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«Metrópolis» (1927), de Fritz Lang

Fue en los años veinte cuando, fruto de la acumulación de experiencia por parte de los realizadores cinematográficos, las películas comenzaron ya a integrar la mayoría de los elementos que el público actual reconoce como parte fundamental de un film.

En particular, contaban con una duración lo suficientemente larga como para desarrollar adecuadamente una historia. Así, la ciencia–ficción empezó a delimitarse con más claridad en la pantalla a través de historias como Metrópolis, la primera película de ciencia-ficción de gran presupuesto, una fábula épica acerca de una sociedad futura desgarrada por la frustración de la clase trabajadora y las intrigas de los gobernantes.

Resulta curiosa la fama que acumuló la película si tenemos en cuenta que durante ochenta años, la versión que circuló fue muy incompleta. Poco después de estrenarse el 10 de enero de 1927 en el UFA Palast am Zoo de Berlín, la cinta fue recortada por la propia productora, la UFA, y luego por el distribuidor norteamericano, Paramount Pictures. Éste encargó al dramaturgo Channing Pollock la nueva edición para el mercado americano, misión que llevó a cabo de forma implacable, eliminando cincuenta minutos de las escenas menos espectaculares, básicamente aquellas que mostraban interacción entre personajes, lo que dio lugar a injustas críticas respecto a la habilidad narrativa del director Fritz Lang.

Así, de las casi tres horas iniciales –incluido el interludio–, cuando se estrenó finalmente en Estados Unidos, el metraje de Metrópolis ya sólo duraba 90 minutos. Este fue el montaje que durante tantos años cautivó a generaciones de aficionados. Cuando la UFA entró en bancarrota y su fondo pasó a estar gestionado por la Paramount, ésta tomó la imperdonable decisión de destruir el negativo original de tres horas. No había marcha atrás. La película jamás podría volver a verse tal y como fue inicialmente concebida. ¿O sí?

Los aficionados empezaron a darse cuenta de que las copias que se habían conservado en cada país eran diferentes. Poco a poco, fueron recuperándose escenas de aquí y de allí y en 1984, el productor musical Giorgio Moroder restauró varios de aquellos celuloides durante tanto tiempo perdidos, les aplicó una gradación de colores suaves, intercaló fotos fijas y reemplazó la banda sonora original por un conjunto de perecederas canciones pop, interpretadas por cantantes como Freddie Mercury, Bonnie Tyler, Pat Benatar, Adam Ant y el líder de Yes, Jon Anderson. Las opiniones sobre el resultado final oscilaron entre la indiferencia y juramentos de odio eterno a Moroder.

En los años posteriores fue apareciendo más metraje y en 2002 se reestrenó lo que se consideró la versión más completa posible. Aún seguían perdidos 25 minutos pero era lo mejor que se había podido conseguir. Sin embargo, la historia no terminó ahí. En 2008, se descubrió en Argentina una copia de 16 mm con el montaje original, aunque en muy mal estado. Y, de nuevo, los especialistas se pusieron manos a la obra para montar la versión definitiva. Ésta fue estrenada en Berlín a comienzos de 2010, 83 años después de su debut, demostrando a los nietos de los espectadores originales el por qué de tantos esfuerzos.

Nacido en Viena en 1890 en el seno de una familia de clase media, Fritz Lang estudio ingeniería, arte y pintura y afirmó haber viajado por Europa, África y Asia antes de enrolarse en el ejército austríaco al estallar la Primera Guerra Mundial. Mientras se recuperaba de las heridas recibidas por la explosión de un obús, comenzó a escribir guiones para películas. Dirigió 16 films en la Alemania de la República de Weimar, varios de ellos coescritos y novelizados por su esposa Thea von Harbou. Después de que el Partido Nazi (al que se afilió Thea) retirara El Testamento del Dr. Mabuse (1933), Lang emigró a Francia y luego a Estados Unidos, donde dirigió 23 films de todo género: thrillers, melodramas, westerns… En 1958 volvió a Alemania para retomar allí su carrera. Casi ciego, regresó a Norteamérica, pero ya no volvió a ponerse tras las cámaras. Falleció en 1976.

A mediados de los años veinte, Fritz Lang se había hecho acreedor de los favores de las autoridades germanas gracias a su película Los Nibelungos (1923–24), un homenaje a la mitología teutona que desde hacía tiempo venía siendo reivindicada por los sectores más nacionalistas. Así, no tuvo problemas para que la UFA, un estudio cinematográfico gubernamental fundado como difusor de propaganda bélica durante la Primera Guerra Mundial, aceptara su nuevo proyecto, un ambicioso film ambientado en un futuro distópico y cuya historia, escrita por Thea Von Harbou, había aparecido publicada en forma de libro en 1926.

Entre tanto, Lang formó parte de la expedición de la UFA a Nueva York con la misión de inaugurar su delegación americana y cerrar un acuerdo con Paramount y Metro Goldwyn–Mayer en virtud del cual éstas se comprometían a distribuir en Estados Unidos el catálogo de aquélla mientras que la UFA hacía lo propio con cuarenta cintas de los estudios de Hollywood. Incluido en el trato había un crédito de las compañías americanas a la UFA, crédito que permitiría financiar la nueva película de Fritz Lang. Éste, mientras tanto, no sólo obtuvo medios económicos de aquel viaje sino inspiración creativa.

En aquellos años, no había nada en el mundo que se asemejara a Nueva York. Hoy, el perfil de su skyline ha dado la vuelta al globo y todos, en mayor o menor medida, estamos familiarizados con el mismo gracias al turismo, internet o las películas y series televisivas. Pero entonces, para un viajero procedente de Europa, acostumbrado a las monumentales y vetustas ciudades del viejo continente, cargadas de historia y en muchos casos aún pendientes de una profunda reconversión urbanística, se encontraba al llegar a Manhattan con un espectacular perfil de flamantes rascacielos a cuyos pies se desplegaba una vibrante actividad. Tal y como Lang contó al entrevistador Gretchen Berg de Cahiers du Cinéma en 1965, Metrópolis “nació de mi primera visión de los rascacielos de Nueva York en octubre de 1924, los edificios semejaban velas verticales, centellantes y muy ligeras, un escenario lujoso, suspendido del oscuro cielo para deslumbrar, distraer e hipnotizar. Por la noche, la ciudad no se limitaba a dar la impresión de vida: vivía como lo hacen las ilusiones”. Como H.G. Wells antes que él, Lang quedó impresionado con lo que vio. Para ellos, Nueva York era una visión clara del futuro. Pero, al mismo tiempo, tras el deslumbrante decorado ambos atisbaron el peligro de deshumanización y tiránico dominio de la tecnología. Aunque la historia de Thea von Harbou que serviría de base a Metrópolis ya había sido escrita meses antes de la visita de Lang a Nueva York, la estética visual que imprimiría a su película fue inspirada directamente por esa gran ciudad.

La propuesta de Fritz Lang, modelada en forma de una liosa historia –a su vez complicada por las muchas ediciones y remontajes– es la de un futuro en el que la tecnología reina suprema y un ejército de obreros esclavos vive en el subsuelo de la gran ciudad de Metrópolis dejándose la salud e incluso la vida para que las clases más acomodadas puedan disfrutar de todo tipo de placeres, ajenos al sufrimiento del que, en último término, son responsables. Con esa oscura realidad se topa Freder (Gustav Fröhlich), el hijo del gobernante supremo de Metrópolis, Fredersen (Alfred Abel).

Dedicado a las competiciones deportivas y las vacías sensualidades reservadas a los de su clase (resulta curioso que en el mundo «superior» de Metrópolis las mujeres sólo aparecen como instrumentos de placer al servicio de los hombres), Freder descubre, conmocionado, la horrible situación en la que viven y trabajan los obreros. En particular, se siente profundamente conmovido por la pureza de una de ellos, María (Brigitte Helm), una joven de serena belleza que consuela a sus compañeros y cuida de los niños de la comunidad. Freder apela a su padre para resolver tamaña injusticia, pero ante su indiferencia, decide ser él mismo quien se involucre.

Mientras tanto, Fredersen, en su paranoia, decide neutralizar la influencia de María, a quien toma por una revolucionaria. Acude para ello a Rotwang (Rudolf Klein-Rogge), paradigma del científico loco, mezcla de hombre de ciencia y alquimista y antiguo competidor por el amor de una mujer, Hel, que acabó casándose con Fredersen antes de morir al dar a luz a Freder. Rotwang no ha olvidado nunca aquella vieja historia y aunque parece acceder a ayudar a Fredersen, en realidad planea vengarse. En su laboratorio ha creado un robot esclavo capaz de asumir forma humana. Secuestra a María y dota al robot de sus facciones antes de enviarlo no sólo a sembrar la discordia y la violencia entre los miembros de las clases privilegiadas, sino para agitar los ánimos de los obreros y empujarlos a la revolución. Al final, se restaura el orden y María y Freder reconcilian ambas partes en liza: capitalistas y obreros. Al borde del apocalipsis, el amor y la concordia triunfan.

Todos sabemos que la película figura en cualquier lista de cine clásico y de imprescindible visionado, pero ello no es gracias a su ingenua parábola de la lucha entre capital y trabajo. Metrópolis utiliza temas propios de la ciencia–ficción (como la distopia, el científico demente o el robot con apariencia humana) para contar una historia sobre nosotros mismos como especie, nuestros deseos, instintos y reacciones. Y aunque en este sentido resulta destacable, incluso brillante, el desarrollo de la narración sí deja bastante que desear. Es cierto que durante muchos años, la historia que todos pudimos ver era el resultado de una severa mutilación efectuada por el distribuidor norteamericano y que esa versión recortada resultaba todavía más incoherente que la original estrenada en Berlín. Pero incluso la Metrópolis recientemente restaurada con casi todo su metraje es esquemática, simplista e inconexa.

La máxima que abre y cierra la película (los gobernantes representan la «cabeza» y los obreros «la mano» y es necesario que el corazón medie entre ambos) es una metáfora infantil y el final de la película trata de convencernos con una moral igualmente banal de que lo adecuado es que «la cabeza y la mano deben trabajar unidas y no luchar entre sí», afirmación que se revelaría especialmente torpe teniendo en cuenta los acontecimientos históricos que acechaban a la vuelta de la esquina en la propia Alemania. Fue por culpa de ese cliché poco afortunado que no fuera bien recibida en el momento de su estreno. H.G. Wells escribió una famosa y muy negativa crítica de la película en el New York Times: “Recientemente he visto la más estúpida de las películas. No creo que hubiera podido ser posible hacerla más idiota. No hay originalidad, ni pensamiento independiente… no creo que haya ni una nueva idea, ni un solo ejemplo de creación artística o anticipación inteligente».

Semejante ataque era claramente exagerado, pero incluso Fritz Lang renegó de su creación cuando le contó en una entrevista a Peter Bogdanovich en 1965: “No me gustaba la película –pensaba que era tonta y estúpida–… ¿Debería decir ahora que me gusta Metrópolis sólo por ser una creación propia siendo que la detesto desde que la terminé?”

Pero hay consideraciones conceptuales que sí son muy destacables. Metrópolis fue la primera película de importancia que se hizo tras la Primera Guerra Mundial. Los ecos de la guerra química, los tanques y las ametralladoras, todo ello nuevas invenciones bélicas estrenadas en ese conflicto y que habían diezmado a toda una generación de jóvenes europeos, todavía se dejaban oír claramente en las obras de este periodo. Al hilo de ese trauma aún no superado, Metrópolis quería mostrar las fatales consecuencias que podía tener una tecnología que escapa a todo control, simbolizada en el robot construido por el maquiavélico Rotwang.

Una de las obsesiones de Lang era el funcionamiento del moderno mundo capitalista y construyó su discurso sobre una estética a mitad de camino entre el pulp y el Expresionismo. El icono central de sus películas era el reloj, símbolo de la racionalización del tiempo y el dominio del sistema económico sobre el individuo. En su retrato de la identidad urbana, Lang optó por lo abstracto en vez de por el naturalismo preferido por sus contemporáneos, lo que, inevitablemente, le acercó a la distopía.

En las profundidades de la ciudad, los obreros llevan una vida miserable y alienada, sin disfrutar siquiera del orgullo de realizar un trabajo importante. Lang los representa con movimientos rígidos, mecánicos y sincronizados con las máquinas que manejan. La menor divergencia entre el movimiento corporal y el ritmo de la máquina tiene consecuencias desastrosas, tal y como contempla horrorizado Freder que, en su delirio, ve a la gran máquina como un ídolo pagano al que se ofrecen en sacrificio cientos de obreros.

Cuando Freder sustituye en su puesto a un agotado operario, la máquina que debe manejar se asemeja a un reloj gigante cuyas manecillas ha de mover a intervalos fijados, un movimiento que carece de lógica aparente. En una producción en masa organizada de acuerdo a las necesidades de las máquinas, la relación del cuerpo humano con el tiempo se convierte en una programación inflexible. El cuerpo está atado a un reloj, una secuencia, una rutina, una línea de montaje. El tiempo deviene opresión y mecanización y el reloj –una máquina– se utiliza para regular los cuerpos como si se tratara de mecanismos. Metrópolis, por tanto, representa una visión distópica de una ciudad gobernada por máquinas; un gobierno, no obstante, inestable y marcado por el resentimiento y la desconfianza.

Sin embargo, mientras que los cuerpos masculinos se aproximan visual y conceptualmente a las máquinas, el de la mujer se transforma, literalmente, en una de ellas. El hecho de que el robot sea claramente femenino es sorprendente, especialmente si tenemos en cuenta la explicación que proporciona su propio creador, Rotwang, acerca del propósito del mismo: «He creado una máquina a imagen del hombre, que jamás se cansa o comete errores. Ya no necesitamos más a los obreros humanos». Un robot que está aparentemente diseñado como el obrero definitivo se transforma en una mujer de sexualidad desbordante. El maligno robot María puede ser interpretado, por tanto, como síntoma de los miedos asociados con la tecnología, contemplada como algo peligroso, amenazador e incluso demoniaco. Los temores y ansiedades que causan máquinas cada vez más complejas y poderosas son asociados al miedo masculino a la sexualidad femenina. Y, en el juego de opuestos que sustenta la película (arriba y abajo, orden y caos, patronos y obreros, padre e hijo, diseño futurista y arquitectura gótica), la viciosa Jezabel babilónica que encarna el robot se enfrenta a la auténtica y humana María, con su amor por los niños y su espíritu protector, metáfora de la madre definitiva: la Virgen María; paralelismo, por otra parte, claramente intencionado, como se desprende de la escena en la que, con un trasfondo de cruces, predica en las catacumbas el inminente advenimiento de un Mediador.

Y, desde luego, como marco vivo que acoge el discurso narrativo, tenemos a la propia ciudad de Metrópolis. Desde los años veinte hasta el presente, el cine fue explorando diferentes visiones de la experiencia urbana del futuro, una trayectoria que comenzó señalando el fracaso de las utopías modernistas en la forma de destrucción y vacío físico y espiritual y que fue dando paso a conceptos más modernos con énfasis en el agotamiento y el vértigo tecnológico. De hecho, las formas en que hemos imaginado nuestras ciudades del mañana son claros indicadores de nuestra relación con el paisaje urbano.

Metrópolis es un compendio de iconografía modernista, con sus rascacielos, aeroplanos y autopistas elevadas mezclados con una decadencia distópica y el submundo obrero. Esta fue la primera descripción de una ciudad del futuro. Una década después, en 1939, el pabellón Futurama de la General Motors en la Exposición Universal de Nueva York exhibió el aspecto que los expertos pensaban tendría la ciudad en el futuro. Esta exposición, creada por el diseñador industrial Norman Bel Geddes, fue la oportunidad para mucha gente de entrar en el mundo del mañana inmediato gracias a su principal atracción: una intersección urbana a tamaño natural, con automóviles futuristas, un edificio de apartamentos, un cine y unos grandes almacenes. Los visitantes debieron haberse sentido transportados al decorado de una película de ciencia–ficción.

Los niveles superiores de Metrópolis eran un claro antecedente de la visión de Bel Geddes: aquí se enfatizaba el transporte, el ocio y el consumo. Podemos ver a los habitantes caminando en formación por grandes autopistas mientras los aviones se elevan sobre ellos volando entre los rascacielos; los edificios en el barrio nocturno están cubiertos por anuncios que promueven un estilo de vida extravagante y lujoso. Bajo todo ello, los obreros sudan para alimentar las grandes máquinas que suministran la energía a la ciudad. Metrópolis, como las urbes de La vida futura (1936) y Just Imagine (1930) es una ordenada jerarquía de actividad capitalista que recupera ideas de fuentes diversas, como la novela Los condenados a muerte (1920), de Claude Farrèrre o las obras de Wells La máquina del tiempo (1895) y Cuando el durmiente despierta (1899).

En otro orden de cosas, los científicos locos de la ciencia ficción son personajes que persiguen obsesivamente el conocimiento con el poco modesto fin de gobernar el mundo. El «científico loco» arquetípico nació con el Rotwang de Metrópolis, cuyos esfuerzos por conseguir su venganza sumiendo a la ciudad en el caos pasan por la invención del robot María. A menudo, la figura del científico en la ciencia–ficción viene fijada por su capacidad para imitar a Dios creando vida de algún tipo, aunque con igual frecuencia ese descubrimiento se vuelve contra él, castigando a su creador por sus delirios de grandeza. Esos personajes suelen representarse con algún tipo de distintivo que prueba lo lejos que están dispuestos a llegar en su ambiciosa búsqueda. Rotwang, por ejemplo, tiene una mano metálica, prótesis que reemplazó la auténtica, perdida presumiblemente en el curso de algún peligroso experimento. La desfiguración o la pérdida de algún miembro simbolizan, conectando el físico con el alma, la retorcida naturaleza del científico y sus planes.

Hemos comentado que aunque Metrópolis incluye conceptos e ideas pioneros, el desarrollo narrativo propiamente dicho dejaba bastante que desear. La interpretación tampoco figura entre lo más recordado del film. Es como si Lang no hubiera comprendido todavía que el lenguaje cinematográfico exige un estilo interpretativo diferente al del teatro. Las películas mudas, puesto que no podían apoyarse en el sonido, incluían un estilo actoral más chirriante y llamativo. Así, las interpretaciones de los actores en Metrópolis se antojan claramente exageradas, melodramáticas hasta llegar a la comicidad, hiperbólicas incluso para los estándares del cine mudo. Sus poses exageradas y gestos inverosímiles acercan a los actores más a una máquina que a un hombre. Y, a la inversa, uno de los mejores momentos de la película nos lo ofrece no un actor, sino un robot: el bello androide art deco construido por Rotwang se transforma en María mientras se sienta en una especie de trono, encerrado en círculos de luz que recorren su cuerpo. Su hierática expresión es una de las imágenes más perdurables de la cinta, a mitad de camino entre la máscara mortuoria y la sensualidad contenida.

Dentro de esta consideración general, cabe destacar a Brigitte Helm, que consigue desdoblar con éxito la María humana y la robótica, transformando no sólo su postura y gestualidad, sino su misma apariencia. También Klein-Rogge resulta inolvidable como Rotwang; su aspecto y expresión sentaron las bases para innumerables científicos locos de la historia del cine, como el “Doc” de Regreso al Futuro (1985) y las muchas encarnaciones del doctor Frankenstein. Por su parte, Froelich resulta demasiado cursi como para verlo encarnando un auténtico héroe y Abel cumple competentemente en su papel de tecnócrata obligado a aprender una amarga lección.

Pero si ni el argumento ni la interpretación son particularmente merecedores de figurar en el canon cinematográfico, ¿cuál es entonces el mérito de Metrópolis?. La película ha perdurado gracias a su suntuoso aspecto visual y sus efectos especiales. Es en el ámbito formal y en su osadía visual donde reside su valor. La principal preocupación de Lang no era tanto la narración sólida de la historia como la creación de un mundo abstracto en el que introducir movimiento, formas y texturas. Sus excesos en este sentido no lastraron la película, sino todo lo contrario: crearon un clásico que todavía hoy sorprende por sus logros, inspirando no sólo a cineastas, sino a ilustradores, artistas, diseñadores y creadores de videoclips y anuncios publicitarios.

En primer lugar, por supuesto, hay que destacar el diseño visual y conceptual de la propia Metrópolis, una ciudad dividida verticalmente entre los obreros confinados en los pasadizos subterráneos y los aristócratas que viven en brillantes rascacielos y se ejercitan en soleados estadios olímpicos; un espacio futurista, pero en el que Rotwang vive en una mansión gótica y se enfrenta a Fredersen en el tejado de una catedral medieval. La película no proporciona un argumento racional para la coexistencia de estilos visuales tan dispares, por lo que podríamos pensar que esa yuxtaposición formaba parte de la intención del realizador, una yuxtaposición que se solapaba a la de lo humano y lo mecánico, también muy presente en la cinta (María robot/humana, Obreros/Máquinas).

El diseño de producción –dirigido por el propio Lang, que había estudiado en su juventud en la Escuela Superior Técnica de Viena– sintetizaba sus impresiones neoyorquinas combinándolas con el Expresionismo, el Art Deco y el Futurismo

Sería simplista decir que el responsable de efectos especiales Eugene Schüfftan hizo todo sirviéndose de espejos. Se construyeron decorados colosales para el film, pero en gran medida se utilizaron combinados con actores, multitudes de extras, maquetas y miniaturas ayudándose de espejos colocados en ángulos específicos de la cámara. Las escenas que mostraban los automóviles y aviones desplazándose por la ciudad requirieron un largo y complejo proceso de stop–motion mientras que para la transformación del robot en María se utilizaron técnicas más convencionales de iluminación y efectos de cámara.

La principal innovación de Lang puede que fuera el uso de la cámara subjetiva durante la explosión de la máquina –un efecto que, como el director afirmó, “le dio al público la impresión de que los actores sintieron realmente el temblor”. De obligada mención es el montaje, en el que también se introdujeron originales efectos, como aquél que nos introduce en las pesadillas de Freder, con una María bailando seductoramente ante un grupo de hombres de lasciva mirada.

La combinación de talento creativo, destreza técnica y disponibilidad de fondos, dio como resultado una larga lista de escenas icónicas: Freder trabajando en las manecillas de un gran reloj como si fuera un Cristo crucificado, las columnas de obreros que entran y salen de las fábricas como si fueran robots, las salas llenas de máquinas en las que los trabajadores se antojan meras piezas del colosal engranaje, el nacimiento de la María robótica en un proceso con tintes religiosos, la persecución que Rotwang lleva a cabo de la heroína por las catacumbas a la espectral luz de una linterna, el reloj de diez horas que marca la jornada laboral, los planos generales de Metrópolis, la enloquecida actuación de la malvada María en el night-club, la quema del robot en la hoguera, el salvamento de los niños…

Decir que la visión de Lang no había resultado barata es quedarse corto. El rodaje duró 16 meses y sus colosales cifras (8 actores protagonistas, 750 secundarios, 26.000 extras masculinos, 11.000 extras femeninos, 750 niños…) costaron a la compañía siete millones de marcos y convirtieron la película en la más cara de la época muda. Tanto se sobrepasó el presupuesto que el film no pudo recuperar el coste e incurrió en abultadas pérdidas, entre otras cosas porque su rendimiento en taquilla resultó peor de lo esperado. La UFA estuvo a punto de quebrar (lo haría al cabo de pocos años, en buena medida por ser incapaz de recuperar el agujero dejado por Metrópolis).

Así que no es ninguna sorpresa que esta película no animara a otros estudios a apostar por grandes superproducciones de ciencia–ficción. Raras excepciones –como el musical Just Imagine (1930), que tenía lugar en el futurista año de 1980 (“cuando todo el mundo tenía un número en lugar de un nombre y el gobierno te dice con quien debes casarte”) o la épica cinta británica La vida futura (1936), no consiguieron conectar con el gran público. En cambio, los espectadores de la Depresión acogieron con entusiasmo los seriales de espíritu pulp, cintas baratas basadas en personajes de cómic como Flash Gordon o Buck Rogers. Pero eso es otro capítulo.

El fracaso económico de Metrópolis no desanimó a su director a la hora de abordar una nueva película de ciencia ficción dos años después, La mujer en la luna (1929), de la que hablaremos en una futura entrada. Esta última tiene sus defensores, especialmente de su primera parte, en la que se construye y se lanza un cohete (dice la leyenda que los nazis, unos años después, censuraron la cinta y destruyeron las maquetas por miedo a que pudieran dar pistas sobre su programa bélico V2). Pero no hay nada en este film que esté a la altura icónica de las imágenes urbanas de Metrópolis o del robot dorado. Fue gracias a esos magistrales chispazos visuales –por mucho que tan sólo fueran breves extractos de narraciones mucho más extensas– que el cine contribuyó decisivamente no sólo al desarrollo de la ciencia–ficción como género sino a la familiarización del gran público con sus iconos y temas.

Es imposible exagerar la influencia de esta obra maestra. Con la posible excepción del Star Wars original, ningún otro film de ciencia-ficción ha tenido tal impacto. Merece la pena destacar que Metrópolis fue una influencia clave en la propia Star Wars: el androide dorado C3PO fue específicamente diseñado como contrapartida masculina del robot femenino de Metrópolis. Pero en la mayoría de los casos su legado no resulta tan obvio. La visión de Lang de una ciudad moderna y brillante regida por la tecnología en la que juegan los malcriados hijos de industriales y millonarios mientras sus contrapartidas subterráneas son tratados como zombies o robots, han sido recicladas en la CF hasta el hartazgo (recordemos In time). Visualmente, la ciudad de Metrópolis acecha tras el Los Ángeles de Blade Runner, el Nueva York de El Quinto Elemento, el Coruscant de Star Wars, la ciudad–nave de Dark City o incluso el Gotham de Batman, por nombrar sólo algunos ejemplos. Incluso las películas de ciencia-ficción del extremo más mediocre han recurrido a Metrópolis: la megaciudad de Juez Dredd, por ejemplo, es una versión imperfecta de la imaginada por Lang.

¿Por qué esta visión futurista de casi cien años de vida continúa vigente? Sencillamente, porque es uno de los films más bonitos de la historia del cine y su belleza está influenciada tanto por las precisas líneas del movimiento arquitectónico de la Bauhaus como por las sombras del Expresionismo alemán. Ambos se funden de forma casi perfecta en el campo de la ciencia ficción.

Tan influyente como el diseño, los temas de Metrópolis son también muy apreciados por los cineastas de CF. Además del tema de los humanos levantándose contra una sociedad mecanizada, Metrópolis presenta el primer robot cinematográfico de relevancia (aunque se pueden encontrar antecedentes en algunos cortos humorísticos, como The Electric Servant o A Mechanical Husband); y el primero que se asemejaba claramente al hombre para infiltrarse entre la población. No creo que a nadie se le ocurra citar a Brigitte Helm como influencia interpretativa de Arnold Schwarzenegger, pero como su último TerminatorHelm imprimió humor en el lenguaje corporal de su mecánico personaje (al menos, esperemos que su intención era la de parecer algo divertida en la escena donde el robot Maria azota a los hombres de Metrópolis, presas de un delirio masoquista, rendidos por su contoneo enfebrecido). Y cuando incita a los obreros a levantarse contra los artefactos mecánicos que les roen el cuerpo y el alma al grito de “Muerte de las Máquinas”, bien podríamos estar mirando a una Sarah Connor de la época muda. Sin lugar a dudas es el film que dio comienzo a la fascinación del cine con los hombres (y mujeres) mecánicos, ya sean robots, androides o replicantes.

Encontramos también aquí la idea de que la tecnología es una fuerza deshumanizadora y controladora para muchos individuos aunque para otros –la jerarquía gobernante– sea una liberación. Las películas de ciencia-ficción han recurrido desde entonces a estos esquemas para contar sus historias. Los replicantes de Blade Runner son artificiales y buscan la humanidad que los hombres les niegan, mientras que las máquinas de Yo, Robot intentan esclavizar a la especie humana por su propio bien; los ordenadores de Matrix hacen lo mismo, pero para beneficio de las mismas máquinas.

Metrópolis, con todos sus defectos, dio en el clavo al mostrar claramente y sin concesiones el lado oscuro de la tecnología y continuará proyectando su sombra en la ciencia ficción aún durante muchos años.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Este texto apareció previamente en Un universo de ciencia ficción y se publica en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".