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«La humanidad en peligro» («Them!», 1954), de Gordon Douglas

El argumento más comúnmente esgrimido por los detractores del cine de ciencia-ficción puede resumirse así: «La mayoría de las películas de ciencia-ficción son basura; a menudo poco más que espectáculos de efectos especiales intercalados con escenas con malos diálogos e interpretaciones dignas de aficionados».

De acuerdo con lo que normalmente se denomina la Ley de Sturgeon (por el autor de ciencia–ficción Theodore Sturgeon), no hay nada vergonzoso o extraño en reconocer que el 90% de toda la ciencia-ficción es, en sus palabras, «una mierda».

Pero esto no es exclusivo de nuestro género. Tomemos otro tan ampliamente estudiado y analizado como el western. Cuando John Ford dirigió su primer western sonoro en 1939, La diligencia, ninguno de los grandes estudios quiso ni tocarla. ¿Quién quería mancharse las manos con un western, esos subproductos destinados a las sesiones matinales de los sábados, producidos con plantilla por productoras de segunda como Monogram o Republic? No hay que decir que, en los años venideros, esos mismos estudios se mostrarían encantados de pagar las facturas de westerns que han quedado como clásicos indiscutibles del cine, desde Solo ante el peligro a Centauros del desierto. Pero incluso entonces, paralelamente y sin salir de ese género, se estrenaban cada año montañas de… bueno, mierda. Incluso buen material era de vez en cuando calificado como tal si carecía del pedigrí adecuado, y sólo años o incluso décadas después, los críticos entenderían que ciertas películas repudiadas en su día eran merecedoras de una atenta revisitación.

La ciencia-ficción tiene sus propios ejemplos de títulos no muy bien considerados en su momento por los críticos generalistas, pero que hoy, a pesar de sus ajustados presupuestos, modestos estándares de producción e intérpretes de segunda división, han pasado a ser considerados pequeñas joyas, dignas de tanta atención como cualquier western o thriller de su misma época: Planeta prohibido, La invasión de los ladrones de cuerpos o el que ahora revisamos, La humanidad en peligro .

En la imaginación popular, la década de los cincuenta fue una época de complacencia y conformidad. Todo aquello que desafiara esa concepción tenía que ser domado: beatniks, jóvenes rebeldes, subversivos comunistas… eran desviaciones sociales molestas, pero en último término, digeribles por el sistema. La bomba atómica era otra cosa.

Muchas películas de ciencia-ficción de aquellos años trataron sobre nuestro miedo a esa energía tan primaria y poderosa, por fin destapada y presentada al mundo. Aunque algunas películas intentaron reflexionar sobre la cuestión de una forma abierta y directa, como la post-apocalíptica El mundo, la carne y el diablo (1959), de Ranald MacDougall, en la mayoría de los casos los creadores preferían utilizar metáforas y alegorías.

Visto así, no resulta sorprendente que la japonesa Godzilla (1954) presentara a un monstruo que sembraba una destrucción que claramente aludía a las explosiones de Hiroshima y Nagasaki. Las películas americanas, por su parte, ofrecieron monstruos, rayos alienígenas y otras fuentes de destrucción masiva.

Todas aquellas películas estaban inspiradas e impulsadas por las pruebas atómicas que se estaban llevando a cabo en el Pacífico Sur y la apuesta decidida de ambas potencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, por las nuevas bombas de hidrógeno a mediados de los cincuenta.

Además, comenzaron a realizarse los primeros experimentos con intensos niveles de radiación sobre animales, descubriéndose que los insectos sufrían mutaciones horribles (mutaciones cuya magnitud, no obstante, no tenía equivalencia en animales superiores, aunque sí se producían efectos muy perniciosos).

En este contexto se encuadra La humanidad en peligro, una película fundacional con algunos interesantes elementos argumentales que merecen la pena subrayarse.

Después de que la Warner Bros hubiera obtenido pingües ganancias distribuyendo el film independiente El monstruo de los tiempos remotos (1953), sus ejecutivos empezaron a buscar inmediatamente otro guión con monstruosos hijos de la radiación. Lo encontraron en La humanidad en peligro (Them! es su título original), basada en una historia original de George Worthing Yates, un guionista veterano que en los años venideros firmaría otros libretos para películas de ciencia-ficción de serie B. Fue este, sin embargo, con el que dio forma definitiva a todo un nuevo subgénero que durante unos años dominaría la vertiente cinematográfica de la ciencia-ficción.

La humanidad en peligro fue una elegante producción, con un reparto mejor del que se podría esperar en el género en estos años. Edmund Gwenn, por ejemplo, había ganado el Oscar por De ilusión también se vive (1934), y James Whitmore ya estaba convirtiéndose en un veterano actor de reparto, con papeles destacados en La jungla de asfalto (1950) o Bésame Kate (1953). James Arness, que había «interpretado» al monstruo en El enigma de otro mundo e iba obteniendo papeles cada vez mejores, aún tardaría un año en encarnar al sheriff Matt Dillon en la exitosa y longeva serie de televisón La ley del revólver (1955-1975).

En cuanto al director Gordon Douglas, fue uno de esos corredores de fondo cuya carrera duró cuatro décadas e incluyó cortos de La Pandilla, westerns, películas policiacas, comedias con el Gordo y el Flaco, Jerry Lewis o Bob Hope… Puede que no fuera un realizador con personalidad, pero sí un profesional lo suficientemente respetado como para que una producción con su nombre se tomara en consideración. El hecho de que la Warner Brothers lo pusiera al frente de esta película demuestra que se había dado cuenta de que el cine de ciencia-ficción tenía potencial –al menos económico– y quería sacar tajada de ello.

Lo que salió de aquella iniciativa –después de abandonar la idea de convertirlo en un vehículo para el «lucimiento» de Jerry Lewis y Dean Martin– fue una película con la que, en poco más de noventa minutos, no sólo aprendemos mucho sobre las hormigas, y por qué dejar que se transformen en monstruos mutantes puede no ser una buena idea, sino también sobre otros miedos que acechaban a la sociedad norteamericana de la época.

La historia adopta inmediatamente un tono adulto, decantándose por una orientación policíaca en lugar de una extravagancia fantástica con monstruo incluido. El sargento de la policía Ben Peterson (James Whitmore) encuentra a una chica en pijama deambulando por el desierto. Se halla en estado de shock, incapaz de hablar, pero cuando se le acerca una botellita de ácido fórmico, despierta de su estupor y comienza a gritar aterrorizada: «Them! Them! Them!» («¡Ellas, ellas, ellas!»).

La investigación que se inicia lleva al descubrimiento de unas extrañas huellas, y asimismo al de un cadáver repleto de ácido fórmico, pero que no muestra signos de haber sido víctima de un asalto o cualquier otro tipo de violencia.

El FBI entra en escena cuando se sospecha que uno de sus agentes de permiso, y probable padre de la niña encontrada, ha desaparecido en la zona. El agente que se presenta para apoyar a la policía local, Robert Graham (James Arness) no tiene tampoco mucha idea de lo que puede haber sucedido, pero cuando manda a Washington un molde de las huellas que han encontrado, la jefatura decide enviarle al doctor Harold Medford (Edmund Gwenn), una autoridad en hormigas. Y es que los causantes de los ataques parecen ser gigantescos ejemplares de esos insectos, cuyo tamaño obedece a una mutación provocada por las primeras pruebas atómicas que se llevaron a cabo en aquel desierto diez años atrás. La velocidad a la que se reproducen y su perfecta organización social supone una amenaza clara e inminente para el futuro de la humanidad.

La llegada de Medford plantea inmediatamente un par de interesantes y novedosas cuestiones. En otros films anteriores, este tipo de sabios podían ser más inteligentes que los oficiales de policía y afines (como en el caso de Ultimatum a la Tierra ) o todo lo contrario (como en El enigma de otro mundo ); pero en ningún caso eran quienes daban las órdenes. Sin embargo, ahora las autoridades se ven obligadas a delegar en los científicos por la más simple de las razones: ellos son quienes entienden la situación.

Al principio, Medford se muestra reacio a compartir sus teorías por miedo a provocar el pánico, pero incluso más tarde, cuando finalmente todos se cercioran de la naturaleza de la amenaza, siguen obedeciendo sus paternales directrices, no sólo en lo referente a cómo combatir contra las hormigas gigantes, sino en lo que se le debe contar al público.

Cuando uno de los generales sugiere bombardear el hormiguero esa noche, Medford tiene que explicarle pacientemente que esa especie de insectos se refugia del sol por el día y sale por la noche a buscar comida. Si ponen en práctica la idea del general, la mayoría de los insectos se encontrará lejos del hormiguero cuando el ataque tenga lugar. Tradicionalmente, los generales eran vistos como los expertos en batallas. Ahora no solo no saben qué hacer, sino que encima podrían empeorar las cosas si no escuchan a los científicos.

Cuando Peterson y Graham encuentran finalmente a una de las grandes hormigas mutadas, es Medford quien les dice que apunten a las antenas, ya que sin estas la criatura quedará indefensa. No es la clase de información que forma parte del adiestramiento de un policía o un agente del FBI.

En segundo lugar, tenemos a Pat Medford (Joan Weldon), hija del doctor, pero también una competente científica de propio derecho. Claramente, su presencia en la película tiene la función de servir de «interés romántico» y su presentación consiste en ver cómo su falda queda atrapada al bajar del avión, revelando una atractiva pierna. Cuando le preguntan si necesita ayuda, ella la rechaza afirmando que puede arreglárselas ella misma. Esa escena es ya un adelanto de lo que está por venir, pero al agente Graham le cuesta hacerse a la idea de una mujer científico, y llega a decir, en tono de chanza, que si ella es doctor, él quiere ponerse enfermo.

Más tarde, cuando Graham y Peterson van a explorar uno de los nidos y descubren la gravedad de la situación, ella se prepara para descender bajo tierra con ellos. Graham, sin embargo, no quiere ni oír hablar de ello. Está claro que no es lugar para una mujer. Pero a Pat no le interesa su galantería y señala que solo ella y su padre saben lo que están buscando, él es demasiado viejo para hacerlo y no hay tiempo para darle al agente del FBI un cursillo sobre la materia. De hecho, lo que esos tipos, supuestamente al cargo de la situación, repiten una y otra vez es que quieren que las cosas se les expliquen en lenguaje vulgar para que puedan entenderlo. Cuando Pat le dice a Graham que su padre es uno de los mirmecólogos más eminentes del mundo, éste suspira diciendo que eso era exactamente lo que quería decir con no poder seguir las discusiones técnicas.

Pat gana la discusión y Graham acaba admitiendo que aunque ella es más inteligente que él –al menos en lo que se refiere a hormigas–, ello no supone necesariamente un obstáculo en su relación (relación que el director nunca llega a desarrollar, puesto que solo serviría de estorbo para la acción principal).

La fuerza aérea destruye el hormiguero principal, pero dos reinas han volado y establecido sus propias colonias en sendos lugares. Uno de ellos es el sistema de alcantarillado de Los Ángeles, donde, tras declarar la ley marcial y hacer intervenir al ejército masivamente, deberá librarse la batalla final.

Con la perspectiva del más de medio siglo transcurrido desde el estreno de la película, lo que puede resultar más inquietante no es tanto la amenzaza de estas monstruosas hormigas como la facilidad con la que se acepta no sólo el secreto gubernamental, sino la represión directa.

Cuando los protagonistas se dan cuenta de que algunas hormigas reina se han escapado y fundado nuevos nidos, las autoridades tienen que imaginar cuántas hay, dónde están y cómo asegurarse de que las destruyen a todas. Para rastrear a los insectos, tienen a personas interviniendo los servicios de comunicación, a la búsqueda de cualquier mensaje relacionado con ovnis, muertes misteriosas, desapariciones o irrupciones en domicilios.

Al mismo tiempo, no se da información alguna. Los periodistas acosan a un funcionario, que responde «Sin comentarios», incluso cuando le preguntan «¿Se ha calentado aún más la Guerra Fría?». Aparentemente, permitir que el secretismo fomente la especulación desatada y un posible pánico relacionado con una Tercera Guerra Mundial es mejor que avisar a la gente acerca del verdadero peligro: que las hormigas gigantes invadan Los Ángeles.

Un hombre (Fess Parker) que vio lo que describe como un ovni similar a una hormiga gigante, es encerrado e interrogado. Sabe que su relato suena a locura, pero también está seguro de lo que vio. El doctor que lo retiene está listo para ponerlo en libertad al cerciorarse de que no está mentalmente trastornado ni es peligroso, pero el agente Graham ordena al doctor –sin explicación alguna, más allá de invocar la seguridad nacional– que mantenga encerrado al testigo. Esto no se interpreta en la película como una vergonzosa violación de las libertades civiles, sino como un mal necesario en la batalla contra las hormigas. Cuando un barco es asaltado por éstas, muriendo toda la tripulación, un crucero de la armada hunde el navío destruyendo el nido. Se nos dice que la Armada mantendrá a su barco en el mar hasta que la emergencia haya pasado, ya que permitir que atraque aumentaría el riesgo de que sus tripulantes cuenten lo que han visto.

Estos últimos incidentes son más preocupantes que las propias hormigas gigantes. La película defiende no sólo que las autoridades, por carecer del conocimiento necesario, deben delegar ciegamente en los expertos científicos, sino que el público en general debe mantenerse aislado de tal conocimiento, porque perdería el control si supiera la verdad. De hecho, la única forma de asegurarse, es dejar que gente inocente quede encerrada en sanatorios mentales cuando averiguan lo que realmente sucede.

Puede que guardar el secreto funcionara en El enigma de otro mundo. Al fin y al cabo, los personajes estaban aislados en una remota estación polar. Pero en La humanidad en peligro dos muchachos son atrapados por las hormigas porque nadie les había informado del peligro que corrían. Cuando uno de los militares especula con que los niños ya estarán muertos a esas alturas, y que deberían quemar el hormiguero inmediatamente, Peterson le contesta que le diga eso mismo a la madre, a quien Graham ha permitido acceder al cuartel general de la misión. Por fin parece que hay alguien al mando que comienza a tratar a las personas como ciudadanos que también corren riesgos, en vez de como otro aspecto más del problema mutante.

El final de la película sintetiza y anticipa el de muchos de los films de ciencia-ficción de la época, además de dar una pista clara acerca del miedo subyacente en aquella década. Cuando los protagonistas consiguen destruir la principal base de las hormigas y sus reinas, la última palabra no la tiene el heroico agente del FBI Robert Graham o el fatalmente herido sargento Peterson, sino el doctor Medford: «Cuando el hombre entró en la era atómica, abrió la puerta a un nuevo mundo. Lo que allí acabemos encontrando, nadie lo puede predecir».

Las hormigas gigantes, representación monstruosa pero tangible de la radioactividad, se habían convertido en una metáfora de unos tiempos en los que nada podía darse por sentado. Las palabras finales de Medford tienen un tono incierto y pesimista, sin duda, pero menos crítico hacia la energía nuclear de lo que había sido, por ejemplo, Godzilla . Porque el discurso de Medford deja implícito que estos desconocidos peligros son un subproducto de la edad nuclear, algo para lo que debemos prepararnos. Aparentemente, criaturas mutantes letales para la especie humana representan para el doctor un precio inevitable del progreso humano, un inconveniente que cualquier partidario del avance tecnológico debe tolerar sin pensárselo dos veces, dejando las decisiones a los científicos y pasando por encima del pueblo llano.

Y es que, en último término, se ha creado un círculo vicioso del que resulta difícil escapar. Por un lado, los militares y científicos, escudándose en el gran ideal de proteger la libertad y derechos de los ciudadanos norteamericanos, han desarrollado el armamento nuclear. Y como consecuencia de ello, crean unas distorsiones en el mundo natural a las que sólo ellos pueden enfrentarse, coartando, eso sí, esos mismos derechos y libertades que juraron defender.

La humanidad en peligro es, por todo ello, una película profundamente antidemocrática que propone una situación extrema y justifica la ley marcial al considerar que el ciudadano medio no es digno de confianza.

Las escenas en las que se muestra al ejército invadiendo las calles de Los Ángeles mientras la población contempla el cuadro, asombrada e impotente, puede interpretarse como una renuncia tácita a su libertad.

Ese mensaje reaccionario viene implícito también en la representación y desarrollo de los roles de ciertos personajes. El héroe es un policía uniformado y la heroína una científico… y ambos son eliminados al final del film. El primero muere –innecesariamente desde un punto de vista narrativo– salvando a los niños prisioneros de las hormigas; en cuanto a la segunda, se sobreentiende que acabará casándose con el agente del FBI y pasará a ser un ama de casa y madre.

Policía y científico forman la pareja que América necesita en su nuevo orden, basado en el secreto y la vigilancia necesarios para proteger a América de ejércitos alienígenas, hormigas… o comunistas.

Porque hay también buen número de críticos que, además de ver en las hormigas el temor a los resultados de los experimentos nucleares, establecen un paralelismo entre el film y la histeria política del momento materializada en la Caza de Brujas. Warner Bros ya había contado con Gordon Douglas para la película anticomunista I Was a Communist for the F.B.I. (1951). En esta ocasión, las hormigas servirían como alegoría poco sutil de los soviéticos, con su sentido de la organización, su vida subterránea, ausencia de individualidad y violentas inclinaciones colectivas. Personalmente, creo que tal interpretación es algo forzada, y que ninguno de los implicados en la producción tuvieron en mente intenciones más profundas que ofrecer un thriller de acción competente.

En cuanto a la producción de la película, ésta se había planificado inicialmente como un gran espectáculo en 3-D y Technicolor. En el guión original, la batalla final tenía lugar en el muelle de Santa Mónica, junto a luminosas atracciones de feria, y se utilizarían caros efectos especiales. Sin embargo, dos días antes de comenzar el rodaje, el estudio recortó drásticamente el presupuesto. Ello obligó no sólo a abandonar los planes para el 3-D, sino incluso a rodar en blanco y negro (aunque algunas trazas del primitivo proyecto tridimensional quedaron en los planos cortos de las hormigas, o en los lanzallamas disparando hacia la cámara).

Incluso en el departamento de efectos visuales hubieron de apretarse el bolsillo. La animación fotograma a fotograma de miniaturas quedaba fuera del presupuesto, y el responsable de efectos visuales, Ralph Ayers recurrió a fabricar modelos a tamaño natural… mejor dicho, modelo, porque sólo hubo dinero para fabricar una hormiga entera y la cabeza y tórax de otra (accionado todo ello mecánicamente, mediante grúas y palancas). El resto del presupuesto de este capítulo se dedicó a construir otras marionetas de movilidad limitada que se situarían en los fondos.

Douglas, consciente de las limitaciones con las que tenía que trabajar, y sabiendo que las criaturas mecánicas resultaban poco convincentes, restringió sus apariciones y jugó con la iluminación (se las ve en mitad de tormentas de arena, o en los oscuros corredores de sus guaridas) para añadirles misterio y transmitir sensación de peligro.

Asimismo, es necesario destacar la brillantez con la que el director supo utilizar los escenarios naturales, en especial los desiertos de Nuevo México (el desierto sería luego utilizado una y otra vez en este tipo de películas y en series de televisión como La Dimensión Desconocida) o los canales de desagüe de Los Ángeles para crear el efecto de suspense creciente. Las intrigantes escenas del comienzo de la película (la niña hallada en estado casi catatónico, la caravana y la tienda destruidas, los cadáveres…) y el hecho de que la verdadera amenaza, las hormigas, no aparezca hasta casi la mitad del metraje, contribuyen a ir levantando una intensa atmósfera de tensión, de amenaza oculta pero cercana.

El rodaje supuso para los actores un auténtico martirio, debido a las temperaturas de hasta 43 ºC que tuvieron de soportar vestidos con trajes de lana. En el caso de Edmund Gwenn, que sufría de artritis severa, llegó a ser auténticamente insufrible, y aunque pase desapercibido para los espectadores, vivió todo el rodaje agobiado por un dolor que le impedía retirarse de escena sin ayuda. Sin embargo y con todo, Gwenn ofrece una magnífica interpretación, en la que la inteligencia de su personaje se mezcla con un carácter algo infantil y excéntrico. Como curiosidad, podemos citar que uno de los soldados está interpretado por un joven Leonard Nimoy de 23 años, en una de sus primeras apariciones en pantalla.

Por cierto, que como parte de una técnica promocional que se revelaría pionera, la Warner decidió ocultar el rodaje tras un velo de secretismo destinado a crear una gran expectación. Y funcionó, porque a pesar de los recortes y ajustes de última hora, La humanidad en peligro fue bien recibida por el público y obtuvo críticas favorables. Parece que al único al que no gustó la película fue al presidente del estudio, Jack L.Warner, que, según se dice, dijo a sus empleados que a cualquiera que le propusiera hacer otro film de hormigas lo enviaría a Republic Studios, considerada la «Siberia» del sistema de estudios hollywodiense. No sabemos si cambió de opinión cuando, a finales de ese año, las cifras demostraron que La humanidad en peligro había sido la película con mayor recaudación de ese ejercicio fiscal para Warner Bros.

El monstruo de tiempos remotos y La humanidad en peligro fijaron la fórmula que otras películas adoptarían: los firmes defensores de la ley y el orden, el sabio científico y su bella hija, el comienzo misterioso en el que militares y científicos se preguntan qué tipo de criatura podría haber dejado semejantes rastros… Todos ellos, con mayor o menor acierto, ofrecían al espectador un comentario sobre la amenaza de la devastación nuclear, las mutaciones genéticas, los desastres medioambientales y el miedo a lo extraño.

Las diversas criaturas mutadas de este insólito catálogo de títulos, producto del uso inadecuado de un poder aún no totalmente conocido, parecían inevitablemente atraídas hacia las ciudades modernas, donde llevaban a cabo la venganza del mundo natural contra la desconsideración por el medio propia de la cultura humana. En la orgía de destrucción que se desata, los científicos responsables raramente escapan, quedando desfigurados o siendo aniquilados por las propias criaturas que involuntariamente ayudaron a crear: un castigo adecuado a sus ambiciosos intentos de dominar la Naturaleza.

La humanidad en peligro no sólo fue mejor que su inmediata predecesora, El monstruo de tiempos remotos, sino que consiguió la difícil hazaña de aportar respetabilidad –y beneficio económico– a una película de monstruos, sobre todo gracias a su sólido argumento y creciente tensión.

La idea de unas hormigas gigantes es absurda desde un punto de vista biológico (serían demasiado pesadas para volar, y su sistema respiratorio sería incapaz de funcionar), pero el estilo realista, casi documental, que adopta Douglas, y la adecuada dosificación de la esperable información científica, así como la inclusión de causas que expliquen racionalmente los acontecimientos, levantan un muro de verosimilitud entre el espectador y la realidad.

La humanidad en peligro, a pesar de sus inquietantes mensajes sociales y políticos, ofrece un guión sólido y emocionante, que la sitúa muy por encima de los múltiples sucedáneos que tratarían de imitar su éxito. Sólo Tarántula, dirigida por Jack Arnold un año después, puede considerarse a la altura, e incluso la propia secuela distribuida por Warner Bros en 1957, El escorpión negro, no es más que una pálida imitación. Muy por detrás quedan los intentos de otros estudios, como Surgió del fondo del mar (1955), The Deadly Mantis (1957), Monster of the Green Hell (1957), The Monster That Challenged the World (1957), El ataque de los cangrejos gigantes (1957), El pantano diabólico (1959)…

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".