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Indiana Jones y las minas del rey Salomón

Comienza Umberto Eco el primer capítulo de El superhombre de masas afirmando que es imposible no llorar con Love Story. La explicación, según el escritor italiano, es sencilla: al tratarse de un producto concebido para emocionar y hacer llorar, uno no puede evitar el sentimiento y el sentimentalismo. Esta reflexión podríamos trasladarla a las creaciones de Steven Spielberg, un auténtico maestro a la hora de generar eso, sentimientos, en el espectador. Resulta casi imposible, por ejemplo, ver las películas de Indiana Jones y no disfrutar con sus aventuras, no reírse con sus ocurrencias, no implicarse en sus descubrimientos.

¿Cómo ha podido un arqueólogo calar tan hondo en el imaginario de tantos espectadores? ¿Cómo explicar el éxito del personaje? Obviamente, gran parte de culpa la tiene el genio de Spielberg y el de la gente que trabajó junto a él en esas producciones, el primero de ellos George Lucas; pero su éxito también se debe en buena medida a la interpretación de Harrison Ford, a la esplendorosa banda sonora de John Williams y al trabajo de numerosos colaboradores más. Sin embargo, no nos basta con eso: el profesor Jones es mucho más que un personaje simpático y bien construido, es mucho más que un héroe reconocible y estereotipado; y sus películas no son sólo producciones trepidantes y efectivas. Como muy bien ha recogido Guzmán Urrero en un artículo escrito para esta misma revista, nuestro héroe es un collage formado por retazos de los cómics y novelas pulp que Spielberg y Lucas leían cuando eran niños: Doc Savage, el Zorro, James Bond… Junto a estas influencias también se advierte su parecido físico con Robert Jordan, el personaje que Gary Cooper interpretaba en Por quién doblan las campañas (1943).

Sin embargo, como sus propios creadores saben perfectamente, Indiana Jones bebe de fuentes algo más lejanas: su antecedente inmediato puede localizarse con meridiana claridad en Las minas del rey Salomón, una novela publicada en 1885 por el escritor británico Henry Ridder Haggard. Por supesto, en Indy también se advierte el influjo de sus distintas adaptaciones cinematográficas.

Esta novela narra las peripecias de tres ciudadanos británicos en África: el capitán John Good, oficial de la Marina Real, sir Henry Curtis, hombre de posición acomodada, y Allan Quatermain, cazador, comerciante y aventurero. Los dos primeros viajan hasta la actual Sudáfrica en busca de Neville, hermano de Sir Henry y desaparecido mientras trataba de localizar las legendarias minas del rey Salomón.

Durante su trayecto localizan a Quatermain, cazador de gran reputación oriundo de la ciudad de Durban, en Natal, y le convencen para que les ayude en su pesquisa. Con esta sencilla trama, Haggard escribe una aventura que ha hecho fortuna. Hasta tal punto esto es así que el famoso arqueólogo norteamericano no existiría si Quatermain y sus amigos no hubieran encontrado el país de los kukuanas, lugar en el que se ambienta la novela. De hecho, el profesor Jones es un compendio de estos tres personajes, de modo que lo que cada uno de ellos encarna por separado, en el doctor Jones queda unificado.

Por un lado, tenemos al capitán Good, un tipo esencialmente divertido, al que siempre le suceden cosas graciosas. Mal tirador y bastante torpe, es la elegancia personificada: arreglado hasta el exceso, aseado y pulcro, nunca se desprende del monóculo que luce en su ojo derecho. Y nunca significa nunca. Como escribe el propio Quatermain en un momento de la narración:

«Con las mejillas chupadas, los ojos hundidos, cubiertos de polvo y barro de los pies a cabeza, magullados, ensangrentados, (…) éramos en verdad una aparición que podía haber asustado a la mismísima luz del día. Pero afirmo con toda solemnidad que Good aún llevaba su monóculo en la misma posición. Dudo que se lo haya quitado jamás. Ni la oscuridad, ni el chapuzón en el río subterráneo, ni el rodar por la ladera habían podido separar a Good de su monóculo.»

Sir Henry Curtis, un acaudalado ciudadano inglés, simboliza la fuerza, el poder y la habilidad de los británicos. No duda en abandonar las islas en busca de su hermano desaparecido y arriesgar la vida por él. Idealista, disfruta de la acción y del combate, lo que no le exime de tener inquietudes intelectuales. De hecho, es un erudito, “graduado brillantemente en lenguas clásicas en la universidad”. Curtis personifica de alguna forma la capacidad del hombre occidental –y en concreto del británico– para conseguir lo que se propone. Tal y como él mismo le explica a un indígena llamado Umbopa:

«No hay viaje en esta tierra que no pueda realizar un hombre si pone todo su empeño en ello. No hay nada que no pueda hacer, Umbopa, no hay montañas que no pueda atravesar (…) si le guía el amor y defiende su vida sin darle importancia, dispuesto a salvarla o perderla según ordene la Providencia.»

Imagen superior © Don Maitz. Reservados todos los derechos.

Por último tenemos a Allan Quatermain, el narrador y protagonista principal de la historia. Quatermain es el complemento perfecto de Henry Curtis: realista, enemigo de la violencia, pragmático, tímido, piadoso y discreto. Se presenta como el prototipo del hombre sensato y civilizado. Se trata de una persona sincera, a la que no le importa reconocer sus miedos y debilidades:

«Como pueden haber conjeturado hace tiempo quienes leen esta historia, yo soy francamente un poco cobarde y sin duda nada aficionado a la lucha, aunque por alguna razón, mi destino haya sido con frecuencia encontrarme en situaciones desagradables y verme obligado a derramar sangre humana. Pero siempre lo he detestado, y he evitado, en lo posible, que mi sangre disminuyera mediante el uso juicioso de mis piernas.»

Los propios nativos captan enseguida los principales rasgos de cada uno, de tal modo que a Quatermain lo llaman Macumazahn, el que mantiene los ojos abiertos mientras los demás duermen. Good, en referencia al monóculo, recibe el apelativo de Bougman, que significa ojo de cristal; a Curtis, por su parte, lo reconocen por el nombre de Incubu, que significa elefante, subrayando de ese modo su fuerza y valentía, así como su predisposición para atacar a pecho descubierto.

Indiana Jones no hace sino reunir las principales características de estos tres personajes, como hemos dicho: casi sin proponérselo, resulta divertido y gracioso, y siempre, incluso en situaciones de peligro y tensión, tiene algún gesto o hace algún comentario ocurrente. Y pase lo que le pase nunca, prácticamente nunca, pierde su sombrero Fedora. Por otro lado es un erudito, profesor de arqueología en la universidad, un tipo correcto, educado y bien arreglado; al mismo tiempo es un aventurero con su punto pragmático y su punto idealista; un individuo dispuesto a disparar desde la distancia o a correr cuando ha de hacerlo; alguien que no duda en enfrentarse a pecho descubierto con poderosos enemigos o en atacar por sorpresa empleando distintas artimañas; es un héroe humano, capaz de manifestar dolor, alegría y pena, de reconocer sus miedos y debilidades, pero también de vencerlos y sacrificarse por una causa que considera superior.

Como podemos sospechar, los tres protagonistas de Las minas del rey Salomón son auténticos caballeros: Good por su apariencia, porte y estilo; Quatermain por tratarse de un hombre de orden, por su rechazo de la violencia aunque no se amilane si tiene que emplearla, y por su honestidad y pietismo; Curtis por su transparencia, por la firmeza de sus convicciones y por su elevado sentido del deber.

Todos ellos se guían por los ideales caballerescos más apegados a la tradición: cortesía y decoro (“tras rogar a aquellas damas que salieran, cosa que las dejó atónitas y un tanto decepcionadas, procedimos a arreglarnos lo mejor que pudimos”), honradez y decencia (“la riqueza es deseable y, si nos topamos con ella, la aceptamos, pero un caballero no se vende por dinero”), lealtad (“somos tres hombres que se mantendrán juntos hasta el final, tanto en la fortuna como en la desgracia”), justicia (“nosotros no derramamos sangre humana excepto en justo castigo”), compasión (“apenado ante el cuerpo del valiente muchacho que había dado su vida por salvarlo, (…) a mí, aunque perro viejo, se me hizo un nudo en la garganta”) y valentía (“en toda Kukuanalandia se consideraba al gran caballero inglés como un ser sobrenatural. Los soldados decían que un hombre no podía luchar como él lo había hecho”).

¿Y qué pasa con Indiana? Una lectura muy sugerente, realizada por Susan Aronstein en “«Not Exactly a Knight»: Arthurian Narrative and Recuperate Politics in the Indiana Jones Trilogy”, presenta las historias del doctor Jones como la modernización de las novelas de caballerías medievales.

Si atendemos a la cronología interna de sus peripecias, el aventurero protagonista de Indiana Jones y el templo maldito, ambientada en 1935, actuaría como un mercenario, como un caballero solitario sin más ideal que “la fortuna y la gloria”. Eso le comenta a Tapón en los primeros minutos del metraje. Sin embargo, poco a poco va dándose cuenta del riesgo que entraña carecer de unos principios superiores que le guíen. La piedra Shivalinga que Indy busca en el Templo Maldito cambia de valor y deja de ser un tesoro a poseer para convertirse en un objeto a salvaguardar. De otro modo, la línea que le separaría de Belloq –el arqueólogo francés al servicio de los nazis– resultaría imperceptible: “Tú y yo nos parecemos mucho”, le dice Belloq a Indy en un momento de En busca del arca perdida (ambientada en 1936). “Nuestros métodos no se diferencian tanto. Soy un oscuro reflejo de ti. Sólo un pequeño empujón y serías como yo”.

Indiana Jones reconoce esa verdad: no en vano permanece en la penumbra mientras Belloq le ilumina; tampoco es casualidad que al principio de En busca del arca perdida el rostro de Indiana se nos presente por primera vez avanzando de la sombra hacia la luz.

De este modo, al aceptar el encargo del gobierno de los Estados Unidos para localizar el Arca de la Alianza, el profesor universitario irá transformándose en un auténtico caballero, en fiel defensor de la cultura y los valores norteamericanos, siempre desde un punto de vista individualista, claro; América del Norte representaría a un tiempo la moderna Camelot y la nueva tierra prometida, el lugar donde acepta instalarse el Arca. Como puede apreciarse en Indiana Jones y la última cruzada (ambientada en 1938), el doctor Jones pasaría de preocuparse exclusivamente por los hechos a aceptar la verdad de la fe, de la familia y de la tradición.

Imagen superior © Thomas Blackshear II. Reservados todos los derechos.

Por otro lado, si en las novelas de caballerías medievales el presente problemático es desplazado y sustituido por un pasado ideal, en Las minas del rey Salomón y en las aventuras de Indy el proceso es parecido. Para los europeos de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, el continente africano será visto como un lugar paradisíaco de belleza indescriptible en el que se puede alcanzar la dicha; una auténtica quimera para los habitantes de las bulliciosas y sucias calles de las metrópolis. Así puede constatarse en la novela de Henry Rider Haggard: a medida que sus protagonistas se internan en el corazón de África, más próximos parecen estar de la tierra prometida: “Era como estar en el paraíso”, recalca Quatermain en una ocasión; y en otra, añade: “Verdaderamente, esta nueva tierra era poco menos que el paraíso terrenal; nunca he visto otra igual por su belleza, su riqueza natural y su clima”.

Ante un presente dominado por la precipitación, la polución y el ruido, ante una realidad contaminada por la perversión de las grandes urbes, África y su paisaje emergen en la imaginación de los lectores como un lugar de evasión, como un espacio sensual y emocionante, una Arcadia lánguida que evoca sosiego y deleite. Evidentemente, la realidad africana distaba mucho de esa imagen idealizada, pero para no pocos ciudadanos europeos África era lo que representaban los artistas en sus lienzos y lo que leían en las novelas o en los libros de viajes.

Pero África y Oriente también tenían algo de paraíso erótico. Se presentaban como unos lugares no regidos por las estrictas convenciones burguesas en asuntos amorosos. Los guardianes de la moral victoriana, tan estrictos en materia sexual, no se escandalizan, por ejemplo, de que en Las minas del rey Salomón se describan unas montañas como los pechos de una mujer:

«Estas montañas (…) tienen exactamente la misma forma que los pechos de una mujer. La base se elevaba suavemente de la llanura, y desde lejos parecían completamente redondas y lisas. En la cumbre de ambas había un extenso montículo redondo cubierto de nieve, que se correspondía exactamente con el pezón del pecho femenino.»

Tampoco se alarman por la simbología que evidencian, pues es tras esos enormes pechos donde Quatermain y compañía van a alcanzar el paraíso en la tierra. Son imágenes sensuales que también atraen a los lectores y les permiten fantasear y evadirse. Así, el lector se construye una determinada imagen de África, aunque también de Oriente.

Ese linaje pesa, y las películas de Indiana Jones no pueden desprenderse con tanta facilidad de la herencia cultural. Tampoco de los sentimientos que los escenarios y sus personajes provocan. “El Cairo, la ciudad de los vivos”, exclama Sallah, un viejo amigo de Indiana Jones, alzando una copa de vino y señalando a la capital. “Un paraíso en la tierra”, añade. Egipto y Nepal, Shangai y la India, Venecia, Jordania y Perú: las aventuras de Indy también nos alejan de lo urbano y nos aproximan a lo exótico, a lo incontaminado.

Lo cierto es que las aventuras de Quatermain, Curtis y Good entretienen y amenizan la vida de los lectores victorianos. Así lo expresa el propio Quatermain al principio de la novela, cuando explica que una de las razones por las que escribe esta experiencia es para que su hijo Harry, que trabaja en un hospital en Londres, “tenga algo con qué divertirse. (…) El trabajo en un hospital a veces debe empalagar y hacerse aburrido (…) Este relato (…) llevará un poco de animación a su existencia”. Curiosamente, Jones siente esa misma necesidad, la de animar su existencia: abrumado en la universidad por las peticiones de los estudiantes, por ese trabajo cotidiano y laborioso, acaba saliendo por la ventana, huyendo de ese espacio cerrado que se presenta como asfixiante y opresivo. Y nosotros, evidentemente, estamos deseando salir con él.

Frente a las obligaciones diarias y la rutina de la sociedad industrial y burocrática, compartir las vivencias de esos aventureros representa un soplo de aire fresco: descifrar mapas y pergaminos, atravesar selvas y desiertos, combatir a brujas y hechiceros, escalar montañas y visitar tumbas secretas, enfrentarse a poderosos guerreros y encontrar tesoros, liberar a los nativos del malvado opresor; disfrutar de los placeres sencillos, entablar profundas amistades, defender el honor y la reputación de tu país y hacerse ricos. ¿Qué más se puede pedir?

Es cierto que el objetivo final nunca es alcanzado: Quatermain se queda sin su tesoro e Indy sin el Arca, sin las piedras preciosas y sin el Santo Grial, pero los héroes salen con vida, más sabios y cargados de experiencias que cuando comenzaron su aventura. Decididamente, Indiana Jones es el tipo que vigila mientras los demás duermen.

Spielberg, al ambientar sus películas en los albores de la Segunda Guerra Mundial y en los inicios de la Guerra Fría, repite esa idealización de la realidad que hemos visto en los libros de caballerías medievales y en Las minas del rey Salomón. Se aleja así de la onerosa sombra de la guerra de Vietnam y traslada la acción a un espacio ideal, a un momento en el que la identidad de los malvados no ofrecía dudas, y en donde los Estados Unidos representaban unos valores morales inequívocos y firmes. Son los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo XX, el tiempo de la lucha contra los nazis primero y de la amenaza comunista después, una época con una estética tremendamente atractiva que se reproduce a la perfección.

Las películas de Indiana Jones, al inspirarse en las novelas de caballerías y en el modelo de Las minas del rey Salomón, incorporan a sus considerables aciertos una épica muy arraigada; si a eso le sumamos el talento del director, la música arrebatadora de John Williams, que lleva en volandas al personaje y nos hace emocionarnos con sus acordes, los golpes de efecto y los constantes guiños de las películas al espectador, el resultado sólo puede ser uno.

Spielberg no sólo nos aleja de un presente ambiguo e incierto; no sólo nos invita a abandonar, siquiera por unas horas, este mundo conflictivo y contradictorio. Con la ayuda de los golpes de efecto, de la música y de su magia, lo que hace es trasladarnos a ese lugar paradisíaco que todos, en algún momento hemos habitado, a ese espacio seguro e inmutable en el que los buenos eran los buenos y los villanos siempre recibían su merecido. Cada vez que nos reímos con alguna de las ocurrencias del guión, cada vez que vibramos con los compases de esa banda sonora tan extraordinaria, cada vez que nos emocionamos ante la perspectiva de un enigma por resolver o una trampa por superar, regresamos a la infancia. Cada vez que vemos a Indiana Jones agitar el látigo y derrotar a un enemigo sin perder el sombrero nos asomamos a la eternidad.

Copyright del artículo © Alejandro Lillo. Reservados todos los derechos.

Copyright de las imágenes de la saga Indiana Jones © Lucasfilm Ltd., Paramount Pictures. Reservados todos los derechos.

Alejandro Lillo

Alejandro Lillo es licenciado en historia y doctorando en el Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia. Sus intereses se centran las distintas manifestaciones culturales de los siglos XIX y XX, prestando especial atención a la literatura y el cine. Ha participado en varias exposiciones organizadas por el Vicerrectorado de Cultura de la Universidad de Valencia ("Trenor. La Exposición de una gran familia burguesa"; "Covers. Cultura, juventud, rebeldía", donde compartió el comisariado con Justo Serna), así como en distintas obras colectivas ("El gran libro del vino de la Comunidad Valenciana"; "Paseos por la Valencia burguesa, 1808-1909").
Varios de sus escritos han sido premiados en distintos certámenes literarios, como el Certamen Internacional Art Nalón Letras 2008 o el Premio de relato corto “Paso del Estrecho” 2010, de los que fue finalista. Ha publicado artículos y reseñas en distintos medios de comunicación, principalmente vinculados con lo cultural: "El País" (Comunidad Valenciana), "Ojos de Papel", "Revista Mercurio" y "Arte y libertad", entre otros.

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