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Umberto Eco: «Lo único que nos puede salvar en esta era tecnológica son las humanidades»

Umberto Eco (1932-2016) reunía más de cincuenta mil libros en las estanterías de su casa de Milán. Tengo que empezar por ese dato. Una bibliofilia de semejante calibre ilustra bien las opiniones que Eco tuvo sobre las redes sociales y sobre otros pasatiempos de nuestra época. Así, frente al revoltijo incontrolable de la cultura tuitera, el semiólogo y novelista –firme, incluso combativo– defendía dos actitudes pasadas de moda: el sentido crítico y el control de la veracidad.

Pero sigamos. Además de autor de novelas de tanto éxito como El nombre de la rosaEco fue un fabuloso descodificador de la cultura contemporánea. Y eso queda de manifiesto en sus ensayos más significativos –pienso en Apocalípticos e integrados y en Lector in fabula– y asimismo en su última novela, Número Cero.

Publicada por Lumen en 2015, Número Cero fue casi un testamento (Eco nos dejó para siempre un año después). El mal periodismo, entendido como una maquinaria que expulsa fango, es su tema principal. Podemos leer Número Cero como la respuesta de Eco ante un ecosistema comunicativo perverso: un entorno en el que la trivialidad, el matonismo y la agitación sustituyen a la prensa clásica, identificada con la democracia, la libertad y la pluralidad.

El caso es que la inmediatez convierte al tuit en un instrumento más poderoso y seductor que un reportaje imparcial y bien documentado. Quizá esto suceda porque, como decía Eco, uno se fia de todo –o ya no se fía de nada– cuando no es posible diferenciar entre una fuente rigurosa y otra disparatada.

No hay duda de que al escritor le preocupaba este auge de las falsificaciones, precisamente porque ese es el alimento de los complots que él mismo noveló en El péndulo de Foucault y en El cementerio de Praga.

«Hay muchas pequeñas conspiraciones –decía–, y en su mayoría han quedado expuestas. Pero la paranoia de una conspiración universal es más poderosa, porque es eterna. Nunca se puede desvelar porque desconocemos quién está detrás. Es una tentación psicológica de nuestra especie. Karl Popper escribió un hermoso ensayo sobre el asunto, en el que dice que esto comenzó con Homero. Todo lo que sucede en Troya fue urdido por los dioses el día anterior, en la cima del Olimpo. Es una manera de no sentirse responsable de algo. Por eso mismo, las dictaduras utilizan la noción de conspiración universal como un arma. Durante los primeros diez años de mi vida, fui educado por los fascistas en la escuela. Ellos recurrían a una conspiración universal: los ingleses, los judios y los capitalistas estaban conspirando contra los pobres italianos. Para Hitler era lo mismo. Y Berlusconi se pasó todas sus campañas electorales hablando de la doble conspiración de los jueces y los comunistas».

¿Las redes sociales desarticulan estas manipulaciones o, por el contrario, son el espacio idóneo para ese tipo de engaños masivos? Eco lo dejó claro durante un encuentro con la prensa, organizado en el Gran Palacio de la Real Escuela de Equitación en Turín, tras recibir el doctorado honoris causa de manos del rector de la universidad turinesa, Gianmaria Ajani.

«El fenómeno Twitter –dijo en ese encuentro– nos permite mantener el contacto con los demás. Tiene una naturaleza onanista, pero es un fenómeno positivo en términos generales. Pensemos en algo que sucede en China o en Turquía, y que de inmediato genera un movimiento de opinión. Se dice que si esto hubiera existido en tiempos de Hitler, no hubiera podido completar sus planes, porque las noticias sobre él habrían circulado viralmente. Por otro lado, Twitter da derecho de expresión a una legión de imbéciles, que en otro tiempo se limitaban a hacerlo en el bar, tras tomar un vaso de vino, sin dañar a la colectividad. Antes eran fáciles de silenciar, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los necios. Esto plantea, además, un problema de filtrado: uno no sabe si está hablando con un premio Nobel o con un idiota.»

«La cuestión básica es el filtrado –insistía Eco–. El periódico tradicional se hace en equipo, y eso, en principio, filtra los contenidos. En cuanto a la invasión de los imbéciles de la que hablo, creo que genera un síndrome de escepticismo. La gente tiende a no creer en lo que se dice por la red. Al principio, hubo un gran entusiasmo con las redes, que poco a poco se ha perdido. Si un periódico publica una noticia que es evidentemente falsa, sus lectores dejan de comprarlo, porque lo que esperan son noticias exactas. En Twitter, en cambio, uno puede fingir que es Rita Hayworth«.

Aquel día, Eco puso en sus justos términos la conversación 2.0, tan ensalzada por los ciberutopistas. «Encuentro muy positivo que pueda haber una respuesta a lo que uno escribe –comentó–. Es lo que sucede, por ejemplo, en un seminario universitario. Pero cuando imparto una conferencia con más cincuenta asistentes, eso ya no es viable. Lo que es positivo con un grupo restringido puede convertirse en un delirio cuando los participantes exceden cierto número. Llevándolo al terreno de las redes, vivimos un enorme cambio en la historia de las comunicaciones, y hay aspectos positivos, pero al mismo tiempo, también se presentan problemas irresolubles como éste que acabo de mencionar.»

¿Quizá llueve sobre mojado? En el fondo, las redes sociales son la escenificación digital de un proceso que comenzó en la pequeña pantalla. «La telebasura –dijo el escritor– ha promovido al tonto del pueblo, con respecto al cual el espectador se siente superior. El drama es que eso ha impulsado al tonto del pueblo como portador de la verdad.  Precisamente por esto hay que fomentar la crítica desde los medios. Yo soy fiel a la idea de Hegel: la lectura del periódico es la oración matinal del hombre moderno.»

En este punto, el semiólogo parecía recordar con nostalgia aquello que hace décadas escribió en La estrategia de la ilusión, cuando denunciaba el modelo negativo y manipulador que empezaba a verificarse en las televisiones.

¿Como pueden defenderse las nuevas generaciones ante la falsificación informativa en las redes? Se trata, sin duda, de un problema que atañe a los padres y a los centros educativos. «El gran problema de la escuela de hoy –explicó Eco– es cómo enseñar a filtrar la información de internet. Es algo que ningún profesor hace, porque son neófitos con respecto a este instrumento. Este problema es un drama de nuestro tiempo. Tengo una propuesta en este sentido, y es que los periódicos dediquen dos páginas al análisis y crítica de los sitios web. Si el enemigo de la prensa son las redes, en lugar de hacer el periódico copiando o imitando lo que se hace en internet, los periodistas deberían plantear una crítica de internet, señalando lo que es falso o no. Mi otra propuesta es que el maestro, con valor, diga a sus alumnos: ‘Este es el tema que tenéis que desarrollar. Sentíos libres de copiar de internet –la copia puede ser una virtud–, pero usad al menos diez sitios’. De esa forma, los estudiantes se verán obligados a comparar esas diez webs, encontrando contradicciones y planteándose el problema con sentido crítico… ¿Por qué un profesor no puede ejercer ese papel?».

Una crisis en la memoria colectiva

En una magnífica entrevista realizada por Daniela Panosetti, el escritor fue más allá, y nos recordó que la educación en el diálogo es una de las bases de la cultura democrática.

«La función de la cultura –le dijo a Panosetti– es generar un crecimiento colectivo. Este crecimiento, dentro de los márgenes de la libertad de expresión (en caso contrario, se habla de dictadura), se articula siempre como una crítica a lo que dice el otro. Es el modelo ideal del diálogo socrático: uno se levanta y toma la palabra, y luego lo hace el otro, sea el maestro, el amigo o quien sea. Se levanta y, a su vez, expresa su desacuerdo, y así sucesivamente. Esto, por supuesto, es aplicable tanto para la sociedad como para los individuos: la cultura personal requiere la crítica de los demás.»

«Lo que está sucediendo con internet –añadió– es que se está idolatrando el ideal de la expresión ilimitada, sin ningún control por parte de los otros. Tomándolo por el lado negativo –o apocalíptico–, podríamos decir que éste es el triunfo de la palabra necia. Esto no es cultura. O mejor dicho: el tonto puede hablar e incluso enseñar en la universidad, pero siempre queda una posibilidad para que otros puedan argumentar, responder u ofrecer modelos alternativos. Con estas formas de pseudo-participación, sin embargo, cualquier persona expresa lo primero que se le viene a la cabeza, y puede hacerlo con un tono y contenido ofensivos. Es probable que así se pierda el requisito fundamental de la democracia, es decir, la asunción de que no todo lo que se dice es correcto. Quién aboga por esa espontaneidad pura como forma de expresión, renuncia de hecho a la democracia –y por lo tanto, a la cultura democrática– como una crítica de las opiniones ajenas.»

¿Respeto por el criterio del sabio o del especialista? Parece que las ambigüedades en cadena que fomentan las redes sociales desdeñan ese modelo. La tabla rasa del conocimiento y la idea de que todas las opiniones son respetables dinamitan la posibilidad del verdadero debate.

Hablando de conocimiento, surge otro problema, y es la paulatina erosión de la memoria. «El problema es que nos enfrentamos a una enorme crisis en la memoria colectiva –decía Eco en la misma entrevista–. Basta con pensar en los cuatro jóvenes que, hace algún tiempo, en un concurso televisivo, preguntados acerca de un episodio en la vida de Mussolini, no sabían ubicarlo de ninguna manera. ¡Ninguno de ellos recordaba que había muerto en 1945! No vamos a creer que las generaciones anteriores sabían la fecha exacta de la muerte de Napoleón, pero, ciertamente, sabían situarla más o menos con relación a la expedición de Garibaldi o al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. La memoria colectiva está en crisis porque está en crisis también el cultivo de la memoria individual. Quién no sabe cuando murió Mussolini probablemente ni siquiera recuerda lo que hizo el verano pasado. Y le importa menos aún saber qué pasó con sus padres o abuelos.»

«Cuando yo era un niño –le contaba Eco a Panosetti–, aprendí cosas interesantísimas sobre la Primera Guerra Mundial escuchando las historias que contaba mi madre. Mi memoria personal entró en contacto con los retazos de la memoria de los demás, y ello me permitió reconstruir un plano de recuerdos compartidos, del que forman parte tanto las canciones de mi madre como la fecha en que se produjo el atentado en Sarajevo. El muchacho que vive frente de la pantalla del ordenador, y que ya no escucha a su madre cantar, sufre al mismo tiempo una pérdida de la memoria individual y una pérdida de esa memoria colectiva. De ahí la provocación que incluí en una carta que escribí a mi sobrino. Le dije: apréndete de memoria el poema de la Vispa Teresa [La farfalletta, una poesía infantil incluida por Luigi Sailer en el libro L’arpa della fanciullezza (1865)], no porque sea relevante conocer el contenido, sino porque tienes que ejercitar tu memoria».

«Corremos el riesgo –decía Eco– de que venga al mundo una generación que solo esté interesada en conocer el presente. Hace algún tiempo, un amigo me dijo, con ganas de provocar, que releyendo mi novela El péndulo de Foucault se había sorprendido ante la descripción de un teléfono público. ¡Había olvidado que una vez existieron las cabinas! Este es un buen ejemplo de esa nivelación cultural que solo se fija en el presente. No es que mi amigo hubiera perdido ese recuerdo en un sentido absoluto: solo había desactivado esa memoria particular, porque es incompatible con un presente al que nos vinculamos en exceso. Y si en casos de este tipo eso conduce al olvido del pasado, a otros –los más jóvenes– los conduce a una falta de interés en lo que ocurrió en ese pasado. No sé cuántos jóvenes de hoy sabrán cuándo empezaron a usarse los teléfonos móviles, pero estoy dispuesto a apostar que a muchos les resulta muy difícil imaginar una época en la que no existían esos artilugios.»

«Por supuesto, si hay interés –señalaba el escritor–, cabe utilizar internet para cultivar la memoria colectiva. Lo crucial es –una vez más– mantener la capacidad crítica, que precede al resto de nuestras capacidades de discernimiento. Piense en esto: en cada cultura siempre ha habido una elite que tuvo acceso a los almacenes de la memoria y, por tanto, al saber, y una masa que, en mayor o menor medida, fue excluida de ese mismo saber. Hoy vuelve a suceder lo mismo: tenemos una elite, que utiliza las herramientas de información con un sentido crítico y cultiva conscientemente la memoria y el aprendizaje, y una masa que no lo hace, no porque se le haya negado el acceso al conocimiento, sino porque recibe esos datos en bruto y sin jerarquizar. En este caso, mantiene su condición de masa por un exceso de democracia» («Apocalittico sarà lei. Intervista a Umberto Eco», Daniela Panosetti, Doppiozero).

Legitimar la respuesta equivocada

Hubo un tiempo no lejano en el que los ciberutopistas proclamaron que las redes sociales iban a suponer una revolución democrática, que haría resplandecer la verdad y fomentaría el diálogo. Los años han pasado, y hoy predominan la arrogancia del todólogo, la superficialidad de quien opina a partir de un titular y el exhibicionismo de quien se apresura a discutir sobre materias que desconoce, pretendiendo ser escuchado y premiado con un like.

¿Es razonable que los temas especializados sean sometidos a un debate plebiscitario y anónimo? «Soy un discípulo de Charles Sanders Peirce –aclaraba Eco en Wiki@Home– quien sostiene que las verdades científicas son, al fin y al cabo, aprobadas por una comunidad. El trabajo lento de la comunidad, a través de revisiones y errores, como dijo Peirce en el siglo XIX, es lo que sostiene ‘la antorcha de la verdad’. El problema es la definición de la verdad. Si me veo obligado a sustituir la verdad por lo que piensa una multitud, no estaré de acuerdo. Si hacemos un análisis estadístico de los seis mil millones de habitantes del mundo, comprobaremos que la mayoría cree que el Sol gira alrededor de la Tierra, así que no hay nada que hacer. Ese público estaría dispuesto a legitimar la respuesta equivocada. Esto también ocurre en una democracia. Por ejemplo, para ascender al poder, Napoleón III amplió su electorado en el campo, porque la población rural era más reaccionaria que la urbana».

«Tomemos, por ejemplo, la revista Nature –concluyía–. En el mundo científico, si aparece un artículo en Nature, donde funcionan la revisión por pares y un amplio control, ese artículo se toma en serio. Puede ser que Nature se equivoque, y excluya un artículo brillante. Sin embargo, creemos que Nature es un centro de confiabilidad, a pesar de algún fleco, que puede deberse al error, o a una pequeña venganza académica…»

La crisis de las humanidades

¿Algo más sobre nuestra época? Sí. Otra reflexión del escritor italiano, quien creía que las humanidades son, poco más o menos, una tabla de salvación. Así nos lo explicó en el Aula Magna del Hospital del Rey, en la Universidad de Burgos, donde recibió, a los 81 años, el doctorado honoris causa en Historia Medieval.

«La crisis –declaró en esa ciudad– es algo que siempre va ligado a la cultura. En realidad, si no hay crisis no hay cultura, porque la cultura es, en sí misma, una interrogación constante, lo que también implica una crítica de la existencia. La propia crisis es una condición para el desarrollo cultural. Participé en un importante congreso que organizaron en Francia para hablar de la crisis de nuestro tiempo, al que asistieron pensadores, creadores e intérpretes como Milan KunderaGraham Greene y Sophia Loren. En mi intervención, afirmé que el papel de los intelectuales no es el de salvar la cultura. Deben limitarse a producirla. En términos filosóficos, crisis cultural es una expresión carente de sentido».

«Lo mismo sucede con la universidad –añadió–. Siempre se repite que está en crisis. Es una afirmación que hacen en cada país, partiendo del mito de que el sistema universitario funciona mejor en otros lugares. Cada uno piensa que la universidad propia funciona mal, y que las restantes son mejores. En realidad, los europeos compartimos las mismas dificultades en este ámbito. Y es cierto que nuestras universidades tienen muchos problemas. A medida que pasa el tiempo, licenciarse en una carrera resulta cada vez más sencillo, cuando, en realidad, las licenciaturas deberían ser más difíciles. Los doctorandos se convierten en profesores antes de lo que sería conveniente, y para ello precisan menos esfuerzo que antes. Además, hay un número excesivo de alumnos, y eso complica la tarea académica. Lo que realmente está en crisis es esta universidad masificada. Pueden estudiar unos pocos, pero si lo hacen novecientos, es más difícil. A la universidad debería llegar una elite, como sucedía en las mejores épocas de esta institución. Además, las nuevas tecnologías han modificado la relación de los alumnos con los docentes. La enorme cantidad de información que ha supuesto la explosión de internet sustituye, en cierta medida, el papel del profesor, y modifica las relaciones que los estudiantes tienen con él. El caso estadounidense es distinto: en sus universidades uno aprecia con claridad que estudiantes y profesores mantienen una mayor relación entre sí».

Frente a las posturas apocalípticas, Eco hizo en Burgos una recomendación sensata: «Lo único que nos puede salvar en esta era tecnológica en la que vivimos –dijo– son las humanidades. Son fundamentales. El futuro es de los filósofos. Es más, detrás de todo científico hay una gran competencia cultural, filosófica y literaria. El gran Adriano Olivetti, fabricante de computadoras y máquinas de escribir, prefería contratar un licenciado en filología griega que un ingeniero. Olivetti pensaba que un licenciado con esa formación tendría una visión más amplia a la hora de abordar cualquier problema. Creía que esta competencia humanística hacía falta en la industria».

Europeísta convencido, el escritor no desaprovechó la oportunidad de recordar las raíces culturales del viejo continente. «Cuando a los ciudadanos europeos –comentó– se les pregunta si existe una identidad europea, es posible que lo nieguen. Todo se cuestiona, y a muchos nos les parece tan evidente que exista una cultura común. Es algo que cambia cuando viajas a Estados Unidos. Allí, al encontrarte con franceses, italianos o españoles, te das cuenta de que sí existe, porque en nuestro continente hay más cultura de lo que parece. Por supuesto, existe una identidad europea cuyas bases históricas son las culturas judeocristiana y grecorromana, con influencias de la germánica. Los europeos compartimos esa una tradición, así como los principios legales que tienen su origen en el derecho romano».

¿Recuerdos familiares? Eco los relató con ingenio. «Mi padre –confesó– solía quejarse siempre de su jefe. Yo no había tenido un jefe hasta que empecé a trabajar en una editorial donde me permitían toda la libertad del mundo. Pero el propietario la vendió, y el nuevo dueño ya no se entendía conmigo. Él me comentaba que se pasaba la vida vengándose de su padre. Yo le dije que mi caso era el contrario: me pasaba la vida vengando a mi padre. De ahí que siempre me sintiera con la libertad como para mandar al diablo a mi patrón. Me dijo que si al decir eso, yo le estaba amenazando. Le respondí que no. Tan solo lo hacía para divertirme».

Como esperaban los admiradores que le recibieron en Burgos, Eco también hizo balance de su trayectoria: «Para ser escritor, uno sólo necesita bolígrafo, papel y una papelera. Hace falta valentía para desechar como poco la mitad de lo que uno escribe. En realidad, para completar una obra literaria, hace falta un diez por ciento de inspiración y un noventa por ciento de transpiración».

«Mi vida –añadió– es un continuo peregrinaje. Hay quien peregrina a Santiago de Compostela. Hace sesenta años emprendí mi peregrinación hacia Burgos, porque su historia es muy estimulante para mí. Les agradezco este reconocimiento, que me llega en el momento oportuno. Ahora tengo la misma edad de Jorge de Burgos, y soy treinta años mayor que Guillermo de Baskerville. No obstante, me siento hoy como si fuera un adolescente, igual de emocionado que Adso de Melk. Por eso, deseo celebrar con el fervor de un joven este bello retorno a lo que fueron mis mitos juveniles».

«Me siento orgulloso de que se me conceda este reconocimiento en Burgos –dijo–, una ciudad que fue cabeza de Castilla en la Edad Media, una época de la cual soy un entusiasta. Este universo es para mí muy familiar. Hay dos razones por las que agradezco estar aquí. Por un lado, dediqué mi tesis doctoral a la estética medieval –El problema estético en Santo Tomás–. Cuando era joven, solía visitar las catedrales de toda Europa, sobre todo, las góticas. A lo largo de mis viajes, fui encontrando documentos mozárabes del Apocalipsis realizados en Castilla. Les dediqué mucho tiempo de estudio. De ahí que el Burgos medieval me resulte muy familiar».

«En segundo lugar –añadió–, tengo cierto compromiso con esta ciudad. Uno de los principales personajes de El nombre de la rosa es Jorge de Burgos. Me parecía fascinante la idea de un bibliotecario ciego. En principio, mi propósito era rendir homenaje a Jorge Luis Borges, al tiempo que evocaba a esta ciudad. Muchas personas se han preguntado por qué identifiqué a Borges con el culpable de las tragedias de la abadía, pero juro por mis hijos que en aquel momento no pensaba que Jorge de Burgos fuera a ser el villano de la novela. Mi única intención era rendir homenaje a un autor a quien admiro mucho. Lo cierto es que los personajes literarios tienen una vida propia y acaban tomando su propio camino. El autor pocas veces puede elegir lo que les va a pasar. Por otra parte, en El nombre de la rosa aparece un pergamino parcialmente inspirado en las Glosas Silenses, que actualmente se conservan en el British Museum. Al inventar a este Jorge de Burgos, me preguntaba si su nombre me podría inspirar otras posibilidades narrativas. Fue entonces cuando descubrí que en el Monasterio de Santo Domingo de Silos hay un misal mozárabe que fue escrito sobre papel antes de 1036. Se trata del escrito occidental sobre papel más antiguo que conocemos. Eso me sirvió para conectar a Jorge de Burgos con el manuscrito en el que figura el segundo libro perdido de la Poética de Aristóteles. Es la obra que el bibliotecario oculta y que Guillermo de Baskerville descubre, cuando ya es demasiado tarde. De ahí que también tenga un gran interés en conocer Silos. Esta es otra de las razones que me animó a aceptar esta invitación»

Al final, el viejo profesor nos regaló un aforismo que, en cierto sentido, resumía todo cuanto dijo durante el tiempo pasado en Burgos: «La magia de los libros reside en que un libro es capaz de recordar mejor que nosotros mismos».

Imagen superior: Aubrey / Wiki@Home, CC.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.

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