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¿Puede un estudiante dominar internet sin leer libros?

La revolución digital nos ha proporcionado extraordinarios beneficios, pero también plantea dudas inquietantes. Dudas que, en general, procuramos ignorar para que nadie piense que somos unos nostálgicos de ese pasado en el que aún no existían ni Wikipedia, ni WhatsApp, ni los vídeos de YouTube.

De un tiempo a esta parte, a los padres, a los docentes y a los divulgadores se les ha dicho que el futuro pasa casi exclusivamente por las pantallas digitales. Sin las nuevas tecnologías de la información, los alumnos nunca estarán preparados para ese porvenir en el que el teclado o las pantallas táctiles irán sustituyendo a las bibliotecas. Incluso hay gurús que anuncian la desaparición de las clases presenciales, y nos prometen que en los años venideros podremos distrutar de una enseñanza a distancia, basada en videotutoriales y cursos online.

Asimismo, hay expertos que, puestos a especular, afirman que el 75 o el 80% de las profesiones del futuro aún no existen, o que el conocimiento de datos ‒y su memorización‒ ya no tienen sentido en un mundo en el que podemos teclear cualquier consulta en el buscador de Google.

Por supuesto, no faltan los padres y profesores preocupados ante los desafíos de esa nueva cultura digital. Padres y profesores que se hacen preguntas muy razonables. Por ejemplo: ¿Cómo puedo ayudar a mis hijos a distinguir las mentiras que tanto abundan en la red? ¿De qué modo pueden mis alumnos elegir las páginas adecuadas para resolver una duda? ¿Será verdad que la memorización ya no sirve de nada? ¿Estamos condenados a que los estudiantes se limiten a hacer un «corta y pega» cada vez que se les propone hacer un trabajo con el ordenador? ¿Realmente da lo mismo leer un libro impreso, escrito por un especialista, que consultar las webs mejor posicionadas?

Es difícil cuestionar determinados aspectos de la corriente digital sin que a uno le llamen apocalíptico, o incluso cosas peores. Sin embargo, también es difícil ignorar los estudios que señalan el limitado beneficio que tiene la tecnología en las aulas. Una tecnología que se facilita al alumnado con la mejor de las intenciones ‒prepararles para el futuro y enseñarles a dominar el conocimiento on line‒, pero que, en la práctica, sólo funciona cuando el ordenador o la tableta están en manos del maestro y no de sus discípulos. Es decir, cuando la tecnología es puesta al servicio de la enseñanza clásica de una forma sensata, con el fin de mejorar sus posibilidades.

De momento, los estudios que se han hecho en aulas donde cada alumno tiene a su disposición una pantalla no son demasiado alentadores. Es cierto que los buenos estudiantes sacan partido de las fuentes digitales, pero para los menos entusiastas, el ordenador se convierte en un instrumento que les ayuda a prescindir de dos virtudes del aprendizaje: el esfuerzo y la concentración.

En otras palabras: a esos alumnos ya no les hace falta recorrer las páginas de un largo artículo, o de un libro entero, cuando pueden acceder a un mínimo resumen. Y tampoco están demasiado dispuestos a memorizar o interpretar esa información, sobre todo cuando pueden recortar párrafos de la Wikipedia.

Además, por mucho que se recomiende el empleo didáctico del móvil o de la tableta, ¿quién diablos querría leer un libro clásico o un texto educativo en la pantalla cuando ese mismo dispositivo nos ofrece la libertad de ver un gameplay, abrir Snapchat o echar a escondidas otra partida de Fortnite?

Cierto: los profesores o los padres están ahí para evitarlo, e incluso existen programas de vigilancia más o menos eficaces. Ahora bien, ya me dirán ustedes si el mensaje pedagógico que reciben los chavales es el idóneo.

Naturalmente, en lugares en los que no hay un acceso fácil al conocimiento ‒piensen en poblaciones aisladas, o poco favorecidas económicamente‒, la enseñanza exclusivamente digital puede ser una bendición. Pero estas ventajas, en todo caso, no desdicen lo anterior.

La solución a todo esto no es nada fácil. Las pantallas forman parte de nuestras vidas, y eso nadie debe ignorarlo. Y el uso de simulaciones digitales o de vídeos interactivos tiene su utilidad en el aula. De ahí que sea tan importante fomentar la curiosidad, la interacción, el autocontrol y la creatividad del estudiante frente a los riesgos que plantea vivir ‒y aprender‒ frente a uno de esos dispositivos. Riesgos como el aislamento, la procrastinación, la falta de curiosidad, el uso abusivo de internet y la fea costumbre del plagio (el dichoso corta-y-pega).

Deseamos que los alumnos ‒nuestros hijos‒ sepan distinguir los contenidos relevantes. Deseamos que aprendan a distinguir la verdad entre las innumerables mentiras y manipulaciones que circulan por la red. Deseamos que aprendan a navegar en busca de conocimientos que contribuyan a su formación intelectual. Y sin embargo, el resultado es que se acaban creyendo lo primero que les envía un compañero por WhatsApp, confían ciegamente en Wikipedia, y en el mejor de los casos, ojean los párrafos iniciales de lo primero que aparece en Google sobre un determinado tema.

Díganme: si sus hijos tuvieran que beber un vaso de agua, ¿les invitarían a situarse frente a una boca de riego de las que emplean los bomberos? Pues poco más o menos, eso es lo que viene a ser una búsqueda en Internet.

Si ustedes decidiesen aprender de forma fiable y eficiente sobre una determinada materia ‒por ejemplo, arquitectura, filosofía griega o historia de la Segunda Guerra Mundial‒, seguramente acudirían a una buena biblioteca. En sus estantes, encontrarían una selección de libros sobre la materia. Una selección realizada por profesionales, conscientes de cuáles son las obras de referencia.

Y así, después de haber leído los libros más recomendables sobre dicha disciplina, tendrían ya la formación necesaria para adentrarse en internet, contrastando lo bueno y lo malo, lo seguro y lo trivial, lo interesante y lo insustancial, lo auténtico y lo falso.

En fin, supongo que lo que sería recomendable para nosotros, lo será también para esos chicos a los que hemos arrojado sin salvavidas al océano digital.

Imagen superior: Pixabay.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.