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«La vida futura» (1933), de H.G. Wells

La carrera de Wells como escritor fue longeva, extendiéndose desde finales del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial. Sus libros lo convirtieron en uno de los personajes más famosos del mundo.

Buen conocedor de la literatura –a pesar de sus humildes orígenes, parecía que lo había leído todo, desde Platón a Mary Shelley– así como de la ciencia –durante un tiempo estudió biología con un discípulo de DarwinThomas Henry Huxley, abuelo del también escritor Aldous Huxley–, Wells no sólo se hallaba en la posición ideal sino que tenía el talento necesario para fusionar las diferentes corrientes de la tradición de la ciencia-ficción y convertirlas en un torrente de ideas que alimentaría a todos los autores del género del siglo XX; no sólo los escritores británicos inmediatamente posteriores, como Aldous HuxleyOlaf Stapledon o George Orwell, sino extranjeros como el ruso Yevgeny Zamyatin, el francés Maurice Renard, el checo Karel Čapek y, a través de la revista editada por Hugo GernsbackAmazing Stories (que reeditó la mayoría de las obras de Wells de sus primeros años), a todos los autores norteamericanos de relatos pulp.

En 1913, H.G. WellsGeorge Bernard Shaw y Sydney y Beatrice Webb fundaron el semanario New Statesman, una publicación de ideología socialista. Fueron sólo cuatro nombres entre las muchas víctimas de la estupidez que embargó a la intelectualidad europea en todo lo que se refería al comunismo. Shaw, por ejemplo, afirmó que el pueblo ruso estaba sorprendentemente bien alimentado, y lo dijo en un momento en que alrededor de once millones de rusos morían de hambre. Wells, por su parte, tras una entrevista con Stalin en 1934, dijo que jamás había conocido a un hombre «más sincero, justo y honrado», y que gracias a estas cualidades había conseguido «tener una notable autoridad sobre el país, ya que nadie le teme y todos confían en él».

De alguna manera, la sociedad utópica a la que Wells tantas vueltas había venido dando desde hacía treinta años, bebía al menos en parte del idealizado modelo ruso: su élite gobernante, los factores de producción organizados por el Estado, el sentido colectivo, los grandes proyectos… Con el paso del tiempo, el escritor devenido profeta fue elevando más y más la voz a la hora de defender su idea de un Estado Mundial de corte socialista. Y, al mismo tiempo, al correr los años, su amargura y pesimismo fueron aumentando al ver que sus sueños se veían cada vez más lejanos e irrealizables.

La vida futura (The Shape of Things to Come) fue un aviso de lo que se avecinaba al tiempo que una declaración de principios ideológicos. Es un libro dominado por la fe de Wells en la figura de un Estado Mundial como solución a los problemas de la humanidad. Predice el estallido de una gran guerra mundial que se prolongará hasta la década de los sesenta. Ni siquiera los países que se mantienen al margen (Estados Unidos o Inglaterra) se salvan, ya que el impago de sus préstamos a los países beligerantes les aboca a la crisis económica, el desempleo masivo y la inestabilidad social. Lo único capaz de detener el conflicto resulta ser una plaga devastadora –ya sea natural o producto de la guerra bacteriológica– que entre 1956 y 57 prácticamente aniquila la ya maltrecha civilización. Hacia 1960, la población del mundo ha caído a la mitad.

Sigue un periodo oscuro de anarquía y hambre. El tejido industrial y económico ha desaparecido. No hay comida ni petróleo que permita mantener un sistema de comunicación o distribución. Los gobiernos han sido sustituidos por una serie de señores de la guerra, antiguos soldados que se han erigido en dictadores de una malnutrida horda de miserables supervivientes.

Sin embargo, el orden es restaurado gracias a una dictadura benevolente que surge a partir de los controladores de lo que queda de los antiguos sistemas de transporte, los únicos que aún ostentan un poder global. Esa dictadura promueve el avance científico, instaura el inglés como lingua franca y erradica la religión, dirigiendo al mundo hacia una utopía pacífica. Cuando los dictadores encuentran conveniente quitar de enmedio a algún oponente político, se les da a éstos la elegante oportunidad de emular a los grandes filósofos clásicos Sócrates y Séneca: tomar una píldora letal y hacerle un favor a todo el mundo evitando una desagradable ejecución.

Finalmente, tras un siglo de construcción de la nueva civilización mundial, la dictadura es derrocada mediante un golpe no sangriento. Los antiguos gobernantes son jubilados con todo tipo de comodidades y el Estado Mundial va disolviéndose en una amorfa sociedad utópica que recuerda a la imaginada por Edward Bellamy en El año 2000: una visión retrospectiva.

Por tanto, la posición ideológica de Wells queda bien establecida: el hombre, empujado por gobiernos incompetentes, demagógicos y enfrentados entre sí, se precipita al abismo de la destrucción mutua en una guerra mundial; tras ella, prevalece la anarquía y los más fuertes y crueles expolian a la humanidad. Pero todo se soluciona gracias a una élite de autócratas que reconstruyen la civilización bajo la forma de un Estado Mundial regido por directrices racionales.

El libro carece de la estructura narrativa clásica de la novela. Se limita a conectar una serie de hechos al estilo de una crónica histórica. Wells utiliza la conocida argucia de afirmar que el libro no es sino la edición de las notas de un eminente diplomático, el Dr. Philip Raven, en cuyos sueños se le aparecía un supuesto libro de historia publicado en 2016.

Su frialdad estilística y distancia respecto al panorama de sufrimiento humano y reconstrucción social que describe, así como el establecimiento de una escala temporal lógica, lo acerca a otro clásico de la ciencia ficción publicado poco antes, La última y la primera humanidad (1930), escrito por su compatriota Olaf Stapledon y cuya influencia el propio Wells admitió.

La vida futura compartía otra cosa con la novela de Stapledon: el convencimiento de que el poder aéreo supondría un cambio radical en las estrategias y tácticas bélicas. Wells había avisado ya hacía tiempo de lo que la guerra aérea podía suponer para la población civil tanto en sus ensayos (Anticipaciones, 1901) como en sus ficciones (La guerra en el aire, 1908). Ahora volvía a incluir desoladoras descripciones de ciudades destruidas por bombardeos inmisericordes. La Segunda Guerra Mundial, que estallaría al cabo de seis años, demostraría que no se había equivocado: los ataques aéreos alemanes castigarían duramente la ciudad de Londres, esculpiendo a base de bombas el panorama que Wells había predicho.

Para Wells, el control del medio aéreo era algo más que una ventaja en caso de conflicto, era la llave del poder. Su Control Aéreo y Marítimo, la asociación de pilotos y técnicos a cargo de las comunicaciones planetarias, acaban evolucionando en un gobierno mundial. Una institución semejante ya había sido imaginada por Rudyard Kipling en su relato Con el correo nocturno (1905) y Sencillo como A.B.C. (1912). A.B.C. era el acrónimo de Aerial Board of Control, una organización que operaba en un mundo postapocalíptico transportando pasajeros y mercancías y reprimiendo con armas sónicas las revueltas civiles.

Otras partes del libro son ominosamente certeras. Por ejemplo, afirmar que las absurdas fronteras de Polonia acordadas en el Tratado de Versalles serían el detonante de la guerra; o el papel de los submarinos balísticos de largo alcance que, aunque en la novela lanzan torpedos químicos en lugar de misiles nucleares, cuentan con la misma capacidad destructora. Aún más, predijo que tales armas no se utilizarían sino como elemento de disuasión entre las potencias.

Sin embargo, aunque Wells vaticinó con acierto no sólo la utilización de aviones como armas ofensivas sino el propio estallido del conflicto y su fecha de comienzo (enero de 1940, tan sólo unos meses después del comienzo de la verdadera Guerra Mundial) falló al imaginar otro tipo de guerra que no estuviera basada en las trincheras, el alambre de espino y el gas letal. Asimismo, tampoco supo ver que la guerra podía generar enormes beneficios económicos, beneficios que, a la postre, ayudarían a reconstruir países enteros evitando el panorama apocalíptico que describía en la novela. A partir de aquí, toda la lógica interna del libro se desmorona, porque ésta se basaba en que el Estado Mundial aparecía al desintegrarse el concepto de Estado–nación barrido por la guerra y la prolongada Depresión económica.

Por otro lado, aunque puso a Polonia en el centro del conflicto –concretamente a la ciudad de Danzig–, quienes aparecen en su libro como víctimas indefensas son, precisamente, los alemanes, que por aquel entonces se hallaban sumidos en la miseria tras una guerra desastrosa y una crisis económica igualmente devastadora. Los polacos en cambio, que fueron arrollados por los Panzer nazis en un abrir y cerrar de ojos en septiembre de 1939, son retratados como una beligerante dictadura. Si Wells no pudo imaginar –y no se le puede culpar por ello– la Alemania militarizada y enloquecidamente nacionalista de 1939, tampoco podría esperarse que acertara con el resto de su cronología futura ni mucho menos con su idealizado Estado Mundial.

Ciertamente, no hay que valorar la calidad de una obra en función del grado de acierto de sus predicciones. De hecho, no es ese en absoluto la finalidad de la ciencia ficción. Y el problema con aquellos autores que pretenden seriamente erigirse en profetas visionarios es que, además de que se suelen equivocar estrepitosamente en cuanto se alejan más allá del horizonte temporal más inmediato, crean obras que aguantan mal el paso del tiempo. Y precisamente ese fue el problema de Wells en esta última etapa de su vida.

Incluso teniendo esto en cuenta, sus proyecciones históricas son simplistas y su ideología condenable. Por ejemplo, siguiendo las máximas marxistas, la formación del Estado Mundial se da por hecha, es algo inevitable. Ahora bien, si el Estado Mundial es una maravillosa utopía que todo lo arregla, ¿por qué para mantenerlo es necesario imponer una dictadura militar represora durante un siglo? Wells no supo resolver esa contradicción y prefirió taparla de forma burda: a aquellos que lo defienden se los presenta de forma beatífica como visionarios inmaculados que predican entre una horda de ignorantes.

La libertad de pensamiento o de creencia no es admitida por ese Estado Mundial. Éste debe tener el monopolio sobre la educación con el fin de modelar a su conveniencia la mente de sus ciudadanos. Así, el Islam es abolido por la Policía Aérea, las mezquitas demolidas y el árabe sustituido por el inglés sin que se produzcan mayores disturbios –algo que hoy resulta imposible de creer–. El budismo se desvanece con menos problemas todavía y el pueblo judío, tras una larga y violenta historia de persecuciones, abandona su identidad de buena gana para integrarse en el Estado Mundial. Tan solo el cristianismo –y, concretamente el católico, del resto de ramas de esa confesión nada se dice– se resiste a desaparecer, estableciendo sus últimos bastiones en Irlanda y Sudamérica antes de ser finalmente subyugado.

Wells no duda en exterminar en su ficción a todo aquel que se opone a sus nobles proyectos políticos. Cualquier cosa es aceptable si ayuda al progreso. Al progreso, claro está, tal y como él lo concebía y asumiendo implícitamente que, en su calidad de visionario, él hubiera formado parte de la élite dirigente. Porque, desgraciadamente, el Estado Mundial wellsiano a lo que recuerda es al paraíso de un dictador: un enorme aparato estatal de ámbito mundial regido por una élite indiscutida, que aplasta con sus opositores y que prohíbe la religión.

En resumen, ¿se puede aconsejar la lectura de La vida futura? No es un libro para todos ni fácilmente accesible en fondo y forma. Es una obra que vuelve a demostrar la desbordante imaginación de su autor, abundante en detalles cronológicos y cotidianos sobre ese mundo ideal de 2105. Pero torpedea sus propios logros con su estilo fríamente aburrido y su espíritu dogmático. Una obra quizá sólo recomendable para aquellos aficionados a Wells que quieran asomarse a los amargos pensamientos que dominaban su mente en la última etapa de su vida.

Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".