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«El hombre de Río» (1964), de Philippe de Broca

Siento como si conociera de toda la vida a Jean-Paul Belmondo. Es el camarada perfecto. El optimista con una sonrisa a cuestas, capaz de cantar «Douce France» en una bodega de barrio. El héroe por vocación, cuya dignidad proletaria es su marca de fábrica. El cínico fumador, gruñéndole al destino mientras desenfunda la pistola. El ídolo que te dice que todo irá bien, justo antes de saltar al vacío.

Cuando yo era niño, aún no apreciaba sus films más serios ‒los de la Nouvelle Vague, los de su etapa italiana y los policiacos‒, pero toparse con sus pelis de acción era como darte de narices con la felicidad. No sé cuál de ellas vi primero. Quizá fuera Cartouche (1962), donde encarnaba a un Robin Hood del XVIII, Louis Dominique Bourguignon, en una historia de espadas, pelucas y alegría. O acaso fue Las tribulaciones de un chino en China (1965), libérrima y tebeística adaptación de la novela de Julio Verne.

En ambas, Belmondo se ponía a las órdenes del mismo director, Philippe de Broca. Y ustedes me dirán: pero todo esto, ¿dónde nos lleva? Pues a la mejor película de cuantas rodaron juntos, El hombre de Río, uno de esos recuerdos que me lleva a cavar cada vez más hondo en mi nostalgia.

El hombre de Río contiene todo lo que un chaval de mi generación podía desear. Acción, peligro, misterio. Un aventurero sensacional y una chica de la que te enamorabas con solo chasquear los dedos. Pop, exotismo, mucho humor. ¡Y encima salía el villano de Sandokán y Operación Trueno! A ver, mejoren la oferta, si es que pueden.

Escrita por un equipo ejemplar ‒el realizador Jean-Paul Rappeneau, la directora escénica Ariane Mnouchkine, el escritor y guionista Daniel Boulanger y el propio De Brocca‒, esta producción francoitaliana tiene un claro protagonista: el soldado Adrien Dufourquet (Belmondo), recién llegado de permiso a París desde su cuartel en Besançon.

Dufourquet aún no lo sabe, pero en el Museo del Hombre han robado una valiosa estatuilla de la civilización tolteca. El suceso atrae a la policía, que interroga al profesor Norbert Catalan (Jean Servais), colega de otro investigador, trágicamente desaparecido, el profesor Villermosa. Añadiendo otro giro al argumento, resulta que la hija de este último, Agnès (Françoise Dorléac), no es otra que la novia de Dufourquet.

A través de Catalan, sabremos que la estatuilla robada formaba parte de una serie de tres, descubiertas en su momento por Villermosa, por el propio Catalan y por Mario de Castro (Adolfo Celi), un potentado brasileño.

Ya tenemos noticia de dos estatuas: la del Museo y la de Castro. ¿Qué pasó con la otra? Pues resulta que cuando Villermosa se encontraba en Brasil, el profesor enterró su estatuilla en el jardín de su mansión. Y la única que sabe cuál es el lugar exacto es su hija Agnès.

Cuando el soldado y su novia se reúnen, dos hombres la secuestran y escapan en un coche, a toda velocidad. Al ver a Agnès en peligro, Adrien reacciona de inmediato: roba una moto de la policía y los persigue hasta el aeropuerto de Orly. Allí comprueba que están embarcando a Agnès, visiblemente drogada, con destino a Brasil.

Haciendo lo imposible, Adrien logra subir a bordo, pero su aventura no ha hecho más que empezar. En Río de Janeiro, gracias a la ayuda de un niño limpiabotas, «Sir Winston» (Ubiracy De Oliveira), por fin consigue rescatar a su prometida. Juntos desentierran la estatuilla de Villermosa, pero su alegría dura poco, porque se la roban dos hombres. Es entonces cuando deciden ir a Brasilia, en busca del rico Mario de Castro, pensando que el nuevo objetivo de los ladrones va a ser la tercera estatuilla.

Ni se les ocurra dejar que alguien les cuente más detalles. A partir de aquí, el argumento se complica con nuevas revelaciones y sospresas. Eso sí, por el camino, descubrimos un par de cosas: que Belmondo no tiene miedo a las alturas ‒bueno, ni a eso ni a casi nada‒ y que la malograda Françoise Dorléac encarna de forma insuperable a una loca maravillosa.

Por si no caen en la cuenta, también les aviso de algo crucial: a Philippe de Broca le enloquecen los cómics de Hergé.

En realidad, la idea de rodar El hombre de Río está inspirada por un proyecto previo: El misterio del toisón de oro, una película con actores de carne y hueso, ambientada en el mundo de Tintín. En principio, su director iba a ser De Broca, pero al final, la dirigió Jean-Jacques Vierne en 1961. Supongo que esa es la razón por la que, a partir de ese antecedente, los guionistas de El hombre de Río incluyeron tantos guiños tintinófilos. Unos guiños poco sutiles, que nos remiten a los álbumes Tintín en el Congo, La oreja rota, Tintín en América, El loto azul, El templo del Sol, El cangrejo de las pinzas de oro, El secreto del Unicornio, Las siete bolas de cristal y Los cigarros del faraón.

He leído por ahí que esta película también se parece a las novelas que un belga, Henri Vernes, dedicó al aventurero Bob Morane. Solo las conozco de oídas, de modo que no puedo darles más datos. Sí que reconozco otra referencia evidente: Con la muerte en los talones (1959), una película de Hitchcock que guarda un claro parentesco con ésta, aunque por supuesto Belmondo sea un tipo más duro y deslenguado que Cary Grant.

Por cierto, ¡qué peligro transmiten algunas escenas! En lugar de usar a los habituales cascadeurs (especialistas) del cine francés, aquí es la estrella del film quien se juega el tipo. De hecho, salvo un salto en paracaídas, que en realidad efectuó el especialista Gil Delamare ‒muerto un año después, durante un accidente al rodar Le Saint prend l’affût (1966)‒, todas las secuencias peligrosas están interpretadas por Belmondo.

Esa hazaña personal, que incluye una vertiginosa secuencia en lo alto de la fachada de un hotel de Copacabana, nos remite a otra cinta suya, con el mismo tipo de proezas: la espectacular Pánico en la ciudad (1975), de Henri Verneuil.

A los franceses les encanta darse importancia, sobre todo en lo que concierne a la cultura, pero parece confirmado que, cuando era joven, Steven Spielberg llegó a ver nueve veces El hombre de Río. Así pues, esta fue una de las referencias de En busca del arca perdida. Al menos, esto es lo que le confesó el cineasta americano a De Broca en una carta fechada en 2001.

Supongo que esta es una de las pocas cosas en las que me parezco a Spielberg: también a mí me encanta esta película, y ya no sé cuántas veces la habré visto.

Nunca dejan deja de asombrarme su frescura y su empuje. Pero esas virtudes, por una extraña razón, no se las agradezco a Philipe de Broca, sino a Belmondo, a quien ya no veo como un actor que interpreta un papel, sino como un personaje que es como es, y nunca podrá dejar de serlo.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.