Cualia.es

Vencedores y vencidos: cómo desintoxicarnos de la obsesión política

La política es algo fundamental. Pero como anda todo tan empantanado, a veces lo olvidamos. La política es un vaivén de ideas y de soluciones. La política habla de nosotros. Hombres y mujeres, con la intriga de lo que va a cambiar y lo que nunca cambiará, porque no debe hacerlo.

Bien aplicada, por medio del debate, la política puede impulsarnos a un plano superior. Lo malo es que también puede teletransportarnos a un planeta hostil. Un mundo intolerante, en el que combaten dos grupos irreconciliables, dando la espalda a la realidad.

¿Y dónde está la línea divisoria entre el ejercicio de las libertades y el resentimiento social? ¿En qué punto la controversia democrática, propia de nuestra cultura, se transforma en odio y círculos viciosos?

De un tiempo a esta parte, esa deslegitimación del adversario es una costumbre que se ha contagiado a medio mundo. Supongo que un antropólogo o un historiador me dirán que esto es más viejo que el hilo negro. Al menos, la bipolaridad de hoy, dentro de las sociedades abiertas, se desarrolla en una era de seguridad y prosperidad.

«El desprestigio de la política en nuestros días  ‒escribe Mario Vargas Llosa‒ no conoce fronteras y ello obedece a una realidad incontestable: con variantes y matices propios de cada país, en casi todo el mundo, el avanzado como el subdesarrollado, el nivel intelectual, profesional y sin duda también moral de la clase política ha decaído. Esto no es privativo de las dictaduras. (…) Probablemente ya no queden sociedades en las que el quehacer cívico atraiga a los mejores».

¿Serán la politiquería y el frentismo consecuencia de ese desprestigio? ¿O quizá la clase política se degrada porque la propia sociedad ignora el idealismo y la meritocracia?

Al ver cómo algunos tensan la cuerda, quizá convenga buscar una respuesta en el pasado. La historia nos da pistas. Ahí tienen, por ejemplo, aquel manifiesto distribuido en Madrid el 1 de abril de 1956. Los universitarios antifranquistas se presentaban así: “Nosotros, hijos de los vencedores y de los vencidos”. Era un modo de buscar la reconciliación nacional. Hijos de tirios y de troyanos, perdonándose ‒fíjense en la altura de miras‒ la Guerra Civil.

En 2010, el filósofo Javier Muguerza se refirió al «despropósito de aquella maldita guerra civil, o incivil como Unamuno prefería llamarla». Decía Muguerza que «en las guerras civiles no resulta precisamente fácil permanecer neutral (esto es, no optar ni por un bando ni por otro) aunque quepa intentarlo como, entre nosotros, trató de hacer Ortega de buena fe pero sin éxito; y resulta sin duda preferible intentar ser –como lo proponía Unamunoalterutral, es decir, tratar de aunar, por difícil que ello parezca, a los dos bandos enfrentados en un abrazo reconciliatorio que sobrepase así el conflicto».

Los veteranos aún lo recuerdan. El reencuentro se celebró en la Transición, y desde entonces, la rutina democrática siguió su curso en España.

Sin embargo, el cainismo y la discordia retornan, sobre todo entre los más jóvenes. Y no es algo excepcional, distintivo de los españoles. A poco que se fijen, la ferocidad política resurge en muchas democracias. Incluso países de tradición patriótica, como Estados Unidos, exteriorizan la misma cizaña. Esa infame hostilidad que enfrenta a dos tribus: la de los que se creen más virtuosos y la de sus adversarios.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? A primera vista, la política ya no es una terapia social, ni un escenario de soluciones. Ahora es un circo de gladiadores. El testamento de una familia mal avenida. La riña entre los oprimidos y los que cortan el bacalao. Entre los tolerantes y los que son capaces de empotrarse en un muro. Entre los romanos y los galos que conocen la poción mágica. Dos repertorios de intereses, creados y por crear, sin punto de encuentro posible.

Ante esa banalidad, uno se acuerda de don Estanislao Figueras, el primer presidente de primera República española. Al comprobar que era imposible llegar a acuerdos, se levantó de la mesa en una sesión del Consejo de Ministros, y entonces dijo «Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros».  Al día siguiente, subió a un tren y se marchó a Francia.

Dos expresiones caracterizan a la nueva política: juzgar el pasado con ojos del presente ‒o incluso inventárselo‒ y caricaturizar al adversario como un enemigo maligno y peligroso. De ese modo, la ideología deja de ser un instrumento práctico para convertirse en algo muy distinto: una identidad, exhibida vanidosamente.

Los espacios neutrales ‒desde la justicia a la educación y la cultura‒ se politizan sin tregua, como si toda la sociedad fuera el territorio de una contienda moral. Al final, frente un auditorio entusiasta, salen a pelear dos monstruos totémicos: el ultraderechista al que le brotan esvásticas y el fantoche comunista que añora a Stalin, con flequillo horizontal y un pañuelo palestino. Una pareja de espectros que, a través de buenos y malos tiempos, siempre simbolizan lo peor del enemigo.

«Que me odien con tal de que me teman». Ya lo dijo Calígula.

¿Por qué engañarse?

La idea de un Bien Soberano, con soluciones absolutas, revela unas convicciones infantiles y tirando a cuadriculadas. Pero como hay que aligerar los mensajes, al parlamentario mediocre se le cuela esta fantasía en el discurso. Y así, entre guiños y eslóganes, la demagogia de unos cuantos se convierte, poco a poco, en un deporte que practicamos todos.

Para echarle más leña al fuego, las redes y cierta prensa sustituyen el debate por el conflicto. Quien mejor lo entiende es el que ya viene fanatizado de casa. El que anuncia un amanecer primaveral en cuanto triunfe su causa. El pesado que presume de rojo o de azul, sin hacer el más mínimo balance crítico.

«Cuidado con aquellos que están obsesionados con la política ‒nos advierte la ganadora del Pulitzer Peggy Noonan‒. A menudo son brillantes e interesantes, pero les falta algo en su naturaleza. Hay un hueco, un lugar vacío, y usan la política para llenarlo».

Por mucho que lo intentemos, nadie puede desmoralizar a un fanático. No olviden que una ideología inquebrantable es el amor propio de quien carece de credenciales y talento.

Incluso entre los periodistas se impone esa militancia. Hoy en día, casi toda la prensa, por la derecha y por la izquierda,  invoca la misma gloria que siente un diputado cuando se sube lo alto de una tribuna.

«Sigue haciendo falta el papel del periodismo como referencia, como sedimento sólido ‒dice Arturo Pérez-Reverte‒. Lo que pasa es que ha ocurrido una cosa muy grave (…) y es que, en los últimos tiempos, los medios han obligado a los periodistas a tomar partido. Antes éramos mercenarios honrados. Yo escribía en el diario Pueblo, donde había comunistas, socialistas, fascistas… Había de todo. Un periodista podía ir del Arriba a la Agencia Pyresa (…) a Informaciones, a Pueblo, sin ningún problema. El editorialista era el que se mojaba ideológicamente con el medio. Pero los demás éramos libres, en general. Ahora no. Ahora hasta el becario que llega al periódico está obligado a dar la puntadita en su crónica para agradar a la línea ideológica que su periódico sigue en ese momento. Eso ha ocurrido en El País, en El Mundo, en ABC. En todos los periódicos de España. (…) Ya no se puede ser un honrado mercenario en el periodismo. O mejor dicho, es más difícil serlo. Ahora esa injerencia, esa necesidad de etiquetar tan española, ese ‘Pues si estás conmigo, todo lo que es de los otros es malo’ ha llegado al periodismo. Entonces ya no es tan digno. (…) Ahora, hasta para contar que una niña se ha caído de un columpio roto, tienes que buscar un culpable: el ayuntamiento del PP o del PSOE… Eso antes no ocurría, y hace que yo tenga poca esperanza en cuanto a los efectos benéficos del periodismo actual».

Cada país reproduce esta fractura, con una retórica inflamada. En Estados Unidos, por ejemplo, la plantean los más intransigentes del Partido Republicano y la facción identitaria del Partido Demócrata. Entre unos y otros, acaparan el interés de los medios, tan divididos como ellos. También allí los espacios de consenso se han desvanecido ‒aunque algo menos que aquí‒, y en su lugar, queda algo que se parece sospechosamente a un tebeo Marvel, con sus héroes y supervillanos. Por supuesto, en esta pelea a nadie le gusta perder.

¿Saben qué? Quizá nosotros, usted y yo, hayamos caído en la misma trampa. Para saberlo, basta con responder a preguntas como estas. ¿Dejó de interesarle ese amigo suyo cuando se enteró de que votaba a la derecha? ¿Gruñó al leer que aquella científica era de izquierdas? ¿Se puso hecho una furia al descubrir que un actor había cambiado de bando?

Cuando uno va perdiendo el control sobre su vida, a veces intenta controlar la de los demás, y otras, apela a una instancia superior. La política excluyente es un buen modo de hacerlo. Además, es lo que se lleva en la sociedad del siglo XXI: hedonista y posmoderna, en brazos de Morfeo, sin interés por la libertad y acostumbrada a que un Estado redentor le explique su futuro.

Por otro lado, la partitocracia ha convertido el parlamentarismo ‒y en cierta medida a la gestión pública‒ en una actividad sin incentivos éticos y con escasa reputación. Y sin embargo, esa misma partitocracia nos anima a ser hooligans.

La intolerancia como pérdida de tiempo

Imaginemos que usted o yo vivimos alrededor de ochenta años. Siendo generosos, y descontando obligaciones personales y biológicas, nuestro tiempo ocio ocupará algo así como 3.000 o 4.000 días. Ahora dígame: ¿le parece bien malgastarlos viendo debates escandalosos, tuits humillantes o mítines incendiarios? ¿No cree que uno se puede informar en menos tiempo, sin necesidad de echar humo por los oídos?

Desde luego, el escapismo es algo que todos experimentamos. Muchas veces, nos distrae más y mejor aquello que nos irrita. Un partido de fútbol en el que pierden nuestros colores. Ese programa de cotilleos repleto de inquisidores. La serie de Netflix que empieza a tener sentido en la tercera temporada.

De igual modo, nos consuelan las fantasías de control. Por eso preferimos las ficciones con un final predecible: las comedias sentimentales, las aventuras folletinescas, y por supuesto, esos rifirrafes políticos en los que siempre saldrán airosos los nuestros.

Escapismo e ilusión de control… Esto es, poco más o menos, lo mismo que caracteriza al típico guerrero de Twitter. Perfectamente inútil a la hora de resolver conflictos, pero siempre dispuesto a empeorarlos. Sobre todo cuando tiene poca experiencia vital.

El psicólogo social Jonathan Haidt ha escrito páginas muy esclarecedoras sobre esta polaridad tan típica de nuestros días: «Ocurre algo interesante cuando tomas a los jóvenes y llenas su mente con visiones binarias ‒dice‒. En ese proceso, enciendes sus antiguos circuitos tribales, preparándoles para la batalla».

¿Y a qué se debe esta reacción? Quizá a un recuerdo ancestral. El de una era de eclipses y mamuts, en la que un líder fuerte o la pertenencia a la tribu más poderosa eran esenciales para sobrevivir.

La mente mal ordenada

«Dave, mi mente se está yendo. Puedo sentirlo. Puedo sentirlo». Así se despide de nosotros HAL, la supercomputadora de 2001: una odisea en el espacioNicholas Carr recuerda esta secuencia en su libro Superficiales. Se pregunta Carr si a nosotros no nos sucede algo similar cuando nos dejamos llevar por los impulsos primarios de internet.

Carr explica en las primeras páginas de su obra el síntoma de degradación intelectual que le condujo a escribirla. Empezó a preocuparse sobre su incapacidad para dedicar su atención a un solo asunto durante más de dos minutos. Su cerebro «no estaba sólo disperso. Estaba hambriento. Exigía ser alimentado de la manera en que lo alimentaba la red, y cuanto más comía, más hambre tenía».

Si aceptamos el diagnóstico de Carr, esta alteración de nuestros procesos neuronales tiene varias consecuencias. La primera de ellas es la superficialidad a la hora de compartir y almacenar información. La segunda, quizá más grave, es la degradación del pensamiento profundo, sustituido por un consumo fragmentario, constante y caprichoso de contenidos.

En el campo periodístico, esa deriva se ha hecho notar. Y de qué manera. Cierto periodismo digital, y por supuesto el activismo tuitero, no quieren lectores, sino consumidores virales y sectarios. A la hora de narrar la actualidad política, su método no falla. Cada declaración del adversario se saca de contexto, o directamente se falsea, para luego aprisionarla entre comillas y así generar banners o «causas» en change.org. La sospecha o el prejuicio ocupan el lugar de la reflexión, y una tecnología industrial va triturando y envasando toda esa pulpa ideológica. El resto es simple material de relleno.

Si un profesional de los medios quiere obtener seguidores, likes o tuiteos, el camino más corto consiste en ratificar diariamente los prejuicios de su parroquia. Cualquiera puede hacer la prueba: valoren el número de comentarios o de reacciones que obtienen en las redes o en YouTube con una soflama política. Es algo tan eficaz como agitar la bandera de un batallón.

Lo cual nos conduce a una pregunta que enlaza con la reflexión de Nicholas Carr: ¿por qué la política genera hoy ese consumo adictivo?

Descartemos la necesidad de estar informado. Uno puede alejarse de la prensa durante quince días para comprobar que su conocimiento del panorama político no ha variado en lo más mínimo. De hecho, quizá incluso vea las cosas con mayor perspectiva.

En realidad, deberíamos hablar de una adicción. O para ser más precisos, de un consumo desordenado e incontrolable, tan poderoso que nos obliga a consultar cada dos por tres las redes, y que nos distrae de nuestros compromisos para chequear por enésima vez el WhatsApp.

Esta adicción reconfigura nuestro circuito neuronal, y nos convierte en yonquis de los titulares partidistas. Al final, somos como ese Pac-man que devora puntos y fantasmas en un laberinto digital.

Quizá la función crea el órgano, o simplemente se trate de un efecto secundario de la globalización mediática. El caso es que la tentación de convertirnos en partisanos o en fuerzas de choque ‒virtuales, claro está‒ nunca ha sido tan evidente. Incluso entre los propios políticos que se asoman a las redes.

Estudiosos como Glyn Mottershead, de la Universidad de Cardiff, emplean un neologismo, attentionomics, con el que engloban las estrategias que cautivan nuestro interés. Entre esas estrategias que debemos interiorizar, destacan el catastrofismo, la negatividad y el claroscuro (es decir, la comparación). Tres fórmulas infalibles para engancharnos a un titular político y para impulsarnos a difundirlo con urgencia, y acaso con rabia.

Más allá de su base neurobiológica, el problema es que muy pocos se verán como obsesos o extremistas. ¿Es malo el sentido de pertenencia? ¿Cómo se puede considerar negativo el acceso a la información sobre líderes y partidos? ¿Acaso no nos jugamos nuestro porvenir si un determinado político accede al poder? ¿Por qué va a ser censurable la devoción por las tertulias o los debates, y no va a serlo la lectura constante de revistas de jardinería? ¿No fue Hegel quien dijo que la lectura del periódico es la oración matinal del hombre moderno?

En realidad, la clave de todo esto es la compulsión que menciona Carr. Es decir, la necesidad imperiosa de añadir nuevas piezas a nuestra identidad socio-digital. Hay quien lo hace con mesura, eligiendo con cuidado sus fuentes, pero una mayoría revela otros síntomas. Por ejemplo, el exhibicionismo, la incapacidad de distinguir entre verdad y ficción, el sectarismo, el desprecio por el oponente, y en especial, el consumo indiscriminado de entrecomillados que, en el fondo, no conducen a parte alguna. Evidentemente, nada de esto es bueno para la convivencia democrática.

En este mundo alérgico al punto y aparte, repleto de voluntarios que cavan trincheras, aún cuesta hablar de una desintoxicación política. Pero soltar lastre no es una mala opción. Quizá incluso marque un rumbo más optimista para todos.

¿Me permiten un pequeño consejo final? Recuperemos los espacios de neutralidad. Ignoremos a los fanáticos de uno y otro signo. Apostemos por la lucidez, por el buen debate y por el consenso. Evitemos los semilleros de odio. Seamos capaces de matizar con sensatez. Celebremos los cambios de opinión. Y sobre todo, ante asuntos complejos, usemos el condicional en lugar del imperativo.

Solo así podremos refrenar este tribalismo que hoy, como una maldición bíblica, nos va empujando hacia el despeñadero.

Imagen superior: «Los Simpson: La película» (2007), de David Silverman © Gracie Films, The Curiosity Company, 20th Century Fox Animation, 20th Century Fox. Reservados todos los derechos.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.