A comienzos de la década de los setenta y como parte del rápido proceso de modernización que estaba experimentando el país, el cine australiano empieza a dar que hablar en la esfera internacional. La aparición de un sector contracultural en lo que tradicionalmente había sido una sociedad muy conservadora confluyó con la instauración de medidas fiscales ventajosas y apoyo gubernamental para dar a luz a dos tipos de películas. Por un lado, un cine “de prestigio”, muy cuidado técnicamente, que saca provecho de los paisajes nacionales y aborda temas históricos o realistas; ahí se encuadran cineastas como Peter Weir, Fred Schepisi o Gillian Armstrong. Por otro lado, películas de serie B con historias de género como la ciencia ficción o el terror. Mad Max (1979) es el ejemplo más conocido, pero también hubo otros títulos que merecen atención, como este thriller de asesinos psíquicos que comento en esta ocasión.
Tras separarse de su marido Ed (Rod Mullnar), Kathy Jaquard (Susan Penhaligon) consigue un trabajo de enfermera en la clínica Roget. Allí se le encarga la tarea de atender a un joven postrado en estado de coma profundo desde hace tres años, Patrick (Robert Thompson), al que al comienzo de la historia y antes de que su cerebro “cortocircuitara”, habíamos visto asesinar a su madre y su amante en la bañera.
Kathy no tarda en descubrir que Patrick es consciente de lo que ocurre a su alrededor (obtiene una respuesta sexual a unos tocamientos en sus partes íntimas) y que puede comunicarse con él mediante un código que aprovecha sus actos reflejos, como escupir. Sin embargo y para frustración de ella, Patrick se niega a demostrar su consciencia ante nadie más, por lo que allegados y colegas empiezan a pensar que Kathy se está obsesionando con el paciente.
Y entonces, en un corto espacio de tiempo, tanto su todavía marido como su nuevo amante, el doctor Brian Wright (Bruce Barry), sufren misteriosos y casi fatales accidentes. Kathy cree que Patrick ha desarrollado unas poderosas capacidades telequinéticas con las que, considerándola solo suya, matará a cualquiera que tenga interés sentimental o sexual por ella.
Esta película australiana fue uno de las mejores de entre las aparecidas en los setenta a tenor de la moda de “terror psíquico” que inauguró Carrie (1976). El guionista Everett de Roche tenía ya una larga carrera en la televisión cuando escribió Patrick, una historia que urde varios giros inteligentes a las convenciones de este particular subgénero, empezando por hacer que el personaje titular sea un individuo comatoso que no mueva un músculo. Tampoco se ofrece ninguna explicación satisfactoria acerca de por qué Patrick es capaz de realizar tales hazañas psíquicas (aparte de unas divagaciones poco convincentes y aburridas sobre el alma y la frontera entre la vida y la muerte), pero ello no afecta en absoluto a la efectividad de la película en su conjunto como thriller.
Patrick fue dirigida por Richard Franklin, quien, nacido en Melbourne y tras unos escarceos con la música rock, decidió labrarse una carrera en el cine marchándose a estudiar a la Universidad de California del Sur, donde se estaban por entonces incubando los talentos de George Lucas, Robert Zemeckis o John Carpenter. Hizo amistad con su ídolo Alfred Hitchcock (años después debutaría en Hollywood dirigiendo para Universal Psicosis II, 1983) y regresó a su Australia natal aprovechando el resurgir de la industria. Empezó dirigiendo varios films algo subidos de tono sexual antes de hacer su primera incursión en el cine de género con Patrick, en la que demostró que había aprendido bien las lecciones de su maestro Hitchcock.
Como sus contemporáneos Brian De Palma y John Carpenter, Richard Franklin tenía un estilo muy personal en el que abundaban las composiciones técnicamente complejas y muy expresivas. La escena inicial del asesinato tiene tanto estilo como suspense y otros momentos de la historia están perfectamente rodados para causar la dosis justa de repulsión y tensión, como cuando la mente de Kathy le es sustraída mientras escribe a máquina; cuando el grimoso doctor Roget (Robert Helpmann) le clava agujas a Patrick para testear sus reflejos en un punto de la trama en el que el espectador ya puede esperar una reacción violenta; o cuando, por primera vez, el comatoso joven gira lentamente su cabeza y clava su inquietante mirada en una histérica enfermera…
Franklin sabe meter al espectador en la película, obligándole sutilmente a que ponga toda su atención en el asesino comatoso. La historia se desarrolla en tan solo un puñado de localizaciones, transcurriendo la mayor parte del drama en solo una habitación de hospital, pero el director sabe sacar el máximo provecho de esas limitaciones presupuestarias creando una auténtica atmósfera de desasosiego y amenaza. Patrick es una película de ritmo pausado con pocas secuencias de verdadera “acción”, pero Franklin consigue mantener el suspense haciendo buen uso del aspecto psíquico. Dado que Patrick tiene poderes mentales no constreñidos por las paredes de su habitación, se tiene la continua sensación de que puede golpear en cualquier momento. Incluso cuando el joven no aparece en escena, sigue estando presente.
La película, aparte de su evidente falta de presupuesto, tiene varios defectos. El susto final, con el reflejo postrero de Patrick, es bastante tonto; el ritmo, sobre todo al comienzo, tiene altibajos y todo lo referente a la vida privada de Kathy carece del mismo interés que la terrorífica relación con el enfermo que cuida.
Lo cual no deja de ser una lástima porque Patrick aborda –además de la inhumanidad de la ciencia moderna– un tema tan interesante como era el de las dificultades de una joven profesional de los años setenta que quería abrirse camino sola en la vida. Kathy tiene que organizar su existencia (un nuevo hogar, un nuevo trabajo y una nueva designación social, la de “separada”) y defender su espacio físico y emocional. Y es que continuamente debe enfrentarse a las expectativas machistas de su empleador (paradójicamente, mujer como ella), su acosador marido o el doctor playboy que quiere llevársela a la cama como sea. Dados los agresivos comportamientos de todos estos hombres (la enfermera jefe que la contrata le pregunta si su marido le permite trabajar allí; éste, por su parte, la califica de “frígida”), no es de extrañar que Kathy se interese por su comatoso paciente, el cual solo exige cuidados médicos y que no trata de acosarla físicamente (de hecho es ella la que en una escena de cuestionable ética médica, invade sus genitales para obtener una respuesta).
El personaje de Kathy es uno de los aciertos del guión, una joven más compleja que las que suelen encontrarse en las películas de asesinos en serie. Aunque “Patrick” no entra en la categoría de slasher, Kathy sí asume algunas de las funciones de las chicas de este tipo de films, especialmente en lo que se refiere a la conexión que tiene con el asesino. En cualquier caso, es una heroína que, a pesar de su carácter decidido y valentía, tiene defectos (engaña a su marido, pierde la paciencia con Patrick) con los que el espectador puede fácilmente simpatizar.
Llama también la atención el uso narrativo y estético que Richard Franklin hace de la electricidad en esta película, convirtiéndola en símbolo de la pasión y el asesinato. Patrick asesina a su madre y amante arrojando un calentador a la bañera donde ambos se se encuentran juntos. Tras los títulos de crédito y justo antes de que veamos a Kathy entrar por primera vez en la clínica, vemos un primer plano de unas chispas eléctricas saliendo del cable de un tranvía. Un letrero de neón sobre la entrada del hospital tiene varios segmentos fundidos transformando la palabra “entrance” por “trance”. Y cuando Patrick ataca a Brian en su piscina, las luces empiezan a parpadear. Otro de los personajes acaba grotescamente electrocutado antes de que pueda asesinar a Patrick… La implicación literal más allá de las metáforas, es que Patrick es capaz de mover su consciencia fuera de su inanimado cuerpo utilizando la corriente eléctrica.
El trabajo de los actores es sólo regular pero merece la pena destacar a Robert Helpmann, no sólo por su particular y desasosegante físico sino por escenas como esa en la que devora crudas las ranas de laboratorio. Susan Penhaligon aporta una interpretación de mujer amable y dulce y al mismo tiempo fuerte y decidida; su trabajo puede calificarse de correcto aunque no sobresaliente. Y en cuanto a Robert Thompson, que da “vida” al personaje que da título a la película, no puede decirse que interprete, pero la mirada fija de sus ojos saltones y perpetuamente abiertos ya le da a la cinta todo el mal rollo que necesita.
La producción italiana de serie Z Patrick vive todavía (Patrick vive ancora, 1980), de Mario Landi, fue una secuela no oficial. Y en 2013 se estrenó un remake con el mismo título que la original protagonizado por Shari Vinson como la enfermera y Charles Dance como el doctor que dirige el hospital.
Patrick quizá no sea el trabajo más interesante de Richard Franklin, pero sí fue el que le puso en el mapa cinematográfico y, aun cuando podría haberse montado mejor sobre todo en su último tercio, puede considerarse como un clásico menor, digno de revisión dentro de este subgénero de psicokillers que mezcla ciencia ficción y terror.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.