«Estoy asqueado por la educación escolar de hoy, que es una fábrica de incultos y que no respeta la memoria». Así se lamentaba el filósofo y ensayista George Steiner en una entrevista que le hizo Borja Hermoso en Cambridge.
Steiner sitúa a los estudiantes en el eje de la antigua cultura del libro. Es decir, en un proceso expansivo que emplaza al niño lector ante las grandes categorías del conocimiento, y que a través del aprendizaje, página a página, lección a lección, despierta su capacidad introspectiva, sus recursos lógicos y su habilidad para combinar memoria, pensamiento crítico y curiosidad.
Lo que viene ahora es lo habitual en un fetichista de las bibliotecas. «Hay que tomar notas ‒le decía Steiner a Laure Adler‒, hay que subrayar, hay que luchar contra el texto, escribiendo al margen: ¡Qué estupideces! ¡Vaya ideas! No hay nada tan fascinante como las notas marginales de los grandes escritores. Es un diálogo vivo. Erasmo dijo: El que no tiene libros destrozados es que no los ha leído. Es in extremis pero encierra una gran verdad. Tener unas obras completas es recibir a un invitado a quien damos las gracias y de quien también toleramos los defectos, que incluso llegan a gustarnos. (…) Las puertas de la poesía se me abrieron cuando mi padre me regaló, a orillas del Sena, en los muelles ‒costaba cuatro perras, nadie lo quería‒, Los trofeos de José María de Heredia. Aquí la tengo, mi primera edición de Heredia. Todavía hoy sigo sintiendo que tengo una enorme deuda con ese señor muy estirado, muy pomposo, muy académico, y a pesar de todo gran poeta. El hallazgo de un libro puede cambiar una vida».
El siglo XXI ha dado cancha a los adversarios de Steiner. Desde Silicon Valley, bajo profusión de fuegos artificiales, han intentado enviar los libros de papel al vertedero de la historia. El motivo ya lo conocen. Un dispositivo digital que sirva como gestor de tareas y para el procesado interactivo de información se considera infinitamente superior al libro clásico. Por una simple cuestión de progreso técnico, antes o después, el teléfono inteligente y la tableta sustituirán a la página impresa como artefacto clave en la cultura.
No intenten argumentar otra cosa. A todos nos gusta oír que los motores de búsqueda y las redes sociales son inmejorables a la hora de recibir datos, conectarnos con el resto del planeta y general placer. Pero a nadie le cae simpático ese maldito aguafiestas que recuerda efectos indeseados como la distracción, la desinformación o los hábitos adictivos.
Insisto: no traten de contradecir a quienes consideran que el libro de papel es un instrumento caduco y anacrónico. Inútil para las nuevas generaciones. Y si lo hacen, no se sorprendan si desde Twitter reciben poco cariño: «Vaya comentario más rancio». «Ok, boomer«. «Un libro en .mobi pesa como mucho 2MB, así que los acumulo en plan Diógenes». «¿Qué está diciendo este viejo desquiciado?» «Menuda chorrada. El Kindle te libera de lo físico y ahorras espacio en casa. Mi hija tiene en el suyo miles de novelas». «Los árboles de crecimiento rápido para la industria del papel arrasan los ecosistemas naturales. Gente como tú destruye el planeta». «Otro ludita. ¿Prefieres vivir en la Edad Media?». «Tómate un ansiolítico». «Cuánta hipocresía. Qué elitista. La lectura no es una obligación. Solo hay que leer cuando se disfruta».
En otros tiempos, la biblioteca familiar era un signo de distinción cultural. Hoy en día, el propio concepto de lectura se ha difuminado, y a efectos prácticos, la compra de libros dejó de estar de moda. ¿Por qué? Pues porque hay opciones más seductoras.
Bueno, por eso, y también porque algún tecnoutopista se empeñó en convencernos de que la comprensión lectora ‒que Dios nos coja confesados‒ no es algo imprescindible en la sociedad de la información
Gracias a los gurús de Silicon Valley, un tuit puede tener una apariencia más reveladora que un ensayo. Universos como los de Marvel, DC o Star Wars son más atractivos y conocidos que la mitología griega. Wikipedia es preferible a cualquier referencia especializada. Un podcast o un vídeo de YouTube nos ahorra el esfuerzo de pasar páginas, y para cansarnos todavía menos, cualquier resumen digital nos bastará para saber de qué va ese libro ‒¡ese maldito libro!‒ que recomienda el profesor en el aula.
¿Todo es culpa de la tecnología? Claro que no. Esta atrofia lectora ha pasado por varias fases, antes y después de que nos hechizase internet.
Para empezar, hace unos cuantos años, la decadencia de las humanidades hizo que los grandes ensayos y las novelas de cierta densidad fueran, poco a poco, sustituidos por libros de autoayuda, manuales de divulgación menos ambiciosos y culebrones narrativos cada vez más parecidos a un guión de telenovela.
Ante la pérdida de un público ilustrado, las editoriales pensaron, con bastante lógica, que la calidad debía compensarse con la cantidad. Sin embargo, la producción mecánica de superventas empequeñeció aún más esta escala, arrinconando a las élites o a las minorías activas que seguían reclamando un catálogo consistente.
¿Y qué sucede en la actualidad? Pues verán: las tiradas de cada edición se van haciendo cada vez más pequeñas y fugaces. En ese mercado tan atomizado, la presencia de editores independientes, que defienden su labor como un acto de afirmación, es cada vez menos eficaz. Por otro lado, las ferias del libro antiguo, los mercadillos de segunda mano y las librerías de viejo son ahora un territorio proscrito para los jóvenes, cuyo tiempo libre para leer se desvanece con sofisticados videojuegos, teleseries consumidas a doble velocidad ‒como lo oyen‒ y sesiones interminables en las redes sociales.
Los clásicos se han convertido en una mercancía residual, y la presión para abordar grandes temas en forma de libro va aligerándose más y más. Para colmo de males, el público culto asegura que ya no tiene tiempo para leer, sobre todo si está empantanado en una de las cinco o seis temporadas de cualquier serie de Netflix.
Incluso los comercios con un enfoque juvenil, por ejemplo las tiendas de cómics, han cambiado su tradicional clientela de chavales por una nueva minoría de compradores, más especializados y canosos, cuya edad media pasa de los cuarenta años.
La catástrofe ha tenido otros síntomas, claro. No olvidemos que el mercado se ha llenado de títulos que vienen a ser una proclamación de incultura. Asimismo, Amazon impulsa la autoedición de miles de obras que solo lee la familia del autor.
Los suplementos literarios son ahora una sombra de lo que fueron, y solo funcionan para vender el catálogo multimedia de la empresa que los publica. Por otra parte, muchos periodistas de ese gremio ‒un saludo, queridos colegas‒ han convertido su labor en un puro esnobismo, carente de base y sin la mochila cultural que antaño era exigible.
Pero la auténtica clave de todo esto, me parece a mí, es otra, un poco más sutil.
Desde que se extendió internet, sus usuarios hemos repetido que se trata de la biblioteca definitiva: un territorio de libertad, conectado y transparente, donde cabe todo el saber.
Lamento disentir, pero voy a hacerlo, al menos en un sentido: esa comodísima disponibilidad del conocimiento ha restado importancia a su adquisición. Ya saben: cuando algo es demasiado fácil, pierde su encanto.
«Internet tal vez pueda estar volviéndonos superficiales ‒escribe Nicholas Carr en su libro La pesadilla tecnológica‒, pero al mismo tiempo nos hace creer que somos profundos. Un estudio reciente de la Universidad de Yale revela que la búsqueda en internet propicia en las personas lo que denominan una ilusión de conocimiento. Muchos están empezando a confundir los contenidos disponibles en la web con aquello que alberga su cabeza, lo que hace que tengan una consideración exagerada respecto a su propia inteligencia. (…) Realizar búsquedas sobre un tema determinado crea en las personas una sensación falsa de comprender mejor otros temas que no están relacionados con lo que han buscado».
Adrian Ward, profesor de la Universidad de Colorado, y Daniel Wegner, experto en memoria a largo plazo, son autores de un artículo publicado en Scientific American, «How Google Is Changing Your Brain», del que Carr destaca este entrecomillado tan estremecedor: «el advenimiento de de la era de la información parece haber creado una generación de individuos que creen saber más de lo que jamás se ha sabido, cuando en realidad su dependencia de internet significa que probablemente sepan muchísimo menos acerca del mundo que les rodea».
Quienes quieran encontrar ejemplos de ello, pueden pasar por las redes sociales. Al fin y al cabo, este es el cliché del «cuñado», pero también el de los que se apresuran a encajar una opinión sobre cualquier tema, venga o no a cuento, sin necesidad de matices o de contexto.
Tan ocupado está el personal opinando, que ya no necesita leer libros. Total, ¿para qué? Con un meme o un titular de la prensa digital ya basta. Y a veces, ni eso. Los libros están ahí, como un archivo más en el disco duro, como una aplicación, o como una referencia disponible para encontrar en ellos este o aquel dato, pero sin el compromiso que antes nos invitaba a sintonizar con ellos de principio a fin.
Al fenómeno que señala Carr se añade otro: el impacto de la lectura rápida. Y no me refiero a quienes, por cultura o agilidad mental, devoran un libro tras otro, sino a todos aquellos que «leen» en diagonal, saltándose párrafos, evitando capítulos enteros, como quien busca direcciones en un callejero o tréboles en una maceta. «Ese libro ya lo leí anoche en un PDF», dicen muy ufanos cuando se les pregunta.
Tenemos que atenernos a lo que hay. Usuarios acostumbrados a la oralidad o a la imagen, incapaces de comprender un texto medianamente largo. Jóvenes que convierten sus posibles lecturas a un formato audio, y que dictan en voz alta sus mensajes de WhatsApp o sus ejercicios de clase.
Y ahora viene lo peor: incluso aquellos que aún leen, dejan de lado la obras de cierta dificultad, no ya por pereza, sino por falta de recursos cognitivos para acometer mayores retos.
Poco más o menos, y por parecidas razones, lo mismo sucede con el cine en blanco y negro. Un cine que ya no es patrimonio de los cinéfilos, sino de los arqueólogos.
La neurocientífica Susan Greenfield, autora del libro Mind Change, insiste en el modo en que las nuevas tecnologías modelan nuestra mente. Para variar, sus conclusiones son poco alentadoras para el mundo del libro. El nuevo ecosistema cultural depende de las pantallas, y eso tiene un precio: con los nuevos hábitos, nuestra mente acabará «casi infantilizada, y se caracterizará por la desatención, el gusto por sensacionalismo y la incapacidad para empatizar, y asimismo por una identidad inestable”.
Suena apocalíptico, ¿no les parece? Hay momentos en que cuesta identificarse con lo que anuncia Greenfield. Quizá porque quienes leemos su advertencia disponemos de anticuerpos analógicos, que se traducen en un mayor autocontrol.
En el mejor de los casos, los veteranos surfeamos por internet respaldados por cierta preparación cultural, con la seguridad y precisión con la que lo haríamos en una biblioteca física. Sabemos distinguir entre información y conocimiento. Graduamos los estímulos menos saludables de la red ‒o lo intentamos‒, porque fuimos más o menos felices sin Instagram o sin Twitter, y eso nos permite relativizar sus cantos de sirena.
En fin, hay cosas que por sí solas se comentan. Quizá, engañados por nuestra propia experiencia de adultos, tendemos a pensar que la reflexión de Greenfield, aunque tenga base científica, es demasiado alarmista. Por desgracia, los desastres que ella anuncia, como Casandra en Troya, son un secreto a voces en las escuelas y universidades donde hoy se impacientan las nuevas generaciones.
Al igual que Greenfield, Maryanne Wolf sabe que sin empatía o sin atención, leer un libro de cierta entidad será siempre un empeño titánico. Wolf ha desarrollado su actividad investigadora y docente en la UCLA. Como experta en trastornos del aprendizaje, ha tenido la oportunidad de comprobar los peores efectos que tiene el declive de esta cultura del libro.
«Como indican las neurociencias ‒escribe en The Guardian‒, la alfabetización requirió un nuevo circuito neuronal hace más de 6.000 años. Ese circuito evolucionó a partir de un mecanismo muy simple, que servía para decodificar información básica, como el número de cabras en un rebaño, hasta el presente, dando lugar a un cerebro lector muy sofisticado. Los efectos negativos derivados de la lectura en pantallas pueden aparecer ya en cuarto y quinto grado [Se refiere a alumnos de entre nueve y doce años]. Cada vez hay más estudios de educadores e investigadores en psicología y humanidades que lo confirman. El académico y profesor de literatura inglesa Mark Edmundson describe cuántos estudiantes universitarios evitan la literatura clásica de los siglos XIX y XX, porque ya no tienen la paciencia para leer textos más largos, densos y difíciles. Sin embargo, deberíamos estar menos preocupados por esa ‘impaciencia cognitiva’ de los estudiantes que por lo que conlleva: la incapacidad potencial de un gran número de alumnos para leer con un nivel de análisis crítico suficiente, que les permita comprender la complejidad intelectual y argumental de textos más exigentes. Esto último puede darse cuando se estudian letras o ciencias en la universidad, pero también al leer testamentos, contratos o preguntas deliberadamente confusas que el ciudadano puede encontrar en la cabina de votación, cuando se convoca un referéndum».
«Varios estudios ‒añade Wolf‒ muestran que el uso de las pantallas digitales puede causar problemas en la comprensión lectora de los estudiantes de secundaria y los universitarios. En Stavanger, Noruega, la psicóloga Anne Mangen y sus colegas analizaron cómo los estudiantes de secundaria comprenden el mismo material en diferentes medios. El grupo de Mangen les hizo preguntas sobre una historia breve, cuyo argumento era atractivo para ellos (una historia de amor, llena de pasión). La mitad de los estudiantes leyó ese relato de la escritora Elizabeth George en un Kindle, la otra mitad en una edición en rústica. Los resultados indicaron que los alumnos que leyeron el texto impreso superaron, en lo que se refiere a su nivel de comprensión, a sus compañeros que leían en una pantalla, sobre todo en lo que se refiere a la capacidad para secuenciar detalles y reconstruir la trama en orden cronológico».
Es obvio que la cautela se impone ante este tipo de conclusiones. Otros estudios, como los de David Oborne y Doreen Holton (1988), o el de Annette Taylor (2011), no encontraron tantas diferencias en los alumnos sometidos a esta comparación entre el papel y la pantalla. Sin embargo, parece que la impresión general que va imponiéndose en las aulas confirma los resultados de Mangen.
En todo caso, creo que ha llegado la hora de suspirar. Los profesores anglosajones se lamentan porque sus alumnos ya no leen a Henry James. La misma melancolía puede trasladarse a cualquier país hispanohablante, sobre todo si pensamos en autores reconocidos, con una voluntad de estilo: desde Galdós a Borges, pasando por Cortázar, José Eustasio Rivera, Juan Rulfo, Octavio Paz, Vargas Llosa y tantos otros.
Sin embargo, de poco servirán la nostalgia o la crítica generacional si no entendemos que la forma de leer ya ha cambiado. Y eso tiene difícil remedio.
La lectura se ha vuelto superficial y desatenta, rápida, selectiva, y por consiguiente, desordenada, ramplona y fragmentaria. Por eso mismo, cuando fallan los procesos de comprensión más complejos, cortocircuitados por un cúmulo de distracciones, la atrofia lectora se convierte en el principal obstáculo para que el libro mantenga su vigencia, ni siquiera en formato digital.
Más optimista que yo, Wolf propone una solución a medio plazo: enseñar a niños y jóvenes a leer con profundidad, a través de libros tradicionales o por medio de dispositivos electrónicos bien adaptados, sin conexión a la red, antes de someterlos a la inmersión digital.
Esa adaptación cautelosa a las pantallas les permitiría acceder a la lectura en internet con los recursos adecuados para sacarle todo el partido. «Paciencia cognitiva» llama Wolf a esa mágica cualidad. Una destreza que, en otro tiempo, nos permitía ascender a cumbres como Guerra y paz, La montaña mágica o el Quijote con la seguridad de que, al llegar a lo más alto, obtendríamos una recompensa inigualable.
Les dejo pensando en ello, con la esperanza de que esa recomendación no llegue tarde. El tiempo nos lo dirá.
Imagen superior: Burgess Meredith en «Time Enough at Last», octavo episodio de la teleserie «The Twilight Zone» (20 de noviembre de 1959). Su guión adaptaba un relato de Lynn Venable publicado seis años antes, en la revista «If: Worlds of Science Fiction».
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