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Invasiones alienígenas

Las historias relacionadas con la invasión de la Tierra por parte de fuerzas alienígenas provenientes del espacio exterior es uno de los temas más antiguos y básicos de la Ciencia Ficción. Esta perturbación de la vida cotidiana de la humanidad –o su equivalente del futuro– puede tener lugar a gran escala en historias como La Guerra de los Mundos (1898) de H.G. Wells, pero más a menudo se trata de un asunto puramente doméstico en el que la presencia alienígena es geográfica y temporalmente limitada.

Visitantes de otros mundos o del lejano futuro a menudo son utilizados por el escritor como instrumentos narrativos: observadores imparciales que juzgan los pecados y manías de nuestra sociedad. Ejemplos tempranos de esta modalidad incluyen los venusianos alados de W.S.Lach-Szyma en Bajo otras condiciones (1892) y el antropólogo viajero temporal de Grant Allen en Los bárbaros británicos (1895). Otros visitantes más exóticos de Gran Bretaña (donde estas historias eran muy populares), cuyas observaciones colocan la existencia humana en un contexto más amplio, aparecían en The Clockwork Man (1923), de E.V. OdleHombre orgulloso (1934), de Murray ConstantineSaurus (1938), de Eden Phillpotts, y Las llamas (1947), de Olaf Stapledon.

La pionera historia de H.G. Wells sentó buena parte de las convenciones del subgénero y se convirtió en el modelo a seguir por muchas novelas posteriores, si bien no fue sino el último eslabón de una larga serie de oscuras fantasías en las que Inglaterra sufría una invasión extranjera. El punto de partida de esa corriente fue La Batalla de Dorking (1871) de George Chesney, un folletín propagandístico que apoyaba la reforma del ejército y el rearme y que continuó en otros trabajos como La invasion de 1910 (1906), de William Le Queux, o Al llegar Guillermo (1913), de H.H. Munro. En La Guerra de los MundosWells añadió un toque especial a la ya conocida fórmula imaginando una invasión a mayor escala y por una especie tecnológicamente mucho más avanzada, algo parecido a lo que los ingleses habían supuesto para los tasmanos antes de ser exterminados completamente por los primeros. Pero también demostró el potencial narrativo de este tipo de historias como metáforas de fenómenos sociales y económicos muy reales.

La Guerra de los Mundos se escribió cuando la expansión colonial británica se hallaba en su apogeo, a menudo interfiriendo o destruyendo culturas enteras. Así, la novela de Wells propone a los ingleses que se pongan en el lugar de los colonizados y vean lo que ocurre. Sin embargo, la mayor parte de los relatos que siguieron a la obra de Wells volvieron a recurrir a ficciones en las que se ponía a los lectores occidentales en la posición del colonizador. Un buen ejemplo de ello sería Edison’s Conquest of Mars (1898), de Garret Serviss, en la que se retomaba el hilo dejado por Wells: tras la invasión marciana, la Tierra decide lanzar un ataque preventivo contra el planeta rojo; las fuerzas terrestres estarán lideradas por el genial inventor Thomas Edison.

Los Estados Unidos eran menos proclives a estas paranoias de invasión, aunque las historias que Philip Francis Nowland escribió y dibujó para Buck Rogers (1928–1929) estaban situadas en una América del futuro conquistada por invasores asiáticos. Los escritores de ciencia-ficción que publicaban en las revistas pulp estaban mucho más interesados en invasores más exóticos.

No todas las historias eran extravagantes melodramas sobre conflictos entre especies. Viejo amigo (1934), de Raymond Z. Gallun, desafió los tópicos del género mientras que elaboraciones más sutiles de los mismos aparecían en El monstruo de metal (1920) de Abraham MerrittLa inteligencia alienígena (1929), de Jack Williamson, o El horror de Arrhenius (1931), de P. Schuyler Miller. Tampoco todo eran invasiones provenientes del espacio exterior; los ejércitos enemigos podían proceder de otras dimensiones, otros tiempos o incluso de microcosmos atómicos. Entre los invasores más extraños de la ciencia-ficción se cuentan Los ondulantes (1945), de Fredric Brown, una raza de seres eléctricos que secuestran las ondas electromagnéticas de la Tierra.

Cuando no llegaban con pistolas láser o cañones, los visitantes alienígenas de la era de las revistas pulp a menudo traían regalos –aunque a veces éstos eran engañosos– y, ocasionalmente, mensajes importantes. Adios al amo (1940), de Harry Bates, perdió buena parte de su sentido cuando recibió versión cinematográfica con el título Ultimátum a la Tierra (1951), pero a cambio ésta sirvió de mensajera del peligro nuclear. Aquel año 1951 también vio la primera versión de La Cosa, basada en un relato de John W. Campbell¿Quién va ahí? (1938).

Esos dos filmes fueron los pioneros de toda una serie de películas que avisaban sobre los peligros de la era nuclear y la Guerra Fría, a menudo hasta el punto de caer en la paranoia. Por citar sólo algunos: Invasores de Marte (1953), La bestia de tiempos remotos (1953), Vinieron del espacio (1953), La Guerra de los Mundos (1954), Godzilla (1954), La humanidad en peligro (1954), La bestia de un millón de ojos (1955), Conquistaron el mundo (1956), Monstruo sin rostro (1957) y Me casé con un monstruo del espacio exterior (1958).

Otras películas no fueron más que intentos de capitalizar el éxito de las películas de invasiones extraterrestres haciendo cintas de bajísimo presupuesto, como Plan 9 del espacio exterior (1959), de Ed Wood, considerada como la peor película jamás hecha. Este tipo de películas de serie B han venido sirviendo en los últimos años como fuente de inspiración nostálgica para obras como Mars Attacks! (1995), de Tim Burton, o Men in Black (1997). El estreno por aquella misma época de Independence Day (1996), de Roland Emmerich, fue otra demostración de la viabilidad que a mediados de los noventa seguían teniendo las películas de invasiones extraterrestres.

La televisión británica se apuntó a la moda con seriales como las tres aventuras del Dr. Quatermass (1953, 1955 y 1958–59), El terror de Trollenberg (1956–57) y A de Andrómeda (1961). Curiosamente, la televisión norteamericana puso menos énfasis en los invasores extraterrestres y sólo merecen la pena destacarse series como Más allá del límite (1963–65) o Los invasores (1967–68), en la que unos aliens que se hacían pasar por humanos le complicaban la vida a David Vincent (Roy Thinnes). Desde aquellos años de la Guerra Fría, las historias de invasores alienígenas no han perdido popularidad, tomando multitud de direcciones y demostrando una gran flexibilidad a la hora de tratar complejos temas sociales y políticos.

En la literatura de los años cincuenta, Amos de títeres (1951), de Robert A. Heinlein, fue la primera de muchas novelas que, como en el cine, sustituían de forma nada sutil la amenaza del comunismo por invasiones alienígenas. En la novela de Heinlein, una especie de babosas parásitas procedentes de Titán (una luna de Saturno), aterrizan en Iowa y comienzan a adherirse a las espaldas de los humanos, controlando sus mentes. Usando estas marionetas humanas a voluntad, los alienígenas pronto se embarcan en un programa de conquista mundial. Buena parte del libro es mera propaganda anticomunista, en la que los gusanos pasan por ser quintacolumnistas rojos. De hecho, Heinlein se aseguró de que esta asociación quedara bien clara. Incluso se ocupó de dedicar unas líneas a los simpatizantes de los comunistas, subrayando que la única cosa más desagradable que una mente humana atrapada por una babosa es la idea de humanos que trabajaban voluntariamente en complicidad con las babosas, incluso sin tener un parásito adherido.

Al final, los valerosos americanos, siempre tan llenos de recursos, consiguen derrotar a las babosas utilizando guerra bacteriológica, un arma tan polémica en los cincuenta como en la actualidad y que sin embargo Heinlein defiende aquí con convicción. De hecho, uno de los mensajes clave del libro es que no sólo tenemos que estar siempre vigilantes, sino dispuestos a utilizar cuantos medios sean necesarios para derrotar a nuestros enemigos. Cuando el protagonista informa de la aparente destrucción total de todos los alienígenas en la Tierra, también avisa de que puede quedar alguno acechando en algún rincón del Tercer Mundo, como el Amazonas. Entretanto, los norteamericanos se preparan para lanzar un asalto genocida contra el mismísimo Titán. El libro finaliza con el protagonista acompañando a la misión y exclamando: «Amos de títeres, los hombres libres van para mataros! ¡Muerte y destrucción!»

Una de las historias de invasiones alienígenas más conocidas de la década de los cincuenta fue La invasión de los ladrones de cuerpos, de Jack Finney, serializada en la revista Collier’s en 1954 y publicada como novela en 1955 con el título acortado Los ladrones de cuerpos. Aquí, lo que llega del espacio a la pequeña ciudad californiana de Mill Valley son unas vainas con la capacidad de convertirse en réplicas exactas de cualquier humano con el que entren en contacto. Los vecinos de Mill Valley son progresivamente reemplazados por los replicantes alienígenas hasta que el único que queda para enfrentarse con la amenaza antes de que se extienda por todo el país es el doctor Miles Bennell. Afortunadamente, consigue dar tanta guerra que las vainas deciden abandonar la Tierra y buscar otro planeta que resulte más sencillo de colonizar.

La novela de Finney fue la base para la película de 1956 La invasión de los ladrones de cuerpos, que sigue más o menos el argumento del libro aunque incorpora un final menos optimista: Bennell consigue alertar a las autoridades de fuera de la ciudad, pero las vainas ya se han extendido más allá de los limites urbanos y queda sin saber si podrán ser detenidas. La noción de invasores silenciosos que toman el control de las mentes de americanos nor

males, convirtiéndolos a una ideología alienígena, está en la misma onda que el miedo a la subversión comunista en la Guerra Fría. De hecho, el film es considerado hoy como un icono cultural del clima de paranoia anticomunista que imperaba entonces. Ciertamente, los replicantes, que parecían totalmente normales pero no sentían ninguna emoción y carecían de individualidad, se ajustaban a los estereotipos sobre los comunistas. Así, los argumentos que los extraterrestres utilizan para intentar seducir a Bennell, diciéndole que la vida será mucho más agradable si se deja llevar por la corriente y aprende a vivir sin emociones, es un eco de los supuestos cantos de sirena del utopianismo comunista.

Estirando los razonamientos, también podríamos optar por interpretar la paranoia del film como una sutil crítica a la histeria anticomunista: la película sugeriría que la posibilidad de que los comunistas se hicieran con el control de América era tan pequeña como que vainas del espacio exterior llegaran a la Tierra, crecieran hasta convertirse en réplicas perfectas de seres humanos y los reemplazaran. Por otra parte, los responsables de la película (así como el autor de la novela original) negaron repetidamente ninguna intención alegórica. Simplemente deseaban hacer una historia de suspense sobre invasores alienígenas. Sea como fuere, la película sigue siendo hoy un clásico de la década de los cincuenta y es gracias a ella que se recuerda todavía la novela de Finney.

Entre la legión de films de invasiones extraterrestres de los cincuenta, quiero volver a una mencionada por la importancia que tiene dentro del género: Ultimatum a la Tierra (1951), dirigida por Robert Wise, y que, lejos de alimentar la histeria anticomunista de la época, es un canto a la paz y comprensión mundiales y un aviso de que la carrera armamentística de la Guerra Fría podría llevar a un desastre planetario. Aquí, el mesiánico Klaatu (Michael Renny), acompañado por su imponente robot Gort, llega a la Tierra en son de paz, pero es recibido con temor y violencia. Sin embargo, consigue sobrevivir para lanzar un mensaje de advertencia: la civilización humana será destruida por una fuerza robótica intergaláctica si extiende su violencia más allá de la Tierra. Este rechazo a la carrera armamentística fue una apuesta valiente en un momento en el que la propia Hollywood se hallaba bajo el asedio de los cazacomunistas de Washington. El éxito del film demostró que la ciencia ficción, al considerarla el público en general disociada de la realidad contemporánea, puede servir fácilmente como plataforma para una crítica social y política que resultaría demasiado polémica expresada a través de un género más convencional.

Alienígenas benignos como los de Ultimátum a la Tierra o El hombre del planeta X (1951) estaban en la pantalla completamente superados en número por sus contrapartidas malvadas, pero en la literatura no eran tan omnipresentes. De hecho, muchos autores comenzaron a arrepentirse de la xenofobia implícita en buena parte de la literatura pulp. El fin de la infancia (1953), de Arthur C. Clarke, es una de las mejores historias de “invasión” en las que se condenaban los prejuicios antialienígenas. En ella, los aliens son fundamentalmente benévolos: utilizando tanto una tecnología avanzada como el puro engaño, un contigente de extraterrestres conocidos como Superseñores establece su dominio sobre la Tierra, imponiendo leyes destinadas a impedir que la raza humana destruya lo que queda del planeta. Una de esas reglas, por ejemplo, prohibe la crueldad a los animales. Otra establece la creación de un solo Estado Mundial que deja el concepto de nación obsoleto. El gobierno de los Superseñores, liderados por el Supervisor Karellen, conduce a una era de paz y prosperidad sin precedentes. Pero no son pocos los que encuentran esta existencia utópica aburrida y carente de desafíos. El arte y la creatividad se apagan aplastadas por la supremacía de la televisión. Y, mientras tanto, los Superseñores permanecen escondidos, misteriosos. Durante más de medio siglo nadie los ha visto y cuando por fin se revelan ante la humanidad, resultan tener la apariencia de demonios (lo que viene a demostrar que los mitos y las «memorias raciales» no son sino un eco del futuro).

Finalmente, se descubre que los Superseñores han venido a la Tierra siguiendo instrucciones de sus amos, una especie de Supermente, fusión de la conciencia colectiva de multitud de especies y dotada de grandes poderes psíquicos. A pesar de que dominan una tecnología muy avanzada, los Superseñores no poseen esas habilidades mentales y, como resultado, se encuentran en un callejón sin salida evolutivo. Su misión en la galaxia es simplemente ayudar a las razas (como la humanidad) que sí tienen ese potencial a sobrevivir hasta que la evolución saque a relucir sus habilidades mentales. Al final, tiene lugar el salto evolutivo y casi todos los niños humanos menores de diez años del planeta despiertan sus poderes psíquicos.

Los Superseñores continúan supervisando la vida del resto de la humanidad (aquellos que no tienen capacidades mentales) aunque, sin un futuro a la vista, muchos se suicidan, solos o en masa. Los «nuevos niños», mientras tanto, se trasladan a una zona separada. Los humanos «normales» acaban muriendo. Excepto uno, Jan Rodricks, un estudiante de ingeniería que había pasado ochenta años viajando a bordo de una nave de los Superseñores hasta el mundo hogar de éstos para contemplar sus maravillas. Cuando regresa a la Tierra y debido a la relatividad temporal, él sólo ha envejecido cuatro meses, pero ya no quedan hombres como él sobre el planeta. Mientras los niños se preparan para unirse a la Supermente, los Superseñores evacúan la Tierra, dejando a Jan atrás para que les retransmita la completa disolución de nuestro planeta.

Otros libros que siguen una línea similar de extraterrestres benignos y bienintencionados son Los cristales soñadores (1950), de Theodore Sturgeon, y A Mirror For Observers (1954), de Edgar Pangborn.

A medida que las tensiones de la Guerra Fría iban relajándose, el género de la invasión alienígena fue siendo sustituido en las preferencias de lectores y escritores por otras temáticas. Las obras que quedaron hacían hincapié en lo extraño de la condición alienígena, insistiendo al mismo tiempo en que la comunicación entre especies podría ser posible. Estas líneas argumentales se utilizaron en muchos trabajos de los siguientes años: La nube negra (1957), de Fred HoyleThe Wanderer (1964), de Fritz LeiberAlas nocturnas (1969), de Robert SilverbergThe Bywolder (1971), de Poul AndersonTrillones (1971), de Nicholas FiskLos propios dioses (1972), de Isaac AsimovCita con Rama (1973), de Arthur C. ClarkeAnd Having Writ… (1978), de Donald R. Bensen, o Visitantes milagrosos (1978), de Ian Watson.

A estas alturas, la historia al estilo La Guerra de los Mundos se había quedado totalmente desfasada y sólo se utilizaba en forma de sátiras sarcásticas, como Los genocidas (1965), de Thomas M. Disch. En ella, la figura de los malvados invasores alienígenas se utiliza en un tono muy alejado de los trabajos paranoicos de los cincuenta. La novela de Disch es más una advertencia contra la arrogancia humana que una afirmación de la posibilidad de que existan siniestras fuerzas alienígenas acechándonos desde otro planeta (o país). Aquí, los extraterrestres eligen a la Tierra como el emplazamiento perfecto para cultivar las enormes plantas que consumen como alimento: siembran el planeta con la cosecha y luego se dedican a erradicar las plagas que podrían interferir con su crecimiento, incluyendo los seres humanos (que se comparan con los gusanos de una manzana).

La amenaza de Andrómeda (1969), de Michael Crichton, se puede interpretar como una versión más tenebrosa y verosímil de Los genocidas: los invasores alienígenas son pequeños cristales microbianos atrapados accidentalmente por un satélite norteamericano en órbita. Cuando el aparato se estrella, la plaga alienígena amenaza con extenderse por toda la Tierra, extinguiendo la humanidad. Al final, el planeta y la raza humana se salvan gracias a una mutación del propio organismo en una forma no dañina para los humanos, pero la proximidad de la catástrofe sirve como aviso de los peligros potenciales de contaminación proveniente del espacio exterior. La amenaza de Andrómeda fue llevada al cine en una película dirigida por Robert Wise en 1971, y supuso el inicio de la fama de Crichton como autor multimedia.

Y mañana serán clones (1977), de John Varley, nos presenta no una invasión alienígena, sino el panorama resultante tras la misma: los atacantes (que parecen existir sobre todo en otra dimensión) controlan la Tierra, mientras que la humanidad ha tenido que exiliarse, hallándose esparcida por el resto del Sistema Solar. Por otra parte, un segundo grupo de alienígenas ha pasado los últimos 400 años emitiendo información de alta tecnología hacia el Sistema Solar (aparentemente desde el sistema estelar 70 Ophiuchi). La mayor parte de todos esos datos son indescifrables, pero lo que se ha podido decodificar se convierte en la base de los avances tecnológicos humanos, que incluyen hábitats espaciales, clonación, descarga digital de conciencia y viaje interestelar.

Al final, se descubre que la información no viene de 70 Ophiuchi, sino de una raza de navegantes estelares conocidos como «Comerciantes», que han establecido una estación transmisora a sólo medio año luz del Sistema Solar. A cambio de toda esa información que han ido entregando a lo largo de siglos, los Comerciantes exigen una retribución en forma de conocimiento detallado sobre la raza humana con la intención de asimilarla a su propia civilización. También revelan a los humanos, muchos de los cuales sueñan con reconquistar la Tierra, que los invasores alienígenas (que en realidad se hicieron con el planeta no para ellos mismos, sino para liberar a los delfines y ballenas, a los que consideraban mucho más inteligentes que los humanos) son seres demasiado sofisticados y avanzados tecnológicamente como para que se les pueda expulsar. La mejor esperanza para la Humanidad es internarse en la galaxia para buscar un futuro en otro sistema estelar. El libro finaliza con el comienzo de tal proyecto.

En los sesenta y setenta, las historias de alienígenas hostiles tuvieron que convivir con ejercicios más sentimentales que cualquier otra cosa vista hasta entonces: Encuentros en la Tercera Fase (1977), E.T. (1982), Starman (1984, con una serie de TV derivada desde 1986–87) o Cocoon (1985). Todos estos bondadosos extraterrestres no tienen nada que ver con las perversas criaturas de formas grotescas que habían acechado al público desde las pantallas cinematográficas en los años cincuenta. Estas películas cargadas de buenas intenciones –que aprovechaban también para criticar aspectos concretos de la sociedad humana– coexistieron con comedias como El hermano de otro planeta (1984), Las chicas de la Tierra son fáciles (1988) o Estos terrícolas están locos (1990).

Sin embargo, el tratamiento de los alienígenas y las culturas extraterrestres en la América de los ochenta no fue, en general particularmente generosa. Durante esa década, la retórica antisoviética de la administración Reagan a menudo recordaba la paranoia de los cincuenta, por lo que no es sorprendente que el cine diera a luz films películas como Alien (1979), Predator (1987), Están vivos (1988) o Species (1995).

En el ámbito de la literatura, Ruido de pasos (1985), de Larry Niven y Jerry Pournelle, fue una de las novelas de invasión con más éxito de los ochenta. Es también una obra muy representativa de su tiempo en el sentido de que parece imaginada, al menos en parte, como un apoyo al desarrollo de programas armamentísticos de alta tecnología, incluyendo la Iniciativa de Defensa Estratégica («Guerra de las Galaxias»). Utilizando un formato que recuerda al de las películas de catástrofes, «Ruido de pasos» presenta el relato detallado de un combate entre una nave terrestre y otra extraterrestre y el impacto que ese enfrentamiento tiene en varios personajes. En la novela, una enorme nave alienígena se aproxima a la Tierra exigiendo su rendición incondicional. Los aliens, conocidos como fithp, se parecen mucho a crías de elefante excepto en que tienen dos trompas, cada una de ellas terminada en tentáculos parecidos a dedos. En una especie de alegoría anticomunista que recuerda a los años cincuenta, los fithp son una especie gregaria que actúa en grupo y cuyos miembros son incapaces de actuar individualmente. Así, la comunicación entre ellos y los individualistas terrestres se torna imposible. También parecen menos inteligentes que los humanos y más incapaces de enfrentarse a situaciones anómalas.

Al final, los fithp son derrotados cuando los Estados Unidos, siguiendo el consejo de varios escritores de CF, diseña un plan para construir una gran nave de motor nuclear capaz de transportar armamento pesado y enfrentarse directamente a la nave nodriza de los alienígenas. El proyecto triunfa y los humanos acabarán obligando a los fithp a colaborar con ellos en el desarrollo de un motor interestelar que nos permitirá dar el salto a las estrellas.

La forja de Dios (1987), de Greg Bear, emplea también el formato de catástrofe para explorar los motivos de la invasión alienígena, aunque el tono vagamente liberal de la novela se puede interpretar como una especie de respuesta deliberada al conservadurismo de Niven y Pournelle. En esta ocasión, una misteriosa fuerza extraterrestre de devoradores de planetas desmantela literalmente la Tierra para utilizarla como fuente de materias primas mientras los terrestres aguardan impotentes el inevitable fin. En un tono de sátira político/religiosa hacia la administración Reagan (que aún se haría más válida en el mandato de Bush), la respuesta de nuestro planeta a la crisis por parte del presidente americano William Crockerman es no hacer nada, interpretando el ataque como la ira de Dios y la inminente destrucción del planeta como el Apocalípsis bíblico. Afortunadamente, una segunda fuerza de extraterrestres benévolos rescata a un grupo selecto de humanos (así como diversos objetos y máquinas), llevándolos a una especie de Arcas de Noé espaciales y dando pie a una secuela, Anvil of Stars (1992) en la que los hombres supervivientes buscarán venganza contra los devoradores de planetas.

En cierto modo, la película The Abyss (1989), dirigida por James Cameron, cierra el período de Guerra Fría que en el cine de CF se había iniciado con Ultimátum a la Tierra. En esta ocasión, una especie de alienígenas muy avanzados se han establecido en las profundidades abisales del océano. Utilizan sus sofisticadas maquinarias para generar enormes olas que amenazan con arrasar los superpoblados litorales de los continentes a menos que los bloques Occidental y Oriental comiencen a buscar una salida negociada a su carrera armamentística.

Las invasiones alienígenas de los ochenta tuvieron su broche final con la trilogía de Xenogénesis de Octavia ButlerAmanecer (1987), Ritos de madurez (1987) e Imago (1989). Este ambicioso y complejo ciclo, diseñado como una crítica a las agresivas políticas de Reagan, trata temas como el racismo, la lucha de género, el militarismo o el colonialismo. En esta obra, los aliens Oankali llegan a la Tierra tras un conflicto nuclear devastador que ha exterminado la civilización humana. Utilizan su avanzada biotecnología para recuperar la raza humana, eso sí convertida en seres híbridos cuyo destino será abandonar el planeta y convertirse, como los Oankali, en comerciantes genéticos estelares.

Una de las obras de CF más importantes de los ochenta no fue un libro o una película, sino una miniserie televisiva de cuatro horas, V (1983), creada por Kenneth Johnson y seguida de una secuela de seis horas, V: Batalla Final (1984). La V original supuso uno de los hitos televisivos de la década y una de las más atractivas narraciones sobre invasiones alienígenas que la televisión hubiera ofrecido hasta ese momento. En V, un compendio de tópicos del subgénero, una serie de enormes platillos volantes aparece repentinamente sobre las principales ciudades del planeta. Los alienígenas, que parecen ser exactamente iguales a los humanos, se declaran amistosos y anuncian que han venido a la Tierra para resolver los graves problemas ecológicos que afectan a su planeta gracias a un producto que esperan fabricar en la Tierra utilizando nuestros residuos urbanos. A cambio ofrecen conocimientos tecnológicos que resolverán nuestros propios problemas. Todo resulta ser falso, claro: los extraterrestres (cuya verdadera apariencia física es reptiliana) han venido a la Tierra para hacerse con el agua y, lo que es peor, humanos para utilizarlos como soldados en sus guerras de conquista o, simplemente, como alimento. La resistencia consigue organizarse y repeler con éxito la invasión.

Otras series de TV que por aquellos años intentaron actualizar el tema de la amenaza alienígena fueron La Guerra de los Mundos (1988-1990), Alien Nation (1989-1990) y, sobre todo, Expediente X, la más importante de los noventa en lo referente a este subgénero y, probablemente, de toda la historia de la televisión. A lo largo de nueve temporadas (1993-2002) este thriller de conspiraciones paranoides presentaba todo un catálogo de nuevos conceptos de alta tecnología en el tema de la presencia alienígena, actuando y viviendo en la Tierra en connivencia con agencias gubernamentales norteamericanas. La serie se apoyaba en sobados mitos de la cultura popular contemporánea, como las abducciones de “conejillos de indias” humanos por parte de extraterrestres que viajan en OVNIS o el marciano de Roswell, Nuevo México, pero los televidentes disfrutaban también con la tensión sexual entre los protagonistas o con los toques cómicos que relajaban el tono dramático general de las historias.

Otra serie de televisión que en los años noventa se centró en el tema de la invasión alienígena fue Space: Above and Beyond (Espacio: Guerra Estelar, 1995–1996), creada por dos de los productores de Expediente X. Se trataba básicamente de un drama bélico en el que fuerzas terrestres se enfrentaban contra los Chigs, una especie extraterrestre decidida a conquistar el planeta. También merecen la pena destacarse la miniserie de la BBC Invasion Earth: The World War Has Begun (1998) y la interesante y original La Tierra: Conflicto Final (1997–2002), creada por Gene Roddenberry (quien en los sesenta había alumbrado la legendaria Star Trek) y que a lo largo de cinco temporadas nos mostraba los conflictos que surgen al verse humanos y extraterrestres obligados a compartir el mismo planeta.

Cada vez es más difícil, en una época en la que las invasiones y encuentros alienígenas se han narrado tantas veces y de tantas formas posibles, ya sea en libros o películas, encontrar algo que inspire sorpresa, maravilla o perplejidad. Pero se han hecho loables intentos en películas como Repo Man (1984) y libros como La invasión divina (1981) de Philip K. Dick, la trilogía de Damon Knight finalizada con Un mundo razonable (1991) o Sarah Canary (1991), de Karen Joy Fowler.

Resulta curioso cómo han sido los escritores británicos los que más han destacado en las incursiones literarias que se han hecho en este subgénero en los últimos tiempos. La obra más notable ha sido la trilogía Aleutiana de Gwyneth Jones, que comprende White Queen (1991), North Wind (1996) y Phoenix Cafe (1998). Esta trilogía parte de la teoría postestructuralista para desarrollar un desafío posmodernista a las nociones ilustadas del Yo y el Otro. Ofrece también una profunda comprensión de la historia del colonialismo, del que la trilogía constituye una alegoría. Estas obras presentan también unos alienígenas ciertamente originales. En lugar del tópico habitual de extraterrestres bien informados que saben dónde está la Tierra, que está habitada y que tienen una misión bien definida, los aliens que describe Jones se encuentran con nuestro planeta por pura casualidad, ni siquiera sabían que existía ni mucho menos que estuviera habitado. Es más, no se trata de una expedición oficial, sino una tripulación de aventureros independientes. Descritos por Jones en un ensayo sobre su obra como «una tripulación de aventureros irresponsables y soñadores», han estado vagabundeando por la galaxia a la búsqueda de beneficios, pero tras su llegada a la Tierra se verán atrapados por el laberinto político humano, provocando una confusión y preocupación importantes al abandonar la Tierra tras una estancia de 300 años.

En realidad, los alienígenas de Jones se parecen mucho a los humanos (y, de hecho, algunos puede incluso pasar por ellos), pero eso sólo sirve para complicar aún más el contacto entre las dos especies. Por ejemplo, la semejanza entre ambos hace que cada uno juzgue e interprete al otro en función de su propia cultura y convenciones, provocando confusión e incomunicación, una situación que a menudo encuentra reflejo en la desorientación del lector, quien se halla en una posición equivalente a la de los humanos del libro: tratando de saber y comprender a los Aleutianos a base de juntar retazos de información desperdigados por las novelas. Al final de la trilogía, los personajes humanos y su cultura parecen tan extraños y alienígenas como los aleutianos. De hecho, a medida que la narración progresa, la frontera entre unos y otros va haciéndose más y más borrosa.

Los alienígenas de Sacrifice of Fools (1996), de Ian McDonald, son en buena medida equivalentes a los Aleutianos de Jones y nos presenta un panorama cultural crecientemente confuso a medida que los aliens coexisten con los terrestres. En Evolution’s Shore (1995) y Kirinya (1998), McDonald renueva el subgénero de la invasión alienígena con su idea de «paquetes biológicos» extraterrestres que aterrizan en la Tierra y comienzan a trasladarse por el terreno transformando todo en su camino con una especie de avanzada nanotecnología. Esta transformación incluye a los seres humanos, que se encuentran empujados a un nuevo salto evolutivo gracias a los efectos de esa tecnología alienígena.

Otros ejemplos cercanos de novela de invasión británica es Empire of Bones (2002), de Liz Williams, que propone la idea de que los humanos descendemos de írRas, una especie de viajeros interestelares cuya misión en el universo es colonizar mundos, extendiendo al mismo tiempo la variedad evolutiva de su ya diversa especie. En la novela, los irRas regresan a la Tierra tras un largo período de ausencia para descubrir que sus planes evolutivos en este planeta han sufrido graves alteraciones respecto a lo planeado. Empire of Bones tiene lugar en la India, lo que enriquece la historia con su exploración de la intersección entre la medicina, la enfermedad y el colonialismo.

También de interés es The Mount (2002), de la escritora feminista norteamericana Carol Emshwiller, una fábula alegórica en la que una raza alienígena de piernas débiles, los Hoots, han colonizado la Tierra, utilizando a los esclavizados humanos como monturas sobre las que desplazarse. Los Hoots proclaman con orgullo la generosidad con la que gobiernan a sus súbditos humanos y señalan lo bien que están desde que ellos se hicieron cargo de su «bienestar». No sólo recuerda este discurso la retórica paternalista del colonialismo occidental, sino en muchos aspectos la forma en que las clases menos favorecidas viven el capitalismo.

Novelas como The Mount y Empire of Bones demuestran que ya entrado el siglo XXI, la narrativa de invasiones alienígenas continúa gozando de buena salud como medio efectivo de crítica social y política.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".