miniaturas creadas por Korda y fotografiadas por el director de efectos especiales Ned Mann, en particular la impactante Everytown del futuro o las escenas en las que las multitudes asedian al gran cañón que lanzará el cohete al espacio. Pero también las imágenes en las que las bombas caen sobre la ciudad y los tanques avanzan por el campo de batalla; o aquellas que describen la construcción de la gran ciudad utópica de estilo art-decó, una urbe de estilo radial, de líneas limpias y formas contundentes que remiten al futurismo y al diseño industrial más vanguardista de los años treinta.

Curiosamente, con todo lo destacables que son estos efectos especiales, no se puede evitar sentir cierto distanciamiento ante su fría e higiénica monumentalidad. Quizá sea por eso por lo que la película no haya dado en lo visual escenas o elementos icónicos de la misma forma que, por ejemplo, King Kong o Frankenstein .

Asimismo digno de atención es el vestuario, desde el traje de vuelo de Cabal –que remite a los cómics de Buck Rogers– a las blancas túnicas de estilo griego y romano que nos recuerdan que la visión que Wells tenía del futuro era la de un retorno a la época clásica. También hay que destacar la música compuesta por Arthur Bliss (por cierto, la primera banda sonora en editarse posteriormente en LP).

La vida futura dista mucho de ser una buena película. Pero, ¿puede ser entonces considerado un clásico? A su favor podemos esgrimir varios argumentos. En primer lugar por su rareza dentro del panorama cinematográfico de la época, adverso al género de la ciencia ficción. En segundo lugar por ser una película basada en una novela de Wells que no sólo se estrenó durante su vida, sino que fue directamente supervisada por él. A diferencia de anteriores y posteriores adaptaciones de sus novelas, La vida futura refleja clara y sinceramente el pensamiento del afamado autor.

Y, por último, porque las ideas de fondo que plantea son interesantes para un debate: desde la conveniencia o no de un gobierno global por encima de las soberanías locales, el sentido o siquiera la viabilidad de un progreso sin fin, o el atractivo de una sociedad higienizada y homogénea. Ciertamente, esos temas son expuestos de una forma burda, maniquea, fría y sin matices: Cabal es siempre la voz serena del sentido común, mientras que el Jefe o Theotocopulous son representados como bufones. Aun así, los argumentos expuestos por éstos no carecen de base

La vida futura es una película que, después de todo, por su ambición épica, su imaginativo diseño y su propósito reflexivo es de obligado visionado para todo aquel que se considere un auténtico aficionado.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".