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Elogio de las humanidades en la era de los robots

De un tiempo a esta parte, los especialistas en predecir el mañana ‒los que lo hacen en serio, con claves científicas, y no mirando el horóscopo‒ cruzan apuestas. Los más atrevidos, publican sus pronósticos.

¿Un pronóstico? En 2025 más de la mitad de los empleos actuales serán reemplazados por tareas que realizarán máquinas. ¿Otro? En su informe Perspectivas de empleo 2017, la OCDE calculaba que un 11,7% de los empleos en España serán automatizados en los próximos años. ¿Otro más? Se crearán nuevos empleos, pero el impacto tecnológico sólo ofrecerá oportunidades para los perfiles STEM o CTIM. Esto es, los especialistas en Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas.

Como el panorama se pone complicado, e igual ha tenido usted (o va a tener) hijos a los que educar, estará pensado que lo mejor es ir sobre seguro. Total, si los expertos dicen que para vivir con la inteligencia artificial y los robots hay que aprender programación, quizá no sea tan malo que los alumnos del nuevo milenio abandonen lo viejo y se concentren en lo digital.

Japón, un país atento a estos avances, tomó la delantera en 2016. El ministro de Educación, Hakubun Shimomura, envió una carta a los rectores de las 86 universidades nacionales, pidiéndoles que dieran «los pasos necesarios para eliminar sus departamentos de ciencias sociales y humanidades, o para convertirlos en áreas que anticipen mejor las necesidades de la sociedad”.

Aquella directiva originó una polémica importante, pero tuvo el efecto deseado. Además, reflejaba las intenciones de distintos gobiernos del primer mundo, cuyos tecnócratas consideran que el estudio del arte, la filosofía o la literatura es algo prescindible, o incluso contraproducente en términos económicos.

Despreciados desde el poder y desde los medios, los estudios de humanidades van perdiendo importancia. Y no sólo por la presión política, sino también por el desinterés de una generación de padres que prefiere tener a sus criaturas entretenidas con una videoconsola en lugar de comprarles libros. Padres que se enorgullecen de cómo los críos utilizan aplicaciones en el móvil, aunque escriban con faltas de ortografía.

Es sintomático. En lugar de aprender filosofía o leer textos clásicos, nos parece más estimulante que los niños se familiaricen con la robótica o con la programación (dos disciplinas muy respetables, y a estas alturas, también imprescindibles). Para empeorar las cosas, los peores estudiantes acaban eligiendo carreras de letras, lo cual convierte sus facultades en lugares donde licenciarse sin dificultad, tutelados por profesores que no son ajenos a esa decadencia.

Por desgracia, todo esto parte de un malentendido monumental. Un malentendido que repiten políticos, economistas y creadores de opinión.

Es verdad que se avecina un mundo sin trabajo. Y siendo optimistas, también es cierto que, como decía el sociólogo Zygmunt Bauman, la economía se irá adaptando a esa revolución tecnológica. Pero está por ver, como añadía el propio Bauman, que podamos encajar en ese entorno de máquinas en términos culturales y sociales.

De una forma un tanto irreflexiva, nos entusiasma que en las escuelas se imponga la tecnología digital para el aprendizaje. Nos enorgullece que los estudiantes estén rodeados de dispositivos y pantallas, y que la interactividad y las conexiones sustituyan al estudio humanístico o a la memorización. Pero quizá no nos hemos parado a pensar en las consecuencias que traerá todo ello. Es más: si la enseñanza en aulas digitales es tan positiva, ¿por qué los dirigentes de Silicon Valley y de las grandes corporaciones tecnológicas limitan la tecnología que emplean sus hijos? ¿Por qué estos últimos estudian en colegios e institutos tradicionales? ¿Por qué sus padres, a la hora de educarles, actúan como lo haría un tecnófobo?

En la era de Twitter, todos tenemos una opinión formada sobre cualquier cosa. Pero si de algo vale la experiencia, no estaría de más escuchar a quienes saben un poco más que nosotros sobre todo este asunto.

En una cosa coincide la totalidad de los expertos: el empleo del futuro requerirá una formación continua en un entorno variable, y las habilidades más estimadas serán la comunicación, la adaptabilidad y la creatividad. Por consiguiente, frente al riesgo de perder el empleo a causa de la automatización, la única posibilidad que le queda a los humanos es fomentar sus capacidades cognitivas. A la hora de convivir (y competir) con la inteligencia artificial o los robots, necesitamos una sociedad flexible y dinámica, dispuesta al cambio, y según dicen, llena de curiosidad por lo nuevo.

En la actualidad, si nos fijamos en un estudio que Google realizó en 2013, el trabajador exitoso no lo es ‒ni muy probablemente lo será‒ por sus capacidades técnicas, sino por cualidades como el pensamiento crítico, la innovación, la empatía o la capacidad para resolver nuevos retos. Se sobreentiende que estas habilidades no pueden medirse solo con el rendimiento académico.

Los aficionados a lo obvio repiten que, visto lo visto, los alumnos deben enfocarse hacia los ya citados perfiles CTIM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas). Pero si nos paramos a pensarlo con mayor detenimiento, nos encontraremos con que los estudiantes precisan un aprendizaje transversal, y en consecuencia, idóneo para un futuro entorno de flexibilidad.

Hace años, durante una visita a España, Umberto Eco nos advertía al respecto: «Lo único que nos puede salvar en esta era tecnológica en la que vivimos –decía– son las humanidades. Son fundamentales. El futuro es de los filósofos. Es más, detrás de todo científico hay una gran competencia cultural, filosófica y literaria. El gran Adriano Olivetti, fabricante de computadoras y máquinas de escribir, prefería contratar un licenciado en filología griega que un ingeniero. Olivetti pensaba que un licenciado con esa formación tendría una visión más amplia a la hora de abordar cualquier problema. Creía que esta competencia humanística hacía falta en la industria».

Olivetti (1901-1960) ya observó en su época que la llamada formación continua, o long-live education ‒hoy tan de moda en los informes sobre el futuro laboral‒, era algo común en los candidatos bien formados en humanidades: lectores habituales, curiosos por naturaleza, creativos y con esa mente bien ordenada que proporcionan la filosofía o la filología clásica cuando se aprenden como es debido (Por cierto, esto es algo que sabemos en nuestro país, cuna de una larga tradición de ingenieros y médicos ilustrados).

Sin duda, es comprensible el entusiasmo por la digitalización de nuestra agenda educativa. Pero pensémoslo de forma crítica. ¿No creen que un buen lector, adiestrado con textos complejos, será capaz de interpretar mejor su entorno que un estudiante con conocimientos de software, pero sometido a una monodieta de juegos del género shooter, emoticonos de WhatsApp y selfies de Instagram? ¿Acaso no es más saludable que el conocimiento tecnológico se complemente con una sólida cultura?

En realidad, los futuros analistas de Big Data o los encargados de aplicar la robótica a la vida cotidiana no tienen por qué ser ajenos a las ciencias sociales o a las letras. De hecho, puede que nos llevemos más de una sorpresa.

Antes de dar por muertas a las humanidades, será bueno escuchar a figuras como Scott Hartley.

Inversor, formado en Stanford y Columbia, con experiencia en compañías como Google y Facebook, Harley ha sido analista tecnológico en el programa de Innovación Presidencial de la Casa Blanca y en el Berkman Center for Internet & Society, de la Universidad de Harvard. A partir de su larga experiencia, escribió un libro, The Fuzzy and the Techie (Houghton Mifflin Harcourt, 2017), que nos brinda una perspectiva original sobre esa nueva educación que precisamos.

En El País, Esther Paniagua entrevistó a Hartley, quien resalta la “falsa oposición entre humanidades y tecnología”. “Sin una mirada profunda que considere los problemas más profundos que afronta el mundo y sin curiosidad ‒dice‒, la tecnología carece de aplicación; lo que esta promete es mejorar nuestra vida. (…) Nos movemos hacia un mundo en el que la sintaxis de los códigos se acerca al inglés, y el lenguaje de programación de mayor orden será algún día el lenguaje natural. Lo que esto significa es que necesitamos interrogadores inteligentes, personas que puedan estructurar el pensamiento”.

Su conclusión es reveladora: “Las humanidades nos salvarán de perder el empleo”. Y para probarlo, Hartley le citó a su entrevistadora ‒y de paso, a sus lectores‒ unos cuantos ejemplos que a uno le hacen reflexionar: «Susan Wojcicki, directora ejecutiva de YouTube, es historiadora. La exdirectora ejecutiva de Hewlett Packard, Carly Fiorina, estudió Historia Medieval. Sheryl Sandberg, directora operativa de Facebook, estudió Economía. Peter Thiel, cofundador de PayPal; Stewart Butterfield, cofundador de Flickr y Slack, y Reid Hoffman, cofundador de LinkedIn, se licenciaron en Filosofía. Ben Silbermann, cofundador de Pinterest, estudió Ciencias Políticas, mientras que Parker Harris, cofundador de Salesforce, estudió Literatura Inglesa».

Como se imaginan, dominar las herramientas tecnológicas será cada vez más fácil en el futuro. Casi tanto como lo es ahora volverse adicto al móvil o a la videoconsola. Lo difícil será encontrar a un profesional capaz de analizar contenidos de cierta entidad, a uno dispuesto a introducir innovaciones en su entorno a partir de nuestra herencia cultural, o a otro capaz de ejercitar el dificilísimo arte de la selección, separando lo importante de lo intrascendente.

Sabiendo eso, díganme: ¿no creen que vale la pena asegurar a nuestros hijos una sólida formación cultural y humanística? ¿O acaso su capacidad para interpretar lo que leen y lo que aprenden va a mejorar con Twitter, WhatsApp y unas cuantas lecciones en la pizarra digital?

Ya lo decía Umberto Eco. El surfeo por internet y las redes sociales ‒fragmentarias, ruidosas, surcadas por opiniones irrelevantes‒, jamás podrá sustituir al conocimiento clásico o a la lectura profunda. ¿Y saben por qué? «Porque, si bien se pueden expresar ideas geniales en menos de ciento cuarenta caracteres (como ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’), para escribir La riqueza de las naciones de Adam Smith se necesitan más, y tal vez más aún para aclarar qué significa E = mc²».

Imagen superior: Pixabay.

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.