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«Rollerball» (1975), de Norman Jewison

La década que medió entre 2001: Una Odisea del Espacio (1968) y Star Wars (1977) abundó en películas de ciencia ficción interesantes, la mayoría receptoras y amplificadoras del pesimismo acerca del futuro y el hombre que imperaba en amplias capas de la sociedad norteamericana. Muchas de ellas eran producciones modestas que no obtuvieron demasiado éxito comercial y que sólo el paso del tiempo las ha colocado en el lugar que merecen. Rollerball, en cambio, gozó de un generoso presupuesto y fue un éxito comercial aun cuando la crítica le achacase ser un producto glorificador de la violencia deportiva sin comprender que en realidad se trataba de un ataque a la vieja política de “pan y circo” y la pasividad de una sociedad abotargada por el consumismo.

Desde las historias de bárbaros combates a muerte hasta las pruebas para demostrar la valía de la especie humana, los juegos, competiciones y deportes de la ciencia ficción de los setenta desempeñaron un papel importante en la construcción de una creíble y a menudo impactante visión del futuro. Utilizados con frecuencia para enfatizar la futilidad de la vida en un mundo distópico, los deportes y juegos reflejaban los elementos más oscuros de la sociedad civil: la violencia, el conflicto, la intolerancia y la corrupción. Y eso es exactamente de lo que trataba Rollerball.

En el año 2018, tras las “Guerras Corporativas”, todos los problemas del mundo han sido sofocados tras la bancarrota y consecuente desaparición de las antiguas naciones y su sustitución por un gobierno de grandes conglomerados empresariales que controlan los recursos, desde la comida a la energía o el agua. Entre ellas, la más poderosa es Energy Corporation, de Houston, para la que incluso se han compuesto himnos al estilo de los nacionales que se cantan al comenzar los partidos. Por otra parte, la sociedad se basa en la uniformidad y el materialismo ha pasado a ser el destino último de la humanidad. Las masas son apaciguadas canalizando su violencia hacia un espectáculo deportivo rápido y ultraviolento, el rollerball, una combinación de los peores aspectos del rugby, el hockey, el roller derby, el motocross y el combate de gladiadores y en el que los jugadores a menudo resultan muertos o seriamente heridos. El objetivo del juego, que se libra en una pista ovalada, se organiza en una liga internacional y se retransmite por todo el mundo, es atrapar una pesada bola puesta en circulación por el árbitro, completar un circuito y encajarla en una estrecha portería.

Uno de los jugadores más hábiles de ese deporte, Jonathan E (James Caan), se ha convertido en superestrella como parte del equipo de Energy Corp. A pesar de ello, tras conseguir una nueva victoria, su presidente, Bartholomew (John Houseman) le pide a Jonathan que se retire voluntariamente tras su larga carrera profesional sin darle una explicación más sólida que un ambiguo “bien común”. Jonathan se niega a aceptarlo y mientras investiga las razones ocultas tras la oferta de jubilación continúa jugando aun cuando los partidos van volviéndose más peligrosos conforme las corporaciones liberalizan las reglas con la intención harto evidente de que Jonathan muera en la pista. La razón de esta presión sobre el jugador es que él ha demostrado el potencial humano. Su éxito personal ha puesto en entredicho la intención última que las corporaciones tenían al crear el Rollerball, esto es, subrayar la futilidad del esfuerzo individual y subrayar subliminalmente que las grandes decisiones deben dejarse en manos de unos pocos poderosos. Para los presidentes de las compañías, el ascenso popular de ídolos deportivos supone un peligro para su control total.

A pesar del peligro en el que se encuentra, Jonathan se niega a doblegarse. Su desafío lleva a que las corporaciones decidan que el próximo partido en el que participe no tenga reglas ni límite de tiempo, lo que les permitirá liquidarlo con facilidad.

El director Norman Jewison se había un hecho un nombre gracias a películas como En el calor de la noche (1967), El caso de Thomas Crown (1968), El violinista en el tejado (1971) o Jesucristo Superstar (1973). En esta ocasión, tomó el guión que William Harrison había escrito a partir de su propio relato, “The Roller Ball Murder” (1973, publicado en Esquire), y lo convirtió en una película con mensaje ‒no demasiado sutil, eso sí‒ que denunciaba el gusto por los deportes violentos, el poder de las corporaciones y los riesgos personales y sociales de renunciar al individualismo. Rollerball fue uno de los primeros films de ciencia ficción distópica en abordar el tema del individuo que triunfa contra la conformidad narcotizada de una sociedad inserta en un futuro confortable pero totalitario.

La distopía que se nos presenta aquí recuerda bastante a otras imaginadas en el cine de la década de los setenta, recogiendo elementos de 2001: Una Odisea del espacio, La amenaza de Andrómeda (1971), THX 1138 (1971) o Zardoz (1974), sociedades que habían alcanzado o estaban en el proceso de alcanzar la perfección tecnológica al tiempo que sus ciudadanos quedaban ahogados por la esterilización del entorno y el espíritu. En Rollerball, algunas localizaciones futuristas de Dallas nos sugieren una suerte de utopía aparente; una ilusión que se desvanece al insertar momentos que demuestran que bajo la superficie ideal late un sentimiento de insatisfacción vital.

En este sentido, una de las escenas más potentes del film es aquella en la que un grupo de asistentes a una fiesta se dedican a incinerar árboles con una pistola láser, reflejo de la decadencia y aburrimiento existencial en que se hallan sumidos, por no hablar de su violencia reprimida. No es el único momento revelador de la auténtica naturaleza de la sociedad del futuro. Todos los ciudadanos son tratados como empleados sin poder real al servicio de la “Clase Ejecutiva”. Ello implica, por ejemplo, que tu esposa pueda ser “transferida” a otro hombre más poderoso con un simple trámite burocrático, una indignidad que sufrió en el pasado Jonathan E. y que no ha olvidado. Todavía ama a su mujer, pero un ejecutivo en Italia tenía más poder que él y se la llevó, eso sí, indemnizándola generosamente por dejar a su marido.

En otro nivel temático, Rollerball reflexiona sobre el tópico de la libertad en una sociedad tecnológica e invadida por los medios de comunicación de masas. La esposa de Jonathan, Ella (Maud Adams), le pregunta por qué simplemente no obedece a sus jefes y acepta la abundante recompensa que le ofrecen a cambio. Jonathan responde que es una elección “entre poseer cosas bonitas o la libertad”. Ella le replica: “Pero la comodidad es libertad”. Una visión del mundo que él no comparte: “Eso nunca ha sido así. Sus privilegios nos compran”. En otras palabras, esa sociedad no se preocupará por la libertad mientras tenga cosas que comprar.

En parte, la razón por la que la gente consiente semejante arreglo es debido a la privación deliberada de material educativo e información imparcial. La televisión sólo emite partidos de rollerball y las bibliotecas locales son ordenadores impersonales que únicamente ofrecen “resúmenes” de obras literarias. De hecho, son las corporaciones las que poseen la información y, por tanto, el conocimiento de la verdadera historia. El compañero de Jonathan le pregunta inocentemente “¿Para qué quieres los libros? Mira, si quieres aprender algo, consigue un Maestro Corporativo para que venga y te enseñe. Utiliza tu Tarjeta de Privilegios”. Está claro que el guionista –como casi todos los autores de ciencia ficción– no pudo prever internet. En un momento de la historia, Jonathan viaja a Ginebra para visitar los archivos informatizados en los que las corporaciones almacenan todos los datos. No resulta sorprendente que el bibliotecario, Zero (Ralph Richardson), demuestre una total ineptitud a la hora de conseguir la información que le requieren. De hecho, el ordenador ha “perdido” todo el siglo XIII. No hay por tanto lugar en el mundo donde pueda aprenderse Historia o Ciencia. Todo gira alrededor del rollerball, porque en tanto lo único en lo que pienses sea en el juego y en quien gana o pierde, no te preguntarás quién fija las reglas del sistema político y social y para beneficio de quién. Una sociedad narcotizada por la ignorancia y el espectáculo es un caldo de cultivo ideal para las dictaduras, sean estas de una ideología, de la contraria o de ninguna en absoluto, como es este el caso.

Muchos críticos de la época no se mostraron demasiado entusiasmados con la película, acusándola de ser demasiado compleja, introducir tramas políticas y románticas que no llevaban a ninguna parte y mostrar la violencia de forma harto explícita. Son críticas con fundamento. Efectivamente, los partidos son muy sangrientos: el enfrentamiento contra el equipo de Tokio acaba en un baño de sangre e incluso un jugador muere envuelto en llamas. El choque final entre Houston y Nueva York es todavía más brutal. Pueden verse salpicones de sangre por toda la pista, el equipo de socorro es arrollado por una motocicleta y Jonathan E asesina a otro jugador enfrente de Bartholomew y a la vista de millones de espectadores. De fondo, un auditorio enfebrecido aplaude y corea la orgía de violencia. En su forma de expresar abiertamente la violencia, Rollerball fue una película-bisagra entre las producciones de antaño –en las que la sangre y la brutalidad explícita se maquillaban mediante, por ejemplo, elipsis, giros de cámara o salidas de plano– y las de los años siguientes, cada vez más osadas en este aspecto hasta alcanzar niveles de auténtica vulgaridad.

El tiempo da perspectiva, sin embargo, y cuando hoy se revisa la cinta, independientemente de sus virtudes o defectos cinematográficos y con una mayor tolerancia hacia la violencia escénica, llama más la atención su presciencia acerca de la presencia en nuestras vidas de la violencia deportiva, el poder de las corporaciones y la influencia de la televisión en una sociedad saturada por los medios de comunicación de masas, obsesionada por el consumismo y dispuesta a ceder libertad a cambio de bienestar material.

Y es que de todos los futuros distópicos que poblaron el cine de CF de los setenta, el de Rollerball es quizá el que mejor se aproxima a la deriva actual y real, en la que el mundo está cada vez más invadido por un capitalismo rampante y gobernado –todavía en la sombra, eso sí- por una élite de presidentes de enormes e influyentes corporaciones cuya facturación supera los presupuestos de algunos países y en el que las masas se aplacan gracias al seguimiento compulsivo de competiciones deportivas más o menos violentas (como la Superbowl, las carreras NASCAR o la WWF) que extienden su agresividad más allá de los terrenos de juego, a las hinchadas fanatizadas. Tanto es así, que cuando en 2002 se realizó un remake de esta película, se ambientó en el presente y ya no en el futuro. El film, sin embargo, no tiene en cuenta un error fundamental que sí puede verse fácilmente en el auténtico fenómeno deportivo: aunque utilizar espectáculos violentos para aplacar a las masas es una estrategia muy antigua en la historia de la civilización, a diferencia de lo que se muestra en el film la buscada catarsis se obtiene no a través de la supresión de la individualidad sino todo lo contrario, a su promoción, tratando a los deportistas como auténticos ídolos a los que admirar, algo que ya sucedía en la antigua Grecia con los luchadores o en Roma con gladiadores o corredores de cuadrigas y que sigue pasando hoy con futbolistas, bateadores o velocistas.

Cinematográficamente, Rollerball no está a la altura de las ideas que plantea. Para empezar, su metraje de dos horas se antoja excesivo. Éste se divide básicamente en dos dimensiones. Por una parte, se describe la sociedad inane en la que se desenvuelve Jonathan E y los dilemas éticos a los que éste va enfrentándose profesional y sentimentalmente. Por otro, las largas secuencias en las que se desarrollan los partidos de rollerball. Con demasiada frecuencia, Norman Jewison y William Harrison cometen el error de transformar la descripción de una sociedad estéril y éticamente erosionada en aburrimiento narrativo. Hay varias escenas lastradas por un dramatismo solemne y pesado y aunque el argumento dedica bastante tiempo a las crisis personales de Jonathan E (la ruptura forzada con su mujer y posterior reencuentro, su camarada sumido en un coma), esas partes supuestamente más emotivas no consiguen captar la simpatía del espectador. En cambio, donde la película toma pulso es precisamente en los momentos que supuestamente son objeto de su condena: las escenas en las que se refiere la brutalidad y violencia del Rollerball. Ahí, en la pista en la que, literalmente, se juega la vida el protagonista, es donde resulta más fácil empatizar con él gracias al movimiento, la acción y la tensión con la que está rodado el juego. Ciertamente, mucha gente acudió a ver la película no por el mensaje social que incluía, sino por la mera satisfacción de sumergirse en esa violencia. Toda una ironía.

Casi todas las interpretaciones son bastante flojas. Podría hacerse una excepción con el veterano John Houseman, que encarna al presidente de la corporación con su habitual dignidad y presencia. El único que brevemente añade algo de color es Ralph Richardson, quien interpreta a un excéntrico bibliotecario que se enzarza en una discusión con el irascible ordenador empeñado en desordenar y borrar los datos. Tampoco el minimalista diseño de producción es particularmente destacable, limitándose a encontrar localizaciones con esa arquitectura impersonal que por esa misma época mostraban cintas como La rebelión de los simios (1972), La fuga de Logan (1976) o THX 1138.

El tema de los deportes extremos como espectáculo público del futuro demostró su perdurabilidad en las décadas que siguieron, con títulos como El Imperio de la Muerte (1982), El precio del peligro (1983), Perseguido (1987), Acero puro (2011) o Los juegos del hambre (2012). El mismo año en que se estrenó Rollerball, el productor Roger Corman y el director Paul Bartel rodaron la sátira deportivo-futurista La carrera de la muerte del año 2000 (1975), que fue pensada como un rápido exploitation del film de Jewison pero que ofrece un deporte futurista similar, motorizado y sangriento, y los mismos puntos de reflexión pero con mucha menos pomposidad y más exageración y espíritu lúdico. Ambas películas, sin embargo, recibieron la misma calificación “para adultos”, aunque Jewison trató de rebajarla afirmando que los niños deberían poder ver esta historia admonitoria a pesar de la violencia. A pesar de la polémica con los ratings de edad, Rollerball fue un éxito comercial que recaudó 30 millones de dólares sobre un presupuesto de 6; tanto gustó que llegó a hablarse de formar equipos reales para jugar una liga, una iniciativa que no se llevó finalmente a cabo pero que, como es de suponer, horrorizó a Jewison.

En 2002 se produjo un remake dirigido por John McTiernan.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".