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«Frankenstein» (James Whale, 1931)

Retomando la herencia del expresionismo alemán, James Whale adaptó al cine en 1931 la pesadilla imaginada por Mary Shelley en Frankenstein o el moderno Prometeo (1818). Pero aunque el mérito de Whale es innegable (y no seré yo quien lo discuta), conviene tener en cuenta que también heredó la aportación de otros talentos.

De entrada, tenemos el libro original. ¿Qué podía significar el relato de Shelley para el público de 1931? Lógicamente, la audiencia aún desconocía descubrimientos que hoy nos resultan muy familiares, como los organismos transgénicos, la síntesis del genoma, la clonación, los trasplantes de órganos, o en el ámbito tecnológico, la inteligencia artificial. Sin embargo, por aquellas fechas, los avances de la ciencia eran ya lo bastante meteóricos como para inspirar temor en un auditorio que no los comprendía.

Por establecer un paralelismo, pensemos en el miedo que hoy nos provoca la explosión de la inteligencia en las máquinas, y en el reflejo que esa incertidumbre tiene en la cultura popular. No debe sorprendernos que algo parecido, y sin duda más intenso, conmoviera al espectador que acudió al estreno de Frankenstein.

Segunda aportación: la cinta de Whale partía de una referencia secundaria, en concreto la versión teatral escrita por Peggy Webling, Frankenstein: An Adventure in the Macabre (1927), producida en los escenarios británicos por el actor irlandés Hamilton Deane.

Ahí va un detalle curioso. Webling llamó al monstruo de su pieza teatral «Frankenstein», estableciendo un paralelismo muy inquietante con el científico (que aquí no se llama Victor, como en el libro de Shelley, sino Henry). Con esa decisión, Webling perpetuó un equívoco que llega a nuestros días.

Tercera aportación: en 1929, el dramaturgo americano John L. Balderston, que cinco años antes había adaptado con gran éxito Drácula, llegó a un acuerdo con Webling. Su idea era desarrollar una versión más sensacionalista de Frankenstein, ideal para cautivar al público de Broadway. En realidad, quien hablaba por boca de Balderston era el empresario teatral Horace Liveright, verdadero artífice del triunfo de Drácula en los escenarios.

Por esas fechas, el mundillo teatral estadounidense sabía que Carl Laemmle Jr., el jovencísimo y flamante jefe de producción de la Universal, tenía en mente una estrategia ganadora: adquirir obras de éxito e incluso producirlas para luego llevarlas a la gran pantalla. Paradójicamente, la adaptación de Frankenstein que Liveright encargó a Balderston ‒a partir de la versión de Webling‒ nunca llegó a los escenarios. Pero ‒y aquí viene lo interesante‒ sirvió a Francis Edward Faragoh y Garrett Fort como base para escribir su guión para la película de 1931.

Si me han seguido hasta aquí, ya pueden imaginarse que esto se parece al juego infantil del teléfono descompuesto. Cada participante se había encargado de distorsionar un poco más el texto original.

A estas alturas, las elucubraciones filosóficas de Mary Shelley se habían desvanecido del libreto. Shelley, hija de dos pensadores de altura, la escritora Mary Wollstonecraft y el filósofo William Godwin, introdujo en su novela alusiones cultas y reflexiones muy densas, que brillaban por su ausencia en la versión teatral. Este último venía a ser un melodrama tremendista y repleto de golpes de efecto, que pasaba por alto la estética romántica de la novela, y que también dejaba atrás la sutileza de otros antecedentes literarios: el titán Prometeo, el mito de Pigmalión o la leyenda medieval del Gólem.

Por su parte, Faragoh y Fort tuvieron claro que la Criatura debía ser un monstruo criminal, con un origen aún más tremebundo. De ahí que les encantase la idea de un ser creado con piezas de cadáveres, obtenidas en un camposanto. Inspirándose en las ideas de Cesare Lombroso, Faragoh también decidió que un cerebro anómalo fuera el origen de los instintos asesinos del monstruo, y que a su vez, esa tendencia tuviera un reflejo en su aspecto físico. De hecho, aún se conservan en los archivos de la Universal los primeros diseños de ese personaje, y todos ellos reflejan una maldad y una brutalidad inequívocas.

A estas alturas, no debe sorprendernos que Boris Karloff fuese elegido para interpretar a la Criatura tras encarnar a un feroz asesino en El código penal (The Criminal Code, 1930), de Howard Hawks (Whale, aconsejado por David Lewis, que había visto a Karloff en The Criminal Code, le ofreció el papel durante una comida en los estudios de la Universal).

Frente a la locuacidad y a la inteligencia que va desplegando el monstruo en la novela de Shelley, la Criatura de la película es un ser animalesco e indeseable. Lento en sus reacciones, incapaz de articular frases, y profundamente patético, como si estuviera determinado por una biología deficiente.

Lo mismo sucede con la trama. Con buena lógica, Faragoh y Fort la deformaron de manera oportunista para reflejar temores propios de la época. El monstruo es ese criminal que anda suelto, y que atemoriza a una sociedad cada vez más violenta, que aún no se ha recuperado de los horrores derivados de la Primera Guerra Mundial, y en la que aún son frecuentes los linchamientos sin juicio previo.

En un principio, Robert Florey ‒responsable de títulos como El doble asesinato de la calle Morgue (1932), El hombre sin rostro (1936) y La bestia con cinco dedos (1946)‒ iba a dirigir el proyecto, pero finalmente su trabajo fue desechado por la Universal tras haber rodado dos bobinas de prueba.

Algunos autores, como Brian Taves o David J. Skal, afirman que esta influencia de Florey se hace evidente en el acabado final de la película de Whale. Al margen de controversias, lo cierto es que, como es natural en una película de estudio, los elementos del diseño artístico de ambos proyectos son muy similares.

El argumento de Frankenstein es de sobra conocido. El doctor Henry Frankenstein (un atormentado Colin Clive) se obsesiona con la idea de obtener vida artificial a través de la electricidad. Con la ayuda de su ayudante, el jorobado Fritz (Dwight Frye, el Renfield de Drácula) ‒otro personaje inventado en la versión teatral‒, roba cadáveres del cementerio local para procurarse las distintas partes de la anatomía de esa futura creación. Finalmente, una tormenta le proporciona la fuerza vital que ha de animar a la Criatura (Karloff), un ser torpe y de enormes proporciones. Lo que aún desconoce el científico es que, por un error de su asistente, la Criatura no posee el cerebro de un sabio, sino el de un criminal recientemente ejecutado.

Frankenstein nos sitúa ante uno de los elementos más habituales a la hora de mostrar la animación de lo inerte: la electricidad.

Los antecedentes reales de esa electroestimulación eran bien conocidos por los guionistas Fort y Faragoh. Coetáneo y esforzado rival de Alejandro Volta –inventor de la pila, el electróforo y el electrómetro–, el médico y físico italiano Luis Galvani descubrió en 1790 el galvanismo o, lo que es lo mismo, la propiedad de la corriente eléctrica de provocar contracciones en músculos y nervios de animales, vivos o muertos. De aquí a la pesadilla romántica de Mary Shelley sólo mediaba un paso, y esto es algo que Whale se encargó de mostrar de un modo espectacular para la época.

Recordemos, por otro lado, que la propia Shelley llegó a conocer a Erasmus Darwin, un científico cuyas ideas a propósito del impulso vital fueron esenciales en el desarrollo de la novela (Léanse las notas que incluyó en The Temple of Nature: Or, The Origin of Society: A Poem, with Philosophical Notes (1803), bajo el título “Spontaneous Vitality of Microscopic Animals”, y por supuesto, el canto I, «Production of Life»).

La estética del film ‒incluido ese mismo laboratorio, iluminado por los aparatos eléctricos de Kenneth Strickfaden‒ debe mucho a John Phipps Fulton. El maestro Fulton vino al mundo en 1902 en Beatrice, un pueblo del estado de Nebraska. Tras conseguir un brillante expediente en la Escuela Politécnica local, pasó a trabajar como revisor en la Compañía Edison de California del Sur, ocupación que mantuvo hasta 1923, año en que obtuvo un puesto en la Universal como ayudante de operador.

En 1925 Frank Williams lo contrató como jefe técnico para su empresa óptica, y dos años más tarde volvía al mundo del cine, ejerciendo como cámara en la compañía Henry King’s Inspiration Pictures, empresa para la que trucó visualmente The Michigan Kid (1928), su primera obra en este campo. Asociado a Charlie Baker, fundó en 1931 el departamento de efectos especiales de la Universal, e inauguró su labor con el clásico que nos ocupa, Frankenstein, a las órdenes de Whale.

El influjo más obvio en el film es el expresionismo alemán, pero la visión estética de Whale también recuerda en sus propósitos la que, más de una década después, inspiró a Jean Cocteau y Henri Alekan durante el rodaje de La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, 1945). Me refiero a esa forma estilizada y casi poética de plasmar la realidad, más allá de los excesos pirotécnicos de Strickfaden.

Otra particularidad poco destacada es la relación de esta película con el teatro Grand Guignol. El primer director elegido para rodar la película, el ya citado Robert Florey, había organizado hacia 1917 una gira en la que se representaban obras de dicho estilo. Por su parte, su sucesor al frente del proyecto, Whale, había intervenido en las obras Grand Guignol Again y A Man with Red Hair, ambas estrenadas ‒según dice Brian Taves‒ en Londres en 1928. En un segmento de la primera de ellas, titulado Tras la muerte y escrito por René BertonWhale aparecía en escena interpretando a un guillotinado al que resucita un científico mediante la electricidad.

Esta influencia fue reconocida por el crítico del New York Times, Mordaunt Hall, que tituló su reseña «A Man-Made Monster in Grand Guignol Film Story» (5 de diciembre de 1931). «A partir del concepto escénico de John L. Balderston del clásico de Mary Shelley ‒escribe‒, James Whale ‒productor de Journey’s End como obra de teatro y como película‒, ha creado una película al estilo grand-guignol. La cinta despertó tanta excitación ayer en el Mayfair que muchos espectadores se rieron para ocultar sus verdaderos sentimientos. Se trata de una obra concebida artísticamente. Colin Clive, el Capitán Stanhope de la producción londinense de la obra teatral de RC Sherriff, fue traído desde Inglaterra para actuar como papel de Frankenstein, el hombre que modela un monstruo que camina y piensa. Naturalmente, es un asunto morboso y terrorífico, pero mantiene alerta al espectador, ya que durante sus tramos más escalofriantes exige atención».

A la vista de dichos precedentes, se entiende mejor el tono lúgubre, decididamente expresionista, con el que Fulton diseñó los efectos de fotografía.

Sin duda, otro de los aciertos del film fue la interpretación de Karloff. Y eso que, antes que a él, le ofrecieron el papel del monstruo a Bela Lugosi. Hoy sabemos que este lo rechazó porque no tenía ni una sola línea de diálogo, y por otro lado, supongo que la caracterización original ‒una aparatosa peluca‒ contribuyó a su negativa.

«Boris Karloff –escribe Antonio Camín–, experto en poesía inglesa, buen conocedor de la literatura infantil, amante de la jardinería, cuyas máximas aspiraciones eran interpretar a Shakespeare en el teatro y encarnar personajes humanos en cine, vio desvanecerse estos propósitos cuando, en 1931, James Whale le ofreció el papel del monstruo creado por el doctor Frankenstein en la película que iba a realizar sobre la novela de la escritora inglesa Mary Shelley. (…) De no haber sido por esta circunstancia es muy probable que el nombre de Boris Karloff no hubiera trascendido más allá del amplio, pero poco conocido, mundillo de los actores de segunda fila en el que se había movido desde los inicios de su carrera cinematográfica en 1916. Es a partir del momento de la realización de Frankenstein cuando se produce la identificación actor-personaje que preside toda la vida artística de Boris Karloff, ya que a pesar de haber interpretado toda clase de personajes (…) siempre se le ha identificado con el monstruo de Frankenstein, personaje que, paradójicamente, sólo ha interpretado en tres películas entre las, aproximadamente, ciento cincuenta de que se compone su filmografía» (Terror Fantastic, nº 1, octubre de 1971).

El encargado de caracterizar a Boris Karloff fue Jack Pierce. El maquillador tuvo que consultar libros de anatomía para llevar a cabo esta tarea, y también se basó en dos conceptos manejados por el equipo de diseño de la Universal: el sonámbulo Cesare, de El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920), y el robot Herbert Televox, construido para la Westinghouse Electric en 1927 por Roy Wensley, y popularizado en la revista Popular Science Monthly.

La idea de Pierce era que el doctor Frankenstein debía abrir el cráneo de la Criatura para introducir en ella un cerebro, y por ello diseñó una cabeza cuadrada, casi robótica, surcada por aparatosas cicatrices.

Los tornillos que completan esa caracterización (casi cubista) marcaron el cuello del actor durante años. Además, para darle una tonalidad adecuada a su piel, se empleó una pintura de maquillaje verdoso. Nada menos que cuatro horas diarias duraba este tormento.

Aunque otros elementos del film han perdido fuerza, hay en él escenas de una poesía muy poderosa, llena de resonancias. «Frankenstein fue la cuarta realización de Whale –escribe Francisco Montaner– y la película que le impulsó de un modo definitivo a lograr una proyección a nivel internacional de sus obras. El Frankenstein de Whale, con todos sus defectos y todas sus virtudes (muy poco de lo primero y mucho de lo segundo) es el Frankenstein por antonomasia. Su línea argumental es de sobra conocida para que sea narrada de nuevo. No obstante, permítaseme que, por enésima vez, salga a relucir la famosa secuencia del encuentro del monstruo con la niña a la orilla del lago, por considerarla como una de las escenas culminantes de toda la historia del cine fantástico» (Terror Fantastic, nº 2, noviembre de 1971).

No estaría bien terminar estas líneas sin mencionar un equívoco habitual. Un equívoco bienintencionado, y quizá inevitable. Me refiero al hecho de que hoy seamos incapaces de evocar la novela de Mary Shelley sin tener en mente la película de Whale.

Aparte de los diferentes idiomas que usan ‒la literatura de corte romántico frente al cine expresionista‒, creo que ambos persiguen objetivos distintos, y que además estos objetivos difieren incluso en las situaciones dramáticas que generan.

Argumentalmente, puede que la construcción de la novela y de la película sea similar, pero Whale tiene en mente la ficción pulp, y todo apunta a que la cerebral Mary redactó su obra junto a una estantería repleta de textos filosóficos.

Así lo plantea Stephen King en Danza macabra, «Mary Shelley no es (mordamos la bala y digamos la verdad) una escritora particularmente dotada para la prosa emocional (por eso los estudiantes que se acercan al libro prometiéndose una lectura rápida y sangrienta ‒expectativas generadas por las películas‒, normalmente lo terminan desconcertados y decepcionados). Saca lo mejor de sí misma cuando Victor y su creación discuten los pros y los contras de la petición de una compañera por parte del monstruo como si fueran polemistas de Harvard: es decir, saca lo mejor de sí misma a un nivel puramente abstracto. De modo que quizá es irónico que la faceta del libro que parece haber asegurado su longevo atractivo para el cine es la división de Shelley del lector en dos personas de mentes opuestas: el lector que quiere apedrear al mutante y el lector que siente en su propia piel las piedras y grita ante tamaña injusticia».

«A pesar de eso ‒nos dice King‒, ningún cineasta ha captado por completo esta idea: probablemente el que más se acercó fue James Whale en su estilizada La novia de Frankenstein, en la que las penas más existenciales del monstruo (un joven Werther con tornillos en el cuello) se ven reducidas a un específico más mundano pero emocionalmente potente: Victor Frankenstein crea la criatura… pero a ella no le gusta el monstruo original. Elsa Manchester, maquillada como una reina disco salida de Studio 54, grita cuanto él intenta tocarla, y el monstruo cuenta con toda nuestra simpatía cuando hace pedazos el maldito laboratorio».

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.