Puede que Viaje alucinante no tuviera los llamativos «Kapow!», «Bam!» o «¡Sagrado Polaris!» de la popularísima película de Batman (basada en su propia serie de TV) y junto a la que en algunos lugares se proyectaba en programa doble en 1966, pero lo cierto es que no sólo supo asombrar a los espectadores de la época, sino superar la prueba del tiempo y alcanzar la categoría de clásico.
Y ello no fue gracias a su vetusta intriga propia de la Guerra Fría, a unos efectos especiales hoy ya superados o a la presencia de Raquel Welch embutida en un traje ajustado. No, la razón de que la película siga manteniendo su encanto reside en que demostró que lo maravilloso no sólo se hallaba en el espacio exterior, sino también en el interior.
La historia comienza con un agente del gobierno, Charles Grant (Stephen Boyd) en misión de escolta de un científico checo, Jan Benes (Jean Del Val) recién desertado a los Estados Unidos. Benes ha solucionado el problema fundamental de los experimentos secretos que están llevando a cabo los militares de ambos bandos, americanos y rusos, y quiere entregárselo a los primeros.
Pero mientras se dirige a las instalaciones científicas, sufre un intento de asesinato y su cerebro resulta afectado por un hematoma inoperable…. por los procedimientos ordinarios. Grant descubre que el programa secreto en el que ha estado trabajando Benes está relacionado con la miniaturización de personas y objetos a tamaños microscópicos. Todo un ejército puede ser reducido y escondido en el tapón de una botella. El problema es que el efecto «reductor» sólo dura una hora. Benes ha resuelto tal inconveniente, pero si muere el secreto desaparecerá con él.
Grant llega a la base militar –que parece extraída del universo de James Bond: plataformas móviles, interminables pasillos subterráneos, múltiples niveles, gente circulando muy atareada en monos de trabajo… – y el general Carter (Edmond O’Brien) le comunica que formará parte de un selecto equipo que será introducido en un submarino, el Proteus, miniaturizado e inyectado en la corriente sanguínea del científico para que se abran paso hasta el cerebro y disuelvan el coágulo mediante un laser.
Deben cumplir la misión y salir del cuerpo antes de que transcurra una hora, puesto que entonces recuperarán su tamaño normal. Si empiezan a crecer dentro del organismo de Benes, atraerán la atención de los glóbulos blancos y serán exterminados como invasores. El problema más obvio –que si se encuentran dentro de la cabeza del científico provocarán su explosión– ni se menciona.
Hay más cháchara científica antes de que comience la misión propiamente dicha. A Grant se le informa de que puede haber un traidor en el grupo y que su papel consiste en evitar cualquier posible sabotaje. Sus compañeros son el doctor Duval (Arthur Kennedy), un brillante pero temperamental cirujano; Cora (Raquel Welch), su ayudante; el capitán Owens (William Redfield), el piloto; y el doctor Michaels (Donald Pleasance), comandante de la misión y, según descubrimos en seguida, claustrofóbico. Durante la reunión previa, el coronel Reid (Arthur O’Connell) protesta airadamente afirmando que las «chicas» no tienen nada que hacer en esta misión; pero como, al fin y al cabo, Cora luce magnífica en su ajustado traje de submarinista, su observación se pasa por alto.
Otto Klement y Jerome Bixby fueron los autores de la historia original en la que se basó la película, pero su aproximación era la de una aventura retro-victoriana, una especie de 20.000 leguas de viaje submarino. Esa ambientación fue abandonada durante la elaboración del guión cinematográfico en favor de un entorno supertecnológico que transmitiera la sensación de que la humanidad se hallaba en a las puertas de conquistar el corazón del universo. «Quizá los antiguos filósofos estaban en lo cierto. El hombre se yergue entre el espacio exterior y el espacio interior; y ninguno de los dos tiene límites», dice Duval en una de sus muchas frases sentenciosas.
La película ensalza también la tecnología de la Edad Espacial. El director Richard Fleischer nos cuenta todo el proceso con meticulosidad y exactitud: el viaje a través del laberinto de corredores de la base en un carrito eléctrico, la sala de control llena de técnicos en batas blancas y computadoras, las diferentes etapas del procedimiento de miniaturización del submarino, su inyección en el cuerpo de Benes… Su frialdad visual, narrativa y emocional contrasta con la legión de films de los cincuenta que optaban por la histeria y el miedo a la tecnología o bien los que se deshacían en loas a la superciencia más disparatada. Con su comedimiento, Fleischer consigue transmitir, a pesar de la inverosimilitud de la premisa inicial, una sensación de racionalidad, de que lo que se nos cuenta es factible.
Una vez en el interior del cuerpo, Viaje alucinante transcurre en base a una serie de etapas por diferentes partes del organismo, en cada una de las cuales, predeciblemente, algo sale mal. Son estos obstáculos los que sirven de sustrato dramático de la historia.
Cuando la nave se desvía de su ruta inicial y entra en la arteria carótida, las cosas empiezan a complicarse. Se ven obligados a cruzar el corazón (donde las turbulencias provocadas por los latidos pueden destruir el submarino) y rellenan los saboteados tanques de oxígeno conectando una sonda a un alveolo pulmonar.
En la secuencia más imaginativa de la película, los protagonistas se ven obligados a entrar en el cerebro del científico a través del conducto auditivo. Se nos informa de que el más mínimo sonido en la sala de operaciones produciría tal reverberación en el oído del paciente que podría tener consecuencias fatales para el Proteus. Naturalmente, un objeto cae accidentalmente al suelo de la sala para que podamos ver a los héroes zarandeados de un lado a otro.
Finalmente, llegan al cerebro, otro escenario asombroso, con corrientes eléctricas recorriendo las sinapsis. Cuando el doctor Duval intenta operar el trombo con el cañón láser –que ha sido reparado de urgencia tras sufrir un misterioso sabotaje–, se revela la identidad del traidor –incluso los espectadores de 1966 debieron haberla adivinado enseguida– sólo para sufrir inmediatamente una horrible muerte. Los supervivientes salen del cuerpo de Benes a través de una lágrima y la misión termina con éxito
Resulta muy llamativo que la frialdad visual que Fleischer había impreso en la primera parte de la película se transforme, una vez los protagonistas han entrado en el cuerpo de Benes, en un festín estético que tiene más que ver con la fantasía que con la ciencia, prefiriendo acercar las imágenes hacia lo poético en vez de ajustarse a lo meramente descriptivo.
Ello se hace patente en la cualidad onírica de la iluminación del interior del cuerpo (diseñada por el director de fotografía Ernest Laszlo), con reflejos y brillos iridiscentes, y en el diseño de escenarios y maquetas, con un corazón cuyo interior se asemeja a una catedral abovedada o un cerebro que recuerda al mar de los Sargazos .
El cuerpo humano de Viaje alucinante es en buena medida inventado. Porque a pesar de su precisión anatómica, el aspecto que de su interior se nos ofrece es imposible. Aunque las imágenes son extrapolaciones de una realidad científica, su concreción se lleva a cabo en escenarios deliberadamente abstractos que salvan la repulsión que produciría en los espectadores de estómagos más sensibles la visión de nuestro verdadero organismo. El propio Fleischer lo confirmó cuando dijo: «Todo fue un producto de la imaginación, y cualquier interpretación de esa imaginación en términos realistas o técnicos tuvo que ser inventada».
Resulta destacable asimismo la evolución que dentro de la ciencia ficción siguió este director desde 20.000 leguas de viaje submarino (1954), una luminosa y exuberante película rodada por un todavía bisoño Fleischer para los estudios Disney. En los años sesenta matiza aquel entusiasmo con Viaje alucinante, a mitad de camino entre el documental didáctico y la fantasía propia de la space opera. Y, por fin, en los setenta completó su personal trilogía con la pesimista advertencia ecologista Cuando el destino nos alcance (1973). Tres películas radicalmente diferentes, tan diferentes como las décadas en las que fueron producidas, pero todas ellas éxitos en su momento y clásicos del género.
Puede que un grupo de médicos supervisara la exactitud con la que los diseñadores de producción habían reproducido los órganos humanos, pero ello no impidió que se cometieran abundantes errores lógicos y científicos. Podemos perdonar cosas como la imposibilidad de introducir moléculas de aire de tamaño normal en un snorkel microscópico; o que la tensión superficial haría extremadamente difícil cualquier intento de nadar en una lágrima. Pero hay otros que resultan difíciles de pasar por alto, como el que la operación deba ser completada en 60 minutos so pena de que submarino y tripulación reviertan a su tamaño normal. Los protagonistas consiguen salir a tiempo, sí, pero dejan atrás, dentro del cuerpo, al Proteus. El cómo los glóbulos blancos consiguen engullir y disolver todas y cada una de las piezas del submarino –por no mencionar al difunto saboteador y al cañón láser– antes de que revierta a su tamaño original, no se explica.
También se olvida que junto al submarino se le inyecta al paciente un tanque de agua «miniaturizada». Al cumplirse el plazo indicado, toda esa agua se «hinchará» hasta reventar el cuerpo. Tampoco se aclara dónde va a parar la masa sobrante de todo aquello que se reduce de tamaño.
Al menos, los productores tuvieron el buen sentido de reclutar al prestigioso autor Isaac Asimov para escribir la novelización de aquel despropósito. Asimov, que tenía una sólida base científica, no intervino para nada en la producción, pero su adaptación –editada directamente en tapa dura antes del estreno del film– no sólo consiguió suavizar algunos de los errores de la cinta, sino que escribió una de las mejores obras dentro de un campo –el de la novelización de películas– que no destaca precisamente por su creatividad.
De hecho, el libro resultó ser tan popular y resistente al paso del tiempo que muchos años más tarde Asimov firmó una secuela en la que pudo afinar aún más la base científica de la historia.
Aunque la idea de viajar por el cuerpo humano resulte fascinante, este peculiar subgénero continúa siendo minoritario aunque la película generase en su momento una breve serie de animación (1968-1969) con el mismo título y en años siguientes inspirara películas semejantes (como El chip prodigioso, 1987, de Joe Dante; u Osmosis Jones, 2001, de los hermanos Farrelly).
Pues bien, a pesar de sus errores científicos de bulto, Viaje alucinante sigue siendo una de las películas más ingeniosas y sorprendentes del Hollywood de los sesenta. Productores y director se esforzaron por recrear con fidelidad lo que podría ser una aventura semejante. Se invirtieron nada menos que seis millones de dólares en una producción que se prolongó durante un año, dedicándose mucho de ese tiempo y dinero a la recreación del «espacio interior».
Y es que todo lo que se nos muestra hubo de ser construido para ser filmado. Sí, hay algunos trucos visuales con pantalla azul que permiten combinar imágenes, pero aún faltaban décadas para que esa técnica pudiera realizarse con ordenador. La «corriente sanguínea», por ejemplo, era en realidad un tanque lleno de fluidos de diferente densidad –algo parecido a una de esas curiosas lámparas de mesilla–. La cámara enfocaba hacia abajo de tal forma que cuando los corpúsculos del fluido más ligero ascendían se creaba la sensación de que era aquélla la que avanzaba. Al proyectar esa imagen sobre la pantalla/parabrisas del submarino, el espectador tenía la impresión de viajar a lo largo de la arteria.
Por desgracia, en todas las reescrituras que sufrió el guión los personajes siempre se llevaron la peor parte, limitándose a encajar en estereotipos tan gastados como predecibles: el héroe de mandíbula cuadrada, la mujer de curvas insinuantes, el traidor ateo… Stephen Boyd y Raquel Welch realizan una interpretación sosa y acartonada y especialmente la segunda (en su primer papel protagonista) resulta inverosímil en el papel de asistente científico. En su descargo podemos decir que sus personajes no daban para muchos alardes. El peor de todos es el cirujano Duval, cuya función no consiste más que en figurar y lanzar frases altisonantes sobre «el milagro de la vida». «Cuarenta millones de latidos al año», comenta alguien en referencia al corazón, a lo que él responde «eso es todo lo que nos separa de la eternidad».
Ni siquiera se aprovecha la supuesta sabiduría de los dos científicos, Duval y Michaels, para abrir un debate ético o filosófico de una mínima profundidad. Todo lo contrario: el «bueno» expresa su reverencia religiosa ante la maravilla del cuerpo humano, mientras que su colega, representante del ateísmo, es al final revelado como un traidor comunista (aunque el comunismo como tal no se menciona en la película) por no mencionar que durante toda la aventura se muestra cobarde y derrotista.
Desde el punto de vista de un adulto, hay otras cosas que llaman la atención, como cuando Cora es cubierta por las plaquetas y sus compañeros masculinos se abalanzan sobre ella palmoteando su cuerpo mientras intentan liberarla. Quizá el coronel Reid tenía razón después de todo sobre lo que ocurre cuando chicos y chicas se mezclan. Por otra parte, es el mismo Reid quien, cuando es informado de que el submarino ha alcanzado el cerebro de Benes, exclama: «Imagine, están en la mente humana». Falso. Si alguien entra en los sueños o pensamientos de otro, se puede decir que está en la mente. En este caso los personajes están en el cerebro físico, sin acceso alguno a lo que el científico está pensando.
Viaje alucinante es una combinación de película de aventuras de tono juvenil y lección de biología. Los detalles carecen de consistencia pero, al fin y al cabo lo mismo ocurre en las historias de viajes en el tiempo o a la velocidad de la luz. Lo que realmente nos aporta la película es ese sentido de la maravilla sobre lo complejo y maravillosamente extraños que son nuestros propios cuerpos. En 1966 el grueso de los espectadores estaban familiarizados con el «espacio exterior» y, de hecho, la película traslada la imaginería de la space opera al interior del cuerpo: los protagonistas visten como astronautas, viajan en un trasunto de nave, visitan paisajes que podrían ser alienígenas y han de enfrentarse a criaturas extrañas. Con todo, el cuerpo humano resulta ser mucho más fascinante que un planeta alienígena.
Cuando Grant dice que él creía que la sangre era roja, se le informa de que ese color lo dan las células rojas oxigenadas, pero que la mayor parte de la sangre es parecida al agua de mar. Ese frio hecho parece cobrar una mayor viveza desde el punto de vista de un diminuto submarino viajando por una arteria que si sencillamente lo leemos en un libro de texto.
Viaje alucinante es una de las películas de ciencia ficción más ingeniosas que se hayan rodado. Uno puede ridiculizar sus muchos problemas argumentales e inconsistencias científicas, pero es imposible discutir la brillantez conceptual del film, la originalidad de imaginar un viaje por el interior del cuerpo humano. El guión sabe inspirar el asombro en el espectador y Richard Fleischer lo traslada a la pantalla como si se tratara de una gran cueva de Aladino, llena de maravillas y tesoros.
Aunque los decorados y los efectos visuales aparecen aquí y allá malogrados por las líneas mate y los cables, el ejercicio de imaginación prevalece. Viaje alucinante no sólo es una celebración de la ciencia ficción como poesía visual y conceptual, sino un ejemplo sobre lo que la ciencia ficción cinematográfica puede hacer y la palabra escrita nunca podrá replicar con igual impacto.
Y es que en último término, el abandono del estricto rigor científico de la película no exige rebajar nuestro espíritu crítico a un nivel infantil, sino estar abierto al conocimiento y a una experiencia que puede cambiar la forma de contemplar el mundo. Hay un chiste recurrente sobre la adicción del general Carter por el café cargado de azúcar. Hacia el final de la historia, ve una hormiga atraída por el azúcar que ha derramado sobre la mesa. Está a punto de aplastarla con el dedo cuando se detiene: acaba de relacionar a la pequeña criatura con el submarino que transporta sus hombres. El coronel Reid sugiere que Carter se ha hecho budista, dándose cuenta de que toda la vida está interconectada. Carter lo niega, pero esa anécdota es la que resume toda la película. Tanto si se adopta una perspectiva religiosa como si no, la conciencia del milagro que supone la vida y, de hecho, todo el universo, despierta el sentido de lo maravilloso.
Quizá para algunos de los que hayan podido ver la película en el último medio siglo, ésta haya supuesto la entrada no sólo a un mundo de fantasía, sino a una nueva forma de ver el mundo real.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.