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«El túnel» («Der Tunnel», 1933), de Kurt Bernhardt

La huella que dejó Metrópolis en el cine fue profunda, y no sólo en el género de ciencia ficción, sino en la propia industria cinematográfica alemana, orgullosa de haber sido capaz –con mucho esfuerzo, eso sí– de superar a las grandes producciones norteamericanas. En no poca medida fue esa autoconfianza mezclada con el orgullo patriótico la que llevó al cine alemán de preguerra a profundizar estética y conceptualmente en un género que, además, podía servirle para presentar, elegantemente disfrazados, mensajes ideológicos. Veamos, por ejemplo, El túnel .

Basada en la exitosa novela homónima de 1913 escrita por Bernhard Kellermann y remake de una cinta más antigua rodada en Alemania en 1914 con el mismo título y dirigida por William Wauer, El túnel nos narra la historia de un ingeniero, Mac Allen (Paul Hartmann) que culmina su sueño de construir un túnel transatlántico que comunique Europa con Norteamérica. Tras las previas negociaciones financieras, los inversores dan luz verde al ingeniero y pronto da comienzo la construcción del colosal proyecto desde Long Island, en Nueva York.

Sin embargo, el maravilloso sueño tecnológico de Mac Allen y sus patrocinadores tiene un coste en vidas humanas y sufrimiento, especialmente entre los trabajadores. Ello deriva en un descontento creciente que amenaza todo el plan y consume las energías de Mac Allen, quien no sólo debe procurar que los obreros vuelvan al trabajo, sino calmar las inquietudes que algunos inversores empiezan a albergar. Y por si todo ello fuera poco, hay quien ve sus intereses amenazados por el túnel y contrata a un agente para sabotearlo. Todo parece conspirar contra él, pero Mac Allen poco a poco vence todas las dificultades. La película termina de forma esperanzadora con la satisfactoria apertura del túnel.

Uno de los temas principales de la película es la brecha social y económica que separa aquellos que pagan el proyecto y que en último término se beneficiarán de él, y aquellos que deben construirlo sin probablemente obtener ventaja futura alguna. Sin embargo, la película evita deliberadamente profundizar en los temas de igualdad social e injusticia empresarial que se exponen someramente (la versión británica ni siquiera reconocía que los trabajadores pudieran pensar por ellos mismos).

El film fue realizado durante un momento en el que el socialismo y el comunismo eran vistos en Occidente con temor. La Revolución bolchevique y los atentados con bomba anarquistas estaban aún frescos en la memoria de todos, y el mundo industrial todavía se hallaba restañando las heridas causadas por los excesos del sistema capitalista que condujeron a la Gran Depresión. Así que no puede extrañar que guionista y director trataran de ofender lo mínimo posible al gobierno alemán, liderado ya por Adolf Hitler, con eslóganes que exaltaran la igualdad entre plutócratas y trabajadores.

También subyace el tema del sacrificio personal en bien de la colectividad. Todos en esta película deben pagar tributo para que el gran proyecto salga adelante. Mac Allen pierde a su esposa, un gran accidente en el túnel provoca muertes entre los obreros y uno de los financieros se suicida tras enterarse de que la policía lo investiga por fraude. Todos renuncian a sus vidas familiares y a sus aspiraciones personales en aras de la Gran Misión, un mensaje colectivizador común a los regímenes totalitarios, tanto de izquierdas como de derechas.

El drama se apoya en el desarrollo del argumento más que en los personajes. Éstos son verosímiles aunque algo estereotipados (la esposa de Allan, por ejemplo, no es más que un elemento decorativo). Por lo demás, toda la cinta tiene un tono apegado a la realidad: nada de futuros exóticos, alienígenas o fabulosos inventos. Ese aspecto realista se consiguió gracias a un buen diseño de producción en el que no se escatimaron medios. Resulta chocante la opinión que se desprende de la película –quizá consecuencia de las turbulencias económicas y políticas– de que el mundo de dos o tres décadas después no habría registrado demasiados cambios. Fueron incapaces de imaginar una tecnología que evitara las multitudes de obreros sudorosos bregando hasta caer rendidos.

En realidad, esta producción es un remake virtualmente idéntico –aunque con un reparto diferente– de una cinta anterior en habla francesa también dirigida por Bernhardt con el mismo título. El director, temeroso de posibles problemas con el gobierno de su país si los nazis conseguían el poder –lo que efectivamente sucedió–, prefirió rodar su película en un estudio parisino. Para los papeles protagonistas eligió a dos jóvenes estrellas en ascenso, Jean Gabin y Madeleine Renaud, quienes aportaron una especial verosimilitud a sus papeles.

Finalmente, cediendo a las presiones del gobierno alemán, Bernhardt rodó la cinta de nuevo utilizando actores de esa nacionalidad, pero reciclando las impresionantes escenas de construcción del túnel, paisajes y panorámicas generales.

A la postre, no es que sus esfuerzos conciliadores le sirvieran de mucho. Bernhardt fue arrestado por la Gestapo y acabó marchándose de Europa para emigrar a Hollywood, donde continuó dirigiendo películas bajo el nombre de Curtis Bernhardt: Retorno al abismo (Conflict, 1945), Amor que mata (Possessed, 1947), No estoy sola (The Blue Veil, 1951), La viuda alegre (The Merry Widow, 1952), Beau Brummell (1954)…

La versión británica de 1935, dirigida por Maurice Elvey no sólo contó con un reparto diferente de actores ingleses, sino que se rodó íntegramente de nuevo utilizando decorados y efectos especiales propios y anclando el guión –escrito por Curt Siodmak– en el presente más que en el futuro. En su lanzamiento en Estados Unidos se cambió su título por el de The Transatlantic Tunnel y el peso de la narración recaía sobre un doble triángulo amoroso entre los principales protagonistas (el ingeniero, su mujer, el amigo de aquél y la atractiva hija del principal inversor). La ciencia ficción pura no podía competir en atractivo popular con el melodrama romántico.

Todo este galimatías de remakes, versiones y contraversiones es representativo del torbellino político del momento. Para cuando Elvey realizó su versión, el panorama internacional se deterioraba con rapidez. En 1935, la política de Hitler ya creaba tensiones en otros países, Mussolini mantenía su lazo fascista sobre Italia y Rusia continuaba bajo el gobierno totalitario de los comunistas. En una escena de la película de Elvey, el Primer Ministro habla incluso de una Federación Oriental cuyo objetivo era aplastar las naciones anglosajonas libres.

La sombra de la Segunda Guerra Mundial ya sobrevolaba el continente y por eso el film inglés ve ese túnel, nexo de unión entre dos naciones angloparlantes y aliadas, con una ilusión que raya en la desesperación, especialmente si tenemos en cuenta que los ingleses se habían opuesto desde siempre a este tipo de infraestructuras.

La idea del túnel bajo el Canal de la Mancha data de la época de Napoleón –aunque las intenciones del emperador poco tenían que ver con la paz–y desde entonces los ingleses desconfiaron de semejante obra. La idea se recuperó en la década de 1880. Michel Verne –hijo del famoso escritor– escribió sobre ella 1888 en una historia titulada «Un expreso del futuro», publicada en el Strand Magazine británico en 1895 (fue atribuida incorrectamente a Julio Verne). Pero la opinión pública, influida por los novelistas que auguraban que los franceses podrían inundar el túnel, se opuso con vehemencia.

Posteriormente, los ingenieros más osados soñaron con un tren de alta velocidad que pudiera recorrer los 10.000 km entre ambos continentes en diez horas –asumiendo que se pudiera fabricar un tren que pudiera alcanzar los 1.000 km/h.–. Pero tales sueños se esfumaron cuando, tras la Segunda Guerra Mundial, los aviones comerciales consiguieron completar rutinariamente tal hazaña sin necesidad de una infraestructura compleja y costosa. De hecho, así es exactamente como terminaba el libro original: en el mismo momento de su conclusión, el túnel devenía irrelevante debido a los avances en aviación.

No obstante, hubo quien siguió dándole vueltas a la idea. Robert H. Goddard, padre de la astronáutica, registró dos de sus doscientas catorce patentes en relación con ese túnel. Arthur C. Clarke menciona túneles intercontinentales en su novela La ciudad y las estrellas (1956), y Harry Harrison, en Túnel a través de las profundidades (1975), describe un sistema de túneles de vacío dispuestos en el lecho oceánico.

Cualquiera de las versiones de esta película son interesantes en su calidad de testimonio de una época, si bien el drama que desarrollan no ha resistido bien el paso del tiempo.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".