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El reguetón y otras visiones catastróficas de la cultura

Suelo dejar los argumentos personales para el final. Sobre todo, porque es al acabar un artículo cuando ‒demasiado tarde ya‒ me doy cuenta de dónde patina mi razonamiento. El problema de este primer párrafo de hoy es que lo escribo para evitar prejuicios. A estas alturas, no debería importarme, pero quiero adelantarles tres excusas. No detesto el reguetón por motivos clasistas o extramusicales ‒adoro la cultura popular en nuestro idioma‒. Tampoco lo rechazo por simple moralismo ‒tengo edad para recordar aquellos comités de los ochenta, como el Parents Music Resource Center (PMRC), y su cruzada contra las canciones más explícitas‒. Y desde luego, en caso de poder hacerlo, no lo prohibiría jamás, porque la gente es feliz cuando consume la música que le gusta con total libertad.

Desentenderse de un estilo musical sin quedar como un bruto o un engreído no es tan fácil como parece. Sobre todo porque, como ahora verán, el reguetón articula una frondosa identidad popular.

Nacido en Panamá y asentado en Puerto Rico cuando terminaba el siglo XX, el reguetón es, como todas las corrientes del pop, un fruto del mestizaje. En este caso, tiene mucho que ver con el reggae y el dancehall jamaicanos, en confluencia con el hip hop cantado en español.

Esa mezcla, ennoblecida con sampleados de salsa, se convirtió en la banda sonora de la juventud puertorriqueña. Sin embargo, sus contenidos ‒el reguetón es muy, pero que muy machista‒ pronto se asociaron a los bajos fondos y a la violencia. Fue en 2002 cuando la senadora boricua Velda González (1933-2016) promovió un famoso proyecto de ley que iba, justamente, en favor de las buenas costumbres. Al igual que una parte de la élite puertorriqueña, González consideraba que el reguetón es pornográfico, sobre todo cuando va asociado a un característico estilo de baile, el «perreo», inspirado de forma inconfundible (no me pregunten por qué) en la cópula perruna.

Pues bien: el intento censor de González ‒una mezcla de candidez y de vanidad‒ ha recibido, a lo largo del tiempo, acusaciones de todo tipo. Por su calibre, me quedaré con estas dos: de él han dicho que era reaccionario y racista. ¿El motivo? No es difícil vincular el reguetón con la esencia de la comunidad afrocaribeña, así que ese castigo también dejaría entrever un plan maestro: el de las clases dominantes blancas, incómodas con unas letras misóginas y unos bailes obscenos, asociados de forma embarazosa a la identidad de Puerto Rico.

Con otros argumentos, esta vez relativos a la delincuencia, Pedro Rosselló, gobernador de la isla desde 1993 hasta 2001, lanzó la campaña «Mano dura contra el crimen», que volvía a describir al reguetón como el himno de los suburbios más peligrosos. No hace falta decir que esto último tampoco condujo a ninguna parte.

En realidad, esa faceta del reguetón como diferenciador social quedó desactivada cuando, tras su entrada en Estados Unidos, pasó a formar parte de la tendencia mayoritaria (el dichoso mainstream). De esta forma, lo que había sido un ritmo suburbial, mestizo, combativo y de dudosa moralidad, se convirtió, gracias al mercadeo de las discográficas, en otro sonido más de la música latina. Sobre todo desde que Luis Fonsi y Daddy Yankee homologaron su «Despacito» (2019) con los burbujeantes éxitos pop de Enrique Iglesias, Shakira o Ricky Martin.

Y cuidado porque, camino de su legitimación definitiva, también ha prosperado en Puerto Rico y en otros países un reguetón menos machista e igual de festivo (ahí tienen «Yo perreo sola», de Bad Bunny). Cantado por mujeres (por ejemplo, Karol G), algo más romántico, de menor carga política y social, y sobre todo, mucho mejor producido.

Después de leer lo anterior, pensarán que solo un esnob con actitud pasivo-agresiva podría decir algo malo Pero aquí me tienen: de pésimo humor y empeñado en mi crítica.

Sé que hay preguntas que tendría que responder sin fruncir el ceño. ¿Por qué tiene que ser esta música de arrabal un motivo de discordia? ¿Por que no deberíamos reivindicarla desde todos los países hispanohablantes? ¿Acaso su sencillez y su arrebato no son equiparables a los del hip hop o el punk? ¿Hemos olvidado que, en su día, el jazz fue considerado por las élites un ritmo primitivo y bárbaro?

En realidad, preguntas como las anteriores son, en mi caso, trampas mentales. Al final, tienes que fiarte de tus gustos. ¿Cómo decirlo? Venero la música clásica. Colecciono discos de jazz y de rock progresivo. Me encanta el pop sofisticado, y también el soul y el funk. En las debidas dosis, puedo disfrutar de cualquier música tradicional: desde el vals criollo y el tango hasta el son cubano y la muñeira.

Soy omnívoro, ya lo ven. Pero me importa la calidad.

Ahora miren a su alrededor. Observen a la chavalería que pasea por la calle. Grupos de chicos y chicas ‒decenas de ellos‒ con el móvil en modo altavoz, reuniendo las ganas para subir otro vídeo a Tik Tok, mientras un verso de Danny Ocean se inflama en el aire: «Me rehúso a darte un último beso / Así que guárdalo (guárdalo) / Para que la próxima vez / Te lo dé haciéndolo (haciéndolo) / Haciéndotelo así, así, así / Así como te gusta, baby».

El reguetón, a veces cruzado con el trap, o en su línea más pura y underground, ya es el sonido ubicuo de esos encuentros juveniles. Para el melómano, suena como una galera de trabajos forzados, pero niños, adolescentes y adultos lo disfrutan a lo grande. O eso parece. Y es entonces cuando, de puro viejo, comprendo que el dichoso «perreo» es la penúltima derrota de la elegancia.

Los músicos de otras épocas tenían que luchar con el desinterés del público. El reguetón se produce para un público que nace sin interés, y que considera la música una aplicación más de su celular. Suena y ya está. Como esas melodías neutras que retumban en el ascensor. Con un ritmo hipnótico, monocorde, licuado con letras que parecen salir de un generador automático de frases.

Uno puede simpatizar con el reguetón por razones festivas, o porque le trae recuerdos de su tierra. Pero brillan por su ausencia las razones objetivas que, en otro tiempo, tanto nos importaban a la hora de valorar una canción: buenos instrumentistas, vocalistas poderosos, arreglos complejos y bien resueltos, letras intensas…

Por cierto, las letras. ¿Qué razón obliga a que, salvo excepciones, el reguetón parezca siempre escrito por un macho alfa en celo? Obvio: la música pop siempre ha estado sexualizada. Pero hagan de favor de escuchar esos temas que ‒insisto, salvo casos excepcionales‒ eluden la vergüenza masculina casi por completo («Hoy es noche de sexo / Ay, voy a devorarte, nena linda / Hoy es noche de sexo / Lo juro por Dios que esta noche seras mía»).

Supongo que lo que hoy mide el éxito de un artista ya no es un álbum adorado por los críticos, ni un disco de culto, maravillosamente producido, sino un lanzamiento que triunfa por el número de reproducciones y visualizaciones en el móvil. No pretendamos que, en esas circunstancias, salga algo trascendental o valioso de la cadena de montaje.

Que nadie pida diversidad. Y quien aún la busque, tiene todo, literalmente TODO el repertorio nostálgico a mano ‒en YouTube y Spotify‒ para seguir repitiendo que «ya no se hace música como la de antes».

¿O acaso la retromanía no es la droga de los melancólicos?

El reguetón y el trap, en buena medida, complacen a consumidores sin mayores exigencias. Cómodos con lo unidireccional, practicantes de un ocio pasivo y sumiso.

A pesar de su carga sexual y de su agresividad poco disimulada ‒y sí, ya sé que hay excepciones con un envoltorio social o político‒, el reguetón se ha convertido en un estilo dominante. No diré que hegemónico, pero lo bastante pertinaz como para fulminar a la competencia, incluso entre críos de once años.

Los oligopolios de la música lo saben, así que nadie debe sorprenderse ante la propagación reguetonera.

Como las pantallas están por todas partes ‒más de nueve horas pasan algunos chavales frente a ellas‒, parece adecuado que el reguetón sea su anestésico predilecto. Puede que nos parezcan consumidores compulsivos, pero a la hora de disfrutar de la música, su catálogo es limitadísimo e intercambiable. En el fondo, forman parte de una cultura de masas que supedita sus valores a esa constante y monótona seducción.

En los sesenta y los setenta fueron posibles cientos de producciones alternativas y rompedoras, que se alternaron en los ochenta con la rentabilidad de una oferta variadísima. Pero el mercado musical del siglo XXI ignora la escala de grises. Maneja muy pocos dialectos. Y el reguetón, junto al pop electrónico y la música dance, ya es uno de ellos. El más irritante, si tengo que concretar.

Para entender a los habitantes del planeta reguetonero, digamos que es un lugar donde todo el mundo conoce tu nombre. Los diminutivos y las rimas de guardería inspiran confianza. Y con tres o cuatro metáforas masticables, todo suena aún más fácil («Voy a hacerte una llave con un perreo agresivo / Y hacerte la dormilona pa’ despué’ meterte el chino / Yah / Está’ como agresiva, león como churumba / Y me gustan así como tú, adicta a la rumba»). Es gracioso: con el bebedizo adecuado, todo invita al restriegue entusiasta («La bebecita bebe lean y bebe whisky / Fuma marihuana y también se mete picky / Senda bellacona, frikitona, friky friky / En la cama una salvaje y la castigo con mi ñicky»).

¿No parece algo primario? Claro que lo es. Pero hemos de preguntarnos, de manera seria, cómo es posible que, para muchos de mi quinta, comprender a los reguetoneros se parezca al reto de comunicarnos con extraterrestres. ¿En serio el reguetón y el trap son la alternativa musical preferida por nuestros retoños? ¿El machismo de esas letras tiene algo que ver con la decadencia ambiental? Y lo que es peor: ¿meterse con el reguetón es razonable, o como dicen por ahí, apesta a clasismo?

Una leyenda de la salsa, mi admirado Rubén Blades, defiende el reguetón como parte del patrimonio panameño (lo puso en marcha el rapero Edgardo Arias Franco, «el General»). » «Es posible que el reguetón llene un vacío ‒dice Blades‒. Es una cuestión de periodos. Cada periodo tiene sus expositores». En opinión de Residente, el rapero de Calle 13, «ahora el reguetón es pop, pop masivo. No tengo nada malo contra el reguetón y el pop, sino que simplemente no es urbano. Puede estar en la calle al nivel que camina por la calle, pero no hay conciencia ni preocupación social”.

Ambas opiniones, la de Blades y la de Residente, me llevan a otras dos certezas. Ese vacío que llena hoy el reguetón de Daddy Yankee, Zion y Lennox o Wisin y Yandel equivale al desconocimiento de un legado prodigioso y anterior ‒el de maestros de la salsa como Eddie Palmieri, Ray Barretto, Héctor Lavoe, Johnny Pacheco, Willie Colón o Celia Cruz‒. Por otra parte, la progresiva desnaturalización del género, hoy alejado de la marginalidad que lo justificó, y sobre todo, convertido en tendencia gracias a estrellas como Maluma, lo convierte en un producto homogéneo, comercial, propio de esta época de gustos ligeros y efímeros.

Lo de mis prejuicios va por ahí. Y no señalo a nadie más. Rechazo el reguetón no tanto por lo que significa, sino por la amnesia musical que conlleva, y por el mínimo común denominador que impone a nivel creativo (Adiós sorpresa y virtuosismo, hola software de edición de audio).

El otro factor que lo eleva a la categoría de catástrofe es su triunfo entre un público que lo ignora casi todo sobre la gran música popular del siglo XX. Jóvenes infantilizados, gregarios, que no van a poder pronunciar palabra sobre esta herencia asombrosa. ¿Por qué? Pues porque dicha tradición sonora está inmortalizada en discos ‒CDs, vinilos‒ que casi nadie compra y que casi todos desconocen.

«Así pues ‒nos dice Alain Finkielkraut‒, la barbarie ha acabado por apoderarse de la cultura. A la sombra de esa gran palabra, crece la intolerancia, al mismo tiempo que el infantilismo. Cuando no es la identidad cultural la que encierra al individuo en su ámbito cultural y, bajo pena de alta traición, le rechaza el acceso a la duda, a la ironía, a la razón ‒a todo lo que podría sustraerle de la matriz colectiva‒, es la industria del ocio, esta creación de la era técnica que reduce a pacotilla las obras del espíritu (…). Y la vida guiada por el pensamiento cede suavamente su lugar al terrible y ridículo cara a cara del fanático y del zombie».

Ojalá cambien las cosas en el panorama musical. De momento, ya ven que el futuro suena como un reguetón a todo volumen.

Imagen superior: Becky G, Daddy Yankee y Sech.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.