Cada vez que debo alternar en algún sarao de escritores y me sientan al lado de algún prostituto del estatus, uno de esos colegas que viven pendientes de lo ultimísimo en novedades mediáticas y nunca cuestionan el orden establecido por las multinacionales de la cultura, sé que inevitablemente sacará a colación su tema favorito, aquel que confirma que le interesa más el poder que la literatura: «¿¿¿A QUIÉN CONCEDERÁN EL NOBEL ESTE AÑO???».
Antes con la cuestión del premio Nobel me hacía el sueco; ahora, por no traslucir como mala educación mi profundo desinterés por “estar al día”, por los escaparates oficiales y por el pueril de turno, me resigno a mencionar tres candidatos eternos que admiro como lector y sé que obtendrán la conformidad del gigoló de la gloria literaria que me pongan enfrente: Kurt Vonnegut (bueno, él ya no lo recibirá nunca), Milan Kundera (¡caliente, caliente, oeee!) y Joyce Carol Oates.
De Oates había leído alguna novela corta y algunos relatos, siempre magníficos, así que semanas atrás me decidí a entrar en High Lonesome, una ambiciosa selección de sus cuentos (nada menos que 36, alumbrados a lo largo de 40 años), con el presentimiento de que, mal que bien, saldría de ellos con buen gusto de boca.
No me equivoqué: creadora extremadamente sensible, Oates es una alquimista del formato breve y maneja su obsesión por la irrupción del crimen en nuestra cotidianeidad con una sutileza y conocimiento de los recovecos más inexplorados del proceder humano, y en especial del alma alienada, hasta un punto tal que parece inagotable a la hora de aportar pequeñas obras perdurables. Hay un elemento de neurosis urbana y de miedo femenino a la parte masculina en penumbra que funciona como motor en muchas de las historias: a menudo las mujeres protagonistas han de lidiar con “posibles” violadores o desconocidos cuyo comportamiento inmediato resulta imposible de prever, una constante que da pie a diferentes meandros dramáticos y a veces la hermana conceptualmente con el romanticismo gótico.
De esos 36 cuentos, solamente dos me parecieron mediocres, ambos nacidos de la más reciente cosecha: una historia con psicópata que no daba mucho de sí (ni la historia ni el psicópata) y un planteamiento cifi poco lucido. Todas las demás narraciones alcanzan el umbral de lo memorable o lo traspasan limpiamente: la autora nos plantea situaciones perfectamente plausibles y las desarrolla al extremo de lo verosímil sin que nunca dudemos del pulso de sus riendas. Así, vamos a ser testigos de un montón de premisas domésticas incómodas (de esas en las que nunca queremos pensar, de esas que siempre les pasan a otros), llevadas a sus últimas consecuencias:
‒Una mujer humilde acosa a su presunta “prima” académica por carta y lo que parece que desembocará en una típica trama de thriller termina siendo todo lo contrario: la soledad demencial de la acosada requerirá de su acosadora.
‒Unos pezones terrenales, la magia de la vida interior, convierten un amago de violencia colectiva en un susto y, finalmente, en una fantasía, que de haber sido procesada racionalmente hubiese provocado un irreversible trauma.
‒Un viejo viudo recurre por primera vez a la prostitución y es expuesto a la luz pública en una redada policial: las consecuencias emocionales que se derivan provocarán una tragedia impulsada por un sistema donde cada uno ejerce su papel sin maldad manifiesta, sólo por inercia.
‒Una escritora estadounidense invitada con una delegación de su país a una Polonia bajo el régimen comunista se enfrenta a pelo, en ese entorno sin garantías, a su papel como mujer, como pionera en un ámbito asfixiantemente masculino, como ¿civilizada? amante y como blanca privilegiada ¿judía?
‒Una pareja de clase media se siente superada por la generosidad con que otra pareja rica y famosa los convierte en sus amigos y pronto esa ansiedad por complacer y pertenecer al ámbito de alguien que no les necesita los mueve a comportamientos degradantes.
‒Y el cuento que más me ha impactado en el último tramo, «Will You Always Love Me?»: una treintañera obsesionada con el asesinato de su hermana veinte años atrás se prepara para ser entrevistada por el comité que baraja conceder la libertad condicional al asesino convicto. La nueva pareja de la joven, un abogado sin mucha personalidad, es arrastrado a esa obsesión de ella por mantener en prisión a quien mató a su hermana. Sin embargo, el abogado revisa la confesión de culpabilidad del criminal y adivina que el tipo es inocente y fue un cabeza de turco obligado por las autoridades a firmar esa autoinculpación. Lo que en cualquier narración convencional derivaría en una carrera contrarreloj por demostrar la inocencia de un presidiario que ya lleva veinte años encerrado por un crimen que no cometió, en manos de Oates es conducido a un terreno mucho más delicado y sorprendente que nos sacude por su cualidad naturalista: la lucha interna del abogado en su afán por confesar sus fundadas sospechas a su novia. ¿Será capaz de revelarle que aquel a quien ella odia con todas sus fuerzas y cuyo castigo da sentido a su propia vida no es el individuo que acabó con la de su hermana? La espiral de torturada intimidad a la que nos aboca Oates deviene muy angustiosa, pero, insisto: nos podría suceder a cualquiera.
Espero que le concedan el premio Nobel a Joyce Carol Oates, porque se lo merece y porque así podré seguir teniendo tema de conversación en ciertos ámbitos inevitables.
O no, mejor que no se lo concedan.
Así la podré (y se la podrá) seguir leyendo sin solemnidades, preconceptos ni complejos.
Copyright del artículo © Hernán Migoya. Reservados todos los derechos.