La década de los cincuenta fue, en el cine de ciencia-ficción, la de los años de las monster movies, un subgénero en el que individuos concretos o la humanidad en su conjunto se veían amenazados por las más diversas criaturas mutadas a consecuencia de la radiación. De entre todas ellas, por su perdurabilidad e influencia, destaca la japonesa Gojira (cuyo nombre es una combinación de gorila y de la palabra nipona para ballena, kujira, aunque al inglés se trasladó como Godzilla)
Mucho antes de convertirse en una superestrella de la cultura popular en su versión más camp, Godzilla fue el protagonista de una película japonesa tan sorprendentemente sobria como directa en su mensaje político. El que naciera en Japón parece especialmente adecuado, puesto que éste sigue siendo el único país hasta la fecha que sufrido la devastación por armas nucleares. Mientras que los cineastas de otras nacionalidades podrían creerse de lo más inteligentes con sus veladas alusiones y advertencias, Godzilla iba al grano, una personificación de la obsesión nacional japonesa por todo lo atómico.
Una serie de tragedias marítimas desconciertan a las autoridades. Para estupefacción de todo el mundo, se averigua que la causa de esos sucesos es un enorme monstruo prehistórico, conocido entre los isleños locales como Godzilla. Resucitado a raíz de la explosión experimental de una bomba de hidrógeno, la criatura surge del mar y ataca las principales islas japonesas, saltando de ciudad en ciudad, devastándolas con su aliento radioactivo, hasta llegar al mismísimo Ginza, el moderno distrito central de Tokio. La única esperanza de la humanidad descansa en un arma letal, el Destructor de Oxígeno, recientemente inventado por el atormentado doctor Daisuke Serizawa.
El capitán de navío Hideto Ogata y Serizawa, rivales por el amor de una mujer ‒Emiko, enamorada de Ogata‒, colocan el ingenio en un emplazamiento submarino y lo activan. Pronto, el colosal Godzilla es reducido a una nube de átomos a la deriva por el océano.
Godzilla es un film horrible: las interpretaciones son malas, el guión es incomible (ya sea en la versión original japonesa o en su versión norteamericana) y los desgraciados efectos especiales consisten en un actor nipón (Haruo Nakajima) embutido en un traje de goma, atizándole a una maqueta de cartón. Es tan mala que cualquier espectador objetivo tendrá que admitir que la versión de Roland Emmerich de 1998 es mucho mejor desde cualquier punto de vista: mejores efectos (por supuesto), una historia más sólida y una competente interpretación de Matthew Broderick.
Y el caso es que todo ello no importa en absoluto. Godzilla es una película mala, pero su auténtico protagonista, el monstruo, se convirtió en un símbolo de gran importancia para Japón: una metáfora para una nación que todavía hoy ha sido la única golpeada por un arma nuclear, y que veía con temor los test submarinos de Estados Unidos en el Pacífico durante los cincuenta. La versión de Emmerich, con todos sus efectos especiales y pegada comercial, fue infinitamente menos influyente que la original en la que se basó. Intentemos desvelar el porqué.
Basada en una historia original de Shigeru Kayama (que halló la «inspiración» tanto en King Kong (1933) como en el más contemporáneo El monstruo de tiempos remotos (1953), Godzilla reconvierte el subgénero de monstruos en una oscura alegoría, un thriller metafórico de nítido mensaje en cuyo guión colaboraron también el propio director, Ishirō Honda, y el guionista Takeo Murata. Difícilmente podrían haber imaginado entonces que estaban creando no sólo un icono japonés, sino todo un ídolo de la cultura popular mundial.
Godzilla es hijo de la energía nuclear y de la misma forma que las armas convencionales palidecen ante la bomba atómica, a él no le afectan las balas, los misiles y todo lo que los japoneses puedan arrojarle. La movilización masiva del ejército y la instalación de sofisticadas barreras electrificadas no sirven para detenerlo. Sólo el sacrificio personal del profesor Serizawa, padre de terribles ingenios de destrucción, logra lo que parece imposible: destruir al monstruo. La muerte de aquél a causa de la misma arma que ha diseñado ‒la cual, acusadoramente, compara con la bomba de hidrógeno– constituye toda una moraleja y propone a los espectadores una reflexión sobre los peligros de la tecnología atómica: ¿Aprenderá alguna vez el hombre? Por el camino también hay una historia romántica que a ningún espectador interesaba demasiado teniendo delante un lagarto gigante destrozando Tokio.
A simple vista, no hay nada que diferencie el argumento y los temas de Godzilla de tantísimas otras películas de engendros que copiaron El monstruo de tiempos remotos. Sin embargo, es la feroz dirección de Honda y su habilidad para convertir un argumento banal en una metáfora de los sufrimientos de su país, lo que merece dedicarle un apartado especial dentro de la historia de la ciencia-ficción.
Y es que para los japoneses, Godzilla no era sólo una película, era una catarsis. Ya la propuesta de partida se inspira en un hecho real. Al comienzo de la película se nos cuenta la misteriosa desaparición de varios barcos de pesca, algunos de cuyos tripulantes aparecen muertos en las costas días más tarde. Pues bien, El «Dragón de la Suerte nº 5« fue un atunero japonés que se encontraba faenando en el atolón de las islas Bikini el 1 de marzo de 1954 cuando resultó irradiado por la explosión de una bomba de hidrógeno de 15 megatones que los norteamericanos estaban probando en aquellas aguas. Fue un incidente muy comentado entonces, pero Honda enriqueció el tema nuclear de su película alimentándolo con imaginería extraída de otros traumas nacionales.
Cuando Godzilla llega a Tokio, el director transforma a su criatura en una fuerza primaria de la naturaleza, iluminando tenuemente al monstruo mediante chispazos eléctricos mientras, con expresión diabólica, se lleva a la boca vagones de tren enteros. A diferencia de casi todos los demás monstruos atómicos de la época, Honda consigue imbuir en Godzilla una estremecedora brutalidad. Su figura recortada contra el cielo en llamas de Tokio, como si fuera un ángel vengador sumergido en una orgía de caos y destrucción, es una de las imágenes más conocidas del cine de ciencia-ficción de todos los tiempos.
La diferencia entre Godzilla y El monstruo de tiempos remotos es que los japoneses sí experimentaron las consecuencias de la energía nuclear en su versión más destructiva, mientras que los norteamericanos se limitaron a tirar sus bombas y observar desde lejos. Y eso se refleja en el torrente emocional sobre el que se construye esta película, un torrente de dolor e ira, con escenas tan trágicas como la de las aturdidas niñas rezando por un milagro que las salve, o el dramático grito final: «Danos la fuerza necesaria para reconstruir nuestra amada tierra». En este sentido, puede que Godzilla sea una de las películas de ciencia-ficción más tristes de los cincuenta.
La larga secuencia en la que Godzilla destruye Tokio evoca tanto el trauma del catastrófico terremoto de Kanto en 1923 como la explosión de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, además del despiadado bombardeo de Tokio efectuado por la fuerza aérea norteamericana en 1945. Son referencias que quizá pasen desapercibidas para el espectador actual, pero que a los japoneses de entonces, les resultaban de una cercanía estremecedora. Al fin y al cabo, la Segunda Guerra Mundial había acabado menos de diez años atrás.
Naturalmente, el público occidental no ve la película con los mismos ojos, y no sólo porque, cuando fue «exportada» por primera vez en 1956, sufriera graves recortes en lo que a su mensaje antinuclear se refiere, por parte de un país que sólo diez años antes había estado a matar con Japón. Incluso aunque el film hubiera sido exhibido sin cortar en EEUU (como finalmente lo fue en su 50 aniversario, en 2004), América no tenía necesidad de catarsis alguna. Al fin y al cabo habían sido ellos los que habían arrojado la bomba.
Para los americanos, Godzilla no era más que una película divertida con la que ligar en los autocines. En raras ocasiones ha habido una película de ciencia-ficción en la que el subtexto cultural haya sido tan abismalmente diferente para dos países. Fue esa brecha cultural, junto a la larga lista de secuelas progresivamente más cutres, lo que hizo que Godzilla acabara ganándose reputación de producto camp. Por el contrario, el tono de esta primera película es sorprendentemente sombrío y serio.
Los estudios Toho no escatimaron dinero y medios en este proyecto: 900.000 dólares de presupuesto y un calendario de rodaje que se prolongó nada menos que 120 días. Pero las cifras son sólo eso, cifras, y el resultado no se corresponde con ellas, básicamente porque Japón carecía de profesionales de élite en el campo de los efectos visuales. Además, la historia original incluía un monstruo muy diferente: una especie de pulpo que acabó descartándose por las dificultades técnicas que entrañaba. A cambio, se optó por un dinosaurio inspirado en el tiranosaurio que lucha con King Kong en la película de 1933. Aquel combate había sido animado mediante la técnica de stop-motion, que en los años cincuenta ya estaba bien establecida en Estados Unidos. El problema era que no sólo resultaba demasiado cara, sino lenta en su ejecución, y el estudio tenía prisa por estrenar una película que pudiera aprovechar inmediatamente la moda de criaturas atómicas inaugurada por el éxito de El monstruo de tiempos remotos un año antes.
Así, para dar vida a Godzilla, en lugar de la animación stop-motion se recurrió a una de las técnicas más antiguas y socorridas: el individuo enfundado en un grotesco traje de goma, en este caso el actor Haruo Nakajima, que no debió vivir el rodaje como una experiencia particularmente cómoda, ya que el disfraz era tan agobiante –cincuenta kilos de látex– que sólo podía aguantar dentro tres minutos antes de sufrir deshidratación severa y desvanecimientos.
Las maquetas en miniatura que recreaban las ciudades pisoteadas por Godzilla, supusieron un inmenso trabajo para el director de efectos especiales Eiji Tsuburaya, pero el paso del tiempo no las ha tratado bien. Puede que hoy todos estos efectos nos parezcan ridículos en su sencillez, pero en el momento de su estreno, apabullados por la fuerza de las imágenes y una estremecedora banda sonora, los espectadores no vieron motivo alguno para sonreír.
No hace falta decir que Godzilla cosechó un éxito inmenso en su país y dio lugar a numerosas secuelas y remakes que continúan hoy, más de medio siglo después. No sólo eso, sino que esta película constituyó el punto a partir del cual el director Ishirō Honda y el productor Tomoyuki Tanaka dieron forma a todo un nuevo género cinematográfico netamente japonés: el kaiju-eiga o películas de monstruos.
Había algo intrínsecamente japonés en este tipo de films allí producidos. En las cintas norteamericanas de ese subgénero, se presentaban a unos individuos en los se focalizaba el drama. Descubrían al monstruo, y eran perseguidos por éste o bien ejercían el papel de cazadores. Tenían sus pequeños traumas y problemas personales. Eran los lazos de conexión del argumento con los espectadores que, a través de ellos, experimentaban la sorpresa, el terror, la angustia o el alivio de la indefectible destrucción final de la criatura de que se tratase.
Por el contrario, en las películas japonesas se sustituía ese interés, digamos, humanista, por un distanciamiento que convertía al monstruo y la violencia apocalíptica por él desencadenada en los auténticos protagonistas. Los seres humanos no eran más que insignificantes insectos que trataban de sobrevivir desesperadamente o acabar con la amenaza, pero siempre eran retratados con frialdad y desapego, como parte de una colectividad difusa en la que todos sus miembros resultan intercambiables.
Así, el verdadero suspense en películas norteamericanas como El monstruo de tiempos remotos, La humanidad en peligro o Tarántula descansaba en mostrar la muerte –a veces horrible y, para los cánones de la época, muy violenta– o la milagrosa supervivencia de determinados personajes bien presentados y definidos en pantalla. Los monstruos japoneses, en cambio, son siempre colosales, destruyen de forma ciega todo lo que encuentran a su paso, sí, pero siempre de forma impersonal, pasando por alto las inevitables muertes individuales que se producirían en semejante circunstancia.
El estudio nipón Toho se lanzó rápidamente a la creación de una serie de criaturas atómicas, como Rodan. Los hijos del volcán (1956, un reptil volador gigante), Varan the Unbelievable (1958, otro dinosaurio) o Mothra (1962, una polilla gigante)… Sólo en lo que se refiere a Godzilla, se rodaron más de treinta películas protagonizadas por él enfrentándose a otras criaturas (incluso a King Kong en una de las entregas). La calidad de las quince primeras secuelas fue descendiendo de manera directamente proporcional a su número ordinal, hasta llegar a ser poco más que una sucesión de clichés mal desarrollados argumental y visualmente.
Eso sí, el papel de Godzilla sufrió una curiosa transformación al albur del progresivo desarrollo económico y social que disfrutó Japón en la posguerra. Conforme el trauma nuclear se iba dejando atrás, y nuevas generaciones de jóvenes se sumaban a la ahora boyante sociedad japonesa y a un mundo de la cultura popular cada vez más globalizado y dominado por Estados Unidos, Godzilla, ya convertido en icono nacional, abandonó su carácter de bestia destructora para, cada vez más antropomorfizado, erigirse en el superhéroe protector de Japón contra todo tipo de criaturas tan abominables como él. Quizá el más estrafalario de sus antagonistas fue el que apareció en la cinta de 1971, Hedora, la Burbuja Tóxica, una criatura nacida de la contaminación humana y que se convirtió en la base de un especial humorístico de la NBC emitido en 1977 y presentado por John Belushi enfundado en un zarrapastroso traje de Godzilla.
La franquicia se resucitó en 1984 con El regreso de Godzilla, a la que seguirían otras once películas, finalizando en 2004 con Godzilla: Final Wars. Posteriormente, el ciclo se reanudó con Shin Godzilla (2016), de Hideaki Anno y Shinji Higuchi, Godzilla: Planet of the Monsters (2017), Godzilla: City on the Edge of Battle (2018) y Godzilla: The Planet Eater (2018), dirigidas por Kōbun Shizuno y Hiroyuki Seshita. En Hollywood, el personaje tuvo una nueva oportunidad gracias a films como Godzilla (2014), de Gareth Edwards, Godzilla: King of the Monsters (2019), de Michael Dougherty, y Godzilla vs. Kong (2021), de Adam Wingard.
Debo admitir que no he sido capaz de verlas todas, por lo que me limito a consignarlas y dejar que aquellos que queden seducidos por el dinosaurio se internen más profundamente en esta franquicia aparentemente interminable. Otros estudios japoneses, intentando emular el éxito de Toho, crearon sus propias películas de monstruos como Gammera the Invincible (1966), producido por Daiei. Entre unos y otros, esta modalidad temática se expandiría en Japón de forma creciente durante la década de los sesenta, situando a ese país en segundo lugar, sólo por detrás de Hollywood, en lo que a películas de ciencia-ficción se refiere.
Pero volvamos a la primera película, ahora en su recorrido norteamericano. Fue el productor Edmund Goldman quien se hizo con los derechos de la película tras verla en un cine de Chinatown, pagando tan sólo 25.000 dólares. A continuación se los vendió a una pequeña productora, Jewell Enterprises, quien encargó al también productor Joseph E. Levine adaptarla al gusto estadounidense. Éste contrató al director Terry Morse para que añadiera escenas nuevas, incluyendo a Raymond Burr en el papel de Steve Martin, un reportero de visita en Japón. Fue un proceso de rodaje y posterior montaje que requirió de una especial atención, pues para las nuevas escenas hubo de respetarse el tono visual del original y conseguir insertarlas de tal forma que pareciera que Burr interactuaba con los actores japoneses.
Pero Morse no sólo se limitó a añadir, sino que eliminó nada menos que cuarenta minutos, básicamente todo un subargumento acerca del matrimonio concertado entre Eiko y Serizawa, y sobre todo, aquellas escenas que contenían el mensaje antinuclear que, en buena medida, constituían la razón de ser de la película original.
El resultado, distribuido en 1956 bajo el nombre de Godzilla, King of the Monsters, fue una especie de film híbrido en el que la presencia y narración de Raymond Burr ayudaron a vender al espectador occidental algunos de los elementos más nipones de la película de Honda. En definitiva, Godzilla se había convertido en una película de monstruos más pura, que fue muy bien acogida por los aficionados –quienes, como hemos dicho más arriba, aún deberían esperar décadas antes de tener acceso a la versión original nipona– y que, aunque pierde, como hemos dicho, parte del mensaje político de la película original, mantiene el impacto de la oscura visión de Honda.
Sin duda, es algo irónico que, al pasar los años, la metáfora atómica de Godzilla se fuera haciendo cada vez más clara para la ciudadanía americana, progresivamente más antinuclear, que para la japonesa, ya acostumbrada ésta a ver a su antigua pesadilla convertida en símbolo protector de Japón. Casi ninguna de las secuelas se puede calificar como buena. Pero cuando tu personaje principal es ya un símbolo cultural –y uno de los más relevantes de la ciencia-ficción de los cincuenta– las películas no tienen que ser necesariamente buenas.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.