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«Las joyas de la Castafiore» (1963), de Hergé

Si Tintín en el Tíbet había supuesto un desvío sustancial respecto a las aventuras clásicas de Tintín, tres años después Hergé vuelve en este nuevo álbum a burlarse de sus propios estereotipos. Porque en Las joyas de la Castafiore no sólo no hay viajes a lugares exóticos ni villanos, ni siquiera hay una trama o intriga propiamente dichas (aunque esto sólo se descubre al final)

Dos sucesos inconexos ponen en funcionamiento la trama: durante un paseo por los alrededores de Moulinsart, Tintín y Haddock traban contacto con un grupo de gitanos y les invitan a acampar en las cercanías del castillo. Por otra parte, una carta de Bianca Castafiore anuncia inesperadamente su llegada para pasar una temporada en el hogar de Haddock, y éste resbala en un escalón roto y se hace un esguince, lo que frustra sus planes de huida ante la inminente llegada de la cantante. Ésta resulta ser tan insufrible como siempre.

Acompañada de su pianista Wagner y su doncella Irma, se las arregla involuntariamente para hacer de la vida de Haddock un infierno: le regala un loro que le muerde a la menor oportunidad, organiza una entrevista con la televisión sin avisar a su anfitrión, practica sus arias para espanto de sus oyentes y sufre frecuentes ataques de histeria en los momentos más inoportunos creyendo que sus joyas han sido robadas.

Y, efectivamente, al final éstas desaparecen. Tintín inicia entonces una investigación para la que cuenta con múltiples sospechosos, desde los gitanos al pianista Wagner pasando por unos periodistas, pero cuyo desenlace resultará totalmente inesperado para todos.

Como en otras ocasiones, Hergé halló su inspiración para este álbum en un hecho real. Las joyas de la actriz Sofía Loren fueron efectivamente robadas durante el rodaje de La millonaria (1960). Pero a diferencia de sus otros álbumes, en esta ocasión el autor decide centrar la acción en un ambiente íntimo, el hogar de Haddock y Tintín, de cuyos alrededores no saldrán prácticamente para nada. Todos los percances, gags, diálogos y situaciones que se van sucediendo tienen lugar dentro de una atmósfera de cotidianeidad que se distancia completamente de las grandes aventuras ofrecidas en álbumes anteriores (tan sólo en El secreto del Unicornio, los personajes no habían salido de la ciudad, aunque sí debían enfrentarse a un misterio y amenazas de mayores dimensiones).

No se trata aquí ni mucho menos de desentrañar maravillosos misterios, alcanzar lugares lejanos o desarticular planes criminales. El robo de las joyas no es más que un Macguffin sin demasiada importancia –de hecho, no hace más que dirigir a Tintín hacia pistas falsas– cuya verdadera función es la de permitirnos observar cómo los personajes se desenvuelven en escenas cotidianas planteadas con una estética teatral (empezando por la mismísima portada, en la que Tintín mira al lector y le ordena silencio antes de que empiece la acción). Y, sin embargo, prueba de la altura de Hergé como creador, consigue mantener el suspense y la atención del lector hasta el final.

Además de ser una farsa teatral de corte costumbrista, si de algo trata Las joyas de la Castafiore es de las dificultades de la comunicación. Todo el mundo entiende mal a los demás, interpreta algo equivocadamente, habla con quien no debe, no escucha o decide no escuchar. La Castafiore no se escucha más que a sí misma –por lo que siempre pronuncia mal el apellido de Haddock–; algo parecido ocurre con el charlatán de Serafín Latón; Tornasol está sordo y no entiende lo que le dicen, por lo que sus respuestas dan lugar a malentendidos y equívocos; nadie atiende a las advertencias del escalón defectuoso; el teléfono de la mansión conecta a menudo con un número equivocado y recibe llamadas que no le corresponden; ni siquiera los periodistas son capaces de ejercer de profesionales de la comunicación y acaban entendiendo lo que quieren oír y malinterpretando el resto… Todo el álbum es una gran cacofonía magistralmente orquestada por Hergé en el que se cruzan y entrecruzan los dos protagonistas principales, la Castafiore y sus dos criados, Tornasol y Néstor, Hernández y Fernández, Serafín Latón, los gitanos, la policía, un albañil que nunca aparece cuando se le necesita, periodistas de diferente índole, un médico…

Las joyas de la Castafiore, uno de los álbumes más extraños de la serie y que más se distancia de su canon, es también uno de los mayores logros narrativos de Hergé: su habilidad para introducir la vaga intriga detectivesca que da cohesión a la trama, su sentido del humor que incluye escenas maravillosamente secuenciadas para lograr el efecto máximo, el tempo narrativo y la perfección y detallismo de su dibujo. En este último aspecto, por otra parte, se permitió incluso alejarse puntualmente de su característica línea clara, como en la secuencia en la que Tintín se acerca por la noche al campamento gitano, tratada con un poco habitual claroscuro y coloreado.

También asistimos al divertido experimento de visión subjetiva cuando Tornasol realiza una demostración de su nuevo invento, la televisión en color: el lector, como los sufridos amigos del sabio, acaba casi mareado ante el distorsionado ataque cromático que sufre.

Desde luego, la Castafiore juega aquí un papel central. «El Ruiseñor Milanés» fue apareciendo de forma directa o indirecta –sobre todo a través de su voz– en casi todos los álbumes de Tintín desde su primera aparición en El cetro de Ottokar, y es casi el único personaje femenino con cierto peso en la colección. Ello le valió a Hergé acusaciones de misoginia, algo que él negó argumentando que el mundo de Tintín era el de la amistad viril y que allí no encontraba sitio para la mujer. Las pocas féminas que introducía en sus aventuras eran caricaturas, como la propia Castafiore. Dado que todos los personajes eran, de un modo u otro, caricaturescos, Hergé argumentaba que ni veía como presentar una fémina «bonita» ni cómo utilizarla de forma cómica. «¡Amo demasiado a la mujer para caricaturizarla!», afirmó en una entrevista.

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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de viñetas y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".