La extensa trayectoria de Brian De Palma es una especie de cajón de sastre donde se puede encontrar un poco de todo. Muy influido por Hitchcock, sus películas están repletas de homenajes y guiños a muchos títulos del cine clásico. A comienzos de los setenta del pasado siglo, se dio a conocer como un director independiente y muy personal que se ganó cierto prestigio gracias al cine de género, primero con su psico–thriller Hermanas (1973) y después con la parodia rock El Fantasma del Paraíso (1974). Su mejor etapa data de los setenta y ochenta, cayendo en la irregularidad desde comienzos de los noventa, cuando empezó a alternar films muy meritorios (Los Intocables,1987; Atrapado por su pasado, 1993; Misión Imposible, 1996) con otros perfectamente olvidables (Corazones de hierro, 1989; La hoguera de las vanidades, 1990).
La consolidación de su nombre y su aceptación masiva tanto a nivel popular como de crítica llegó con Carrie (1976), la adaptación de una novela de Stephen King de la que ya hablé en otra entrada y de la que esta película que ahora comento, La furia, es heredera directa.
En algún lugar de Oriente Medio, Ben Childress (John Cassavetes), director de una agencia secreta gubernamental, trata de asesinar a uno de sus agentes –y viejo amigo– a punto de retirarse, Peter Sandza (Kirk Douglas) para así controlar a su hijo veinteañero, Robin (Andrew Stevens), el cual tiene grandes poderes psíquicos. Pero Peter sobrevive al atentado, se percata de que ha sido una trampa y, ya en Estados Unidos y de forma clandestina, empieza a perseguir a Childress para recuperar a su hijo.
Al mismo tiempo, una joven, Gillian Bellaver (Amy Irving) ha empezado a desarrollar poderes similares y su madre la lleva al Instituto Paragon, un centro de investigación especializado en jóvenes con esos talentos pero que en realidad es una tapadera de la organización de Childress, un lugar en el que localizar a sujetos con potencial psíquico y luego experimentar con ellos para convertirlos en armas.
A través de una enfermera del centro con la que mantiene una relación sentimental, Peter se entera de que los crecientes poderes de Gillian la conectan psíquicamente de algún modo con Robin y consigue organizar la huida de ésta. Mientras tanto, la mente del muchacho, afectada por los experimentos del equipo científico de Childress, cae en la megalomanía y se convierte en una especie de monstruo incontrolable.
La furia era una variación de la historia y temas ya tratados en Carrie: adolescentes que utilizan poderes psíquicos como manifestaciones de sus emociones reprimidas. Durante un tiempo, se pensó que De Palma concluiría su anunciada trilogía de films “psíquicos” y aseguró que tras La furia adaptaría la novela clásica de ciencia ficción El hombre demolido (1953), de Alfred Bester, aunque este proyecto nunca se concretó y, de hecho, el director no regresó ya en lo sucesivo al tema de los poderes mentales.
El consenso general respecto a La furia fue de decepción, aunque siempre ha contado con un reducido grupo de admiradores. El principal problema de la historia es su incoherencia. Y ello aun cuando el guión lo firmó John Farris, que había sido el escritor de la novela en que se basa. Farris había tratado de meter cabeza en el mundo del cine escribiendo y dirigiendo Dear Dead Delilah (1972) sin demasiado éxito, y con solo tres guiones en su haber –ninguno de ellos destacable– cuando hizo el de La furia, no supo concentrar las 350 páginas de denso thriller de su novela en una película de 118 minutos. El resultado de sus esfuerzos es irregular y desordenado.
Para empezar, buena parte de la exposición inicial del libro ha sido eliminada, dejando al argumento muy cojo. Si no se ha leído la novela, a menudo la película deja de tener sentido. Aspectos importantes como el que Gillian y Robin sean como gemelos unidos psíquicamente, se dejan de lado –en el film no hay razón por la que ambos estén conectados–. Incluso el nombre del villano se ha condensado de Childermass a Childress. El elemento de espionaje con el que se abre el film, importante en la novela, queda reducido a una persecución, un puñado de escenas a lo James Bond y una subtrama genérica, indefinida y convencional que apela a la paranoia contra las agencias gubernamentales que operan impunemente. Uno podría echarle la culpa a la torpeza de los ejecutivos y guionistas de Hollywood cuando se trata de adaptar a la pantalla obras literarias, pero en este caso, como he dicho, la responsabilidad recae en el propio autor. Ideas muy similares a las aquí planteadas se expusieron de forma más coherente unos años más tarde en Scanners (1981), de David Cronenberg.
Además, la película se halla fatalmente desequilibrada. Mientras que Carrie fue un thriller pionero y mil veces copiado en su creciente suspense, su impactante climax y su sobresalto final, La furia es un producto híbrido que no funciona bien ni en su mal expuesta vertiente de espionaje y acción ni en la de terror sobrenatural, mejor dirigida y escrita pero carente de espectacularidad o tensión.
Por otra parte, al metraje le sobran veinte minutos y el ritmo decae demasiado en la parte central. Guión y director necesitan demasiado tiempo para desarrollar una historia por lo demás sencilla y a cambio tampoco ofrecen un gran trabajo de caracterización de unos personajes que nunca llegan a ser demasiado interesantes. Y aunque en la línea de las películas de este subgénero y de acuerdo con el espíritu de tanta ciencia ficción cinematográfica de los setenta, el final diste de ser optimista y reconfortante, también es cierto que despoja de sentido a las ordalías por las que se hecho pasar a los protagonistas.
En cuando a la dirección, Brian De Palma podía ser un realizador de gran talento, gusto y recursos. Por aquellos años no temía experimentar con técnicas como la partición de pantalla, los planos de 360º, las escenas mudas o la cámara lenta. Sus películas incluían secuencias que demostraban al tiempo gran pericia como narrador, sentido espacial y altura estilística, como esa persecución muda por la galería de arte en Vestida para matar (1980), la osadía de las escenas finales en Carrie; el momento del puente en Impacto (1981) o el plano secuencia de los veinte primeros minutos de Snake Eyes (1998). Por desgracia y con cada vez más frecuencia, su particular estilo acabó atrapado en guiones tan flojos que sus recursos estilísticos quedaban reducidos a mera pirotecnia visual.
En Carrie, el trabajo de los actores y el estilo de De Palma elevaron el film por encima de lo que podría haber sido sólo un producto menor en base a su guión, pero en el caso de La furia ocurre lo contrario. Aunque hay algunos destellos de su capacidad, no está ni mucho menos a la altura de sus mejores películas. En esta ocasión, sus escenas más elaboradas no son más que burbujas en el vacío, como la secuencia de persecución nocturna con el coche; o aquella en la que Robin pierde el control de sus poderes en una feria. Una de las marcas distintivas del director, el uso de la cámara lenta, se antoja en exceso hinchado, especialmente durante la huida del Instituto Paragon, que se prolonga tanto que roza la autoparodia. (Atención: espóiler). El epílogo en el que Gillian desata sus poderes contra Childress, puede resultar chocante por lo grotesco que resulta pero también estúpido en su plasmación, repitiendo la sangrienta explosión –diseñada por Rick Baker– una y otra vez (hasta 16) a cámara lenta y desde diferentes ángulos; como si De Palma tratara de dar con otro giro final al estilo del de Carrie sin conseguirlo. (Fin del espóiler).
Tampoco ayuda demasiado el reparto. Kirk Douglas seguía empeñado en aparecer en pantalla como héroe de acción y galán, pero su aspecto ya no le acompañaba. Brian De Palma lo contrató porque tenía la sensación de que Carrie no había obtenido el éxito que merecía debido a la ausencia de una gran estrella. Sin embargo, a sus 61 años, Douglas ya no resultaba creíble como superespía capaz de asombrosas acrobacias físicas mientras se enfrenta a agentes bien entrenados. Dos años después, en Saturno 3 (1980), volvieron a escogerle para un papel que a todas luces necesitaba un actor más joven.
Aunque es una opinión más personal, algo parecido podría decirse de Amy Irving, que a la sazón contaba con 25 años (y que había participado en Carrie como la mejor amiga de la protagonista). Como a Andrew Stevens, se la ve ya demasiado crecidita para interpretar a una adolescente indefensa con uniforme escolar y sujeta a la autoridad y guía de adultos. Los responsables de casting parece que confundieron sus rasgos dulces y grandes ojos con juventud, pero en la novela tanto Robin como Gillian eran claramente adolescentes a los que los adultos podían manipular y ordenar. John Cassavetes, por el contrario, construye un adecuado villano gracias a esa mirada retorcida tan característica.
Lo más interesante de la película podría haber sido el juego entre las facetas real y alegórica de la paternidad: los telépatas adolescentes que cambian sus afectos de sus padres (o madres) biológicos a los simbólicos, sólo para caer en el desequilibrio y la confusión mentales. Pero el guion jamás llega a profundizar en ninguno de los temas o ideas que apunta y carece de propósito o significado.
En conclusión, aunque pueda entreverse una mayor ambición que en Carrie en cuanto a tejer una historia más elaborada, el resultado es muy inferior al de su predecesora.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.