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«For Special Services» (1982), de John Gardner

Todos sabemos que por más veces que maten a Supermán, el personaje volverá a resucitar. Es el mercado del ocio dictando la orientación creativa: ni un artista genial como Frank Miller puede cambiar eso.

Hollywood es igual. Cuando entramos en el terreno de sus sagas, para Hollywood el público y los comentaristas no somos más que orangutanes jugando a tirarnos cagarrutas a la cara en nuestras jaulas. Por eso me parece bien lo que me cuentan que han hecho con James Bond en su último filme. De hecho me alegra: es el destino que merece ESTE James Bond. El mercado lo ha ordenado: lo encumbró como seductor en cadena, luego lo degradó a doctor en Alaska y al final vio que eso no era bastante… La Banca siempre gana. Cuando el mercado lo vuelva a ordenar, Bond volverá. ¡Ojalá sea en la piel no por cincuentona menos sexy de Idris Elba! (¿Que es negro? ¿Y? ¡Sean Connery no tenía los ojos azules!).

Entretanto, suerte sincera a los personajes que heredan su licencia para matar y bravo por su diversidad sexual y étnica: ojalá maten y poliamen (hay que decirlo así, ¿no?) mucho para ser fieles a la franquicia original; aunque sospecho que harán más lo primero que lo segundo, porque en la cultura anglosajona de hoy ‒que ya es la nuestra, lo consiguieron‒ está mejor visto matar.

Yo me salto el seppuku del timidito y timorato Daniel Craig. Salvo el momentazo en que Monica Bellucci se lo merienda vivo, todos sus anteriores títulos me parecieron insustanciales… con la excepción de Casino Royale, claro, la mejor película Bond de toda la historia, cortesía del único director “no-autor” de la etapa Craig: el gran Martin Campbell. Casino Royale marcó el cénit de la condición esencial del género ‒la acción sin ínfulas dramáticas‒ que hace años no se cumple. A partir de entonces, se sucedió una retahíla soporífera de nolanizadores: “directores-de-prestigio-intentando-otorgar-una-tridimensionalidad-impostada-a-algo-que-no-lo-necesitaba”…

Hoy, tan conectados y tan entendidos todos, necesitamos consumir nuestra ración de comida basura pensando que está aliñada con sal shakespeareana. Mierda oscarizable. Así lo ha estudiado e impuesto el mercado actual ¡nosotros no tenemos culpa!

Por mi parte y para no prescindir por completo en mi jaula orangutana de mi James Bond con patatas fritas, acabo de leer For Special Services (1982) de John Gardner, la segunda novela del sustituto de Ian Fleming, y se me cayó también un poco el alma al suelo. Lo cual demuestra que traiciones al mito Bond las ha habido desde siempre y tarde o temprano han sido asimiladas mercantilmente a la perfección.

La primera aportación de Gardner, Licencia renovada, me había encantado, por lo ambiciosa y divertida. Podría haber sido una película (buena) del Bond de Roger Moore o de Pierce Brosnan. La recomiendo sin paliativos. Pero en esta segunda intentona, el autor perpetra lo que yo esperaba de la primera y por suerte no hizo: una novelita de aventuras sin mucha complicación y fácilmente resuelta.

Para empezar, reduce su extensión a dos tercios con respecto a la anterior: si ésta contenía una cantidad sorprendente de esfuerzo invertido en apuntalar la inverosímil verosimilitud de la trama y en inyectar una notable carga de ingenio razonablemente dosificada, en Por servicios especiales el escritor se encomienda sin tanta fanfarria a la poca expectativa del lector del subgénero “franquicia-literaria-explotada-por-una-pluma-de-reemplazo” y no se calienta mucho la cabeza a la hora de plantear y resolver el reto de una nueva aventura de Bond.

A continuación, introduce de modo insatisfactorio dos elementos familiares para el fan habitual: por un lado, la coprotagonista en esta ocasión es la hija de su colega de la CIA Felix Leiter ‒tal vez el personaje más aburrido de todo el universo Bond‒: Cedar Leiter, una jovencita a la que le pone ligarse al amigo de su padre. Lo más raro es que al padre tampoco le importa. En fin, nada nuevo bajo el sol bondiano… Por otro lado, regresa el clan de villanos conocido como Spectre, y al frente una nueva versión “en la sombra” de su mítico líder Blofeld, versión cuya identidad supuestamente no nos será desvelada hasta el desenlace, aunque se ve venir de aquí a Lima quién es el menda lerenda.

Este nuevo Spectre pretende por un lado matar a James Bond ‒como es habitual‒ y, por otro, obtener los códigos de la última remesa tecnológicamente más avanzada de satélites estadounidenses. Así que capturarán a Bond y, en vez de matarlo ‒hombre, ya sabemos que nunca lo pueden matar HASTA que no haya hecho lo que los malos desean‒, lo utilizan para infiltrarlo en una base militar donde robar esos códigos, no sin antes arrebatar la voluntad del personal militar en la base (y de Bond) con un tipo de postre muy especial: un helado introducido en su rancho diario que ¡lava el cerebro de sus consumidores y los convierte en títeres del heladero!

Ya sé que sobre el papel suena de la leche: la premisa cachonda es. Pero no, el despropósito no funciona tan bien ni es tan divertido como promete.

Antes, veremos plasmada una de las grandes paradojas de casi todas las aventuras de James Bond: el villano conoce casi siempre ‒o la averigua enseguida‒ su identidad oculta de espía británico y, por tanto, resuelve matarle; Bond sabe en la mayoría de los casos que su contendiente es culpable y que, en efecto, desea matarle. ¡Y aun así, Bond siempre se presenta como invitado en la mansión del villano y ambos hacen ver que uno no sabe lo que el otro y viceversa!

Aquí este planteamiento llega hasta un extremo ridículo, pues la primera parte de la historia nos presenta a Bond huyendo de los sicarios del “heladero” (hombre de paja de Blofeld) para acudir a tiempo de aceptar la invitación de éste a alojarse en su mansión. Es decir: los sicarios intentan matarle un par de veces y Bond los evita exitosamente ¡sólo para poder presentarse en la casa del tipo que les había ordenado matarle! Y de nuevo comienza el juego de cortesía fingida entre héroe y villano…

El sentido común de este tête à tête brilla por su ausencia, pero de algún modo responde a una lógica y estética internas no exentas de belleza: debemos disfrutar a Bond, una vez más, aparentando no ser espía en la guarida del malvado.

Hay cosas que sí me han gustado: el arranque con la presentación del nuevo Spectre y la inmediata ejecución de un miembro atrapado, constreñido y devorado por una serpiente pitón son muy amenos, de una manera alegremente bolsilibrera, aunque deja el listón demasiado alto como para que el desenlace ‒o sea, la reaparición de la pitón‒ esté a su altura.

Por medio hay una competición de coches entre James Bond y un esbirro del heladero. Y ahí, como ya hiciera en la anterior novela, Gardner demuestra que sabe confeccionar muy buenas y emocionantes persecuciones a todo gas. Un capítulo fabuloso y que justifica prácticamente por sí solo todos los demás.

Y este nuevo Bond me sigue cayendo bien, tal vez por la egoísta razón de que no es un Bond racista y profusamente desagradable como a menudo lo era el de Fleming: es un Bond más relajado, más “soy-un-puto-viejo-de-sesenta-años-aparentando-que-tengo-cuarenta-y-me-lo-paso-bien-con-mis-aparatitos-ochenteros”. No, no me refiero a consoladores, sino a todos esos gadgets que acostumbra a manejar en las películas. Así que sí, seguro que yo soy tan cómplice de traición al mito como esas agobiadas parejas que pasan un buen rato con el nuevo Bond cinematográfico.

Una cosa que no me gustó ‒¡un reparo de índole moral! ‒ es que, debido a la inercia y autosabotajes de su propio precipitado argumento, el autor se ve obligado en una de las escaramuzas descritas a hacer que Bond tienda una trampa a un desafortunado vigilante de la hacienda del heladero para resolver rápido un obstáculo práctico: no le queda otra a Gardner, para sacarse de encima el muerto, que matarlo. O sea, Bond asesina innecesariamente a un trabajador de aquella propiedad que solamente cumplía con su deber: lo saca de la carretera porque le venía siguiendo y el tipo cae ladera abajo con su auto… Y muy convenientemente, para no perder el tiempo en más salvaciones increíbles, se parte el cuello.

Putada: como si la realidad hiciera acto de presencia por primera y única vez, el resultado lógico de las audaces peripecias de un espía de la talla de James Bond es que muera un inocente. Ni siquiera se trata de un inocente con peso en la trama: es un inocente a la manera de esos carceleros que trabajan en el cadalso porque no les queda otra. Es una realidad metida involuntaria, inconscientemente, sobre la marcha para entregar a tiempo el mecanoscrito, pero que nos remite a los técnicos de laboratorio tan naturales y cotidianos de The Cabin in the Woods.

Y percibimos, mientras improvisa la historia, que el propio autor vacila y titubea junto a su héroe al darse cuenta de que se han cargado a un pobre desgraciado, y que por un momento ambos sienten ganas de pararlo todo y decir: “Joder, habría que dedicarle un capítulo especial a esto, a la desgracia que hemos provocado sin querer”.
Pero el espectáculo debe continuar: y narrador y personaje continúan sus huidas hacia adelante sin reflexión pertinente ni duelos engorrosos, sacrificando el sentido común y el del ridículo en favor de un pedazo mezquino del sentido de lo extraordinario, pero conscientes de que esas bicicletas a la fuga no se sostienen a poco que ellos paren a tomar aliento.

Si miras al suelo, te caes.

En resumen: que John Gardner se dio cuenta en esta novela de que él era también un mero muñeco en manos de un autor que ya había muerto.

Tanto como Bond.

Copyright del artículo © Hernán Migoya. Reservados todos los derechos.

Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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